2015

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[Artículo] Cosas del código, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 20 de noviembre de 1884.

I

La política está hasta desanimada. Las recriminaciones de los partidos carecen de interés, por ser las mismas del año pasado y las mismas de siempre. Marean y aturden como los organillos que no varían de tocata. Cuando se reanuden las sesiones de Cortes ya será otra cosa. La próxima legislatura, aún entorpecida por los debates personales, siempre estériles, puede muy bien ser fecundísima si sale de ella, como se cree, la grandiosa obra de nuestro Código civil, en el cual vienen trabajando hace muchos años los jurisconsultos más eminentes. Obra superior a los intereses de partido ha entrado hace poco en vías de realización.

Si los propósitos del actual ministro de Gracia y Justicia se cumplen, apenas reanuden las Cortes sus sesiones, se presentará una ley de bases autorizando al Gobierno para redactar con arreglo a ellas^1 Código civil. Constará éste de 1.800 a 2.000 artículos, en los cuales se desarrollarán los principios jurídicos consignados en las bases. Constará de cuatro libros; los dos primeros se refieren a las personas; el tercero versa sobre la donación, ocupación y sucesiones, y el cuarto abraza los contratos. Actualmente, los jurisconsultos de la Comisión de Códigos dan la última mano a estos profundos y delicadísimos trabajos.

Votada por las Cortes la autorización, no se planteará inmediatamente el Código como ley. Los cuatro libros irán a las Cortes; y pasado un plazo que aún no se determina, se verificará la promulgación.

En las bases, lo más importante es lo referente a las legislaciones forales. Esto es, como todo el mundo sabe, el gran impedimento para la unificación de nuestro derecho. Las provincias pertenecientes al antiguo reino de Aragón y condado de Barcelona tienen leyes y usajes distintos de los de Castilla. La alteración de este derecho, que afecta principalmente a la organización de la familia y a la sucesión, ofrece tantas dificultades que al fin se ha declarado imposible. Los partidarios de la unificación a todo trance se han declarado vencidos, y así el nuevo Código será exclusivamente del Derecho Castellano, sin ocuparse para nada de las legislaciones forales.

Seguirán éstas, pues, vigentes. Sólo sí quedará, para ellas, como derecho supletorio, en vez del romano y los decretales, el Código civil general.

II

Éste, en cuanto al matrimonio, acepta el derecho hoy vigente, o sea la ley del matrimonio civil modificada por los decretos restrictivos de la Restauración Monárquica de 1875; pero se dulcifican las asperezas que pudieran surgir entre el derecho civil y el canónigo. Tiempo era ya de salir del caos de nuestra legislación. Desde que se pensó en la necesidad de establecer un robusto cuerpo de doctrina, la unidad fué el desiderátum, de los jurisconsultos castellanos encargados de resolver tan difícil problema, y puestos los cinco sentidos en la unificación trabajaron primero solos, después asociados con los aragoneses y catalanes. La unificación, fin altísimo, ideal soberano, era, no obstante, lo que entorpecía los trabajos de la Comisión de Códigos, pues las legislaciones forales oponíanle tenaz resistencia.

Por fin, cuando se perdió toda esperanza de llegar a la deseada unidad, los trabajos se concretaron a ordenar, simplificar y dar consistencia al derecho castellano, y una vez en tal fácil camino, todo ha sido cuestión de tiempo y paciencia. El progreso que nuestro Código civil viene a realizar no lo comprenderán bien los que no hayan tenido ocasión de compulsar, por interés propio o por razones de oficio, nuestros textos jurídicos, balumba de partidas, fueros, leyes, disposiciones y sentencias, en la cual se pierde la inteligencia más aguda y se marea la más activa erudición.

[Artículo] La enfermedad del rey, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 1.º de diciembre de 1884.

I

He de decir algo de un asunto que no puede ser tratado fácilmente en la Prensa española, asunto de suyo delicadísimo, pero que no es inabordable si se consigue apartar de él la mala fe, si se le trata con la sinceridad y frialdad de una cuestión histórica, descartando de él todo lo que sea pasiones, intereses y miserias políticas del momento. Este asunto es la enfermedad del Rey.

Si de esto se permitiera escribir en la Prensa española, leeríamos cosas estupendas, candideces risibles por una parte, invenciones novelescas por otra. Alguien nos diría que la salud de Su Majestad era perfecta y que su constitución robustísima es garantía de un largo y fecundo reinado; otros, Por el contrario, nos le presentarían, no ya como enfermo y desahuciado, sino como medio muerto o muerto por entero. Esta última opinión ha venido del extranjero, aunque su verdadero origen ha estado en rumores de aquí y en conversaciones que sólo con mil precauciones e hipocresías de estilo han llevado los periodistas a las letras de molde.

Le Gaulois publicó no hace mucho varios artículos en que declaraba que Alfonso XII padece una enfermedad grave. Otros diarios extranjeros le han marcado ya la época en que debe ocupar su puesto en el panteón de El Escorial. Así lo aseguran muchas personas venidas de París donde dan esto como artículo de fe, pues corre por allá la especie con todos los visos de cosa juzgada.

¿Qué significa esto? No falta quien lo atribuya a un complot hábilmente urdido para asegurar el éxito de jugadas a la baja sobre fondos españoles en la Bolsa de París. Paréceme que es demasiado fuerte y demasiado consistente el rumor para que se le pueda suponer el citado origen. Lo indudable es que se ha explotado la noticia, verdadera o falsa, para influir en los cambios. Los que la desmienten en absoluto tienen en su favor un argumento fortísimo. ¿No estamos viendo todos los días al Rey a caballo y en coche en los paseos y sitios públicos, en las maniobras militares de Carabanchel, en el Retiro, en los teatros? Cierto que su semblante no demuestra una salud perfecta; pero también lo es que un enfermo, y enfermo grave e incurable, no resiste las largas expediciones a caballo, trotando horas enteras, con que entretenía los ocios de La Graja en el último verano y los de El Pardo en el presente otoño.

«Nada, nada; el Rey está bueno y sano. Tenemos reinado para un rato—dicen unos—. Los enemigos de la paz pública no descansan, y hallándose impotentes para armar una revolución, llaman en su auxilio a la misma muerte. Esto es inicuo; es más, es pura imbecilidad.»

«Nada, nada—dicen otros—; el Rey se va. Sus días están contados. Estamos abocados a todas las calamidades de una Regencia, de una menor edad de Príncipe, si bien la índole de los tiempos es tal que resolvería esta cuestión de un tijeretazo.»

La Parca y la Libertad se arreglan hoy con un mismo instrumento cortante. El hilo de la Monarquía hereditaria queda roto para siempre.

II

En medio del caos que resulta de la contradicción palmaria entre estas dos opiniones no deja de llamar la atención el hecho de que Alfonso XII, apenas venido de La Granja, se meta en El Pardo y sólo venga a la corte por breves horas cuando algún acto imprescindible reclama su presencia en ella.

Siempre fué este Príncipe muy aficionado a la vida de Madrid y a su alegre bullicio. (¡Cómo se ausenta ahora huyendo de la animación de nuestros paseos y teatros?

¿No será indiscreción decir que este retraimiento se ha atribuido por algunos a esos pequeños disgustillos que a veces son nubes que empañan el cielo puro de los matrimonios mejor concertados? Se ha hablado de una diva del teatro Real, de celos de la Reina… Refiero esto a título de dato histórico, que podría servir para dar a conocer la despreocupación monárquica de la época presente y la ligereza con que se traen y con que se llevan nombres respetables. El relajamiento del sentido moral en nuestro pueblo se revela muy claramente en la facilidad con que atribuyen todos los actos de los altos poderes a móviles pequeños. Sin negar de un modo terminante que en aquellas alturas puedan ocurrir flaquezas que caen dentro de la jurisdicción de lo humano; sin afirmar que Alfonso XII, joven, Rey, sea impecable, pongo en duda lo que se ha indicado como causa del confinamiento en El Pardo, y no sólo lo pongo en duda sino que lo niego.

Personas que ven de cerca los actos palaciegos, y que no están cegados por el interés político, dan fe de ello con argumentos que no dejan lugar a dudas. No es el menos fuerte de éstos el carácter de la Reina, que es la misma discrección, la misma dulzura, persona de tan relevantes prendas que en ella se hermanan de un modo incomparable la majestad y la modestia.

El que se atenga a la pura verdad en el delicado asunto de la dolencia del Rey, y prescinda por completo de las hablillas, debe hacer constar que es falsa la suposición de que Su Majestad padece una dolencia pulmonar, pues, esto lo desmienten su aspecto y sus largas correrías a caballo, que fatigan a sus ayudantes antes que a él. Pero, al mismo tiempo, no es posible negar que un mal existe en la naturaleza de Su Majestad que indica desequilibrios o Perturbaciones, tal vez ligeros, pero precursores de otro más grave, si de la misma naturaleza no nacen energías que lo corten a tiempo. Si no hay en el organismo de Alfonso XII síntoma alguno de lesión, como a boca llena declaran sus médicos, ni éstos ni nadie puede negar que el ilustre príncipe vive, tiempo ha, afectado de una profunda tristeza o hastío que si no es manifestación morbosa declarada, bien pudiera llegar a serlo. Cuantos tienen ocasión de ver de cerca a las reales personas, dan fe de este fenómeno, no extraño ni nuevo ciertamente en la familia de Borbón. El Rey manifiesta un tedio invencible hacia los negocios de Estado, hacia las ceremonias palaciegas, en suma hacia todo lo que constituye su oficio y su obligación. En los consejos de ministros oye con perfecta indiferencia la exposición de los graves asuntos de Gobierno, así exteriores como interiores. Aquel entusiasmo por la organización militar, por el mejoramiento de los diferentes ramos administrativos, aquella actividad, aquel afán de enterarse de todo, de comprender y dominar la máquina del Gobierno, han desaparecido por completo.

¿Es esto una manifestación patológica, o un fenó-meno puramente moral? Difícil es si no imposible, dar a esto contestación. Algunos relacionan el has tío de Alfonso XII con las melancolías de Felipe V y Fernando VI, y hallan perfecta consonancia entre uno y otro síntoma, llegando a la afirmación de una neurosis hereditaria, que tampoco perdonó a Carlos III y Fernando VII. Otros no van a buscar tan lejos la explicación, y prescindiendo de la historia, que por mucho que enseñe no enseña tanto como la observación directa, explican la real tristeza por las miserias y desdichados espectáculos que nos rodean. Según éstos, Alfonso XII, educado en Alemania e Inglaterra, con amplitud de miras, fortalecido en la doble escuela de la ciencia y de la desgracia, vino aquí con grandes ilusiones. Creía de buena fe en la resurrección súbita del poder español por medio del orden administrativo, de la libertad fielmente practicada, de la buena fe de los partidos y de la honradez de los hombres políticos.

Los primeros tiempos de su reinado pudieron fo-mentar tales ilusiones. El país, anhelante de reposo, se recreaba con la paz, si bien no tanto por verdadero amor de ella como por cansancio. Pasado algún tiempo, principian a bullir de nuevo las mal contenidas ambiciones. La paz moral desaparece; se habla de revolución como de la cosa más natural del mundo, y los monárquicos que no comen del presupuesto, se permiten recordar a la Monarquía el fin poco envidiable de ciertos reyes desdichados. Se ve entonces que la sinceridad no existe en los partidos que rodean a la dinastía, que éstos la amparan y enaltecen mientras viven y triunfan a su sombra, reservándose el derecho de escarnecerla cuando aquélla se cree en el caso de cambiar de consejeros. El desbarajuste crece y los liberales se dividen en fracciones rencorosas cuando por primera vez en nuestra historia constitucional se veían en situación de realizar ampliamente su programa dentro de la Monarquía. De repente, cuando menos se piensa, y cuando todos considerábamos los pronunciamientos militares como cosa ya pasada para siempre, aparece esta vergonzosa calamidad en los sucesos de Badajoz (agosto de 1883). Se ve que el ejército no ha sanado aún de su vicio constitutivo; se teme que aquel desafuero se repita, y sólo este temor, sólo la idea de que pueda repetirse, altera y descompone el cuerpo político y social, de un modo, que no comprenderá seguramente quien no viva en medio de este caos.

III

Entre tanto, los liberales continúan en la oposición tan divididos como en el Poder. Los conservadores, gobernando fuera de razón, no tienen más programa ni más política que ahondar más y más aquellas diferencias. A esto lo sacrifican todo. Creeríase que para eso, y nada más que para eso, existen. Por ver reñir a un izquierdista con un constitucional, el Gobierno conservador sería capaz de comprometer lo más respetable. Resumen: que imperan en nuestra política la mala fe y los temperamentos rencorosos; que no se puede vislumbrar lo que resultará de todo esto; que el porvenir se presenta tempestuoso, indescifrable y amenazador.…

[Artículo] La cuestión de los estudiantes y otras cuestiones, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 16 de diciembre de 1884

I

La llamada cuestión de los estudiantes ha venido a tener por nombre cuestión de los catedráticos. Aquellos infelices chicos apaleados no conservan de su actitud rebelde más que el propósito de no entrar en clase. Pero no se reúnen ya tumultuariamente ni dan que hacer a los agentes de la autoridad. Los profesores que creyeron holladas las inmunidades universitarias en los sucesos del 20 de noviembre, están decididos a obtener una reparación, y persiguen este objeto con gran tenacidad, tanto más firmes cuanto más desdeñoso se muestra el gobierno. A la primera exposición de los catedráticos contestó el ministro de Fomento con una Real orden arrogante, desfigurando los hechos.

Los ofendidos repitieron su demanda en un documento muy comedido y al mismo tiempo enérgico, valeroso. Esta segunda exposición no ha merecido respuesta del señor ministro. El estado de tirantez a que han llegado los ánimos con motivo de la soberbia ministerial, se agrava de día en día. Nuevos incidentes embrollan la cuestión, y entre éstos merece referirse la intolerancia del presidente del Senado al no permitir que se reunieran en los salones de la Cámara alta los senadores por las Universidades con el fin de tratar de auxiliar a los catedráticos en sus gestiones para alcanzar el desagravio que solicitan.

Pero la falta de atención del presidente del Senado, señor conde de Puñonrostro, no ha servido sino para encender los ánimos, sin ventaja ninguna para el Gobierno, porque los senadores por las Universidades y los catedráticos se reunieron en la casa del señor Moyano, senador por la central, y allí discutieron ampliamente todo lo que quisieron. Al mismo tiempo el señor Pisa Pajares, rector destituido, ha presentado ante los Tribunales su querella contra el coronel, jefe de Orden público. Las actuaciones en las diferentes causas formadas con motivo de aquellos sucesos continúan, y de una manera o de otra el Gobierno ha de sufrir fuerte quebranto el día en que, judicial y parlamentariamente, la cuestión, madurada y esclarecida, exija que se pronuncie sobre ello sentencia definitiva.

Porque la táctica del Gobierno en este asunto es echar tierra a las dificultades, envolver a los catedráticos en una atmósfera de desdén y olvido, dejar que corra el tiempo para que el cansancio enfríe los ánimos y llevar la sentencia a la cómoda fecha de las kalendas griegas. Cree que esto no es más que cuestión de amor propio de unos cuantos individuos y que si la atención pública, solicitada por otros sucesos más graves, deja de fijarse en ellos, concluirán por sentirse en el vacío, se aburrirán y se dividirán, y una vez divididos, ni en los Tribunales ni en las Cámaras podrán oponer una acción consistente a los desdenes ministeriales. Pero se equivocan si piensan esto. Los catedráticos, perfectamente unidos, no desmayarán. Muchos de ellos son senadores y diputados y las Cámaras se abren el 27 del presente.

Por cierto que el reanudar las sesiones el 27 de diciembre, cuatro días antes del fin del año, indica claramente que el Gobierno conservador no se encuentra bien sino cuando administra en dosis muy homeopáticas el régimen parlamentario. Las múltiples y graves cuestiones de esta temporada, la universitaria y la sanitaria, los tratados de convenio, las proyectadas leyes de Gracia y Justicia y Gobernación exigían que el Parlamento estuviese abierto. Pocas veces, como ahora, han pedido los sucesos políticos discusión y luz. Pero el Gobierno lo entiende de otro modo y desea desarrollar su gestión en la oscuridad y el silencio. Las, Cámaras se abren por cumplir la letra del precepto legal, y se abren al expirar el año, quizá para cerrarse pronto. La representación nacional deja muy atrás a los estudiantes en su amor a las interminables vacaciones. En todo el año de 1884, que toca a su término, nuestras Cortes apenas han funcionado cuatro meses. Inauguróse el año con la entrada del partido conservador en el Poder, a la cual siguió, como era natural, la campaña de las elecciones generales. Las Cortes, abiertas en marzo, emplearon más de dos meses en la discusión del Mensaje y en el examen de actas. El resto del tiempo, empleado en recriminaciones personales, apenas bastó para los graves asuntos de gobierno y administración. Atropelladamente se discutieron, no los presupuestos, sino la autorización para plantear los del año anterior, y por autorización se legalizaron de antemano las reformas de nuestras Antillas, que el Gobierno ha ido planteando laboriosamente.

Cuando tanto queda por hacer, este fecundo año de 1884 sólo obtiene de la munificencia gubernamental cuatro tristes días más de régimen parlamentario. El tal año se perderá, seguramente, en la serie del tiempo con la convicción de haber sido un año absolutista.

Si las sesiones se prolongan una vez entrado el 85, no les faltará materia rica y abundante. Los proyectos de codificación, civil y penal, ocuparán mucho, y también los tratados de comercio con Inglaterra, Holanda, Rusia y otras potencias del Norte. El de Inglaterra, que es el que más nos interesa, parece que al fin despierta del sueño en que dormía en el ministerio de Estado. Por esto merece alabanzas sinceras el gobierno presidido por el señor Cánovas, y ningún español imparcial puede escatimárselas.

La historia de este tratado es la siguiente: durante el breve ministerio de la izquierda, el señor Ruiz Gómez, a la sazón ministro de Estado, pactó con Inglaterra un modas vivendi como preparación de un tratado en regla que había de celebrarse entre las dos potencias. En el protocolo que firmaron dicho señor Ruiz Gómez y el ministro inglés Mr. Movier, concedíamos a Inglaterra el trato de nación más favorecida, y ella, en cambio, elevaba su escala alcohólica hasta los 30 grados Sykes, con lo cual nuestros vinos flojos tenían asegurada una regular colocación en el rico mercado de aquel reino.

El modus vivendi debía regir por cinco años, y sería sometido a la aprobación de las cámaras de ambos países. En él se establecían bases para llegar al tratado definitivo en condiciones aún más ventajosas para el comercio anglo-español.

Pero el ministerio de la izquierda duró poco; fué como un sol de invierno. Los hielos de enero se llevaron todas las esperanzas de aquel seguro partido y arrastraron consigo todos los ensueños de la democracia dinástica y los planes de tratados y el protocolo. El advenimiento inesperado del partido conservador hizo creer que el modus vivendi, tan bien recibido por la opinión en España e Inglateterra, sería sepultado en un nicho de nuestro archivo diplomático, pues siempre fué el bando conservador muy contrario a la política expansiva en asuntos comerciales. La idea proteccionista tuvo siempre su más firme apoyo en el partido dirigido por el señor Cánovas, como lo muestra la violenta campaña sostenida en contra del tratado con Francia en tiempos no lejanos.

Mas por esta vez, el partido conservador ha cambiado, al parecer, de táctica en las cuestiones de política comercial. No sólo ha celebrado el tratado cubano-americano, sino que se dispone a realizar el proyectado modus vivendi con Inglaterra, presentando a las cortes en el próximo enero el proyecto arrinconado hasta ahora en la cancillería de Estado.

II

Todo el año que corre se ha pasado en vacilaciones y contradictorias noticias. Ya se daba por abandonado el proyecto ante la formidable presión de los intereses proteccionistas; ya se anunciaba su resurrección, mas con tales pretensiones de nuestra parte, que no se creía posible que Inglaterra las aceptase. Por fin, parece que la cosa va de veras, concederemos a Inglaterra el trato de nación más favorecida, recibiendo de ella la elevación de su escala alcohólica hasta los 30 grados, con la esperanza de que en una negociación que se entable más adelante conseguiremos los 32 grados. De este modo nuestros vinos baratos entrarían en el mercado inglés en condiciones muy beneficiosas y podrían hacer formidable competencia a esa agua que emborracha, a ese brevaje incalificable, compendio de dos los malos sabores posibles, a la cerveza, en fin. ’

¡Si este ideal de nuestros vinicultores se realizara, qué vuelo tan grande tomaría nuestra exportación de vinos! La producción, que hoy se eleva a muchos millones de hectolitros, sería aún mayor, porque plantaríamos viñas en toda la extensión de la fértil Castilla. Calcúlese lo que sería del lado allá del Canal, un duelo a muerte entre la cerveza y el vino. La cerveza, no hay que dudarlo, se defendería rabiosamente e insultaría a su rival con espumarajos de rabia.

El noble vino se indignaría con cortesía, no olvidando jamás su origen naturalmente hidalgo. No es un producto industrial, no es una combinación, no es una engañifa plebeya como la cerveza; es la más antigua de las industrias agrícolas, y tiene en su abolengo el nombre de Noé, y en su escudo el cáliz, símbolo de la Eucaristía. Trabaríase una lucha colosal en aquellos expertos paladares, en aquellos estómagos fuertes, en aquellas cabezas más fuertes aún. Los ingleses son los hombres más ingeniosos de la tierra; son también los más bebedores. ¿Aquello depende de esto? ¡Quién sabe!

Los primeros lances del duelo serían quizá desfavorables para nuestro producto; pero después, lentamente iríamos ganando palmo a palmo el terreno. La cerveza, derrotada en el terreno del gusto, se refugiaría en el de la baratura. Los fabricantes, con los inmensos elementos industriales que poseen, la darían a un precio ínfimo. Llegaría a ser más barata que el agua. Nosotros, al mismo tiempo abarataríamos nuestro vino. Cosechado en cantidades colosales, lo daríamos a los ingleses a precios muy arreglados, y las miles de tabernas de la inmensa metrópoli venderían el cuartillo al tipo que se vende en Madrid.…

[Artículo] Aniversarios y centenarios, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 1.º de enero de 1885.

I

El centenario del Marqués de Santa Cruz de Marcenado ha sido una solemnidad fría. Los iniciadores de la idea no han podido acalorar los ánimos con su entusiasmo, ni hacer comprender a la mayoría de los españoles que la memoria de aquel distinguido escritor militar merece perpetuarse y su nombre celebrarse con la ruidosa pompa con que aclamamos el de Calderón tres años ha. Los centenarios, como grandes y resonantes jubileos de la religión de la humanidad, no pueden consagrarse a la memoria indecisa de varones más o menos insignes cuyo nombre no va unido a colosales empresas guerreras, políticas o literarias. Cuando a un hombre se le cuenta su fama por siglos, y esto quieren decir los centenarios, es porque ha hecho o escrito algo muy grande, y su mérito se halla tan profundamente grabado en la conciencia humana, que ha venido a formar parte del sentimiento y del pensar universales. Por esto, y aún siendo muy apreciable como tratadista militar, el Marqués de Santa Cruz de Marcenado, la festividad de su centenario ha sorprendido a todo el mundo. Muchos, la inmensa mayoría, ignoraban quién fuese el tal marqués y por qué hazañas se había distinguido en la historia patria; algunos le confunden con el otro Marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, vencedor de Lepanto, insigne capitán de nuestra marina, y no faltaba quien, a boca llena, declarase que el centenario del 19 de diciembre era, a todas luces, intempestivo y contraproducente.

Los iniciadores de la fiesta la defendían diciendo que en un país, donde tan poco se enaltece el mérito, vale más pecar por carta de más que por carta de menos en esto de ensalzar las glorias patrias; que si el Marqués de Santa Cruz de Marcenado es poco conocido, más debe culparse a sus indolentes compatriotas que a su falta de mérito, y que esta misma ignorancia en que estamos del valer literario y militar de aquel prócer es razón cumplida para que se intente sacar del olvido una figura tan interesante. «Por lo mismo que nadie le conoce—decían—, nos esforzamos nosotros en que le conozca todo el mundo».

A esto debe contestarse que es muy santo y muy bueno que se trate de refrescar la memoria de un hombre ilustre más olvidado de lo que merece; que una festividad puramente académica habría estado muy en su lugar para tan noble y meritorio fin; pero que es sacar las cosas de quicio pretender que una nación entera se entusiasme por una personalidad que no conoce. Porque, hablando en plata, cuando ha pasado un siglo sobre un nombre, sin que este nombre se destaque entre la triste muchedumbre de los fenecidos, cuando en un siglo de publicidad y discusión, aquel nombre no se ha ganado por sí mismo un puesto en la memoria humana, alguna razón habrá para ello. Raras, muy raras son las injusticias seculares de que se quejan los iniciadores de este centenario. Por eso vemos con frecuencia que cuando los eruditos sacan del polvo de los archivos algún nombre desconocido y lo pregonan como hallazgo valioso y lo ofrecen a nuestra admiración como digno de figurar entre los más ilustres, rara vez consagra la opinión general esta conquista. El erudito rebuscador obtiene los plácemes de otros eruditos rebuscadores y averiguantes, y el nombre aquel tan ponderado, después de resonar con débiles ecos durante algún tiempo, vuelve a caer en el olvido de que nunca debió salir.

Los centenarios, tal como se entienden en nuestra época, son solemnidades en que se interesa una nación de gran historia y en ella el mundo entero, y que no pueden celebrarse sino en conmemoración de esos nombres que están en la mente de todos, que igualmente tienen un lugar en las ideas del sabio y del ignorante, que ilustraron una época, que llenaron un siglo, que resisten potentes al paso del tiempo, y que viven siempre en los sentimientos de la raza que los produjo. Cuando esto no es así los centenarios resultan fríos y hasta un tanto risibles, como el del Marqués de Santa Cruz, pues la primera condición para el éxito de estas pomposas fiestas es que todo el mundo sepa de qué y de quién se trata, y que no oigamos la enfadosa pregunta: «¿pero este señor, quién es, qué hizo, qué escribió?»

II

Ahora, cúmpleme decir los méritos del indicado marqués, los cuales, aunque no dignos de un centenario con cañonazos, parada militar, procesión, versos y discursos, merecen ser recordados. Nació don Álvaro de Navia Osorio y Vigil en 1684, en Asturias, cuna de tantos barones ilustres. Su familia, una de las más nobles del Principado, le dedicó desde su edad temprana a la carrera de las armas. La guerra de sucesión ofreció ancho campo a su afición militar, y a los diez y nueve años, después de haber servido en el regimiento de Asturias, se puso al frente de las tropas levantadas en la cuna de la monarquía para sostener los derechos de Felipe V contra las pretensiones de la casa de Austria. Tomó parte en las más sangrientas acciones de aquella penosa y larga guerra, y sus ascensos correspondieron a la magnitud de sus trabajos, pues en 1718 fué nombrado mariscal de campo y jefe de las tropas que operaban en Cerdeña. Desde esta fecha en adelante, distinguióse más como diplomático que como militar, representando a España en la corte de Saboya, y posteriormente en el Congreso de Soissons. La Embajada de París ofreció luego campo más grande a su habilidad y profundo conocimiento de cosas y personas. Pero el desempeño de tan alto y difícil empleo no habría llevado su nombre a la posteridad si en los ocios de la Embajada no hubiese compuesto su obra capital Reflexiones militares, en once tomos, celebrada entonces de alemanes, franceses e italianos, traducida a diversas lenguas, y estimada particularmente por el gran Federico de Prusia, que en ella, según dicen, bebió por decirlo así, las ideas fundamentales de la Táctica que lleva su nombre. Es fama que el rey de Prusia elogiaba con gran calor la obra de nuestro compatriota y que la recomendaba a sus subalternos como una de las más felices compilaciones de máximas de guerra. En España, las Reflexiones militares sólo eran conocidas de algunos eruditos.

Por aquel tiempo escribió también su Rapsodia Económica Política, y trazó el plan de un Diccionario Universal, que no pudo realizar por falta de tiempo. Se le deben asimismo las bases que sirvieron para la fundación de nuestra Academia de la Historia. De los inventos que ocuparon su actividad, tales como el de un cañón de nuevo sistema y el de un fusil que se ha creído precursor de las actuales armas de precisión, no se tienen noticias exactas. Quién sabe si contando con más protección y con ciertos medios mecánicos habría dejado su nombre unido a una imperecedera reforma.

Fué víctima de las intrigas que por entonces devoraban la Corte, y sus servicios no fueron ni bien apreciados, ni recompensados como merecían. Llamado a Madrid para desempeñar la cartera de Guerra, fué nombrado, inopinadamente, gobernador de Ceuta, destino que, en cierto modo, equivalía a un destierro.

En una expedición que el marqués de Montemar dispuso para castigar a los moros de Orán, pereció aquel insigne hombre, después de un reñido combate en que desbarató a los enemigos. Su muerte fué gloriosa, aunque la jornada no es de las que están escritas de un modo indeleble en nuestra historia. Era don Álvaro Navia Osorio valiente militar, dadivoso y noble caballero, de rígidos principios morales, entendido en las armas y en las letras. Sus méritos como escritor, consignados quedaron en la obra Reflexiones militares, poco leída, es cierto, pero digna seguramente del aprecio de la crítica histórica y de la veneración en que le tienen los doctos.

«Era—dice un biógrafo—de mediana estatura, pero proporcionado, algo grueso y de hermoso rostro». Su retrato, reproducido estos días en la prensa ilustrada, nos presenta su faz dentro de una inmensa peluca, de aquellas que caracterizan la época artística del barroquismo. Nos cuesta, trabajo creer que bajo aquel monte de rizados pelos exista un cerebro, y, sin embargo, bajo tales ingentes postizos pensaron D’Alembert y Rousseau, compuso versos Racine, hicieron admirable música Gluck y Handel, y empolló los gérmenes de la revolución francesa Voltaire.

Si no nos parece digno de la majestuosa pompa de un centenario, por no ser sus hechos de universal renombre, por no tener sus obras juntamente el sello de lo extraordinario y la sanción de lo popular, vemos en el Marqués de Santa Cruz de Marcenado una de las figuras más simpáticas de nuestra historia, merecedora de que se reverdezca su memoria y de que se le tribute el aplauso que no supieron o no quisieron otorgarle sus contemporáneos.

III

Este año de 1884, que no nos ha dado grandes bienes, que nos trajo el cólera, la disminución de las rentas y muchas cuestiones enojosas, ha querido despedirse de un modo harto desagradable, y en los últimos días de su vida nos ha obsequiado con un terremoto. ¡Y qué día escogió el pícaro! El 25 de diciembre, día de universal regocijo doméstico en todos los pueblos cristianos. Serían las nueve de la noche, cuando los habitantes de Madrid sentimos una marcada oscilación del suelo. La primera impresión fué que las casas no estaban seguras sobre sus cimientos. Se movían con el lento vaivén de aquellas apreciables personas que habiendo bebido más de la cuenta, se tambalean sin llegar a perder pie. Las campanillas se pusieron a tocar solas, cual si quisieran unirse al concierto de rabeles y pandectas, que es la música propia de estos días; las puertas se abrían y cerraban.…

[Artículo] Fenómenos sismológicos, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 17 de enero de 1885.

I

Al dar cuenta en las páginas anteriores de los terremotos de Andalucía, ignoraba toda la extensión de la desgracia que nos aflige. El desastre reviste caracteres espantosos. Desde el 25 del pasado diciembre, el telégrafo y el correo nos traen diariamente noticias nuevas y nuevos detalles de la catástrofe. Para que ésta sea más horrible, los movimientos del suelo han continuado y continúan en aquella región infeliz. El pánico es ya como habitud en los habitantes de las provincias de Málaga y Granada, y aún no sabemos cuando terminará esta situación.

Las relaciones de lo ocurrido en algunos pueblos no pueden leerse sin espanto. Las explicaciones del fenómeno, fantaseadas por la imaginación andaluza, parecen cosas de leyenda o cuentos maravillosos. Hay quien asegura que el sol sale, para estos pueblos de Granada, media hora después de lo que debiera según el almanaque; de donde se deduce que Sierra Nevada se ha elevado algunos centenares de metros sobre su antiguo nivel. Lo maravilloso está a la orden del día en aquel país morisco. Hay pueblos que no están ahora donde antes estaban, ríos que han variado de curso, montañas que se han hendido, cavernas y grietas profundas que se han abierto en diferentes partes; vapores irrespirables invaden la atmósfera, aparecen manantiales de agua caliente, las ciudades se caen casa por casa, y la solidez del planeta parece broma en aquella importante parte de él.

Es verdaderamente extraordinario lo que allí pasa. En los memorables terremotos que nos ha referido la historia y explicado la ciencia, los movimientos del suelo eran instantáneos, y los desastres enormes y repentinos. Una vez verificado el espantable fenómeno, la tierra volvía a su quietud solemne, y los supervivientes podían llorar sus desdichas sin miedo a nuevos cataclismos. Pero en este caso, no pasa del mismo modo. Hace tres semanas que se sintió la primera trepidación y en todo este tiempo el suelo no ha cesado de moverse, en una u otra parte ni un solo día. El temor de los que han quedado con vida es inmenso; no saben, como vulgarmente se dice, a qué santo encomendarse, y es natural que crean en el próximo fin del mundo. Es natural también que las exaltadas imaginaciones de aquellos campesinos sin instrucción forjen absurdas quimeras. ¿Qué poder misterioso obra en las profundidades de la tierra, haciéndola bailar incesantemente? ¿Es un poder infernal o un poder celestial? En ambos casos la causa de todo sería lo mucho que pecamos. Pero como no es prudente suponer que los granadinos y malagueños hagan más picardías que el resto de los españoles, no se comprende que el duro castigo recaiga sobre una región sola, dejando inmune las demás.

Ello es que la superficie de aquel abrupto suelo se ha alterado considerablemente. Hay quien asegura que por el picacho de Veleta o por el grandioso o ingente Mulhacen salen humos y lavas, lo cual indicaría que el terremoto ha sido o es el trabajo subterráneo de los vapores telúricos que quieren abrirse un respiradero en Sierra Nevada.

Si esto se confirma, tendremos un volcán que anienizará de aquí en adelante los tratados de geografía y será un nuevo aliciente para los extranjeros que vienen a visitar la Alhambra. También se ha dicho que en la costa mediterránea, no sé si frente a Motril o a Vélez-Málaga, habían aparecido islas. Este aumento de posesiones, que equivaldría para nuestra nacionalidad al nacimiento de un hijo, es un extraño aumento de territorio; tan extraño, que Bismarck, que hoy quiere meter la mano en las colonias ajenas, diría: «No está permitido que las naciones paran.» Y sabe Dios la que nos armaría por el alumbramiento geológico y ese inaudito parto de los montes. Hablando en puridad, creo que a las tales islas en mantillas no las ha visto nadie todavía.

II

Pero como quiera que sea, y dejando a un lado las bromas, que no son propias del caso, es indudable que en la región granadina se verifica un fenómeno geológico de inmensa transcendencia. La elevación del suelo se viene observando hace muchos años en toda la costa. Las trepidaciones no son nuevas allí, aunque nunca han sido tan desastrosas. Es, pues, indudable que un agente físico trabaja en las profundidades de aquella parte del mundo y que concluirá por darle una forma nueva. Nada hay definitivamente constituido en la corteza de nuestro pobre planeta, y esos inmensos repliegues que llamamos cordilleras están pendientes de reforma según la misteriosa ley física moral que nos rige. ¿En dónde estaremos seguros? En ninguna parte. Esas inmensas moles, que parecen el emblema de la estabilidad, se sacuden y oscilan movidas por profunda fuerza. La ciencia no ha explicado de un modo inconcuso estos fenómenos que tan hondamente perturban la vida vegetal y animal. Las explicaciones son varias, sin que ninguna prevalezca incontrovertiblemente. Según unos, la tierra, rodando en el vacío, pierde lentamente su calor, y, al enfriarse, la corteza se arruga, se contrae. Estas arrugas determinan las montañas, que de siglo en siglo se elevan más. Según otros, al abrirse volcanes submarinos, penetran, en el seno inflamado del planeta, grandes masas de agua, cuya instantánea ebullición produce vapores que corren de un lado para otro buscando salida y conmoviendo esta mísera corteza, que no tiene más que doce leguas de espesor, cual luto y consternación que hacen dudar de la Providencia. Los vivos se guarecen en improvisados campamentos; pero los temporales de agua y nieve que se desatan sobre aquella zona hacen muy terrible su situación. Interrumpidas las labores del campo, la miseria se apodera del país, y la abundante cosecha de aceituna que ostentan los olivares, es una irrisión del Destino. Los molinos de aceite están reducidos a escombros, los almacenes y bodegas no son más que ruinas.

Pero donde el fenómeno ha presentado caracteres más extraordinarios ha sido en Guevejar, pueblo situado en la vertiente S. O. de la sierra de Cogollos, junto al río del mismo nombre, cuyo cauce está en aquella parte a 4.809 pies sobre el nivel del mar.

Guevejar se ha corrido, se ha deslizado todo entero y en masa, resbalando por la ladera en que está construido hasta la margen del río, el cual ha variado de curso.

Hase abierto una profunda y larga grieta que arranca del lecho del río y se subdivide en otras más pequeñas, prolongándose en una extensión de 190 metros hasta la prominencia del cerro, a cuya falda está el pueblo.

En dicha prominencia se han desprendido materiales que se calculan en 1.500 metros cúbicos de roca.

La grieta presenta en la punta más elevada 15 metros de anchura y 7,20 de profundidad. En cierto sitio, una fábrica de pólvora se partió en dos mitades, quedando cada porción del edificio a uno y otro borde de la hendidura. Junto al río, la abertura del terreno partió en dos uh secular olivo, dividiendo troncos y raíces, y se ve medio árbol a cada lado.

Hay además otras grietas más pequeñas, paralelas al círculo de la anterior, las cuales al cortar los edificios y levantar los pisos, dan al infeliz pueblo el más extraño y fatídico aspecto. Todas las corrientes de agua que había en la zona han desaparecido y los cauces están completamente secos.

A 15 metros del río ha surgido un lago de nueve metros de profundidad en su centro, y cuya área se calcula en unos 120 metros cuadrados. Los bordes de las grietas se ensanchan cada día, y el pueblo en masa va resbalando por la ladera. No ha concluido aún el movimiento de traslación, el cual es tan considerable que algunas casas están hoy a 27 metros de distancia del punto donde estaban antes del terremoto.

Estas observaciones han sido hechas por el ingeniero americano señor Caicedo, que recorre aquellos sitios, agregado al corresponsal que tiene en España el Herald de Nueva York. Toda la Prensa europea ha enviado representantes a estudiar los singulares fenómenos que ocurren en Granada. Nuestro Gobierno ha nombrado con el mismo objeto una Comisión compuesta de ingenieros de minas, a cuyo frente figura el sabio y estudioso profesor don Manuel Fernández de Castro, director de las Obras del Mapa Geológico de España.

Dicha Comisión está ya en el teatro de estos sucesos, tan tristes para la humanidad como interesantes para la ciencia.

III

Tantas desgracias no podían menos de impresionar vivamente a la nación española, despertando los sentimientos de caridad en pro de nuestros hermanos.

El espectáculo que ahora presenciamos no es menos hermoso que el de 1880, cuando las inundaciones de Murcia. Hace quince días que en Madrid y en toda España no se habla más que de socorros, de suscripciones y de aliviar por todos los medios la aflictiva situación de los granadinos y malagueños. En esto nos secundan, gallardamente, las naciones vecinas, Portugal y Francia, y aun las más apartados de nosotros, Inglaterra y Alemania, nos dan muestras de fraternidad y simpatía. El Gobierno inició una suscripción, que asciende ya a 700.000 pesetas; pero esta suscripción, alimentada con los donativos de carácter oficial, no es la más importante. Los periódicos de más circulación, como El Imparcial y El Liberal, han abierto en sus columnas una generosa y simpática colecta, que se ve diariamente aumentada por modestas cantidades. Es la caridad popular la más espontánea, la más meritoria y la que al fin da mejores resultados. Dichos periódicos han enviado al terreno una Comisión de sus redactores para repartir directa y rápidamente socorros en dinero y especies, y atender a las grandes necesidades, casi desde el momento en que se manifiestan.…

La Reina Isabel, de Benito Pérez Galdós

Capítulo I

La primera vez que tuve el honor de visitar —en el palacio de la avenida Kléber— a la reina doña Isabel, me impuso la presencia de esta señora un alelado respeto, pues no es lo mismo tratar con majestades en las páginas de un libro o en los cuadros de los museos, que verlas y oírlas y tener que decirles algo, dando uno la cara, en visitas de carne y hueso, sujetas a inflexibles reglas ceremoniosas. Por mi gusto, me habría limitado a las fórmulas de cortesía y homenaje, tomando a renglón seguido la puerta, sin intentar siquiera exponer el objeto de mi visita, el cual no era otro que solicitar de la majestad que se dignase contar cosas y menudencias de su reinado, haciendo la historia que suena después de haber hecho la que palpita… Pero el embajador de Esparta, mi amigo de la infancia, que era mi introductor y fiador mío en tal empresa, hombre muy hecho al trato de personas altas, me sacó de aquella turbación, y fácilmente expresó a la Reina el gusto que tendríamos de oír de sus labios memorias dulces y tristes de un tiempo azaroso. Con exquisita bondad acogió Isabel II la pretensión, y tratándome como a persona suya, que por suyos tuvo siempre a todos los españoles, me dijo:

—Te contaré muchas cosas, muchas; unas para que las escribas…, otras para que las sepas.

A los diez minutos de conversación, ya se había roto, no diré el hielo, porque no lo había sino el macizo de mi perplejidad ante la alteza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por Reina. Me aventuraba yo a formular preguntas acerca de su infancia, y ella, con vena jovial, refería los incidentes cómicos, los patéticos, con sencillez grave; a lo mejor su voz se entorpecía, su palabra buscaba un giro delicado, que dejaba entrever agravios prescritos, ya borrados por el perdón. Hablaba Doña Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero, y sin que ninguna idea exótica asomase por entre el tejido espeso de españolas ideas. Era su lenguaje propiamente burgués y rancio, sin arcaísmo: el idioma que hablaron las señoras bien educadas digo, no aristócratas. Se formó, sin duda, el habla de la Reina en el círculo de señoras, mestizas de nobleza y servidumbre, que debieron componer su habitual tertulia y trato en la infancia y en los comienzos del reinado. Eran sus ademanes nobles, sin la estirada distinción de la aristocracia modernizada, poco española, de rigidez inglesa, importadora de nuevas maneras y de nuevos estilos elegantes de no hacer nada y de menospreciar todas las cosas de esta tierra. La amabilidad de Isabel II tenía mucho de doméstica. La Nación era para ella una familia, propiamente la familia grande, que por su propia limitación permite que se le den y se le tomen todas las confianzas. En el trato con los españoles no acentuaba sino muy discretamente la diferencia de categorías, como si obligada se creyese a extender la majestad suya y dar con ella cierto agasajo a todos los de la casa nacional.

Contó pasajes saladísimos de su infancia, marcando el contraste entre sus aventuras y la bondadosa austeridad de Quintana y Argüelles. Graciosos diálogos con Narváez refirió, sobre cuál de los dos tenía peor ortografía. Indudablemente, el General quedaba vencido en estas disputas, y así lo demostraba la Reina con textos que conservaba en su memoria y que repetía marcando las incorrecciones. En el curso de la conversación, para ella tan grata como para los que la escuchábamos, hacía con cuatro rasgos y una sencilla anécdota los retratos de Narváez, O’Donnell o Espartero, figuras para ella tan familiares, que a veces le bastaba un calificativo para pintarlas magistralmente… Le oí referir su impresión, el 2 de febrero del 52, al ver aproximarse a ella la terrible figura del clérigo Merino, impresión más de sorpresa que de espanto, y su inconsciencia de la trágica escena por el desvanecimiento que sufrió, efecto, más que de la herida, del griterío que estalló en torno suyo y del terror de los cortesanos. Algo dijo de la famosa escena con Olózaga en la cámara real en 1844[6]; mas no con la puntualización de hechos y claridades descriptivas que habrían sido tan gratas a quien enfilaba el oído para no perder nada de tan amenas historias… Empleó más tiempo del preciso en describir los dulces que dio a don Salustiano para su hija, y la linda bolsa de seda que los contenía. Resultaba la historia un tanto caprichosa, clara en los pormenores y precedentes, oscura en el caso esencial y concreto, dejando entrever una versión distinta de las dos que corrieron, favorable la una, adversa la otra a la pobrecita Reina, que en la edad de las muñecas se veía en trances tan duros del juego político y constitucional, regidora de todo un pueblo, entre partidos fieros, implacables, y pasiones desbordadas.

Cuatro palabritas acerca del Ministerio Relámpago habrían sido el más rico manjar de aquel festín de historia viva; pero no se presentó la narradora en este singular caso tan bien dispuesta a la confianza como en otros. Más generosa que sincera, amparó con ardientes elogios la memoria de la moja Patrocinio.

—Era una mujer muy buena —nos dijo—; era una santa, y no se metía en política, ni en cosas del Gobierno. Intervino, sí, en asuntos de mi familia, para que mi marido y yo hiciéramos las paces; pero nada más. La gente desocupada inventó mil catálogos, que han corrido por toda España y por todo el mundo… Cierto que aquel cambio del Ministerio fue una equivocación; pero al siguiente día quedó todo arreglado[7]… Yo tenía entonces diecinueve años… Éste me aconsejaba una cosa; aquél, otra, y luego venía un tercero que le decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá… Póngase ustedes en mi caso. Diecinueve años y metida en un laberinto por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba…

Gustosa de tratar este tema, no se recató para decirnos cuán difíciles fueron para ella los comienzos de su reinado, expuesta a mil tropiezos por no tener a nadie que desinteresadamente le diera consejo y guía:

—Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta, y como se trataba de política, no había quien les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas estas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a oscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario. ¿Qué había de hacer yo, jovencilla, Reina a los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer a los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo?… Póngase en mi caso.

Puestos en su caso con el pensamiento, fácilmente llegábamos a la conclusión que sólo siendo Doña Isabel criatura sobrenatural habría triunfado de tales obstáculos. Si yo hubiera tenido confianza y autoridad, habríame quizá atrevido a decirle: «¿Verdad, Señora, que en la mente de Vuestra Majestad no entró jamás la idea del Estado? Entró, sí, la realeza, idea fácilmente adquirida en la propia cuna; pero el Estado, el invisible ser político de la Nación, expresado con formas de lenguaje antes que por pomposas galas que hablan exclusivamente a los ojos, rondaba el entendimiento de Vuestra Majestad sin decidirse a entrar en él. ¿Verdad que criaron a Vuestra Majestad en la persuasión de que podía hacer cuanto se le antojara, y quitar y poner gobernantes como si cambiase de ropa? ¿No confió la Reina demasiado en el amor de su pueblo y en la protección divina, dos cosas, ¡ay!, sujetas a inesperadas, lastimosas quiebras? Porque los pueblos aman y Dios protege, pero siempre con su cuenta y razón. El amor de los pueblos suele ser más egoísta que el de los hombres, y han de menester los Reyes de una constante atención sobre las vidas y sobre los intereses de la familia nacional para que ésta se mantenga firme en sus cariños y no se revuelva cuando se ve burlada y convertida en rebaño. El favor del Cielo debió Vuestra Majestad esperarlo como sanción de sus actos y de su fiel cumplimiento de las leyes, y no vislumbrarlo tras de las milagrerías y enredos con que alucinaban a la pobre niña Reina los traficantes en piedad o cambiantes de alma por intereses y de intereses por almas. Muchos ingratos vio Isabel II en su largo camino desde la coronación al destierro, y a no pocos hubo de perdonar el mal que le hicieron a trueque de tantos beneficios; pero hombres de entereza y de gran virtud halló también en ese camino, y no supo valerse ellos. De los ingratos y de los que no lo eran, de la ambición de los revoltosos y del padecer de los pacíficos, del resentimiento de muchos y del derecho de todos, se formó la gran justicia del 68, ardua, inevitable sentencia que nadie puede condenar analizando sus orígenes oscuros, sus medios desusados, porque los pueblos, cuando se juega la vida por la vida, ponen en el lace todo lo que poseen».…

[Artículos] Sesiones tumultuosas, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 30 de enero de 1885.

I

El Congreso y Senado nos han entretenido con sesiones tumultuosas. La cuestión universitaria y la cuestión de la transmisión del tratado de convenio a un diario de New-York violando el secreto de las negociaciones, ha sido la comidilla parlamentaria de los padres de la patria. En la cuestión de la Universidad se han cruzado entre mayoría y oposiciones algunas docenas de discursos, templados los los unos, ardientes los otros, y hoy por hoy, de de tanto debatir, la cuestión sigue como el primer día, sin que se haya puesto en claro quien tiene razón y quien no. Y por cierto que ya ha envejecido la tal querella universitaria. Los catedráticos no ceden y el Gobierno tampoco. Aquellos invocan las inmunidades del claustro y éste el principio de autoridad. Encastillados en sus respectivas trincheras el elemento universitario y el gubernamental no se cede ni un palmo de terreno; muchos discursos) interpretaciones diversas de la ley, según las tendencias de cada cual, diferencias grandes en la manera de apreciar los sucesos y de describirlos. Por fin la temida cuestión se resolverá por el cansancio, si antes no viene a darle término algún inesperado giro en las cosas políticas.

Mal síntoma es para el Gobierno la disidencia que se ha iniciado en la mayoría con el discurso de don Manuel Silvela, embajador en París y una de las personalidades más altas del país como jurisconsulto y como político. El señor Silvela disiente de la opinión del Gobierno, del cual forma parte uno de sus hermanos, y se pone resueltamente al lado de los catedráticos atropellados. También entre estos tiene un hermano el señor Silvela. Día de grandes emociones fué, en el Senado, aquel en que pronunció su templado, pero significativo discurso nuestro embajador en Francia. Hace tiempo que se le indica para presidir una situación conservadora, aunque los más allegados al Gobierno niegan que esta solución sea posible en las circunstancias actuales.

No son pocos los conservadores que creen peligrosa la marcha y conducta del partido desde que el señor Cánovas introdujo en él el aborrecido elemento ultramontano, o sea lo que el señor Pidal llamó las honradas masas carlistas. Las tales masas honradas han desnaturalizado, en opinión de muchos conservadores, a un partido que en los seis años de su mando, después de la restauración, dió pruebas de un sentido práctico muy recomendable y de una disciplina rigurosa. Las quejas han aparecido en la Prensa y en la tribuna, al principio con timidez, luego con más brío, y, por fin, la actitud del señor Silvela ha venido a darles calor.

II

En las discusiones del Senado hase visto claramente el hondo malestar que trabaja a la mayoría, y no ha tenido poca parte en su manifestación la incapacidad parlamentaria del presidente, señor conde de Puñonrostro, que ha llevado a todos los debates una confusión lamentable. Cuentan que con estas cosas está el señor Cánovas de muy mal humor, y que no sería extraño que, si las dificultades crecieran, se retirase del poder. No le sucedería, en tal caso, un nuevo Ministerio conservador presidido por Silvela o Toreno, pues las soluciones anodinas satisfacen poco en las circunstancias presentes: ni tampoco vendrían los izquierdistas, aquel grupo que tanto dió que hacer el año pasado, desprendiéndose del partido liberal al amparo de los conservadores. Los izquierdistas, tan pujantes hace un año, están perdidos en el concepto público, y su famosa revisión constitucional ha pasado a la categoría de impracticable antigualla que a nadie interesa. Los únicos herederos posibles del señor Cánovas serían los constitucionales, llamados también fusionistas, capitaneados por Sagasta. Ellos ofrecen el único núcleo respetable de fuerzas liberales dispuesto a los compromisos y a las dificultades del Gobierno; ellos tienen personal suficiente y brillante para todos los cargos políticos, administrativos y diplomáticos. La creencia general es que lograrán el poder antes de que termine el año presente, y si otros síntomas no lo pronosticaran, sería suficiente signo de próxima victoria la vuelta al partido de los hijos pródigos que lo abandonaron para ir a formar ia izquierda. Sí, varios insignes personajes que engrosaron el grupo rebelde, han regresado arrepentidos y contritos al hogar primitivo. La izquierda no Cuaja. Creo haber dicho antes, que el carácter elemental de los partidos liberales en nuestro país es la tendencia a dividirse en el poder y a reconciliarse con la oposición. El poder les separó, pues había dos o tres individuos que querían ser jefes. Pero vino la desgracia con sus lecciones elocuentes y se vió el ningún fruto y gran descrédito de la disidencia. La oposición es siempre reconciliadora. Helos, pues, aquí, unidos otra vez y esperando que se les dé el poder para volverse a separar. La experiencia lo pasado, les abrirá, no obstante, los ojos, y es de creer que por esta vez, si logran sus naturales deseos, y empuñan el timón de la famosa nave, Permanecerán unidos, siquiera un par de años… Pedir que lo estuvieran por más tiempo, sería pedir fue imposible.

[Artículo] La cuestión social, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 17 de febrero de 1885.

I

Desde la conclusión de la última guerra civil, hasta el año pasado, se emprendieron y se realizaron en Madrid tantas construcciones urbanas, que nuestra villa parecía querer tomar las proporciones de una capital de un millón de almas. Barrios enteros surgían cada año del suelo: hermosísimas casas ocupaban los terrenos que antes eran corralones o campos yermos. Esto no podía continuar, porque la población viva no crecía en la misma proporción que la de cal y canto. Diez y seis mil habitaciones hay sin alquilar; la crisis no podía menos de aparecer con caracteres graves; cesaron de improviso las construcciones, y he aquí algunos miles de albañiles, carpinteros, marmolistas, herreros y estuquistas sin trabajo. Las industrias fabriles, que en Madrid no tienen tanta importancia como la constructiva, también se resienten de falta de ocupación, y de aquí el estado aflictivo de las clases populares, que, después de todo, son las que en mayor grado dan vida al mercado general.

El Gobierno y el Ayuntamiento han acudido a remediar el mal con varios paliativos, que en vez de curarlo lo alivian o aletargan por unos cuantos días. Se emprenden a toda prisa obras de dudosa utilidad, se gastan sumas considerables en movimiento de tierras y arreglos de caminos; pero como las causas del mal no cambian, como el capital privado no edifica, las cosas continuarán lo mismo, empeorando si cabe.

Por el momento no hay motivo de queja contra esos honrados obreros, que no han pedido trabajo tumultuariamente, sino en la forma más comedida que se pudiera imaginar. Sólo eran imponentes por su número, no por sus actos ni demostraciones políticas o demagógicas, que tan propias de la ocasión parecían. ,Se contentan con un jornal miserable, y, en último caso, se resignan a recibir la limosna de pan y sopa, que la caridad les ofrece diariamente en un instituto religioso de esta Corte.

Nada más triste que esas multitudes que se agolpan a las puertas de un establecimiento de caridad en busca de mezquino socorro, y cuando esas multitudes se componen de hombres sanos, robustos, hábiles y nada perezosos, no se sabe qué pensar de la organización del trabajo en nuestras Sociedades. El gran problema social que, según todos los síntomas, va a ser la gran batalla del siglo próximo, se anuncia en las postrimerías del actual, con chispazos, a cuya claridad se alcanza a ver la gravedad que entraña. Los mismos perfeccionamientos de la industria lo hacen cada día más pavoroso, y la competencia formidable, trayendo inverosímiles baraturas, y fundando el éxito de ciertos talleres sobre las ruinas de otros, produce desastres económicos que van a refluir siempre sobre los infelices asalariados. En estas catástrofes, el capital suele salvarse alguna vez, el obrero sucumbe casi siempre.

II

Mucho más temerosa que aquí se presenta en Francia la cuestión social, por ser también la industria más importante. En París, las últimas reuniones de braceros pidiendo pan y trabajo, han sido tumultuosas, subversivas, amenizadas con recuerdos poco gratos de la Cemmune y de sus hasta radicales procedimientos. No es la industria constructora la que languidece allí; todas las manufacturas atraviesan una crisis lamentable por falta de pedidos. La maquinaria, los tejidos, los bronces y porcelanas, las mismas confecciones suntuarias que constituyen el nervio de la exportación parisiense, sufren horriblemente del mal de anemia comercial. Es preciso que nuestros vecinos reconozcan el daño inmenso que les hace la competencia alemana e italiana, principalmente la primera. Los alemanes se dedican, con admirable constancia, a imitar los productos todos de la industria francesa, y no sólo los imitan, sino que los dan a precios fabulosamente baratos. Un día y otro vemos llegar de Alemania mil objetos, cuya fabricación parecía hasta hoy vinculada con el genio picante, original y gracioso de los franceses. ¿Hasta dónde llegará esta rivalidad formidable, de la cual la pasada guerra ha sido tan sólo una fase? Casi siempre las bayonetas han precedido a las máquinas industriales en estos antagonismos de raza, y la historia nos dice que las victorias se empiezan a ganar en los campos de batalla y se rematan después en los talleres.

El aturdimiento que los fenómenos de agitación socialista produce en los Gobiernos de los países latinos, es causa de que las primeras medidas que se toman para atajar el mal, sean siempre contraproducentes. En Francia y en España se ha hablado, como de la cosa más natural del mundo, de elevar los derechos de importación de cereales, es decir, que se desea encarecer las subsistencias, gravando el artículo más necesario a la vida. Todo por reforzar la producción territorial, y poder conservar los enormes impuestos que recaen sobre ella.

El procedimiento contrario sería mucho más eficaz combinándolo con reducción de tributos y gabelas y con la reforma de las tarifas de transporte, pero esto, que parece tan claro, no se ve desde las altas esferas burocráticas, donde todo se supedita a la suprema ratio de sostener un presupuesto teórico y de defender sus artículos a todo trance. La insegura fábrica de la hacienda y de la política tiene sus cimientos en él, y ¿adonde iríamos a parar si los impuestos se disminuyeran, si se borraran de nuestras leyes las dos inmoralidades del estanco y de la lotería?

Entretanto, el tratado de comercio cubanoamericano continúa durmiendo el sueño de los justos en las cámaras de Washington, y el modus vivendi con Inglaterra empieza a tener en las nuestras, enemigos formidables.

Los catalanes le hacen cruda guerra por el temor de que sus industrias padezcan cuando se dé a Inglaterra el trato de nación más favorecida. Pero como oímos las mismas jeremiadas en 1869, cuando se hizo la reforma arancelaria, y en 1881, cuando se celebró el tratado con Francia, y como después de estas campañas la industria catalana, lejos de decaer, ha prosperado grandemente, no nos causa inquietud la oposición que los barceloneses, inspirados por rutinas de escuela, hacen al convenio que ha de estrechar nuestras relaciones comerciales con la nación más productora y más consumidora del mundo.

III

Y al mencionar a Inglaterra ¿quién puede dejar de pensar en el infeliz Gordon, en ese héroe de leyenda, cuyo trágico fin ha conmovido al mundo entero? Por el temple de su alma, por el salvaje teatro en que operaba, por las circunstancias que han rodeado su muerte, Gordon parece una figura de la Edad Media, héroe de las Cruzadas, paladín antes que general. Su religiosidad puritana era uno de los fenómenos más extraños en estos tiempos. Sólo por la fe es capaz un hombre de hacer lo que hizo el gobernador del Sudán; mas a la fe unía Gordon la exaltación del patriotismo británico. Su figura histórica le retrata en esta frase suya: «Venga en buen hora mi sucesor. Necesitará reunir estas tres cualidades: Primera, una naturaleza de hierro; de otro modo no se resiste este clima. Segunda, despreciar el dinero, sin lo cual estas gentes no creerán en su sinceridad. Tercera, igual desprecio de la muerte.» Tal era Gordon: una complexión robustísima, una probidad incorruptible, una fe y un patriotismo ciegos. Con tales virtudes se explica su increíble prestigio entre aquellos salvajes sudaneses, gente fanática y corrompida, desleal y traidora.

La muerte del héroe parece absolutamente con-firmada; sin embargo, hay todavía ingleses entusiastas que no quieren creer en ella. Algunos, demasiadamente confiados en el sino de este gran aventurero, sostienen que después de la toma de Khartum, Gordon se ha fingido mahometano, logrando atravesar disfrazado las huestes del Mahdi para pasar al Congo, donde aparecerá cuando menos se piense.

Que la plaza fué tomada a traición por el Mahdi, parece fuera de duda. Desgraciadamente, la suerte del gobernador del Sudán es un hecho probado. Inglaterra se ha conmovido con este final de uno de los más terribles dramas de nuestros tiempos, y se apronta a enviar socorros militares al general Wolseley para sofocar la rebeldía, que es un peligro constante para la subordinación de ese inmenso mundo islamista que obedece a la emperatriz de las Indias.

Grande es el Imperio inglés; extiéndese por toda la tierra; supera al poderío romano y al de Carlos V. El sol que tan mal alumbra a la caliginosa Albión, resplandece sobre sus banderas en las calientes zonas del Asia y del Africa Austral. Realmente, no hay ocasos para esta bandera de la constancia, del trabajo, ante la cual resulta cierto el conocido axioma de que el genio es la paciencia. Pero este vastísimo imperio tiene inconvenientes de clima y de raza que exigen de Inglaterra sacrificios inmensos y una atención tenaz. Por dicha suya, este país se halla en el apogeo de su iniciativa y de su fecundidad. Es más fecundo que otro alguno en caracteres firmes; posee la exaltación patriótica, virtud que mueve las montañas, y su colosal riqueza completa y remata estas ventajas del orden moral.

El mundo sigue con atención curiosa el desenvolvimiento de la política militar inglesa para apaciguar el Sudán y prevenir las inquietudes del islamismo en la India. Con igual afán atiende a los remedios que la gran nación aplicará a su cáncer interno, la cuestión de Irlanda. Porque los dinamiteros persisten en sus criminales atentados. Hace Poco intentaron hacer volar el Parlamento, y amenazan el Museo Británico, los grandiosos puentes de Londres y Blackfriands, la estación de Charing Cross y el magnífico edificio New Const Law. La imaginación no acierta a suponer lo que será del mundo civilizado si no se reprime con mano fuerte esta moda de hacer propaganda política por medio de la dilatación de los gases. Pero los fenianos y nihilistas dicen que no yen la razón para que sea buena la pólvora en las guerras y no lo sean el picrato y la dinamita en la política.…

[Artículo] Furor colonial y otros furores, de Benito Pérez Galdós

Madrid, febrero 25 de 1885.

I

El furor colonial de Alemania tiene imitadores en todos los países. Francia, Italia, Bélgica aspiran a poseer territorios en África. Todo esto es resultado de la crisis industrial de que antes hablé. Los talleres producen más de lo que esta cansada Europa consume, y ese sobrante hay que colocarlo donde se Pueda. De esta vez, tenedlo por cierto, la salvaje África, la más ignota y ruda de las partes del mundo, entrará en las vías de la civilización. En toda la costa se establecen factorías. El inmenso continente Poblado de negros indómitos, de monos que parecen personas y de hombres emparentados con los brutos, se ve atacado por todas partes, acariciado, solicitado por los europeos, que lo explotarán y lo domesticarán, vistiendo a los bozales, enseñándoles a beber vino y cerveza, instruyéndoles en el uso de la pólvora e iniciándoles en el regalo de nuestras costumbres.

Nosotros no hemos querido ser menos, y hemos establecido nuestra factoría en la costa occidental del Africa, frente al archipiélago de las islas Canarias.

Nuestra factoría ocupa la península y puerto de Río de Oro. La península mide 22 millas de largo por tres en su mayor anchura y hállase unida al continente africano, en dirección N. O. a S.-E., por un itsmo de uno y medio a dos kilómetros de ancho. El espacio de mar comprendido entre esta península y la costa, forma un extenso puerto de 17 millas de largo desde la isla de Heme hasta la entrada. Los arrecifes situados a la entrada, dejan entre ellos y la península un paso de dos millas de ancho y 11 pies de fondo, que constituye la boca del puerto. El mejor fondeadero se encuentra a una milla de tierra, al N. E. de la punta Mudjé. Ya se están acopiando materiales para las obras del fuerte y de la factoría. Algunos moros trabajan también, reinando entre todos la mejor armonía. Pidamos a Dios que esta paz dure.

A la fecha de las últimas noticias dadas por los fundadores de la factoría, eran esperadas dos cabilas del interior conduciendo plumas, marfil, lanas, pieles y otros artículos de gran valor en los mercados europeos. Se han encontrado pozos de agua potable de excelente calidad y minerales estimables Todo hace creer que este modesto establecimiento comercial nos traerá pronto el dominio de una porción no despreciable de la costa africana. Falta sólo que sepamos fomentarlo y conservarlo; falta sólo que a los españoles establecidos allí no se les ocurra el mejor día ponerse de puntas unos con otros y dar motivo con sus disensiones a que los moros duden de la superioridad del hombre europeo.

Dios quiera poner tiento en las manos de los primeros habitantes de la flamante factoría de Río de Oro, e infundirles algo de ese espíritu práctico a que deben los ingleses su preponderancia en regiones tan apartadas del mundo. Sean tolerantes, indulgentes con los pobres moros y usen con ellos de táctica fina combinada con la humanidad. Ellos se contentan con poco, y por aguardiente de mala calidad, pólvora, cuentas de vidrio, percales ordinarios y chucherías de metal, dan productos muy ricos. Si se les trata mal, se entregan al pillaje, al merodeo y a la venganza. Su salvajismo encuentra mil astucias con que sobreponerse al europeo. Que nuestra bandera sea en aquella costa, no sólo un emblema glorioso, sino, como la inglesa, el pabellón de la paciencia, de la habilidad y de los procedimientos prácticos, humanitarios y tolerantes, cuando las circunstancias no les imponen la obligación de ser terribles.

II

No quiero concluir sin decir que hemos tenido en nuestro Congreso un debate inacabable. No, al fin se acabó. Para discutir si había o no lugar a deliberar sobre cierta proposición se empleó un mes. Por fin los votos de los diputados resolvieron la cuestión negativamente. Se acordó que no había lugar a deliberar… después de haberse pronunciado ciento diez y siete discursos largos. El debate, hablando con verdad, ha sido muy importante, porque en él, con pretexto de la cuestión universitaria, se ha tratado la cuestión magna; la eterna, la inagotable, la cuestión de las cuestiones. ¿Prevalece 0 no la influencia clerical en la enseñanza, o la gobernación del Estado? He aquí la gran duda. Sobre ella se ha hablado mucho y bien. No ha quedado Punto alguno por tocar, histórica y filosóficamente. Han salido a relucir épocas remotas, concilios, cismas, reyes que rabiaron hace siglos, las revoluciones todas, la tesis y la hipótesis. Buda y Cristo, la desamortización y los masones, la libertad y la Iglesia. El país, algo fatigado de tan largas disputas, las ha oído con interés por lo mucho que la cuestión magna afecta a su acendereada existencia.

[Artículo] El mal tiempo y otros asuntos, de Benito Pérez Galdós

Madrid, abril 30 de 1883.

I

No se crea que hablo hoy del tiempo por no tener, como en las visitas acontece, temas substanciosos de que ocuparme. Asuntos hay de no poco interés, y a ellos voy; pero quiero consagrar a los fenómenos meteorológicos algunas lineas, aunque no sea, sino como protesta contra la insufrible primavera de agua, fríos, hielos, granizos y aún nieves, con que ha querido probar nuestra paciencia el cielo despiadado. Porque yo he visto en Madrid primaveras desapacibles, pero como la presente no he visto ninguna. Hay quien cree que en el planeta ha ocurrido un desquiciamiento; que ya no estamos donde estábamos, y que aún hemos de ver mayo. res y más graves perturbaciones atmosféricas. Y, no falta quien relacione esto con los pasados terremotos, sacando a relucir unas teorías científicas muy chuscas. Los que tal piensan, son, justo es decirlo, los mismos que vieron surgir inesperadas islas en las costas de Granada y Málaga, los que vieron al nevado Mulhacen apabullarse no sé cuántos metros, y los que profetizaron que la mar salada llegaría muy pronto nada menos que hasta Linares, que es lo mismo que hacer desaparecer toda la tierra de María Santísima. No creo en desplazamientos del planeta, ni puedo relacionar los terremotos con la atmósfera; pero reconozco que el tiempo que llevamos, es una indignidad, que por muchos pecados que tengamos no merecemos perecer a diluvio lento, como pereciendo estamos desde febrero, y que nos vemos forzados a protestar como madrileños y como españoles, contra la inexorable ley que ha convertido nuestra capital en una charca y nuestra primavera en un ingrato y lacrimoso invierno. Porque, creedlo, poco nos falta a los madrileños para criar musgo. El paraguas, ese antipático objeto, al cual no sé si llamar mueble o prenda o adminículo, ha venido a ser una prolongación de nuestras extremidades superiores, algo como un miembro más. Poco ha faltado para que, en vez de coches y tranvías, nos lleven de una parte a otra canoas y vaporcitos. En fin, que esto no es vivir, que esto es un engaño de la naturaleza, y si los humanos hubiéramos pagado alguna cuota de admisión al entrar en el mundo, era cosa de que dijéramos ahora que nos devolvieran el dinero.

Los efectos de este temporal en la vegetación, pueden calcularse. Los árboles no saben los que les pasa. Ya tenían todo preparado para vestirse de nuevo, y esta es la hora que ni aun la camisa se han podido poner. Están todos ellos cariacontecidos y mal humorados en los parques y jardines. Algunos hay tan impacientes y de genio tan vivo que contra viento y marea han echado la vestimenta de hojas.

¡Pero buena se les ha puesto! El temporal les ha despojado ofreciéndoles desnudos y corridos a las burlas de sus compañeros. Nada digo de las flores, porque estas pobres están que no les llega la camisa al cuerpo. Los imprudentes que se lanzaron a la calle sin saber lo que les esperaba, se han encontrado con que todo aquello que los poetas dicen del beso del Sol y de la brisa juguetona es pura farsa, y ahora salen con que los han engañado. Consternadas se las ve en los macizos de los jardines, hechas unas Magdalenas, si no por lo pecadoras por lo lloronas. El ejército de virginales y arrogantes lilas, que es la principal gala de Madrid en mes de abril, ha retrasado su entrada. Otros anos se las ve venir de golpe. Aparecen los gallardos racimos todos a un tiempo, y como si obedecieran a una voz de mando, abren simultáneamente y nos ofrecen un aluvión de fragancia deliciosa y de color purísimo. Este año la anarquía reina en el interesante mundo de las lilas. La inmensa mayoría de ellas se han detenido esperando mejor tiempo; pero algunas o por impaciencia o por ese afán de distinguirse que se suele ver hasta en lo vegetal, se han echado a la calle. La cosecha será, pues, este año desigual; no veremos el Retiro hecho un inmenso ramillete. Vendrán las lilas por tandas o divisiones, y su breve reinado será menos hermoso.

II

¿Y qué diré de los pobres gorriones, esos pájaros libres, mendigos, rapaces, y que no obstante, son los más graciosos y quizá los más listos del reino ornitológico?

Tengo vivas simpatías por estos caballeros, los ratones del aire, que viven del merodeo y la rapiña. Su traje no es de los más elegantes; visten de paño pardo, y no se decoran con vistosas o relucientes plumas. Su figura no es muy airosa. Distínguense por su agilidad, aunque suelen estar muy gordos, por su buena vida que se dan asaltando graneros, robando semillas y probando todas las frutas y hortalizas tempranas.

Hay en ellos algo del gitano y del pilluelo de las calles. Se adaptan todas las formas de la civilización y del salvajismo, por lo cual se les compara a los flexibles y vividores individuos de la familia ratonil.

Lo mismo saquean el jardín del rico en la opulenta capital, que la pobre mies del aldeano. Cuando

hacen sus nidos, que son los más primitivos del mundo, generalmente compuestos de dos inseguras pajas sobre dos no muy iguales palitroques, echan la garra a todo lo que encuentran. Lo mismo apandan el filamento arrojado en el campo, que la hilacha caída del estuche de costura de la señora. Son cosmopolitas. Para ellos no hay climas malos, ni terrenos ingratos, ni casas pobres, ni árbol despreciable. Hechos a vivir a costa ajena, o sobre el país, como suele decirse, no se toman a veces el trabajo de hacer nidos, acomodándose muy ricamente en los de las golondrinas; y cuando éstas vienen y se encuentran sus casas ocupadas, ármanse unas marimorenas de mil demonios.

Pues bien; hay que ver a estos caballeros con la horrible temporada que llevamos. Da dolor verles por ahí sin saber a qué santo encomendarse, con unas caras amilanadas y abatidas que dan compasión. Se guarecen del agua en los huecos de las cornisas, y desde allí tienden una mirada de angustia a los cielos despiadados y a la tierra húmeda. No sé de qué artimañas se valdrán para proporcionarse sustento; pero ellos no han de dejarse perecer. En cuanto clarea un poco, se lanzan en bandas famélicas a las calles, y acometen hasta los carros cargados de mercaderías, por ver si hay entre ellas algún grano. La paja la revuelven como cosa propia, y, ¡ay de la huerta o jardín en que despunte algo que a ellos les convenga! El arte con que sacan las semillas recién plantadas es un arte admirable; y ya no valen contra ellos esos espantajos y máquinas que se usan, remedando la figura humana. Hace tiempo que la clase ha aprendido a despreciar estos muñecos, y se da el caso de profanarlos y vilipendiarlos con toda clase de suciedades.

III

En cuanto a las golondrinas, alegres mensajeras del buen tiempo, basta decir que estamos a fin de abril y todavía no han venido sino en pequeñas partidas o avanzadas a la descubierta. La dase o colectividad continúa en la emigración, esperando sin duda a que las exploradoras digan que se puede pasar. Cuando las golondrinas vienen tardías, suele ser más frecuente lo de encontrarse sus domicilios ocupados por los audaces y desalmados gorriones; pero éstos pagan caro a veces su poca vergüenza. Las golondrinas tienen hábitos y modales enteramente contrarios a la de aquellos bandidos. No merodean, no viven sobre el país, no esquilman los campos, huertas y jardines, y en vez de hacer daño al agricultor le protegen limpiando el aire de insectos dañinos. No prueban los vegetales y hacen sus casas de barro. Por esto son tan queridas y respetadas y figuran en las tradiciones populares y consejas piadosas, como seres benéficos. Jamás se ar-man trampas contra ellas y su instalación en el alero de la casa rústica o del señoril palacio se considera siempre de buen agüero.

Si se quiere oír hablar pestes del tiempo de la primavera y de este diluvio lento en que vivimos, no hay más que arrimarse a un grupo de taurófilos. Llegan hasta la blasfemia y reniegan de la Providencia como si fuera un mal presidente de corrida, merecedor del terrible alarido: ¡no lo entiende usted! Y sino para blasfemar, líbrenos Dios, motivos tienen los tales para quejarse, porque no hay cosa más sin gracia que toros con capa. Esta gallarda y siempre alegre fiesta requiere calor, luz. Sin estos elementos fáltale animación, alegría y tono. Los toros, entristecidos, no dan juego y prefieren dejarse matar sin lances. Los toreros lo echan todo a barato, y el público, que es el actor más interesante de estas bárbaras tragedias, tirita en las gradas. Nada hay más triste que ver capas en los tendidos. La Plaza sin abanicos y naranjas parece recinto adusto donde va a darse una conferencia abogando por la protección a los animales.

Consolémonos todos, hombres y gorriones, con que vendrá al fin el buen tiempo, aunque tan tarde que a estos días glaciales suceda un verano, como suelen serlo los de esta tierra, pegajoso y sofocante. O mucho me engaño, o en mayo nos asaremos, y soltaremos esta murria, y habrá flores por todas Partes; los árboles estarán completamente vestidos de gala y habrá toros con sol, que es cuanto hay que pedir.