[Artículo] El crimen del padre Galeote, de Benito Pérez Galdós
Madrid, 21 de abril de 1886.
I
Un hecho inaudito, una tragedia espantosa, de esas que más parecen obra de los siglos medios que del tiempo presente, ha llenado de consternación a la capital de España hace dos días.
El Obispo de Madrid ha sido asesinado en el momento de entrar en la Catedral para celebrar la fiesta de las palmas. El asesino ha sido un sacerdote.
La noticia de este infame atentado era de tal naturaleza, que al principio no se le daba crédito. Parecía invención de imaginaciones dadas a lo maravilloso. Pero pronto se convenció Madrid entero de que, aunque increíble, la espantosa nueva era cierta. Los crímenes de esta naturaleza, por la calidad de la víctima y la investidura del delincuente, son raros en la historia, tan raros, que se pueden contar con los dedos de una mano. Un príncipe de la Iglesia, herido por un clérigo, y muerto en medio de la multitud que se agolpa a su paso con veneración, es caso que, como vulgarmente se dice, pone los pelos de punta. El fanatismo político de Merino, asestando una puñalada a Isabel II, tiene explicacación dentro del orden lógico de las cosas humanas; pero un cura disparando tres tiros de revólver contra su superior jerárquico por móviles de amor propio herido, por venganza de un castigo disciplinario, no cabe ciertamente, a primera vista, dentro de nuestras presunciones por pesimistas que sean.
El Obispo fué herido el domingo a las nueve y media de la mañana, y expiró el lunes a las cinco y cuarto de la tarde. El asesino no hizo resistencia a la policía, y confesó en el acto los móviles de su espantoso crimen.
Trataré de referir lo ocurrido, con la mayor claridad posible.
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Don Narciso Martínez Izquierdo era el primer Obispo de Madrid, circunstancia que merece tenerse en cuenta. Aunque parezca extraño, esta populosa Capital no era cabeza de Diócesis, y pertenecía desde los tiempos más remotos al Arzobispado de Toledo. Varias veces intentaron los Reyes crear
una Catedral en Madrid. El metropolitano no podía atender cumplidamente al gobierno eclesiástico de esta Corte con la prontitud y la diligencia que su numeroso clero exigóa. Por fin, en tiempo de don Alfonso XII se pensó seriamente en establecer la Diócesis, y habiéndose prestado Roma a secundar el pensamiento, se hicieron los trabajos de fundación y la nueva Catedral quedó establecida por bula pontificia, hace próximamente un año. El Gobierno puso al frente de la nueva Diócesis al Obispo de Salamanca.
Veamos quien era éste. En las Cortes de 1871 se suscitó discusión muy viva sobre la «Internacional». Era diputado en aquellas Cortes un clérigo joven, oscuro, elegido por Guadalajara. En la sesión del 28 de octubre, contendiendo el señor Nocedal con el señor Castelar, hizo alusión al citado sacerdote, quien, recogida la alusión, pronunció un discurso admirable, modelo de dialéctica y de buen decir. Desde aquel día, el nombre de don Narciso Martínez Izquierdo salió de la oscuridad. En la reñida contienda parlamentaria, Castelar reconoció las gran¬des dotes intelectuales de su adversario. Rival de Izquierdo en opiniones, no desconocía el gran tribu¬no, que era éste una de las personalidades más ilustres del clero español, y al año siguiente, siendo jefe del Estado, lo incluyó en la propuesta de obispos que hizo a Roma. En 1874, Martínez Izquierdo era preconizado Obispo de Salamanca. A los once años de desempeñar este cargo, fué elegido para ocupar la Sede de Madrid-Alcalá de nueva creación. Un año hace que tomó posesión. Su episcopado en la nueva Diócesis ha sido breve. El insigne prelado tenía cincuenta y cinco años.
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Se pensó en él para este cargo porque se adivinaban grandes dificultades, y se reconocía la necesidad de poner al frente del clero de Madrid a una persona de mucho carácter y entereza.
Por efecto de la relativa libertad en que ha vivido hasta aquí el clero madrileño, dependiente de Toledo, había no poca relajación en la disciplina. Madrid, como ciudad muy populosa, favorece ciertas licencias, encubre las faltas y muchos que no pueden vivir según su índole en las poblaciones pequeñas, campan aquí por sus respetos, sin que nadie se meta con ellos. En Madrid hay muchos clérigos que apenas usan el traje eclesiástico; otros frecuentan los cafés y aún sitios peores; los hay que dicen dos o tres misas al día, en diferentes iglesias, y por fin, las prácticas rigurosas del celibato eclesiástico no suelen ser, en bastantes casos, más que una vana fórmula.
Préstase a encubrir todas estas faltas la extensión de esta capital, la facilidad que en ella existe para burlar toda vigilancia, y ciertos usos inveterados, muy difíciles de extirpar. Poner al frente de la clerecía de Madrid un Obispo, que pudiera vigilarla y gobernarla más directamente que el de Toledo, era el mejor medio de corregir tales abusos, y el señor Martínez Izquierdo demostró desde los primeros momentos que servía para el caso.
Apenas tomó posesión de la Sede madrileña el Obispo de Salamanca, emprendió una campaña ruda y tenaz contra los abusos.
Hizo que cada clérigo se inscribiera en determinada iglesia para impedir las misas dobles y cuádruples; sujetó a examen a todos los sacerdotes residentes en esta villa, y empezó a retirar las licencias a todos aquellos que por su conducta no debían, a juicio del Prelado, disfrutarlas. Hay que advertir que en Madrid hay clérigos dignísimos, modelo de virtud y saber; pero también abundan los que vienen aquí expulsados de sus Diócesis respectivas buscando en la confusión de esta gran ciudad los medios de disimular su indisciplina o los perjuicios que les causa su torcida vocación.
La campaña emprendida por el señor Martínez Izquierdo debía de producir buenos resultados, por¬que las quejas de muchos clérigos contra los rigores del prelado no tardaron en hacerse oír. A las redacciones de algunos periódicos llegaban frecuentes comunicados. Unos se publicaban y otros no. El Progreso, órgano del republicanismo avanzado, recibía cartas diversas firmadas por un tal Cayetano Galeote y Cotilla, en las cuales se quejaba amargamente de no ser atendido por Su Ilustrisima, de que se le privaba del sustento, retirándole la misa con ciertos alardes de soberbia y extravagancia tan impropias de un sacerdote, que el ilustrado director del periódico, teniendo por loco o poco menos al autor de tales epístolas, no pensó en publicarlas. El sábado último presentóse en la redacción el mismo clérigo Galeote y dejó una tarjeta y un paquete de cartas. Eran copia exacta de las mismas remitidas antes en diferentes días. En la tarjeta rogaba al señor director que conservase aquellas cartas por si pronto necesitaba hacer uso de ellas.
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Llegó el Domingo de Ramos. Don Cayetano Galeote y Cotilla vivía en la calle Mayor en una casa humildísima y en compañía de una sobrina o ama de gobierno llamada Tránsito. Salió el clérigo muy temprano de su casa vestido de cura. Dícese que a primera hora de la mañana estuvo en un café desayunándose. Desde las nueve se le vió paseándose solo en el pórtico de la Catedral. La antes Colegiata de San Isidro, hoy Catedral, está situada en la calle de Toledo, la más grande y populosa de esta capital, pues pone en comunicación el centro con los poblados barrios del Sur.
Por delante de San Isidro transita siempre muchedumbre inmensa, hasta el punto de que la circulación se hace difícil a ciertas horas. Como en Madrid no se habían celebrado nunca las funciones de Semana Santa con la pompa y brillantez propias de una cabeza de Diócesis, y como este año era el primero en que tal se hacía, acudió mucha gente el domingo a la hermosa fiesta de las palmas. Todo el clero de Madrid, con cruz alzada, estaba allí. La Iglesia estaba llena de señoras; en el atrio no se cabía, y en la calle los tranvías y coches tenían que detenerse para no atropellar a la multitud.
A las nueve y inedia se vió venir el coche del señor Obispo. La muchedumbre se abrió paso, agolpándose en las escaleras para besar el anillo del Prelado. Este descendió del carruaje y subió las gradas del pórtico. Al poner el pie en el tercer escalón, un clérigo apartaba la gente para acercarse al Obispo, como si también él quisiera besar el anillo. Con movimiento rápido, Galeote sacó de debajo de la sotana un revólver y disparó tres tiros a quema ropa sobre el Obispo, el cual cayó en tierra.
El asesino gritó: «Estoy vengado». Al instante se echaron sobre él los que estaban más cerca, y la policía tuvo que hacer grandes esfuerzos para librarlo del furor de la muchedumbre. Fácil es hacerse cargo de la confusión, del espanto que se produjeron en la Iglesia y en el pórtico. El Obispo fué recogido exánime del suelo y transportado a una habitación que hay junto a la puerta y está destinada a conserjería.
Él mismo pidió ¡a Extremaunción, creyendo cercano su fin. El doctor Creux, que en la Iglesia estaba, acudió al instante, y desde los primer os momentos pronosticó un desenlace funesto. En la apretada multitud que llenaba la Iglesia, hubo las escenas que es fácil suponer: desmayos de señoras, tumultos, ahogos, gritos, ayes, lágrimas.
El herido fué acostado en una humilde cama, la primera que se pudo tener a mano. Tenía una herida en el muslo, de poca gravedad, y otra en el costado derecho gravísima y mortal de necesidad. La bala había traspasado la médula espinal e interesado los riñones. Al punto se inició la parálisis de las extremidades inferiores, y el herido cayó en gran postración.…