2008

2008

Mensaje de Galdós [1908]

El levantamiento espiritual de España, precursor sin duda de una resurrección activa de la Democracia, se ha manifestado ya en diferen­tes ciudades, villas y territorios de nuestra Península. Faltaba que las voces tribunicias, que han despertado los corazones dormidos, resona­ran aquí, en este pórtico de la casa hispana por donde salimos a respi­rar la civilización europea, por donde esa misma civilización, oleada vivificante, penetra en los pulmones de la vida nacional.

A esta ciudad de refinada cultura, de fresca y juvenil belleza, como recién salida del seno de las artes urbanas, corresponde hoy for­mular la protesta contra las leyes de absurda represión que intenta im­ponemos el ultramontanismo. Vuestra protesta será más que ninguna confiada y arrogante, porque desde aquí, volviendo los ojos a la cerca­na frontera, veis el rostro amable de Francia y su mirar dulce y tran­quilo, en el cual resplandecen tantos ejemplos dignos de imitación.

Resuenan nuestras voces en los oídos de España y en los de la nación hermana y vecina, para que ésta pueda contar al mundo nues­tro duelo por el suplicio con que se nos amenaza, decirle también vuestra resolución firme de cortar los vuelos al poder clandestino que nos gobierna. San Sebastián, que con Inín, Hemani y otros pueblos heroicos, supo contener el empuje del absolutismo armado, sabrá de­fenderse ahora de este otro absolutismo que introducido en nuestras viviendas, quiere destruimos, no con el hierro y la pólvora, sino con el veneno de sus artes farisaicas.

La capital de Guipúzcoa es testimonio vivo de las dos espantosas guerras, que vistas a distancia desde nuestros días nos parecen fantás­ticas, inverosímiles, como pesadilla histórica que nos oprime el cora­zón aún después que despertamos de ella. Estos nobles pueblos pre­senciaron la primera descomunal contienda en que la fe liberal, con loco esfuerzo y sacrificio de generosas vidas, pudo al fin salvar y afian­zar el trono de Isabel II. Años después, pasada la tregua en que des­cansaron las armas, pero no el enojo recíproco de los beligerantes, vie­ron estos pueblos otra campaña sañuda y tenaz, a la cual con nuevo esfuerzo y derroche de sangre, puso fin la gente liberal consolidando el trono de Alfonso XII. No pasa mucho tiempo sin que se suscite una tercera guerra, mejor dicho, ocupación o asalto en los primeros años invisible y silencioso, guerra que no estalla sino más bien mina, ene­migo astuto que tantea y ocupa todo lo que encuentra débil en el cuer­po social, y allí se establece, allí se nutre, engorda, crece y acaba por imponer su autoridad entre las muchedumbres distraídas o acobarda­das. De tal suerte, los vencidos de las dos primeras guerras civiles han venido a monopolizar cómodamente la gobernación de estos desdicha­dos reinos.

Cómo se ha operado esta metamorfosis del absolutismo, antes fiera pujante, ahora «bacillus» que invade el interior del organismo, es cosa difícil de explicar sin largo examen de hechos y personas. Este fe­nómeno de los vencidos en la guerra, vencedores en una paz descuida­da, es evidente en nuestro país y está bien claro a la vista de todo el mundo. Observando en derredor nuestro las desdichas que exteriori­zan la intoxicación absolutista, el fanatismo, la incultura, el atraso, la pobreza, viene a nuestra mente el recuerdo del colosal sacrificio de vi­das, del inmenso desgaste de energía belicosa con que llenamos casi toda la Historia del siglo XIX. Mas remordimientos que vanagloria traen a nuestro espíritu aquellas épocas de sacrificio, en las cuales puso la nación española toda su alma, abnegación, hazañas, ardorosa fe.

¿Será posible, decimos hoy perplejos y angustiados, que los gran­des méritos de un pueblo no tengan otro pago que la ingratitud? Si esta interrogación no fuese desmentida de un modo eficaz, aunque tar­dío, todos los españoles amantes de la libertad sentirían clavada en su mente la idea de que se imponen a la nación nuevos y más claros de­rroteros. Esto es rigurosamente fatal, porque si por la experiencia sa­bemos que la vida privada puede manifestarse la ingratitud sin dejar huella, produciendo tan solo pasajeros quebrantos, la Historia nos dice que en la vida de los pueblos nunca dejó de tener inexorable fallo.

Leído por Adrián Navas, director de La Voz de Guipúzcoa, en el mitin de San Sebas­tián del 20 de junio. El País, 21 de junio de 1908.…

Carta de Galdós [1908]

Siento alegría indecible al verme de nuevo en esta ciudad incom­parable, gala de España y del mundo; ciudad que con los esplendores de su belleza y su cultura trae a mi espíritu la evocación de amistades inolvidables y de los afectos más puros de mi vida literaria. Siento además orgullo y emoción al verme frente al pueblo de Barcelona, vi­goroso y consciente cual ninguno, por su percepción clara del dere­cho, por la entereza grave con que se apresta a cumplirlo y a pedir su cumplimiento a los Poderes públicos. Poseéis fuerza anímica porque sois trabajadores: el trabajo es el primer auxiliar de la inteligencia y el estímulo de toda energía. De los holgazanes y distraídos no ha obteni­do jamás la Humanidad benefìcio alguno.

Nuevo en la política activa el que ahora os habla, habréis de per­mitirle que deje a un lado historias recientes, y que prescinda de mo­tes, denominaciones o marcas políticas para apreciar los hechos en su estado presente y en su actualidad viva. Bien podéis decir que os en­contráis en vuestras posiciones propias, y que en ellas sabréis mante­neros con la sola virtud de vuestra perseverancia en los ideales que antes os movían. Triunfaréis con la eficacia del viejo programa arran­cado de las entrañas de la Nación dolorida, programa elemental, uno y santo, nacido del secular sufrimiento y alimentado por la infinita an­siedad de existencia más gloriosa y fecunda. Vuestro programa senci­llísimo es la voz clamante del alma nacional que os dice: «No quiero morir. Renovad mi vida con generaciones robustas, ricas de sangre, de pensamiento y voluntad».

En su continua evolución moral y fisica, Barcelona, hiriente de actividad, nos ofrece nuevos aspectos dignos de admiración, y otros que nos mueven a profunda tristeza. De algún tiempo acá han soplado aquí furibundos vientos de discordia; criminales hechos han turbado la conciencia pública; locas intransigencias y aberraciones del espiritua- lismo han alterado profundamente la paz de las almas. En días lejanos, el circuito de vuestra noble ciudad se componía tan sólo de severas construcciones industriales. Hoy tenéis en derredor de vuestro caserío un cerco apretado de baluartes, que son fábricas de fanatismo y talle­res de superstición.

Ese cordón que os rodea, como curva hilera de comensales satis­fechos sentados en tomo a la mesa de un festín, os dice claramente que a todos los problemas políticos se ha de anteponer el de la instruc­ción teórica, pesada y asfixiante tutela que nos imposibilita para toda función vital, desde el pensamiento a la respiración. Esta ingerencia se manifiesta entrometida y perseguidora hasta en los actos más distantes de la vida espiritual; con sutileza tenaz penetra en la vida afectiva; se apodera de las resoluciones del hombre por el corazón y la piedad irre­flexiva de la mujer; fomenta el raquitismo intelectual en la educación del niño y a todos cierra el camino para la libertad confesional. Si re­negáis de su dominación absorbente, trata de quitaros el agua y el fue­go, os aísla, os maldice, amarga vuestros esparcimientos y os prohíbe las más honestas diversiones; enturbia, en fin, las fuentes de la vida, para que, muertos de sed, extenuados por la miseria y el embruteci­miento, os rindáis al poder orgulloso que desde un trono lejano quiere afianzar aquí su dominio, imponiéndonos leyes inquisitoriales, como ésta del terrorismo, contra la cual, airada, se levanta España entera.

En vuestra hermosa ciudad, elementos egoístas, atentos sólo a rodearse de comodidad para cultivar con descanso sus intereses y qui­tar todo estorbo al manejo caciquil, dieron los primeros martillazos en la forja de esta ley nefanda. A vosotros, republicanos catalanes, os co­rresponde ser los más enérgicos en condenarla, los más ejecutivos en desbaratar esa máquina de tormento y hacerla polvo.

Contra el bárbaro engendro desplegad toda vuestra pujanza; no empleéis la violencia, que, en realidad, ha de ser innecesaria. El figu­rón teocrático, inspirador de esta ley, es menos terrible de lo que a primera vista parece por la negrura de su aparato externo y por los tortuosos procederes de su gestión y propaganda. Bastará, creo yo, la actitud, siempre que ésta sea firme, perseverante y sin ningún des­mayo. Mostraos inflexibles, derechos, poniendo delante de la ira la se­veridad y delante de la severidad la razón. Obligad a los Gobiernos, cualesquiera que sean, a levantar un valladar fuerte entre las preten­siones teocráticas y la vida nacional.

Libertad, decid, libertad para todos, no para ellos solos. Clamad porque la enseñanza en todos sus órdenes pase de las manos de la ciencia muerta a las de la ciencia viva. Sean desatadas las conciencias, con lo que la misma fe religiosa levantará su vuelo a mayor altura.

Si esta política de defensión no bastase, y nuestros enemigos nos burlaran prolongando por vías tenebrosas su acción absorbente, no vaciléis en emplear la política del despejo. Desechad todo escrúpulo; nada temáis; como no tropezaréis con derechos de cuidadanía, podréis legalmente aplicar a la teocracia intrusa, con muchísimo respeto, el trato de invasión extranjera.

Esta obra podrá ser realizada por vosotros, quizá por algún Go­bierno monárquico; que no es aventurado suponer la súbita precipita­ción de los acontecimientos. De la eficacia del despejo, como función política, nos dieron ejemplo admirable un monarca absoluto y un vale­roso ministro. La memoria de aquel Rey y de su consejero debemos enaltecer aquí, proclamando por bocas republicanas los nombres de Carlos III y del conde de Aranda.

Considerad esto, finalmente, como un nuevo tributo y homenaje a la Independencia Nacional, porque el ejército invasor, con su cabeza y miembros principales en país extranjero, pretende afianzar y perpe­trar en el nuestro el dominio de las almas y del territorio. Defendamos nuestro suelo, defendamos nuestras almas. Declaremos intangibles la tierra y el cielo de España; es decir, el pan y la conciencia.

Leído por Galdós en el mitin de Barcelona.

El Cantábrico, 16 de junio de 1908.

Carta de Galdós [1908]

Mi querido amigo: Ni por ocupaciones ni por enfermedades dejo yo de acudir, en las presentes circunstancias, al llamamiento de usted y de nuestros ilustres compañeros. No quiero ser el último que forme en el séquito de la España Liberal, que ahora, tras larga y sombría somnolencia, se nos presenta de nuevo en su ser majestuoso, avanzan­do a cortar el paso a las demasías del despotismo.

Tanto tiempo hacía que no contemplábamos esta gallarda figura, artífice insuperable de nuestra Historia en el pasado siglo; que su rea­parición nos conforta, nos enardece y en nuestras almas infunde júbilo y esperanza: ella desacredita con sólo una mirada la moda pesimista. Ella, con sólo un gesto, invierte otras modas impuestas por la cobar­día y la necedad. Muchas actitudes que se tenían por elegantes dejan de serlo, y a poco más perderá su engañoso prestigio la inmensa cursi­lería reaccionaria y clerical.

En compañía de la excelsa matrona vamos todos; junto a ella, los que poseen el divino verbo; detrás, en la caravana de los creyentes si­lenciosos, los que formamos la gran muchedumbre democrática. Los oradores esclarecen y guían; los demás acaloramos la acción con nues­tra fe y el constante ardimiento de nuestros corazones.

En todas las imágenes de la Madre Española los siglos la repre­sentaron siempre acompañada de un soberbio león, símbolo heráldico de nobleza, símbolo del heroísmo, del orgullo fiero, de la virtud, del honor, de la dignidad, del derecho; símbolo también de las majestades real y popular que constituyen la Soberanía.

Mi patriotismo ardiente, quizás por demasiado ardiente algo can­doroso, me encariña con el amaneramiento artístico del león furibun­do, arrimado a las faldas de la gloriosa Divinidad patria. Me encantan estas cosas viejas, representativas de sentimientos que laten en noso­tros desde la infancia. La presencia del arrogante escudero de nuestra Madre nos embelesa de admiración y fortifica el amor inmenso que le profesamos. A él nos dirigimos, y con voces de emoción fraternal le decimos:

«Conserva en todo momento, león mío, tu dignidad y tu fiereza. Cuídate de inspirar respeto siempre y el santo miedo cuando sea me­nester. Tú que fuiste siempre el emblema del valor, de la realeza, de la gloria militar y de la gloria artística; tú que fuiste el Cid, el Fuero Juz­go, la Reconquista, Cervantes, la espada y las letras, no olvides que en el giro de los tiempos has venido a ser la ciudadanía, los derechos del pueblo, el equilibrio de los poderes que constituyen la Nación. No te . resignes en ningún caso a ser león de circo, ni te dejes someter por el hambre y los golpes, dentro de una jaula, a ejercicios de mentirosa fie­reza que sólo conducen al aplauso y provecho de tus audaces domado­res. Considera, león mío, que no sólo eres hoy emblema de la ciudadanía, sino del trabajo. Eres fuerza creadora de riqueza, colaborador en la grande faena del bienestar universal, eres la cultura de todos, la vida fácil de los humildes, la serenidad de las conciencias, y, bien penetrado de tu misión presente, destroza sin piedad a los que quieren apartarte del cumplimiento de tus altos fines».

Los que en una larga vida hemos presenciado los fragorosos triunfos y caídas del Principio Liberal en el último medio siglo, pode­mos decir con seguro conocimiento que la reacción por que ahora nos encamina es de las más tenebrosas y deprimentes. La labor ha sido lenta y tímida, disimulada en largos años de fariseísmo mansurrón y catcquesis mañosa de las voluntades débiles. Poco a poco, con suave gesto y voces blandas, se nos ha ido conduciendo y acorralando; quie­ren llevamos al limbo de la tristeza, del pasivismo y de la imbecilidad, y en este limbo nos estancaríamos formando una masa servil y pecua­ria, si no nos sublevásemos contra estos nuevos pastores, en los cuales hay de todo; lo español y lo extranjero, lo divino y lo humano.

En angustiosa zozobra hemos vivido durante algún tiempo, vien­do aletargado el brío de la raza y apagado en nuestro pueblo el amor santo a la vida sosegada dentro del organismo constitucional. Pero, al fin, cuando nuestro desaliento tocaba ya en la desesperación, hemos visto que un resoplido harto imprudente ha levantado de las brasas mortecinas esta llama que nos alienta, nos alumbra y nos vivifica. Ya vuelven el alma y la vida a nuestros cuerpos desmayados; ya tenemos fe, ya tenemos coraje, ya reluce ante nuestros ojos el ideal, que, más que luz extinguida, era estrella eclipsada.

Los hombres insignes que encaman las aspiraciones democráticas en sus diferentes grados de intensidad, demuestran con su sola presen­cia en este sitio, con su aproximación fraternal, que los sacrosantos derechos de la personalidad humana no perecerán en la celada torpe­mente armada contra ellos. Sus elevadas inteligencias no necesitan ningún estímulo: harto conocen todos la técnica y la historia de estos clarísimos problemas. El pueblo español, que de ellos espera la conser­vación de sus bienes existenciales y la restitución de los sustraídos, li­bertad de pensamiento y de la conciencia, cultura, trabajo, equilibrio económico, sólo les diría: «Poned fuego en vuestros corazones».

Ninguno de los aquí presentes dejará de sentir en sus alma una secreta voz que reproduzca, sin ninguna variante, un concepto del pri­mer estadista español del siglo XIX, del glorioso, del inmortal Prim: «¡Radicales, a defenderse!».

Leída en el mitin «Contra Maura y el terro­rismo» celebrado en el Teatro de la Prince­sa, el 28 de mayo de 1908.

El Liberal y El País, 29 de mayo de 1908.

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La esfinge del centenario [1908]

Centenario de 1808, conmemoración de un cruento sacrificio, del alzamiento iracundo del pueblo español contra los usurpadores del ser y del suelo de esta raza, ¿qué sois, qué significáis, qué ejemplaridad o enseñanza nos traéis? Fiestas de Mayo, de Junio y Julio, de diferentes fechas y lugares históricos, ¿qué grado de calor, de cívica efusión pon­dréis en vuestras alegres o pomposas manifestaciones?

Esto preguntan los curiosos impertinentes, parlantes o mudos, que padecen la manía de palpar la vida nacional; los que un día la en­cuentran sin pulso, bien dispuesta para la esclavitud, otra día se preca­ven contra sus arrechuchos nerviosos suponiéndola con ganas de re­belión.

Lo que principalmente queremos saber de los propios labios mar­móreos de la esfinge del Centenario es si subsiste en España el senti­miento fundamental llamado Patriotismo, y si al sacarlo de los polvo­rientos Archivos históricos, revive este sentimiento, trocándose de có­dice amarillo y glorioso en documento vivo que hable a la generación presente como habló a las antiguas, y levante las almas desmayadas y sacuda los músculos perezosos. Díganos la esfinge si el amor patrio conserva fuerza bastante para promover actos fecundos, y para dirigir­nos y orientamos en el largo viaje que debemos emprender desde los páramos insalubres a las regiones de vida y sanidad perdurables. Dudamos de la robustez del Patriotismo de primer grado, funda­mento de toda nacionalidad, porque en los preparativos del Centena­rio hemos advertido escaso fervor y el prurito de encerrarlo en mol­des y formulismos arcaicos. La voz de agoreros lúgubres, que antici­pan el fracaso de las fiestas antes que estalle el primer cohete, aumenta nuestras dudas. Mal síntoma es también la indiferencia con que la gente adinerada, salvo raras excepciones, presta su concurso a este movimiento, dejándose llevar casi a rastras, y accediendo por compro­miso a figurar en él. La opulenta burguesía, que vive aletargada en las blancuras económicas, no puede ocultar su desamor al Patriotismo de primer grado, en quien ve una fierecilla, ya que no fiera desmandada, cuyos manotazos debemos contener con discretas cadenas. Y digamos a esos patriotas tibios que la fiera creó la burguesía opulenta y la obse­quió con los fáciles medios del bienestar. Por no parecer hija ingrata, la generación de pudientes se agrega a los festejantes, y corea con un murmullo de pura fórmula los himnos oficiales.

Prevalecerá, en realidad, el Patriotismo de segundo grado, un poco rutinario y covachuelista, atiborrado de la bazofia expedientil que llamamos precedentes, y ostentará toda la marchita magnificencia del viejo sistema: etiqueta y responsos. Antes que imitar a los héroes y enaltecer sus hazañas y su sacrificio por la Patria, debemos pedir su indulto, gestionar que salgan del Purgatorio; y como del indulto, si acaso lo hay, no se tiene noticia, en el siglo venidero volveremos a lla­mar a las divinas puertas, pidiendo que sean perdonados aquellos pe­cadores que aseguraron la Independencia de su país, la liberación del suelo y los hogares. Muy santo y muy bueno es el rezar por los difun­tos; pero sobre esta función anímica debemos poner algo más: la idea de la glorificación de los héroes, y de tenerles por santos, ya que no sea posible llamarles dioses.

Cierto que en Madrid, bajo las pompas de la etiqueta y funerales suntuosos, hay un pueblo que aún siente el Patriotismo de primer gra­do, y lo expresará con hondo mujido; pero éste no será vigoroso que se sobreponga a los oficiales canticios. Sólo en Zaragoza, cabeza y co­razón del pueblo aragonés, que aún es lo que fué, y no ha querido des­prenderse de su recto sentido de las cosas ni de la fiereza que le indujo a los más ejemplares triunfos de la voluntad; sólo en Zaragoza, deci­mos y creemos, descollará el Patriotismo fundamental sobre el ofici­nesco o de segundo grado.

Todo lo que allí se ha hecho y se hará, el entusiasmo y fe con que se enaltecen las grandezas históricas, la efusión sublime con que se ha tendido la mano a Francia, la descomunal hazaña de Paraíso, improvi­sando la Exposición, la general alegría y el honrado orgullo de toda la gente aragonesa, demuestran que si allí hay también etiquetas y res­ponsos, sobre la expresión de estas formas de festejos descollará la voz épica que engrandeció a los hombres y convirtió en fortalezas inex­pugnables las casuchas míseras, la voz que no clama entre las ruinas para regarlas con vanos lloriqueos, sino para fundar sobre ellas las edi­ficaciones futuras, y seguir viviendo, seguir creando.

B. Pérez Galdós.

Madrid, Abril de 1908.

El País, 2 de mayo de 1908.…

Carta del Sr. Pérez Galdós [1908]

Mi querido amigo y compañero: Mi mala salud me priva de asis­tir al mitin de hoy. Pero me consideraré presente si usted se digna ex­presar mi conformidad con la generosa idea que ha promovido esa reunión, mi conformidad también con cuantos en ella sostengan, di­vulguen, y acaloren la protesta del país contra el proyecto de ley de Administración local.

La opinión hablada y escrita contra el proyecto, se había manifes­tado ya en España por diversos conductos, pero no ha tenido la sufi­ciente eficacia hasta que las voces republicanas han venido a poner en ella lo que les faltaba, el corazón. Los sentimientos efusivos que carac­terizan este partido, su amor a la Patria, su ardiente devoción a los principios democráticos, han robustecido esta aspiración, dándole vida, sangre, y el vigoroso andar de las ideas que resueltamente quie­ren llegar a un fin y precedidas de un querer intenso, no pueden que­darse a mitad del camino.

Se halla España hoy en una de las más graves crisis de su borras­cosa existencia, estancada en su progreso, contenida en sus ansias de vida intelectual por frenos y ligaduras que sigilosamente se le imponen con labor hipócrita y cachazuda. Su tendencia regresiva, favorecida por espíritus débiles, gana terreno cada día, implantando sus jalones, que difícilmente se podrán arrancar de la tierra dura.

Se trata de cerrar todos los horizontes por donde vemos clarear el resplandor de un porvenir bello y glorioso.

Deber nuestro es regenerar de forzada paralización o retroacción, o romper las fúnebres pantallas o desgarrar las negruras con que se pretende oscurecer nuestro camino y descarriar nuestros pasos. En este proyecto de ley que combatimos se contienen algunos de los arti­ficios inventados para extinguir el ideal democrático y hacer imposi­bles las libertades conquistadas con el pensamiento, la sangre y el alma de todas las generaciones precedentes. Procuraremos anular esos arti­ficios. Si no inutilizamos la obra enemiga en sus primeras líneas cons­tructivas, llegaríamos a la imposibilidad de contrarrestar luego sus efectos. Si les dejamos avanzar en su labor, honda, tenaz, casi invisi­ble, levantarán contra nosotros castillos inexpugnables. Para ser fuer­tes, no esperemos a que la reacción se fortifique.

Nuestra obra es de voluntad y también de inteligencia; no es obra simplemente destructora, no es obra de negación, porque negando, contraponemos a los ideales de muerte, los ideales de vida y abrimos paso franco y libre a la soberana, a la grande afirmación.

De usted siempre cariñoso amigo y compañero, q. b. s. m.,

Benito Pérez Galdós.

Leída en el mitin republicano en el Frontón Central de Madrid el 29 de marzo de 1908. España Nueva, 29 de marzo de 1908; El País el 30 de marzo de 1908.…

Centenario del Dos de Mayo. Al pueblo de Madrid [1908]

Al celebrarse el primer Centenario de la guerra de independencia, no puede olvidar Madrid que fue iniciadora del temerario alzamiento contra la invasión extranjera. No debe olvidarlo, porque Madrid es ca­pital europea, ligada con vínculos espirituales y de interés a las esplén­didas metrópolis de naciones próximas, y si de alguna recibió y recibe enseñanzas del orden artístico, político y suntuario, también aprendió de ellas a conservar vivo el recuerdo de las glorias patrias, y a conme­morarlo fervorosa y dignamente.

No con ligereza jactanciosa, sino con la conciencia de encamar el sentir nacional, como lo encamó en 1808, consagrará esta villa días triunfales a celebrar la festividad de la Santa Independencia, perdida y recobrada por el pueblo español en los trágicos años de lucha con el imperio. Madrid fue la primera hija que alzándose del regazo de la ma­dre ultrajada, se abalanzó al usurpador, y con gesto iracundo, el grito aterrador, las manos armadas o inermes, manos de hombre, manos de mujeres, cólera de grandes y pequeños, de plebeyos y nobles, demos­tró al mundo que aquel fundamental principio no podía ser hollado y destruido sino por la fuerza bruta. Contra la del usurpador, fuerza or­ganizada, poderosa, desarrolló este vecindario, la suya libérrima, ins­tintiva, esporádica, sin jefes, sin plan, sin premeditación estratégica, y supo ser heroica y mártir, mereciendo por ambos conceptos la gratitud de España y de la humanidad. Madrid fue tan grande por su martirio como por su patriótica pereza, porque si no pudo ganar toda la batalla en el terreno material, la ganó espiritualmente con el sacrificio de su sangre, a torrentes derramada en la espantosa noche del 2 al 3 de Mayo.

Los que en esta ocasión representamos a esta Villa ilustre, unos porque en ella nacieron, todos porque en ella tuvimos nuestra cuna in­telectual, creemos que pondrá en la conmemoración de los fastos del año 8, el españolismo más expansivo y sintético. Siempre se distinguió Madrid por la amplitud del concepto de patria, y en la epopeya de la Independencia, concede igual veneración a toda página histórica, llá­mese Gerona o el Bruch, llámese Zaragoza o Bailón. El Dos de Mayo, fue prólogo y norma de la dura protesta contra el imperio y de los tre­mendos golpes que sucesivamente quebrantaron un poder inmenso y deslumbrador. Sean también hoy las fiestas de nuestra capital intro­ducción a las que ha de celebrar, con mayor concurso de gentes y con esplendores industriales, una ciudad de inmortal renombre y a cuantas manifestaciones de igual carácter haga la familia española en ciudades, villas y campos memorables. En el próximo Mayo, Madrid quiere ser España, y en días sucesivos, su anhelo es que toda España la tenga por suya.

Al propio tiempo, proponemos y deseamos que esa hidalga Villa no circunscriba la festividad a las demostraciones y visualidades pom­posas que embelesan a las muchedumbres. Bueno es que hablemos a los sentidos y a la imaginación de ésta, ofreciéndole plásticamente las grandezas de la virtud, del arte y del valor; pero conviene que asimis­mo hablemos a su pensamiento, para que los ciudadanos comprendan que en los méritos del pasado debemos asentar todo lo hermoso y útil que deseamos legar al porvenir. Perpetuemos la memoria del Dos de Mayo en un monumento que exprese la lucha formidable y el cruento suplicio del pueblo matritense, con el carácter de espontaneidad y de bravura indisciplinada que tuvo aquel movimiento. Obra fue de todas las clases sociales fundidas con maravillosa mezcla de jerarquías en el común tipo popular, ejército y pueblo, con doble y mancomunada ini­ciativa, realizaron el acto prodigioso, que la historia nos ha transmiti­do sintetizando a todos los héroes de aquel día en las figuras inmorta­les de Velarde y Daoiz.

Y no debemos contentamos con esta demostración de cultura sino buscar otra en esfera más perdurable que los bronces y mármoles, en la educación, en la crianza y guía de generaciones que han de conti­nuar la vida hispánica. Hagamos que las solemnidades de este Cente­nario y los hechos gloriosos y los nombres ilustres que representan, queden para siempre asociados a un centro de enseñanza, el cual servi­ría de ejemplo, para que en ocasiones análogas otros acontecimientos y otras entidades repitieran esta iniciativa fecunda. Así veríamos mul­tiplicarse los criadores de generaciones cultas, único modo de apresu­rar el paso lento y perezoso con que vamos hacia la civilización.

Para conseguir estos fines, la Comisión del Centenario, vuelve los ojos, en primer término al pueblo mismo cuyo abolengo histórico trata de enaltecer. Madrid, castillo famoso de hospitalidad, centro y resumen de la vida nacional y abierta cátedra de todas las ideas, aspi­raciones y fantasías de los españoles, archivo del donaire, índice de la Historia Contemporánea en su variada serie de períodos normales y revoluciones, posee además la virtud más preciada en el orden políti­co, la tolerancia, dulce amiga del progreso y la libertad, Madrid es nuestra metrópolis intelectual, geográfica y política; mas, no es bas­tante rica por sí, dentro del organismo municipal, para llevar a efecto las grandiosas solemnidades que proyectamos.

Harto se ha dicho que Madrid, con ostentar coronas y títulos de Capital y Corte, no ha podido alcanzar la esplendidez arquitectónica y la perfecta ordenación higiénica de otras capitales europeas. Y esta es ocasión de repetir que si nuestra Villa no ostenta ante nacionales y ex­tranjeros mejor vestidura urbana, la culpa ha sido de los altos organis­mos dd Estado, que no han cuidado de robustecer la vida y la hacien­da municipal.

Aquí tiene la política sus talleres centrales; aquí la administración sus innumerables falansterios y covachas; aquí se alojan las cabezas de los Institutos armados; aquí reside la superior Enseñanza, la suprema Justicia y toda la primacía patricial del Estado. Pero éste, no pone la debida atención en los derechos del casero o aposentador, ni suminis­tra los elementos de la vida indispensable para atender al decoro, am­plitud y comodidad de este viejo caserón de los Poderes Públicos. Re­sulta, pues, que el Municipio de Madrid, que debiera ser rico no lo es, y se ve obligado a solicitar de un poderoso inquilino que le ayude a realizar dignamente las fiestas del Centenario, evocación de un pasado glorioso.

Y no sólo acudimos al gobierno de su majestad sino a los poten­tes organismos que en esta villa tienen su fastuoso albergue; al alto co­mercio, a la industria grande, a los próferes de vivir opulento y dicho­sos, a las familias ricas que son savia y ornamento de la vida de Ma­drid. De estas personalidades directoras que en diversas ocasiones han acudido a todo llamamiento patriótico con liberalidad y largueza, pro­pia de su alta función social, esperamos hoy eficaz auxilio.

A las clases inferiores, a la medianía burocrática y pobre, que apenas disfruta un vivir precario, a la muchedumbre obrera, que tra­bajosamente nivela un jornal mísero con las necesidades más elemen­tales, sólo pedimos que con su fervorosa adhesión y cultura, den es­plendor a la patriótica fiesta, y que perseveren en su amor ardiente a la Independencia Nacional.

Madrid 15 de Marzo de 1908

Alocución dirigida a la Comisión organi­zadora del Centenario del 2 de Mayo de 1908 al pueblo de Madrid y escrita por Galdós. EL País, 15 de marzo de 1908.…

El 1 de mayo [1907]

Las cuestiones sociales nos cercan, nos invaden y a medida que avanzan van arrojando de nuestro conocimiento y de nuestra concien­cia las cuestiones políticas. Estas invirtieron, en el siglo pasado, los términos de la reivindicación humana, anticipando los derechos y li­bertades del individuo a la totalidad de los medios fáciles de vida y al bienestar físico de los hombres.

Hemos llegado a unos días en que las cuestiones sociales casi no necesitan la enseñanza, teórica, hablada o escrita. Ellas son su propio maestro. Los que han entrado en el presente siglo sin un estudio dete­nido de tales problemas, las aprenden por la lección constante y clarí­sima que dan los hechos sociales, por la protesta persistente de las mu­chedumbres débiles contra las minorías poderosas, por el progreso ad­mirable del proletariado, en la inteligencia, la cultura y la organiza­ción, por las peticiones tumultuosas de igualdad circunstancial, pre­cursoras del asalto a la igualdad posible.

Forzoso es que los obreros perfeccionen su instrucción, tomando la delantera a las clases patronales, que se duermen en la ventaja pre­sente, descuidando el estudio de las leyes económicas y de las propor­cionales ganancias del dinero y la obra. Bien harán los representantes del estado llano capitalista en apartar gradualmente de su seno el ele­mento estéril y holgazán, consumidor de los más saneados provechos de la tierra y de la industria. La ociosidad rica, gozante y «sportiva», indiferente al dolor general está para muy pronto amenazada de serios disgustos.

Será triste, sí, que sufra deterioro la exterioridad suntuaria que ennoblece la vida de los ricos. Sin duda los golpes contra la vanidad infecunda herirán también al arte, a la elegancia, faceta interesante de la humana belleza. Pero esto será pasajero, y en último caso, pueden sacrificarse por algún tiempo los refinamientos suntuarios, siempre que se extienda el campo de la comodidad, hoy harto reducido.

Hay que contar siempre con que la justa remuneración del trabajo ha de producir maravillas que hoy desconocemos. Un porvenir cuya lejanía no podemos precisar nos muestra confundidas o armónicamen­te conectadas las tres ruedas de la actividad humana: Arte, Capital, Trabajo.

España Nueva, 1 de mayo de 1907…

Palabras de Galdós. A los republicanos [1907]

Nunca creí que el despertar del pueblo español fuese tan rápido: nunca pensé que las esperanzas de encontrar en el cuerpo nacional el calor de la vida tuvieran realidad tan pronto. Los que allá, en el pára­mo de la oligarquía, miden la extensión del aplanamiento de España por el escepticismo y la tristeza del rebaño monárquico, podrán decir ahora con sorpresa y alegría: El pueblo español vive, o despierta, o re­sucita; el pueblo español se nos presenta de nuevo en pie, con la noble arrogancia cívica, con todo el espíritu de libertad y reivindicación que palpita en nuestra historia, desde Viriato hasta Prim.

Creíamos que la dura piedra arrojaría lumbre en cuanto se le hi­riera con el eslabón. Pero aún ha sido más eficaz este pedernal de la patria. No ha necesitado recibir el golpe: en cuanto ha visto cerca el eslabón, ha empezado a soltar chispas por uno y otro lado. Percutid enérgicamente con las aceradas voluntades, y sacaréis todo el fuego preciso para el generoso incendio de nuestra regeneración.

Ya podemos abrir nuestros corazones a la esperanza. Los que vi­ven en aquel páramo no tienen este consuelo, porque allí la esperanza no es más que una flor marchita, y sobre marchita, pisoteada.

Allí tan sólo crecen exhuberantes el pesimismo agorero, las bur­las escépticas de todo ideal grande y humano, el desdén de las glorias patrias, la negación desnuda y fria de que podamos llegar a un estado mejor. Allí todo es ruina y marasmo: allí la familia española, encerrada en corto espacio mental, como el rebaño dentro de la teleras, no pue­de dar un paso; los magnates y privates, satisfechos con el bienestar heredado o con el adquirido en lo que bien podremos llamar «indus­tria política», prohíben hasta el intento de renovación; disminuye el suelo cada día; disminuye y se rarifica el aire respirable; allí, en fin, es­cucháis de continuo estas expresiones siniestras que hielan la sangre: «No hay salvación…Todos son lo mismo…Se han acabado los hom­bres…». «Los vicios de la raza son ya irremediables; las virtudes de la raza se fueron y no han de volver».

De este modo hablan, de este modo piensan; y así como los men­tirosos de profesión acaban por creer las falsedades que ellos mismos inventan, muchos habitantes de aquel páramo han creído hasta hoy que la vida española podría comprimirse dentro de tan estrecho mol­de. Pero el molde se ha roto, y por las roturas salen las voces de los oprimidos, de los hambrientos de verdad y sedientos de luz. Así en el orden monárquico como en el religioso, recobra su imperio la dulce incredulidad, fruto precioso de la inmensa labor mental del siglo XIX. Muy pronto, los que creían o fingían creer, movidos del particular in­terés y del provecho colectivo, destaparán el rostro servil, destaparan el rostro farisàico y no han de recatarse para decir: «Se acabó el enga­ño, se acabó el Carnaval político y religioso en que hemos corrido y bromeado vestiditos de abates honestos o de palaciegos rutilantes y entramos en la vida común de la verdad». La verdad se impone. Con­tra esa luz soberana no hay artificio que no sea pasajero, ni convencio­nalismo que dure más que los falsos sentimientos que lo motivaron.

Grandes son los obstáculos que habréis de vencer para traer a nuestra nación a un régimen de verdad; pero vistos y examinados de cerca pierden bastante de su aterradora corpulencia. Volver los ojos al siglo pasado, del cual venimos todos como avalancha que arrastara un mundo de pasiones, de ideas y formas, fundamento y materia prima para la inmensa labor de las generaciones del presente. Volved los ojos al siglo anterior y veréis que todo su desarrollo histórico puede y debe llevar esta rotulación amarga y lúgubre: Siglo XIX. La herencia de Carlos IV. Aquel desgraciado rey y su lozana esposa María Luisa de Parma, fueron sin duda, enemigos inconscientes de la nacionalidad es­pañola o sintieron hacia ésta un odio entrañable y trágico. Como si nos echaran una maldición, semejante por su terrible eficacia a las sen­tencias de los hados en la edad mitológica, nos dejaron y legaron a sus dos hijos Fernando VII y D. Carlos María Isidro, infundiéndoles al echarles al mundo una vida que había de perdurar entre nosotros por tiempo indefinido.

Aquellos dos hombres representativos de dos ideas, que al fin en la reconciliación presente han llegado a ser una sola idea y una acción sola, entorpecieron durante el siglo precedente por diferente modo toda tentativa de cultura; pusieron vallas al progreso, encenagaron la instrucción del pueblo, opusieron a la libertad el absolutismo descara­do o su hipócrita variante el gobierno personal, desataron la furibunda teocracia unas veces a la luz del día, otras solapadamente, con disfraz de artificios constitucionales.

Nada o muy poco pudieron las revoluciones y las luchas civiles contra estos seres maléficos que se infiltraban en nuestra existencia. Su política y su guerra civil los derrotaban, les daban muerte y sepul­tura; pero ellos poseían el don fatídico de resolver la vida y de salir de sus mal cerradas tumbas para reaparecer entre nosotros tomando for­ma y representación de personas vivas, trayendo a nuestra vida su muerte y sus gusanos, a nuestro calor su frío glacial.

Las revoluciones los mataron y las guerras civiles los enterraron. Ni la grandeza de El Escorial o del panteón de Gratz han sido losa bastante pesada para impedirles que salgan y nos visiten, que nos go­biernen y se burlen con fúnebre risa macabra de nuestras ansias de li­bertad y de vida.

Pues bien, amigos y correligionarios, es preciso que, definitiva­mente y de esta vez para siempre, queden esos muertos execrables donde no puedan inmovilizar ni corromper nuestra existencia. Es for­zoso enterrarlos de veras, poniendo sobre ellos pesadumbre tan abru­madora que no logren levantarla. No bastará la mole del Escorial; po­ned encima todo el granito del Guadarrama, todo el mármol en que están grabadas nuestras Constituciones y nuestros derechos, encima la grandeza infinita de la conciencia libre y encima de todo la mano tre­menda justiciera de la República Española.

Palabras leídas por Galdós a los republica­nos de Madrid en el Casino de la calle de Pontejos, y El País, 19 de abril de 1907.…

¿CUÁL ES MI OBRA PREDILECTA? (por Galdós), artículo de Augusto Martínez Olmedilla

A semejanza de algunas revistas extranjeras de la índole de Por Esos Mundos, en nuestro número de Noviembre último comenzarnos esta información, que no tiene otro objeto que averiguar por propia manifestación de los autores cuál es su obra predilecta, ya por la perfección con que desarrollaron su pensamiento, ya por las circunstancias que presidieron su génesis, ya, en fin, por el éxito que logró el trabajo al ser conocida por el público. Echegaray, Palacio Valdés, Querol, Bretón, hablaron entonces. Oigamos hoy lo que dicen otros maestros.

Benito Pérez Galdós

Inclinado sobre su mesa de trabajo, totalmente cubierta de cuartillas borrajeadas, notas y apuntes, el incansable titán de la literatura española prepara su próxima novela, con la cual ha de cerrarse la serie gloriosa de Episodios Nacionales. Al ruido de la puerta, que entreabre un criado, levanta la cabeza, que cubre característica boina azul, y dirige inquisitiva mirada con sus ojos taladrantes a intruso que llega á turbar la tranquila gestación de la obra artística, quién sabe si á interrumpirla en uno de sus momentos culminantes,..

El maestro conocía el objeto de esta visita: habíaselo yo expuesto en una carta, escritas días ha, é incontestada por falta material de tiempo en la balumba inacabable de la producción que nunca cesa.

-Es difícil contestar á esa pregunta ¡muy difícil!…

Y queda un rato pensativo, hundiendo entre las manos la cabeza creadora.

En tanto, el visitante ojea la estancia: muebles sencillos, fuertes; pocos libros; amplios balcones, mucha luz…

Al cabo, Don Benito alza la frente. Parco en palabras, toma de un compartimento de la mesa un volante timbrado con su nombra y señas, y escribe en él con letra nerviosa, pero de claros trazos en los que no se advierte el defectuoso y á veces ininteligible carácter propio de los que escriben mucho y de prisa:

“¿Cuál es mi obra predilecta?

De los Episodios Nacionales, La campaña del Maestrazgo. De las novelas, Fortunata y Jacinta. De las obras de teatro, Electra, y Mariucha”.

Después, alarga el volante á su mudo interlocutor, al que, lacónicamente dice:

—¿Es esto?

Y anta la afirmativa respuesta del intruso, despide á éste afectuosamente, volviendo á enfrascarse en la confección de esas cuartillas que dentro de algunos meses habrán de imprimirse con el título de La de los tristes destinos.

[Artículo] Petardo en la casa de Galdós, publicado en el diario «Heraldo de Madrid» el 10 de febrero de 1901

Petardo en casa de Galdós.

Los temores que muchos amigos de Galdós tenían, se confirmaron anoche, al conocer el atentado contra la casa donde tiene establecida la Administración de sus obras el eminente escritor (Hortaleza, 132). Próximamente á las nueve y cuarenta y cinco minutos de la noche, un formidable estampido se oyó en la calle do Hortaleza y adyacentes, poniendo en conmoción á todos los vecinos y transeúntes.

El dependiente principal de la Administración de Gaidós, Gerardo Peñarrubia, que cenaba tranquilamente, sospechando lo que pudiera ser, salió en seguida á la calle, donde todavía no se había disipado el humo producido por la explosión, y acompañado del sereno de la calle de Pelayo, Pablo G. Amodía, observaron al pie de una de las ventanas del entresuelo, donde se halla instalada la Administración, unos papeles que ardían, y que luego se vía eran restos de un petardo que, al estallar, había roto los cristales del sótano, apagando al mismo tiempo el farol de gas que se encuentra frente á la casa.

Después de un rato más largo de lo que hubiera sido menester, y como ese retraso no se explica muy bien, dado lo extraordinario de la detonación, acudieron algunos guardias de Orden público é individuos de la Policía, reuniéndose una multitud enorme, que comentaba el suceso y profería durísimas frases contra los autores del hecho.

Casi inmediatamente acudieron á casa de Galdós D. Bernardo Sagasta, que vive en la calle de San Mateo, 22, y salieron apresuradamente los ingenieros agrónomos D. Antonio Dorronsoro y D. Mariano Fernández, amigos del Sr. Galdós, que se hallaban en el café de Santa Bárbara-, el maestro carpintero D, Celestino Pando, á quien D. Benito encarga algunas obras, y el Sr. Pérez Oliva, vecino de la casa.

Todos ellos, cuando oyeron la detonación, sin vacilar, inmediatamente, sospecharon que se trataba de un atentado contra Galdós. y corrieron precipitadamente en dirección al lugar de donde había partido el estruendo. Esta unanimidad en la sospecha estaba justificada por los temores de que al principio hablábamos, y mucho más si se tiene en cuenta que en uno do los pasados días, después del estreno de Electra, y estando D. Benito Pérez Galdós con su sobrino y algunas otras personas su el despacho de la Administración, á las doce de la mañana, anejaron desde la calle una piedra que rompió el cristal de una ventana y fué á caer al lado del ilustre escritor. La creencia, arraigada en los entusiastas y admiradores de Electra, de que se apelará á todos los medios para impedir las representaciones del drama, procurando hacer el vacío en el teatro, ya que no so pueda conseguir la suspensión gubernativa, hizo que todos pensaran se trataba, no sólo do producir daños materiales en la Administración, sino también de asustar á la gente para que no acuda á las representaciones de la obra, perjudicando á entidades respetables, cuyo derecho debe ser amparada Los autores del hecho no han sido vistos ni oídos (y se comprende). Como el personal de Vigilancia está tan ocupado en proteger intereses más simpáticos al Gobierno, no habrá sido posible destinar ningún dependiente de la Autoridad á la vigilancia de los intereses contrarios, y esto no tiene excusa ninguna, pues demasiado sabe que en esta lucha de pasiones tan amenazadas están unas personas como otras.

Don Bernardo Sagasta y demás amigos de Galdós fueron inmediatamente, después del suceso, al saloncillo del teatro Español, donde estaba el gran dramaturgo, quien recibió la noticia impasible, pudiendo sólo notarse en sus ojos el desprecio que tal felonía le inspiraba.

La noticia transcendió á parte del pública que asistía á la representación de Electra, y la indignación fué extraordinaria.

A la una y medía de la madrugada, según nuestras noticias, no se había presentado el Juzgado de guardia en el lugar del hecho.

Suponemos que los agentes del gobernador desplegarán, por lo menos, la misma actividad para encontrar á los autores del atentado que la que emplearon para apalear á gente indefensa por el delito de gritar: ¡Mueran los carlistas! y ¡Viva la libertad!

Y es urgente el hallar á los infames que colocaron el petardo en casa de Galdós, para que no se diga que vivimos en un país donde se atenta contra la persona y los intereses de una gloria nacional, en ]p sombra y a traición, por falta de cuidado y celo de la autoridad, ocupada entretanto en guardar las espaldas al ex jefe de Estado Mayor de D. Cario» y en perseguir á los amantes de la libertad, que no han proferido más voces que las que sirvieron de aliento y avivaron la fe para combatir durante nuestras guerras civiles en defensa de la Constitución.

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