2013

2013

[Artículo] El crimen del padre Galeote, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 21 de abril de 1886.

I

Un hecho inaudito, una tragedia espantosa, de esas que más parecen obra de los siglos medios que del tiempo presente, ha llenado de consternación a la capital de España hace dos días.

El Obispo de Madrid ha sido asesinado en el momento de entrar en la Catedral para celebrar la fiesta de las palmas. El asesino ha sido un sacerdote.

La noticia de este infame atentado era de tal naturaleza, que al principio no se le daba crédito. Parecía invención de imaginaciones dadas a lo maravilloso. Pero pronto se convenció Madrid entero de que, aunque increíble, la espantosa nueva era cierta. Los crímenes de esta naturaleza, por la calidad de la víctima y la investidura del delincuente, son raros en la historia, tan raros, que se pueden contar con los dedos de una mano. Un príncipe de la Iglesia, herido por un clérigo, y muerto en medio de la multitud que se agolpa a su paso con veneración, es caso que, como vulgarmente se dice, pone los pelos de punta. El fanatismo político de Merino, asestando una puñalada a Isabel II, tiene explicacación dentro del orden lógico de las cosas humanas; pero un cura disparando tres tiros de revólver contra su superior jerárquico por móviles de amor propio herido, por venganza de un castigo disciplinario, no cabe ciertamente, a primera vista, dentro de nuestras presunciones por pesimistas que sean.

El Obispo fué herido el domingo a las nueve y media de la mañana, y expiró el lunes a las cinco y cuarto de la tarde. El asesino no hizo resistencia a la policía, y confesó en el acto los móviles de su espantoso crimen.

Trataré de referir lo ocurrido, con la mayor claridad posible.

* * *

Don Narciso Martínez Izquierdo era el primer Obispo de Madrid, circunstancia que merece tenerse en cuenta. Aunque parezca extraño, esta populosa Capital no era cabeza de Diócesis, y pertenecía desde los tiempos más remotos al Arzobispado de Toledo. Varias veces intentaron los Reyes crear

una Catedral en Madrid. El metropolitano no podía atender cumplidamente al gobierno eclesiástico de esta Corte con la prontitud y la diligencia que su numeroso clero exigóa. Por fin, en tiempo de don Alfonso XII se pensó seriamente en establecer la Diócesis, y habiéndose prestado Roma a secundar el pensamiento, se hicieron los trabajos de fundación y la nueva Catedral quedó establecida por bula pontificia, hace próximamente un año. El Gobierno puso al frente de la nueva Diócesis al Obispo de Salamanca.

Veamos quien era éste. En las Cortes de 1871 se suscitó discusión muy viva sobre la «Internacional». Era diputado en aquellas Cortes un clérigo joven, oscuro, elegido por Guadalajara. En la sesión del 28 de octubre, contendiendo el señor Nocedal con el señor Castelar, hizo alusión al citado sacerdote, quien, recogida la alusión, pronunció un discurso admirable, modelo de dialéctica y de buen decir. Desde aquel día, el nombre de don Narciso Martínez Izquierdo salió de la oscuridad. En la reñida contienda parlamentaria, Castelar reconoció las gran¬des dotes intelectuales de su adversario. Rival de Izquierdo en opiniones, no desconocía el gran tribu¬no, que era éste una de las personalidades más ilustres del clero español, y al año siguiente, siendo jefe del Estado, lo incluyó en la propuesta de obispos que hizo a Roma. En 1874, Martínez Izquierdo era preconizado Obispo de Salamanca. A los once años de desempeñar este cargo, fué elegido para ocupar la Sede de Madrid-Alcalá de nueva creación. Un año hace que tomó posesión. Su episcopado en la nueva Diócesis ha sido breve. El insigne prelado tenía cincuenta y cinco años.

* * *

Se pensó en él para este cargo porque se adivinaban grandes dificultades, y se reconocía la necesidad de poner al frente del clero de Madrid a una persona de mucho carácter y entereza.

Por efecto de la relativa libertad en que ha vivido hasta aquí el clero madrileño, dependiente de Toledo, había no poca relajación en la disciplina. Madrid, como ciudad muy populosa, favorece ciertas licencias, encubre las faltas y muchos que no pueden vivir según su índole en las poblaciones pequeñas, campan aquí por sus respetos, sin que nadie se meta con ellos. En Madrid hay muchos clérigos que apenas usan el traje eclesiástico; otros frecuentan los cafés y aún sitios peores; los hay que dicen dos o tres misas al día, en diferentes iglesias, y por fin, las prácticas rigurosas del celibato eclesiástico no suelen ser, en bastantes casos, más que una vana fórmula.

Préstase a encubrir todas estas faltas la extensión de esta capital, la facilidad que en ella existe para burlar toda vigilancia, y ciertos usos inveterados, muy difíciles de extirpar. Poner al frente de la clerecía de Madrid un Obispo, que pudiera vigilarla y gobernarla más directamente que el de Toledo, era el mejor medio de corregir tales abusos, y el señor Martínez Izquierdo demostró desde los primeros momentos que servía para el caso.

Apenas tomó posesión de la Sede madrileña el Obispo de Salamanca, emprendió una campaña ruda y tenaz contra los abusos.

Hizo que cada clérigo se inscribiera en determinada iglesia para impedir las misas dobles y cuádruples; sujetó a examen a todos los sacerdotes residentes en esta villa, y empezó a retirar las licencias a todos aquellos que por su conducta no debían, a juicio del Prelado, disfrutarlas. Hay que advertir que en Madrid hay clérigos dignísimos, modelo de virtud y saber; pero también abundan los que vienen aquí expulsados de sus Diócesis respectivas buscando en la confusión de esta gran ciudad los medios de disimular su indisciplina o los perjuicios que les causa su torcida vocación.

La campaña emprendida por el señor Martínez Izquierdo debía de producir buenos resultados, por¬que las quejas de muchos clérigos contra los rigores del prelado no tardaron en hacerse oír. A las redacciones de algunos periódicos llegaban frecuentes comunicados. Unos se publicaban y otros no. El Progreso, órgano del republicanismo avanzado, recibía cartas diversas firmadas por un tal Cayetano Galeote y Cotilla, en las cuales se quejaba amargamente de no ser atendido por Su Ilustrisima, de que se le privaba del sustento, retirándole la misa con ciertos alardes de soberbia y extravagancia tan impropias de un sacerdote, que el ilustrado director del periódico, teniendo por loco o poco menos al autor de tales epístolas, no pensó en publicarlas. El sábado último presentóse en la redacción el mismo clérigo Galeote y dejó una tarjeta y un paquete de cartas. Eran copia exacta de las mismas remitidas antes en diferentes días. En la tarjeta rogaba al señor director que conservase aquellas cartas por si pronto necesitaba hacer uso de ellas.

* * *

Llegó el Domingo de Ramos. Don Cayetano Galeote y Cotilla vivía en la calle Mayor en una casa humildísima y en compañía de una sobrina o ama de gobierno llamada Tránsito. Salió el clérigo muy temprano de su casa vestido de cura. Dícese que a primera hora de la mañana estuvo en un café desayunándose. Desde las nueve se le vió paseándose solo en el pórtico de la Catedral. La antes Colegiata de San Isidro, hoy Catedral, está situada en la calle de Toledo, la más grande y populosa de esta capital, pues pone en comunicación el centro con los poblados barrios del Sur.

Por delante de San Isidro transita siempre muchedumbre inmensa, hasta el punto de que la circulación se hace difícil a ciertas horas. Como en Madrid no se habían celebrado nunca las funciones de Semana Santa con la pompa y brillantez propias de una cabeza de Diócesis, y como este año era el primero en que tal se hacía, acudió mucha gente el domingo a la hermosa fiesta de las palmas. Todo el clero de Madrid, con cruz alzada, estaba allí. La Iglesia estaba llena de señoras; en el atrio no se cabía, y en la calle los tranvías y coches tenían que detenerse para no atropellar a la multitud.

A las nueve y inedia se vió venir el coche del señor Obispo. La muchedumbre se abrió paso, agolpándose en las escaleras para besar el anillo del Prelado. Este descendió del carruaje y subió las gradas del pórtico. Al poner el pie en el tercer escalón, un clérigo apartaba la gente para acercarse al Obispo, como si también él quisiera besar el anillo. Con movimiento rápido, Galeote sacó de debajo de la sotana un revólver y disparó tres tiros a quema ropa sobre el Obispo, el cual cayó en tierra.

El asesino gritó: «Estoy vengado». Al instante se echaron sobre él los que estaban más cerca, y la policía tuvo que hacer grandes esfuerzos para librarlo del furor de la muchedumbre. Fácil es hacerse cargo de la confusión, del espanto que se produjeron en la Iglesia y en el pórtico. El Obispo fué recogido exánime del suelo y transportado a una habitación que hay junto a la puerta y está destinada a conserjería.

Él mismo pidió ¡a Extremaunción, creyendo cercano su fin. El doctor Creux, que en la Iglesia estaba, acudió al instante, y desde los primer os momentos pronosticó un desenlace funesto. En la apretada multitud que llenaba la Iglesia, hubo las escenas que es fácil suponer: desmayos de señoras, tumultos, ahogos, gritos, ayes, lágrimas.

El herido fué acostado en una humilde cama, la primera que se pudo tener a mano. Tenía una herida en el muslo, de poca gravedad, y otra en el costado derecho gravísima y mortal de necesidad. La bala había traspasado la médula espinal e interesado los riñones. Al punto se inició la parálisis de las extremidades inferiores, y el herido cayó en gran postración.…

[Artículo] El bandido Melgares, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 12 de enero de 1887.

I

Parecerá mentira, pero es desgraciadamente muy cierto, que aún existe en algunas provincias de Andalucía el legendario tipo del bandolero, y que los «Diego Corrientes», los «Niños de Écija» y los «José María» tienen todavía sucesores, aunque a la verdad está tan degenerada la familia, que los bandidos de hoy tienen poca semejanza con los de antaño, como no sea en la perversidad. Favorecen la existencia de estos tipos, diferentes circunstancias, como la irregularidad del suelo en las fragosidades de la Alpujarra, la distribución de la propiedad en grandes y deshabitados cortijos y cierta disposición de aquellos pueblos a vivir fuera de toda ley moral y en lucha con la autoridad.

Lo más extraño del bandolerismo en estos tiempos es la protección que recibe de personas acomodadas e influyentes. Sobre esto, se dicen cosas que no me atrevo a estampar aquí. Y algo debe de haber en esto de cierto, porque si los bandidos no contaran con ciertos apoyos, su existencia sería imposible en estos tiempos. Todavía gozan estos criminales de aquella popularidad novelesca que- dió fama a sus predecesores; todavía sus atentados a las personas y a la propiedad son tenidos por hazañas entre ciertas gentes, y no les es difícil a los tales burlar la persecución de la Guardia civil, por¬que fácilmente encuentran quien les oculte. Pero aún así, no podrían vivir mucho tiempo si no con¬taran con protecciones misteriosas en las capitales.

Los bandidos que han adquirido celebridad de diez años a esta parte son: «Melgares», el «Bizco del Borge» y «Frasco Antonio», ayudados por otros de menos nombradía.

De «Melgares», que acaba de ser cogido y muerto, después de diferentes batidas y persecuciones, se cuentan horrores. Su osadía no tiene límites. Solía disfrazarse de uno de pueblo con arte maravilloso. Otras veces se vestía de albañil, y cuando traía entre mano algún negocio de mucha importancia, se disfrazaba de caballero y se paseaba tan tranquilo por las calles de Málaga sin que nadie lo conociera. Cuéntase de este hombre que trabajaba en las luchas electorales y que de esto le venía la protección que de elevadas personas recibía. Era a veces espléndido y a veces mísero. Vivía sobriamente, y gran parte del dinero que robaba empleábalo en asegurar la impunidad de sus delitos, recompensando ampliamente a los que le ocultaban y sobornando a funcionarios subalternos. Cuéntase, no obstante, que tenía economías y que sus bienes raíces, pues¬tos a nombre de personas de su familia, ascendían a cuarenta mil pesos.

Varios guardias civiles perdieron la vida persiguiendo a éste y otros malvados de su cuadrilla. Empezó por perpetrar secuestros; pero después, imponiéndose por el terror a los propietarios, les exigía gruesas sumas a título de seguro de sus fincas. Era pequeño de cuerpo, fornido y musculoso, de pelo oscuro y rizado, y de edad como de cincuenta años.

Por fin ha perecido, y si la persecución activa e inteligente iniciada por el Ministro de la Gobernación continúa como hasta aquí, pronto quedará es¬pulgada de estas alimañas maléficas la provincia de Málaga. Hace pocos días fué también cogido y muerto por la guardia civil el llamado «Frasco Antonio», de la partida de «Melgares», célebre por su perversidad y sanguinarios instintos. Había ido el bandolero a una casa de Vélez-Málaga a recoger cierta suma exigida con amenazas a un propietario de la localidad, cuando le sorprendió la guardia civil, dándole muerte.

Casi en los mismos días cayó también otro, a quien llamaban «el Portugués», y actualmente sólo queda «el Bizco», que era el segundo, o si se quiere el jefe de estado mayor de «Melgares». También es «el Bizco» muy sanguinario, un verdadero monstruo de astucia, valor personal y fuerza física. Pero se dice que está muy viejo, enfermo y algo decaído de ánimos, por lo cual será difícil que pueda burlar ahora la persecución tenaz de la policía y la guardia ciyil.

Últimamente habían estallado serias discusiones entre los individuos que componían la partida de «Melgares». «Frasco Antonio» se insurreccionó, y otros, conocidos por «Miguelillo el Francés» y «el Niño de la Vega», habían provocado reyertas graves, siendo cada día menos firme y reconocida la autoridad del jefe «Melgares». Aun no se sabe quién ha dado muerte a éste, porque su cadáver apareció en un despoblado sin indicio alguno del matador.

La autoridad ha tenido que recurrir a todos los medios para extirpar a esta canalla, valiéndose del espionaje y fomentando las discordias entre los bandidos. De cualquier manera que sea, los resultados son buenos. Siempre que el Gobierno se ha pro¬puesto de una manera enérgica extinguir el bandolerismo lo ha conseguido, lo cual prueba que el bandolerismo no puede prosperar en nuestros tiempos sino por la debilidad de las autoridades. Con¬sentir tal afrenta en pleno siglo XIX es verdadera¬mente ignominioso, y ya era tiempo de que se pusiera término a tan repugnante espectáculo. Veremos si la campaña continúa con el mismo éxito y si «el Bizco» corre la suerte de su compañero y capitán el atrevido «Melgares».…

[Artículo] El submarino «Peral», de Benito Pérez Galdós

Madrid, 12 de diciembre de 1888.

I

No he hablado aún del submarino «Peral», el atrevido invento que tanto interés despierta entre la gente científica y cuyas pruebas se esperan con tanta curiosidad dentro y fuera de España. Hoy me ocupo por primera vez de este asunto, para decir que las pruebas, fijadas para este mes, no se verificarán hasta el próximo enero, no sólo porque el inventor y constructor desea hacer particularmente varios ensayos importantísimos referentes a orientación, visualidad, radio efectivo de acción y evoluciones de inmersión y ascenso, sino porque aún faltan ciertos trámites para que la prueba oficial pueda hacerse con arreglo a un plan científico y en las mejores condiciones. Por estas razones, la natural impaciencia de los que esperan un éxito seguro para el señor Feral y de los que aguardan la prueba para dar su opinión definitiva, ha de contenerse hasta principios del año próximo.

Los problemas de mecánica, física y química que este atrevido invento entraña son de mucha gravedad para que se arriesgue el éxito por precipitación. En estas pruebas o ensayos preliminares, que ya se están ejecutando, acompañan al señor Peral distinguidísimos oficiales de la Armada, escogidos marineros y maquinistas. Las dimensiones del buque submarino son: eslora, 21 metros; manga y puntal, 2,74 metros; desplazamiento a flote, 79 toneladas ídem sumergido, 87. El motor principal del buque es la electricidad, dispuesta por medio de aplicaciones enteramente nuevas. La marcha será de 11 millas a flote y de 10 sumergido.

Han creído algunos que las experiencias hechas recientemente en Tolón con un buque de esta especie, llamado «Gimnote», quitaban la precedencia al invento de nuestro ilustrado compatriota; pero esto no es cierto. Cinco años hace que Peral propuso al Ministerio de Marina la construcción de su aparato, exponiendo las teorías en que fundaba su invención. Además de esto, las pruebas del «Gimnote» han dado muy mal resultado, mejor dicho, han sido un fracaso. La teoría de este buque no presenta ninguna novedad en el campo de la ciencia, mientras que el «Peral» hará, al decir de los que están en el secreto, una verdadera revolución en el arte de construcciones navales. Todos deseamos que la prueba oficial se verifique pronto para alabar sin tasa la constancia del distinguidísimo oficial de Marina y asignarle los títulos de gloria que por dicha constancia y por su saber le pertenecen.

12 de febrero de 1889.

II

Los ensayos parciales del submarino han comenzado, y los distintos problemas estudiados prolundamente por el inventor parecen en vías de solución satisfactoria. Los primeros ensayos fueron los de la impermeabilidad del casco, pues no siendo ésta absoluta, el aparato no puede funcionar sin peligro. Por perfecto que sea el ajuste de planchas de palastro, y por habilidad que tengan los obreros remachadores, rara vez se impide la filtración de agua. Para obtener la mayor perfección posible en el estanco, se han hecho minuciosos trabajos en el casco del «Peral», sumergiéndole repetidas veces y calafateando por los medios más eficaces las junturas de las planchas. Por fin se ha comprobado la impermeabilidad de un modo que aleja todo peligro.

Luego se han hecho las pruebas de inmersión y horizontalidad, problemas de ardua solución, y sin los cuales difícilmente podrán cumplirse los objetos polémicos del aparato. Luego vendrá la cuestión de marcha. Díjose, no ha mucho, que los acumuladores no podrán contener fuerza eléctrica para dar impulso al buque durante mucho tiempo, y si el radio de acción se circunscribía a dos o tres horas, el éxito del invento sería muy dudoso; pero este temor se ha desvanecido con nuevos ensayos y aplicaciones de la fuerza motriz. Los ensayos parciales continúan, y en Cádiz reina verdadero entusiasmo por la obra del insigne marino. Sus compatriotas tienen fe ciega en el éxito. Todas las clases sociales lo miran como un timbre de honor de la noble ciudad marítima, y se apresuran a tributar a Peral homenajes de admiración. Es unánime la creencia de que esta aplicación nueva de la electricidad a la navegación submarina ha de resultar más práctica que cuantas se han hecho antes de ahora fuera de España. ¡Qué triunfo para Peral y qué gloria para todos nosotros si los gaditanos se salen con la suya!

Si las pruebas parciales que se están verificando dan buen resultado llegaremos a la prueba oficial sin duda alguna respecto al éxito. Las últimas noticias que puedo recoger acerca de tan interesante asunto son: que el día 15 saldrá el «Peral» del dique para hacer un ensayo de navegación, primero a flote y después sumergido, probándose su marcha y la facilidad para virar; que al día siguiente se ensayará el disparo de torpedos «withord», poniendo de blanco una boya; que el 17 se probará la marcha propiamente submarina a diversas profundidades, disparando torpedos debajo del agua y subiendo después rápidamente a la superficie; al propio tiempo probará la potencia luminosa del reflector eléctrico. Después saldrá del caño de la Carraca, v navegando por la bahía dará la vuelta a las fortificaciones de Cádiz, llegando hasta dar frente al Castillo de Sancti Petri. Si todo este programa se realiza con éxito, las pruebas oficiales se verificarán el 22, y entonces el «Peral» destruirá en alta mar un casco de buque, atacándole por la quilla, y navegará submarinamente desde Cádiz hasta Cartagena, con sus interrupciones y respiros, que ha de exigir forzosamente este largo trayecto. Porque el problema más difícil de resolver, según personas entendidas, es el de la respiración de los tripulantes dentro de un recinto herméticamente cerrado durante muchas horas.

Soy de los que tienen esperanza en el éxito del invento de Peral, de los que lo desean ardientemente, de los que creen debe ser alentado el inventor y recibir toda clase de apoyos. El ilustre marino, que ha consagrado lo mejor de su vida y toda su actividad a esta gran idea, merece que sus conciudadanos le ayuden por todos los medios. El patriotismo nos lo dicta así y nos impone este deber; necesita, no sólo del apoyo material, sino del moral. Pero no debemos tampoco anticiparle el triunfo, dando por resueltos los problemas científicos que encierra su pensamiento antes que las pruebas concienzudamente hechas lo acrediten. Peral es hombre serio, hombre de estudio, y ha contraído un gran compromiso con la patria y con la ciencia. ¡Qué honor tan insigne para nuestro país si aclaramos antes que ninguna otra nación el misterioso enigma de la navegación submarina! Aunque el problema no apareciese recto en toda su complejidad, ¡qué gloria tan grande si lográramos determinar en él un progreso evidente, ponerlo en vías de resolución e iniciar la radical transformación de la marina militar!

Conviene, pues, esperar con calma las pruebas, poniéndonos tan lejos de las desconfianzas sistemáticas como de los entusiasmos prematuros. Condenemos el escepticismo de los que dudan de la eficacia del invento sólo porque es español o por otras razones; pero no nos entreguemos tampoco a espansiones optimistas. Si Peral triunfa, como parece probable, todos los aplausos no serán bastantes para premiar su mérito; todos los galardones serán pocos para coronarle. Afortunadamente no hemos de esperar mucho tiempo para saber a ciencia cierta a qué atenernos.

III

6 de marzo de 1888.

Las pruebas del submarino «Peral» empiezan mañana. Hay grande espectación, así en Cádiz como en toda España. Ayer quedó a flote el submarino. Lo primero que se hizo fué establecer conexiones entre las distintas baterías; después entró el agua en el dique, y el «Peral» flotó, cumpliéndose estrictamente los cálculos del inventor en lo referente a este problema. El agua llegó a un decímetro y medio de la línea de flotación calculada. Esta diferencia corresponde al peso de los ciento cincuenta acumuladores que aún no se han embarcado, y a los lingotes de plomo que todavía no están a bordo. Abiertas luego las puertas del dique, el «Peral» salió remolcado y fué amarrado en el canal, flotando en perfecta horizontalidad. Probarónse luego con poca fuerza motriz las hélices de propulsión. Dióse avante y atrás, y resultó que funcionaron de un modo perfecto. Hoy, a las doce, serán las pruebas de velocidad y evoluciones, saliendo el buque a poca velocidad por el caño de la Carraca. Saliendo a la bahía, marchará hasta Rota y de allí regresará al Arsenal. Numerosos buques mercantes han sido fletados por los curiosos para presenciar estas pruebas preliminares. Pronto hemos de saber si los afanes del interventor y su indudable capacidad tienen el premio que merecen.

[Artículo] Un drama de amor, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 12 de febrero de 1889.

I

La trágica muerte del Principe Rodolfo de Austria es el tema preferente de toda la prensa europea. Desde que se anunció la muerte del infeliz Príncipe hasta hoy, las versiones acerca de esta desgracia y de sus causas han sido varias. El telégrafo nos ha dado todos los días una historia distinta. La fantasía popular ha hecho de la suya con tan extraño acontecimiento. Hubo quien al propalarse el hecho, vió en él un caso semejante al del Príncipe don Carlos, hijo de Felipe II. Después vino una historieta de amores, enlazada con un duelo a la americana; luego un accidente de caza. Por fin, la cosa ha quedado en drama de amor, el eterno drama de amor, que se repite sin cesar en todas las grandes poblaciones. En Madrid hemos tenido no ha mucho uno conforme al patrón correspondiente; dos amantes que, contrariados por sus respectivas familias, exaltados, delirantes, resuelven darse la muerte, y se la dan. Esto pasa con frecuencia en las sociedades modernas, lo extraordinario es que el caso se haya dado en personas de alta estirpe. La historia de algunos siglos acá no ofrece un drama de tal naturaleza en que sea protagonista el heredero de un poderoso imperio. No suelen producirse, pues, esas pasiones tan furibundas en las alturas de un trono, en el seno de una familia reinante. El lugar de la acción, la jerarquía de los héroes, la resonancia de sus nombres constituyen la verdadera gravedad del drama, y también su poderosísimo interés estoy por decir su belleza, la cual realmente pide un Schiller que la exprese en forma literaria.

La versión admitida hoy y que parece verdadera es que el Príncipe estaba enamorado de la baronesa Vescera y tenia con ella relaciones ilícitas. La Princesa Estefanía, esposa de Rodolfo, ofendida y celosa le amenazó con retirarse a vivir con sus padres los Reyes de Bélgica, el Emperador Francisco José, escribió a su hijo haciéndole ver de una manera amistosa lo escandaloso de su conducta. He aquí preparado ya el fatal desenlace, los amantes ven que sus lazos criminales no pueden continuar; no tienen valor para romperlos. El conflicto es insoluble dentro de los medios ordinarios de la vida; surge entonces la muerte como única solución. En la humanidad se repite con dolorosa frecuencia este argumento sencillo y poético; de pocos personajes, sobrio y terrible.

Claro está que en cuanto aparece un nuevo caso, se dice que los amantes que tal hicieron y a tan nefando extremo se precipitaron, estaban locos. No alcanzamos a comprender que estén en su sano juicio los que de tal manera resuelven un grave problema de la vida contra la vida misma, cortando el nudo en vez de desatarlo. Pero aún no ha definido la ciencia con completa claridad el concepto de la locura; y no debemos vanagloriarnos mucho de la cordura con que condenamos y clasificamos estas resoluciones trágicas de los que se cansan de la lucha y abandonan el campo.

II

La observación que a todos se nos ocurre al ver que personas de tal categoría se matan por amores, es la de que todos los tiempos son los mismos, que el romanticismo y la exaltación de los afectos no pasaron con la época en que los hombres llevaban gorguera y jubón, y las mujeres tontillo y guarda infante. La humanidad, fuerza es confesarlo, es bastante monótona; ofrece poca variedad en sus des-envolvimientos, y cuando alabamos nuestra época creyendo que representa el triunfo de la razón, somos más vanidosos que justos. La cultura, difundiéndose prodigiosamente, varía la superficie; pero no el fondo de las sociedades. Los horrores y las tonterías de hoy parécense a los de hace siglos como dos gotas de agua. En cuanto a la tan cacareada experiencia, que tenemos por maestra infalible, bien puede asegurarse que de sus lecciones sacan poco provecho, así el individuo como la especie. La experiencia es un consuelo artificial con el cual engañamos la triste uniformidad de los sucesos de nuestra vida.

Pero dejemos estas filosofías fáciles, y volvamos a la tragedia austríaca. Alguien ha visto un sino sangriento en la ilustre dinastía de Hapsburgo; y como una vena de demencia en la raza, vena quizás heredada de la infeliz doña Juana, que dió el ser a Carlos V y Fernando I. El actual Emperador ha visto en su familia dos tragedias espantosas: la de su hermano Maximiliano en Méjico y la de su hijo en Meyerling.

Los casos de enajenación han sido raros en la familia, aunque no los de esas rarezas de carácter, que en cierto modo tienen parentesco patológico con la pérdida de la razón.

Historiadores hay que no ven en Carlos V al encerrarse en Yuste un juicio cabal. Su nieto, el Príncipe don Carlos, era un epiléptico. Carlos II, el Hechizado, un histérico en grado casi próximo a la locura. La rama de Lorena que hoy reina en Austria, ofrece bastantes ejemplos de Príncipes cuyas facultades no han estado en perfecto equilibrio. Sea por lo que quiera, este funesto drama es un golpe terrible para la familia reinante en el Imperio austro- húngaro. Se ha hablado de abdicación del Emperador; pero esto no se confirma. El sucesor inmediato a la corona es el Archiduque Carlos Luis, hermano de Francisco José, y por renuncia del Archiduque pasan sus derechos a su hijo.

[Artículo] El suicidio de Pigott, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 6 de marzo de 1889.

I

Contaré hoy un suceso acaecido aquí y que se relaciona con uno de los asuntos de política extranjera que más interesan en Europa.

Hace pocos días llegó a Madrid un inglés y se alojó en uno de los más céntricos hoteles de esta capital, en cuya lista de viajeros se suscribió con el nombre de Ponsouby. No traía más equipaje que una maleta de mano. Era alto, como de sesenta años, con barba blanca y larga, y usaba monóculo. Los dos primeros días se ocupó, en compañía de un intérprete, en visitar los Museos y principales curiosidades de esta corte. Al tercer día, hallábase el tal en su cuarto, cuando le anunciaron que preguntaba por él un delegado de Policía. Antes que éste tuviera tiempo de presentarle la orden de prisión que llevaba, el llamado Ponsouby se metió en la boca el cañón de un revólver y se levantó la tapa de los sesos.

Esto ocurría en las primeras horas de la noche del 28 de febrero. Al día siguiente corría por Madrid la noticia de que el suicida del Hotel de Embajadores era Pigott.

¿Pero quién es Pigott?—dirán mis lectores—. Imposible de que dejen de tener noticias de la gravísima cuestión surgida en Inglaterra entre el jefe del partido irlandés Parnell y el periódico el Times.

El proceso que con motivo de esta cuestión se entabló no hace mucho, ha sido de los más ruidosos, y la acción de Parnell contra el Times se fundaba en la publicación por este periódico de varias cartas del primero en las cuales aparecía cómplice del crimen de Rhenix-Park, perpetrado hace años. Las tales cartas habían sido presentadas al célebre diario de la City por un tal Pigott. El defensor de Parnell, sir Charles Russell, en un interrogatorio que es una obra maestra de habilidad forense, hizo ver desde luego que el tal Pigott era un aventurero, que de periodista feniano que fué en 1867, se había hecho agente secreto del Gobierno, y que mientras pedía dinero inoportunamente al ministro de Irlanda, trataba de explotar a la Liga Nacional.

II

Las faltas de ortografía de que estaban plagadas las cartas hacían creer que éstas no eran auténticas. Parnell escribe muy correctamente. La falsedad apareció con toda evidencia cuando, en la primera declaración de Pigott, sir Charles Russell le hizo escribir al dictado algunas palabras en que el testigo hubo de cometer las mismas faltas que en las car¬tas, publicadas por el Times, se advertían.

Probada al fin la falsedad, la condenación del falsificador era inevitable, y el periódico que dió acogida al fraude sufría grandísimo quebranto. El mismo Times lo declara con amargura en esta frase: «Si Mr. Parnell resultara inocente y las cartas que le atribuimos, y cuyo facsímil hemos publicado, no fueran suyas, toda la responsabilidad caería sobre nosotros. Después de cien años de existencia honrosa no nos quedará otro camino que desaparecer.»

La respetabilidad tradicional del periódico londinense ha perdido mucho, y sus perjuicios pecuniarios son de gran consideración. Este año no ha podido distribuir dividendo entre sus accionistas. Los gastos del proceso ascienden a tres millones de pesetas, sin contar la indemnización que Parnell ha de reclamar ante los Tribunales ordinarios.

Pero lo más extraño de todo es que antes de la terminación del proceso desaparece Pigott de Londres. Su fuga viene a confirmar más y más su culpabilidad, no dejando duda alguna acerca de ella. Todas las pesquisas de la policía inglesa son inútiles para descubrir el paradero del impostor. Se habían tomado minuciosas precauciones para impedir la fuga: dos agentes de policía le vigilaban constantemente, y uno de ellos, disfrazado, vivía en su mismo hotel. Es realmente un misterio que desapareciera de Londres y de Inglaterra sin dejar rastro alguno de sí. Después se ha sabido que estuvo un día en París. Presentóse en el «Hotel des Deux Mondes». Después de almorzar, salió de la fonda y no se le ha vuelto a ver allí. Esto ocurría el martes de la semana pasada. El jueves aparece Pigott en Madrid, va al Hotel de Embajadores, y lo demás ya lo he contado.

La identificación del cadáver no está hecha aún de una manera evidente; pero hay indicios que hasta cierto punto suplen la evidencia.

Sobre el cadáver del suicida el juez encontró dos documentos que arrojan bastante luz. Uno de estos papeles es una carta dirigida al diputado radical inglés Mr. Labouchere, amigo íntimo de Parnell, y dice así:

«El primer paquete de cartas que vendí al Times se componía todo de documentos auténticos; pero en el segundo incluí algunas cartas falsas. Entre éstas últimas había dos de Mr. Parnell, una de Davitt, otra de Kelly y otra de Patrich Egan. Lamento de la manera más profunda el mal que he hecho, y con toda mi alma deseo repararlo. Para ello estoy dispuesto a emplear cuantos medios se hallen a mi alcance, y me someto a las instrucciones que usted me dé. La mayor parte de lo que he declarado ante el Tribunal es falso; pero lo que he afirmado bajo juramento y por escrito es cierto.»

Firma Richard Pigott.

El otro papel hallado sobre el muerto, y que de-muestra su personalidad, es una licencia para usar armas, expedida en Dublín. Parece que no hay duda acerca de la personalidad; mas para reconocerla y probarla legalmente, aguárdase la llegada de un funcionario de la policía inglesa y las fotografías del muerto, que deben llegar hoy. Entretanto no se le dará sepultura. Hállase en el Depósito judicial de cadáveres, y ha ido mucha gente a ver las heladas facciones del desgraciado hombre cuyas imposturas han conmovido profundamente, durante tanto tiempo, la opinión pública de Inglaterra y de toda Europa.

[Artículo] La exposición de París, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 14 de mayo 1889.

I

La inauguración de la Exposición de París, lleva ya mucha gente a la capital de Francia. El precio de los alojamientos ha duplicado, y se asegura que en los meses de verano y otoño subirán hasta una altura proporcionada a la de la torre Eiffel. Este monumento, que es la grant atraction de la actual fiesta francesa, tiene un carácter simbólico, y servirá para marcar los precios que va a tener allí la vida en estos meses, precios que serán colindantes con las nubes.

Pero no se pescan truchas a bragas enjutas, y si los encantos de la Exposición de París superaran a los de todas las que allí se han celebrado, es justo y natural que tales goces se paguen y que los bolsillos de los concurrentes se vacíen a medida que se llenen los de los parisienses.

Fuerza es reconocer que estos tienen como nadie el don de celebrar exposiciones, reunir mucha y diversa gente, entretenerla, alegrarla, y explotarla con tantísima gracia, que los despojados salen de allí contentos, deseando que llegue otra ocasión de divertirse y enriquecer a los parisienses. Ninguna otra ciudad del mundo posee los atractivos, el gancho, digámoslo así, de la gran Lutecia, la graciosa y siempre joven cortesana, igualmente seductora con la República que con el imperio.

París es una ciudad cosmopolita y enteramente escéptica en política. La forma de gobierno que en ella impera no altera su modo de ser ni varía sus condiciones excepcionales y únicas de pueblo hospitalario.

Lo mismo agasaja a los Reyes que a los tribunos, y cuando da estas solemnes recepciones, en que invita a todas las naciones, centuplica sus amabilidades, se hermosea, se excede a si misma, y sus huéspedes, al despedirse, salen encantados, deseando ser invitados nuevamente.

No viene mal en esta ocasión un recuerdo de acontecimiento análogo a la actual solemnidad parisiense: la Exposición de 1867; los veintidós años transcurridos desde tal fecha no han borrado de mi memoria los esplendores de aquellos días que eran los más brillantes del segundo imperio.

Este parecía, entonces, de una robustez a toda prueba, a pesar de que la malhadada expedición de Méjico había empañado bastante las glorias de Malakoff y Solferino. Francia tenía en Europa la influencia y el predominio que trece años después asumió Alemania. Napoleón III, combatido por una minoría exigua en las Cámaras, se apoyaba en la clase media y en el pueblo, asociando a su causa los grandes intereses industriales y mercantiles. Las colosales obras de urbanización acometidas en París, le atraían las simpatías de una parte considerable de las masas obreras. Manejando hábilmente el mecanismo plebiscitario, el Imperio se revestía de las formas de la popularidad. Los tratados de comercio habían desarrollado considerablemente el tráfico de Francia, y su industria, particularmente en el ramo de novedades parisienses, alcanzaba una boga inmensa. El Imperio tomaba su fuerza de las glorias militares, que tan fácilmente alucinan al pueblo francés, y las robustecía con los intereses creados a la sombra del orden y de una administración activa. No se vislumbraba en aquel tiempo la caída del coloso, y más fácil era contemplar su cabeza de oro que descubrir la fragilidad de sus pies de barro.

II

Contribuía no poco al esplendor de aquel reinado la interesante personalidad de nuestra compatriota la Emperatriz Eugenia, de asombrosa belleza, señora, además, de mucho entendimiento, y que empuñaba, sin género de duda, el cetro de la elegancia universal. Trece años después, la insigne española descendía del más grande apogeo a que puede elevarse mujer alguna, y probaba las grandes amarguras de la vida, como soberana, como esposa y como madre; del segundo imperio, que parecía deslumbrar al mundo entero con los rayos de su gloria, no queda ya nada; sólo queda una anciana de cabellos blancos, que vive en Inglaterra, dolorida y olvidada. Aún subsisten en ella los rasgos característicos de su delicada hermosura, y la distinción exquisita de su persona. Ha sobrevivido al imperio y al partido imperialista que recibió el golpe de gracia en África, con la muerte del Príncipe Napoleón Eugenio.

Pues en aquel tiempo, en el verano de 1867, París, Francia y la dinastía de Bonaparte se hallaban en perpetua fiesta, obsequiando a sus huéspedes, que era muchedumbre inmensa de todas las naciones, y además los Soberanos y Príncipes de toda Europa. Recuerdo perfectamente, como si la hubiera presenciado ayer, la fiesta del 15 de agosto, que parecía una solemnidad asiática. Las multitudes que la presenciaban recordaban las emigraciones de los pueblos.

Mezclarse con ella era como ser arrastrado por un torbellino humano del cual no se podía salir. Recuerdo también la parada de cincuenta mil hombres a que asistió con el Emperador el Sultán de Turquía Abdul Azis, y el desfile en Longchamps en el tiempo que duró la Exposición, desde mayo a octubre; estuvieron en París, además, el Czar de Rusia Alejandro II, el entonces Rey de Prusia, Guillermo IV, después Emperador Guillermo I, el Rey de Portugal, el de España, don Francisco de Asís, el Príncipe de Gales y otras testas coronadas. En cuanto al buen Rey de Prusia, recuerdo perfectamente su fisonomía bondadosa y su corpulenta estatura. ¡Quien había de pensar que trece años más tarde aquel buen señor entraría en Francia como conquistador y se coronaria Emperador de Alemania en la propia casa de Luis XIV, en Versalles!

La Exposición se celebraba en el mismo sitio de la actual, el Campo de Marte, que propiamente debemos llamar Campo de Marzo. Claro que en comparación de lo que se ha hecho hoy, las obras de de aquel tiempo aparecerían mezquinas; pero entonces eran el último esfuerzo de la arquitectura fabril El edificio único, con su combinación acertadísima de galenas elípticas y radiadas, era en verdad grandioso, y los anexos y pabellones sueltos el complemento de aquella imponente unidad.

Por primera vez se pensó entonces en quitar a las exposiciones aquel aspecto de masacote uniforme que antes tenían, y se crearon las instalaciones sueltas de cada país, con el sello característico de trajes y costumbres. La Exposición ofrecía variedad inmensa de atractivos, y respondía al doble objeto de estudiar y divertirse, que caracteriza a estos grandes certámenes. Fué aquella la primer gran exhibición celebrada por Francia, pues antes sólo Inglaterra, inventora de estas enormes fiestas, las había podido celebrar. Pero hay que convenir en que Francia se ha adiestrado tanto en el arte de organizarías, que hoy no la supera en él ni su misma maestra, la constructora del Palacio de cristal y de todas las maravillas de 1851.

La Exposición de 1879 superó en grandeza a la de 1867, por ley del progreso; pero no tuvo el esplendor aristocrático que dió a ésta la corte napoleónica. La del presente año es mucho más grande que sus predecesoras y también más democrática como que se conmemora en ella una fecha que no ha de ser simpática a los Reyes y Príncipes europeos; pero París tiene gracia bastante y bastante cortesía para hacer olvidar a sus huéspedes, por regios que sean, la significación republicana de la fiesta de este año.…