[Artículo] Epidemias y crisis, de Benito Pérez Galdós
Madrid, 4 de julio de 1885.
I
Concluí mi crónica anterior augurando sucesos dignos de ser contados, con motivo de la manifestación del comercio madrileño.
No me equivoqué, y el 20 de junio resultó ser un día célebre que no olvidarán fácilmente los ministros conservadores ni otras personas muy elevadas.
El motivo del disgusto de la clase comercial fué la declaración extemporánea, prematura y nunca satisfactoriamente explicada del cólera morbus en Madrid, y la manera de expresarlo consistió en cerrar un día dado todas las tiendas de esta capital.
Al propósito de los tenderos se agregó el de los dueños de cafés y tabernas, y cumplido el acuerdo sin excepción alguna, vimos a Madrid en el más extraño y desusado aspecto que es posible imaginar en esta población.
Porque las tiendas cerradas se ven los domingos y días festivos; pero jamás, en lo que lleva de existencia, se ha visto Madrid sin cafés y sin tabernas.
Y este fenómeno, dando a la corte un aspecto de tristeza y desolación, tan contrario a su temperamento constante, no podía menos de producir hondísimo trastorno en el vecindario.
A muchos habitantes de esta villa debió parecerles que se acababa el mundo o que alguna perturbación grave ocurría en nuestro planeta.
Otros debieron de padecer horribles nostalgias.
Muchos vagaban por las calles, observando los lúgubres bastidores de las puertas cerradas, mirando los letreros de los escaparates, parecidos a nichos de cementerios, y las chapas metálicas que cubren los huecos de las puertas de los establecimientos comerciales.
El contingente de desocupados de la Puerta del Sol aumentó de un modo tan extraordinario que la guardia civil de a caballo ‘tuvo que recomendar, con no muy suaves modos, que se fuera cada uno a su casa.
Como las tiendas de comestibles se cerraron también a piedra y barro, los bebedores de café y de vino no hallaron medio de suplir con libaciones caseras la privación fortísima a que la clausura les obligaba.
Si la cosa hubiera durado tres días, creo que alguien habría intentado abrir a hachazos las cerradas puertas del Imperial y el Suizo.
Felizmente, este eclipse total tabernario y cafetero sólo duró el 2o, día y noche, y el 21 los establecimientos recibieron de nuevo a sus parroquianos.
Mas por la noche del 20, la multitud que invadía las calles, compuesta de ociosos y de curiosos, sufrió varias embestidas del Cuerpo de policía.
Un gobernador antipático quiso demostrar en aquella ocasión energías de todo punto intempestivas, y hubo sustos, carreras, sablazos, y apabulles, magulladuras, bofetadas, estrujones y, por fin, dos muertos.
Dióse el nombre de motín a este barullo, y el Gobierno declaró que todo era obra de la picara revolución.
Cuentan que se publicaron proclamas, que se oyeron gritos sediciosos, y el gobernador decoró las esquinas con un bando altisonante, en que estampaba las frases de amenaza y cólera que son propias del caso.
Pero, en mi humilde opinión, los pruritos revolucionarios, y las proclamas, y los intentos sediciosos sólo estaban en la acalorada fantasía del señor Villaverde, que ya vió estas cosas y otras igualmente tremendas en el alboroto de los estudiantes allá por noviembre del último año. Hay hombres predestinados a encontrarse la revolución a la vuelta de cada esquina, y uno de éstos es el Sr. Villaverde, a quien se le antojan los dedos demagogos.
La verdadera causa del motín fué una ley física, la impenetrabilidad, por la cual dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar, y como la multitud llenaba la Puerta del Sol y querían los curiosos ocuparla también, no quedaba hueco para los agentes de orden público y la Guardia civil, de donde vino la «lucha por el espacio»; los más fuertes expulsaron a los más débiles, y al vaciarse la plaza por sus avenidas, flaquearon muchas piernas y fueron molidas y contusas innumerables costillas.
A todo esto corría por Madrid la noticia de la dimisión del Ministerio; el presidente de la Cámara y el jefe del partido liberal fueron llamados a Palacio. El Rey les pedía consejo para la resolución de la crisis. Expectación en las masas aburridas. La palabra crisis no suena nunca en Madrid como otra palabra cualquiera. Siempre hay alguien en quien produce escalofríos de desesperación y alguien a quien infunde alientos de esperanzas. La crisis es cambio de Ministerio, de partido y de postura. Suele traer consigo la renovación de todo el personal administrativo, y, por tal motivo, sus efectos pueden ser contrarios en los distintos individuos que componen nuestra sociedad. He dicho cambio de postura, porque la crisis es como cuando un enfermo se cansa de dormitar de un lado y se vuelve del otro. Suele resultar que de todas maneras está mal, lo que no impide que busque nuevas y extrañas posiciones en expectativa de un alivio que no llega jamás.
Pero veamos qué crisis es esta y en qué se funda.
La razón que da el presidente del Consejo para marcharse a su casa es un desacuerdo entre el Gobierno y la Corona, y este desacuerdo no lo motiva cuestión política y constitucional, sino el deseo manifestado por el Rey de ir a Murcia, y el Gobierno se opone resueltamente a este temerario viaje.
Es la primera vez que un intento semejante, tan honroso para quien lo siente, produce una crisis ministerial, y en verdad que la cuestión es delicada.
Si un partido abandona el poder por no creer conveniente un acto determinado del jefe del Estado, ¿quién se , atreverá a sucederle, cuando lo primero que tiene que hacer es aconsejar y autorizar aquel mismo acto?
¿Y quién es el guapo que se atreve a decir al Rey que debe ir a Murcia, donde la epidemia reinante hace horribles estragos?
Por esta consideración, se creía que el señor Cánovas, al plantear la crisis en términos tan desusados, tenía ganada la partida y asegurada para sí la la sucesión de sí mismo.
Así fué en efecto. El 22 supimos con sorpresa que ya no había crisis, que el Rey no iba a Murcia y que el Gobierno continuaba tal como estaba constituido. Justo es consignar que la noticia de la suspensión del viaje regio produjo un efecto doblemente desagradable.
En primer lugar, pérdida de prestigio para el Rey, pues en estos pueblos meridionales e imaginativos la temeridad encuentra siempre simpatías, y el atrevido y arrojado, cualesquiera que sean sus móviles, es siempre puesto por encima del que tiene por guía la cordura y la prudencia.
Virtudes son estas que el pueblo español ha tenido y tiene en poco.
El segundo efecto desagradable de la solución de la crisis ha consistido en ver que continuaba el gabinete del señor Cánovas, recayendo principalmente las antipatías en el señor Romero Robledo, cuyas campañas sanitarias han sido objeto de picantes burlas y de sátiras sin fin.
Los más exaltados sostenían que la crisis era una pura comedia, representada con el exclusivo objeto de evitar ese temido viaje a Murcia, más temido por los ministros que por el Rey. Otros veían con pena que se apartaba el soberano de una empresa que habría reverdecido la popularidad un tanto mustia en esta última época, y, por fin, todos, a excepción de los que ocupan el poder, tachaban a la situación de desatentada e imprevisora.
II
Los grandes debates que siguieron a la crisis no han puesto bien en claro los móviles de ella ni el velado pensamiento del señor Cánovas.
Defiéndese éste con su flexible ingenio y los pasmosos recursos de su elocuencia de los redoblados ataques de sus adversarios. Llevó la cuestión al terreno en que mejor se defiende, que es el de las re-criminaciones a la revolución, y hablando pestes de la democracia, y sentenciando su absoluto divorcio de la monarquía, procuró dominar el tumulto parlamentario.
Esto de la incompatibilidad entre la democracia y la monarquía es una de las armas que con menos fortuna ha manejado la mano habilísima del presidente del Consejo, pues con ella se hiere sin quererlo cada vez que la esgrime. Fresca está en la memoria de todos la insistencia y hasta el entusiasmo con que los conservadores protegieron la llamada izquierda dinástica; le dieron calor, la alentaron, criáronla a sus pechos, si así puede decirse. ¿Y qué era la izquierda dinástica, sino la expresión más atrevida de la alianza entre la democracia y el Trono?
Los conservadores la fomentaron en odio al partido liberal, de quien aquella fracción era un des-prendimiento.
Empollaron la izquierda dinástica para quitar fuerza a los liberales, y ahora que los distintos elementos avanzados se ponen de acuerdo y en disposición de subir al poder resulta que la democracia y la corona son incompatibles.
Una de dos: o procedieron los conservadores con torpeza o con inaudita malicia. Pero es tan frecuente que nuestros políticos varíen de opinión en puntos capitalísimos cuando les conviene, que esto no nos coge ya de sorpresa. Los principios no son aquí más que una palabrería insustancial que sirve para todo, gracias a la flexibilidad meridional de estos hombres de oratoria brillante y escurridiza.
Los hechos no significan nada; la lógica menos.
El sofisma lo es todo, y el capricho ocupa el lugar que en otras partes corresponde al acontecimiento.
El país, escéptico cual ningún país del mundo, mira todo esto con indiferencia, y lo que quiere es que le saquen pocas contribuciones y le permitan divertirse con tranquilidad. Y cuando ninguno de
estos dos ideales se puede realizar, aún sufre resignado su mala suerte, por miedo a que venga otro Gobierno que la empeore y haga más crueles sus inveterados males.
III
El Rey no fué a Murcia, bien contra su voluntad al decir de los palaciegos, aunque acerca de esto no están conformes todos los pareceres.…