2009

2009

[Artículo] Navarro Ledesma, de Benito Pérez Galdós

*Artículo aparecido en el diario El Imparcial el 4 de junio de 1906. Se ha actualizado la ortografía.

NAVARRO LEDESMA

por

D. BENITO PÉREZ GALDÓS

Relieve de Navarro Ledesma, por el escultor Coullaut Valera. wikipedia.org

Venimos a la conmemoración de Navarro Ledesma con el propósito de añadir a las honras académicas la ofrenda de nuestros corazones; queremos transmitir, así a las lejanías de ultratumba como a las esferas próximas y a toda la generación viva, los testimonios del cariño que profesábamos al grande ingenio, al hombre bueno y afable, cuya amistad fue una de las pocas flores que han embellecido y alegrado nuestra existencia. Aquí, donde la labor literaria es penosa, casi penal, y la pluma como un remo de galeras; donde los caminos son ásperos, difíciles, el fin de ellos nunca dispuesto para el reposo, la tarea inmensa, el provecho corto, insegura al aura del favor, apremiante y severo el exigir, voluble y frío el recompensar, no viviríamos si en esta carrera no nos alentase el afecto del amigo que a nuestro lado camina jadeante, y no compartiéramos con él, y él con nosotros, las breves alegrías y sinsabores largos que forman la trama vital en este oficio duro. Consagremos, pues, nuestros homenajes más fervientes al compañero y amigo, que pronto fue maestro; al modelador infatigable de formas literarias y forjador de armas para la crítica; al que en la lucha desplegó la más grande abnegación y constancia de que hay memoria, pues no cejó un solo instante ni conoció el descanso hasta que con súbita fatalidad se lo dio la muerte.

Mantengamos siempre viva la memoria de aquel atleta, ejemplo de increíble tenacidad en la labor del entendimiento. Trabajaba Navarro como si sobre él pesara una dura penitencia o castigo impuestos por deidad inexorable. Era un español de la rama más linajuda y vigorosa, la rama ascética, que vive, alienta y muere dentro de la obligación que le imponen sus fines altruistas y espirituales, con doloroso sacrificio del ser propio. Y en su castizo españolismo se marcaba también claramente la progenie castellana, latina y humanista, que hace a los hombres estudiosos y alegres, ambiciosos de saber y gustosos de la hermosura clásica, así como del vivir ameno y dulce en el seno amoroso del bienestar y de la abundancia. Tal era el ser complejo de Navarro Ledesma: ascético para el trabajo, inflexible en los deberes, horaciano en el concepto de la vida modestamente cómoda y regalada sin exceso, en grata compañía de buenos y probados amigos. Su trato cariñoso, y su saber cada día mayor y más ameno, adquirido tanto en los libros como en el mundo, eran un bien demasiado hermoso ¡ay! para que durara.

Hombre de fecundísimo ingenio y cultura extensa, y además dotado de activa voluntad, había de tener pacto con el tiempo para que éste no le faltara en tantos y tan apremiantes quehaceres. Así, cuando acudió a merecer la cátedra del Instituto en ruda contienda, le vimos acopiar en meses toda la erudición crítica de las letras españolas desde los siglos remotos hasta nuestros días; y posteriormente, cuando ideó y emprendió su magno libro del Ingenioso Hidalgo Miguel de Cervantes, nos asombró la presteza con que el historiador, poeta y erudito, pudo apropiarse los materiales para el insigne monumento y aderezarlos con tan soberano arte y tanta destreza y gracia. Y el que en esta empresa colosal ponía su espíritu, aún reservaba una parte de él para desparramarla con increíble fecundidad en el sin fin de trabajos sueltos destinados á engalanar la prensa pequeña y la grande: juicios grates de sucesos públicos, apuntes críticos, comentarios chanceros de picante humorismo, flores diversas, ricas de color y frescura, con algún ramo de aliaga ó de ortigas.

Si maravillosa sería esta continuada emisión de ideas en una naturaleza que uniese al vigor mental el vigor físico, mayor admiración nos causa en el hombre que pasó sus años floridos agobiado por crueles dolencias. Los que le vimos en trances morbosos muy graves, acechado por la muerte, pudimos apreciar el gallardo tesón con que el enfermo se desprendía de los brazos del dolor para lanzarse con brío a los afanes de la vida mental. Y verdaderamente inaudito fue que, afligido el cuerpo de Navarro de complejos achaques, se mantuviera siempre su entendimiento equilibrado y fresco, y que sus ideas no revelaran pesimismo ni melancólica negrura, sino más bien vitalidad, esperanza y alegría. El hombre doliente se ocultaba bajo la exuberante lozanía de un ingenio siempre sereno, gracioso y fecundo. Nunca se vio un espíritu tan sano en cuerpo tan enfermo.

Por esta fortaleza de su grande espíritu pudo Navarro, en pocos años, recorrer toda la escala que de las tentativas juveniles conduce al magisterio literario y á los altos sitiales de le gloria. Glorioso fué el último año de su desgraciada vida, en el cual le vimos rehecho de sus quebrantos de salud, y al parecer bueno, y con alientos y cuerda para muchos años. Creyérase que la Naturaleza, al sentenciarle a muerte, quiso también que en breve tiempo y espacio diera el hermoso árbol sus flores más bellas y su fruto más sabroso. En el año que había de finalizar aquella preciosa existencia, llegaron las cualidades mentales de nuestro amigo a su máximo desarrollo y esplendor, su saber a la mayor riqueza de conocimientos, adquiridos en libros rancios y libros nuevos, en los viajes y en la sagas observación de la vida. Enfocados aquellos días desde los presentes, creemos ver en el ocaso glorioso de Navarro Ledesma el sutil humorismo y la dulce tolerancia de los hombres que han vivido mucho y allegado todo el caudal que dan las lecturas y la experiencia, y se aproximan con serena majestad al último día de su existencia mortal. Hallábase en la plenitud de su talento; dominaba el campo inmenso de la Humanidad, y había llegado a poseer el reposo filosófico de los grandes viejos que esparcen toda su luz mental al derivar hacia la tumba. Sus treinta y cinco años decoraron su cabeza con nobles canas, y pusieron tempranamente en su rostro la sonrisa patriarcal.

II

No obstante, si por estar tan juntos el prodigioso libro de Cervantes y la muerte de su autor, vemos en la figura de éste la integral fructificación de un ingenio, hemos de reconocer que no nos dejó Navarro toda la substancia de su ser como poeta y erudito. A la otra vida se llevó hermosos planes, producto de juvenil ambición no satisfecha sirio en muy pequeña parte. La muerte nos ha privado de una resurrección de Lope, no menos bella que la de Cervantes, pues, a juicio de Navarro, el creador del Teatro español nos dio en su vida el más intenso y humano de los dramas. Hemos perdido además un Hernán Cortés, héroe de la talla de los Césares y Alejandros por la diversidad de sus geniales aptitudes, y un Fernán González, figura que, como la del Cid, vemos con medio cuerpo en la leyenda y medio en la historia. Era ésta la primera jornada de sus nuevas empresas, y Navarro no tardó en acometerla, planeando aquel viaje a Burgos y su tierra el verano anterior, en los días del eclipse. Amigos cariñosos que le acompañaron han descrito con singular encanto la excursión a Covarrubias. Son páginas luminosas y tristes como la pintura de un ocaso brillante. Ansiaba Navarro examinar y conocer la tierra madre castellana, pues su viaje a Reinosa en el verano de 1901 apenas le dio una visión rápida de aquel país. El hijo de Toledo, hecho a la contemplación de la nueva Castilla y A sus monumentos y paisajes, deseaba completar su estudio de la vida española con la visita detenida de la Castilla atávica y austera. Es la Castilla del Tajo un poco más risueña que la del Duero, y en sus ciudades nos recrean la vista los graciosos monumentos mudéjares y la opulencia plástica de los platerescos. Todo esto lo tenía Navarro bien grabado en su alma; mas ésta quería embelesarse en la contemplación de los admirables vestigios del arte románico. En la Literatura quería del mismo modo remontarse a los orígenes de las formas y de los hechos, pasar del drama a la epopeya, de las influencias italianas al principio genésico del alma española, el Romancero y la tierra, dura que lo crió.

Hablaba de esto el insigne toledano con entusiasmo candoroso, y su viva imaginación le anticipaba el deleite de recorrer loe parajes por donde anduvieron Diego Porcellos, Fernán González y el Cid, y rastrear el ambiente en que moró la musa embrionaria del maestro Gonzalo de Bcrceo. Con tales estudios se preparaba para dar en el Ateneo un curso de Literatura de la Edad Media. Era una Ilusión ardiente, como todas las suyas, y de ella dejó una impresión personal en la última de las cartas que formaron su larga correspondencia con el que esto escribe; cartas llenas de luz, de sinceridad, de gracejo, en las cuales se marcan y suceden todos los incidentes de su vida literaria, mezclándose con apreciaciones justísimas y con familiares desahogos.

En la última carta, escrita un mes antes de morir, se muestra fascinado por el horizonte de triunfos que ante sí veía. En ella estampó esta frase de engañoso júbilo: «Tengo muchos y grandes proyectos…» ¡Irónico epitafio, dictado por la ignorancia en que vivimos tocante al término de nuestra existencia! He aquí sus proyectos: «El Lope lo prepararé este invierno si los menesteres de la prensa me dejan respirar un poco. Luego quisiera hacer un libro más pequeño del Arcipreste, y otro de Don Álvaro de Luna.…

[Artículo] El estudio de Galdós, de Emilia Pardo Bazán

Antes que el autor de La Deshereda­da traslade al palacete que construye en Santander el mobiliario de su estudio madrileño, quise ver el lugar donde tan­tas cuartillas trazó la mano del gran no­velista, y donde han corrido tantas horas de su vivir. Conocía el estudio por una magnífica fotografía de Laurent; pero nada equivale á la vista de los ojos, como dicen en mi tierra.

Ocupa Galdós con su familia un piso llamado tercero, y efectivamente cuarto, en la plaza de Colón, lugar muy urbano, ventilado y alegre, con sombra de árbo­les y claros horizontes. En verano, al apearse ante la puerta de la casa, se ex­perimenta una sensación de frescura y de elegante reposo. La escalera, bonita y cómoda, recibe luz de ventaniles con cris­talería de colores gayos, que lanzan so­bre la limpia madera del descansillo una viva lluvia de reflejos amatista, verdes y carmesíes. Cuando se abre la puerta del piso de Galdós, vese un pasillo desahoga­do, que habitan, sobre barras de metal dos periquitos graves y meditabundos, y un loro descarado y procaz, el cual repite con bufonesco redoble de erres: «¡Qué rrriico!

Dejemos al pajarraco charlotear, y en­tremos en las dos piezas que, unidas, com­ponen el estudio. La mayor tendrá de lar­go unos seis metros, tres y medio proba­blemente la chica; el techo es bajo. Dentro de tan modestas proporciones, no carece de cierta importancia el departamento constituido por el saloncito y gabinete, gracias á la inteligente coquetería que presidió á la decoración de las paredes y colocación de muebles y cachivaches, y á notarse en todos ellos la personalidad del dueño, y no la ideación, siempre amanerada, del tapicero decorador. No hay lujo, pero sí gracia, interés, distinción; se com­prende que allí está el nido, la residencia amada del trabajador sedentario y soli­tario.

No hay puerta que divida las dos pie­zas; y el marco, privado de hojas, lo viste suntuosa guarnición de terciopelo, imitación de bordado antiguo, de tonos rojos é intensos, color que predomina en el resto de las colgaduras. Sobre el dintel, una franja haciendo cabecera, con rema­tes de pasamanería, y en ella, á ambos lados, el clásico letrero Tanto monta, mientras bajo un escudo en que campea el león nacional, corre la divisa que ador­na la portada de los libros de Galdós: Ars-Natura-Veritas.

El techo del saloncito es blanco con ce­nefa roja, y en el centro se abre como flor de disforme y pintarrajeada corola bermeja, turquí y esmeralda, una sombri­lla japonesa. La mesa escritorio es de las que sostiene una cruz de hierro y des­cansan en patas salomónicas. El sillón—que revela bien la asiduidad del escritor incansable—es de forma romana, y está destrozado, usadísimo, pidiendo á gritos que lo vistan de nuevo. Sobre la mesa, un lozano palmito, pocos libros, y un haz de pruebas del tercer tomo de Ángel Gue­rra, pruebas corregidas, vueltas á co­rregir, cruzadas, listadas, franjeadas, con dibujos de barquitos ó de flores, di­bujos ingenuos, como los que traza la mano del colegial que se distrae un punto de la fatigosa lección. Á los pies de la maltratada poltrona, una manta de Luce- na para envolver las rodillasGaldós es muy friolero, á fuer de africano. —Á la izquierda de la puerta de entrada, un es­tante cargado de libros, y en cuya repisa se confunden cacharros traídos de los viajes, porcelanas y lozas de Stratford- on-Avon y Delft, con fotografías que son recuerdos de amistad. Á la derecha de la puerta, otro mueble, de original forma y gótico estilo: un casillero, mezcla de archivo y librería, que corona bonito florero de Sajonia. Por las paredes hormi­guean dibujos originales de Sala, Mélida, Pellicer, Lizcano y Apeles Mestres: son los que enriquecen la hermosa edición ilustrada de los Episodios nacionales.

Platos artísticos de Caldas da Rainha, y cuadros modernos, firmados por Sala, Fenolleras, Beruete y Lhardy, alegran con notitas de vivo colorido y reflejos de esmalte el fondo de la habitación, que inundan de claridad dos balcones. Detrás del sillón, viste la pared rico pedazo de tela antigua, de armonioso fondo verde con dibujos y realces de oro viejo file­teados con cordoncillo; y más arriba, des­cansando en un cuadro de felpa roja, do­mina el conjunto el gran plato de hierro forjado, esmaltado, repujado y nielado con que obsequiaron al novelista sus pai­sanos, los canarios residentes en Madrid. Quien se asome á los balcones que alum­bran la estancia, verá que no caen á la plaza de Colón, sino que registran deta­lladamente las caballerizas del nuevo pa­lacio que construye la duquesa Ángela de Medinaceli.

No hay muchos libros en el despacho, sino los justos, los que bastan á un obser­vador tan prendado de la vida callejera como Galdós : obras clásicas en su ma­yor parte, bien encuadernadas, con seña­les de haber sido hojeadas y aun releídas, pero formadas correctamente, y abando­nadas casi siempre por una enciclopedia que se llama la sociedad. Delante de los libros, como para relegarlos á segundo termino, fotografías, no de amigos, sino de chiquillos de amigos; una colección de rapaces de tres á doce, entre los cuales descuella (por el tamaño, digo) el más apasionado admirador y lector asiduo y constante de Galdós: mi hijo Jaime. Nadie ignora que Galdós es aficionadísimo á la gente menuda; que ha sorprendido la in­genua gestación del pensamiento en los niños, y ha creado una galería de encan­tadoras figuras, como el pequeño Miau y el Doctor Centeno, que son de lo más encantador que su pluma produjo. Los re­tratos demuestran que el Dickens español quiere que vengan á él los niños….

Si en el despacho ó estudio propiamen­te dicho todo delata la batalla con las cuartillas, en el gabinetito contiguo, que confina con el dormitorio y abre sobre él una puerta de escape, todo indica los mo­mentos de descanso y vago ensueño que se imponen como intervalos de la labor, del condenado oficio, según Galdós suele decir entre broma y veras.

Amplio diván convida á la perezosa siesta, ó á la lectura, no menos desmayada y regalona, de algún dulce librejo familiar, de esos que gustan siempre, y ya, por conocidos, no nos despabilan lo bastante para evitar que al cuarto de hora se entornen los párpados. El piano, discre­tamente recatado en una esquina, prome­te otro género de sedación intelectual, el opio suave de unas cuantas páginas de Beethoven, interpretadas sin pretensio­nes de brillantez (¡Dios nos libre!). La luz de la ventana la intercepta y filtra un transparente raro, especie de cortina rumorosa, formada por cinturas ó tapa­rrabos de moros de Joló; unos como toneletes de flecos de paja ligera. Armas también joloanas adornan las paredes, y á la derecha de la puerta, un estantillo contiene la colección minúscula de Walter Scott, que regalaron á Galdós sus ad­miradores en la memorable fecha del gran banquete que demostró la popularidad del autor del Amigo Manso.

No encierra otras riquezas ni otras pre­ciosidades el estudio de Galdós. Salvo un retazo de tela, no veréis allí el menor de­talle que trascienda á prendería. Muchas veces oí de boca del maestro que no le seducen los trastos apolillados y los san­tos viejos sumidos en un mar de asfalto y tierra de Siena; que prefiere cualquier bocetito moderno. Por cierto que al es­cuchar tal herejía , yo suelo abrir los ojos con asombro sincerísimo, pues tengo viciado el gusto en sentido diametral­mente opuesto, y lo nuevo me desagrada por ser nuevo nada más. Á pesar de su predilección por lo actual, de su poca afición á recorrer esos museitos en minia­tura llamados casas de anticuarios, que tanto abundan en Madrid, noto que Gal­dós vino á darme la razón involuntaria­mente , pues sus muebles imitan vejeces góticas y sus cortinas bordados del Rena­cimiento. Para mis aficiones, falta en el estudio de Galdós un poco de bric á brac, de esas antiguallas encantadoras aunque no sean de primer orden. El mismo Zola ha pagado tributo á las maderas negruz­cas y á las tablas del XV.

Tal cual se encuentra el estudio de nues­tro gran novelista, deja adivinar bien las condiciones de su carácter y de su inge­nio. Cultura sin pedantería, más bien con empeño de aparecer sencilla, burguesa y llana; amor entrañable á la vida real, con un lugar retirado en que se cobijan, sin alardear ni meter bulla, el ensueño y la poesía; la decoración y el mobiliario, no como artículo de lujo, sino como ele­mento de honesto regalo interior, de pací­fica ventura familiar; lectura ligera, nutri­tiva y sana, paladeada á sus horas, no indigestada nunca; y sobre todo,recio tra­bajo, copiosa producción, asiduidad re­gularizada, inspiración sujeta á la voluntad, por decirlo así.

Este interesante rincón va á desapare­cer de la corte española. Galdós, en lo sucesivo, trabajará en Santander y ven­drá á Madrid á observar, distraerse y re­posar de su abrumadora tarea. En Madrid libará, y cargado con su botín, volará á las orillas del Cantábrico á transformarlo en miel. Ya le veo sonreírse cuando lea este párrafo….«¡Yo abeja!…., Abeja, sí, y melificadora como la más pintada. Sólo que las mieles de la realidad les saben á hieles á los bobos.…