2016

2016

[Artículo] Epidemias y crisis, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 4 de julio de 1885.

I

Concluí mi crónica anterior augurando sucesos dignos de ser contados, con motivo de la manifestación del comercio madrileño.

No me equivoqué, y el 20 de junio resultó ser un día célebre que no olvidarán fácilmente los ministros conservadores ni otras personas muy elevadas.

El motivo del disgusto de la clase comercial fué la declaración extemporánea, prematura y nunca satisfactoriamente explicada del cólera morbus en Madrid, y la manera de expresarlo consistió en cerrar un día dado todas las tiendas de esta capital.

Al propósito de los tenderos se agregó el de los dueños de cafés y tabernas, y cumplido el acuerdo sin excepción alguna, vimos a Madrid en el más extraño y desusado aspecto que es posible imaginar en esta población.

Porque las tiendas cerradas se ven los domingos y días festivos; pero jamás, en lo que lleva de existencia, se ha visto Madrid sin cafés y sin tabernas.

Y este fenómeno, dando a la corte un aspecto de tristeza y desolación, tan contrario a su temperamento constante, no podía menos de producir hondísimo trastorno en el vecindario.

A muchos habitantes de esta villa debió parecerles que se acababa el mundo o que alguna perturbación grave ocurría en nuestro planeta.

Otros debieron de padecer horribles nostalgias.

Muchos vagaban por las calles, observando los lúgubres bastidores de las puertas cerradas, mirando los letreros de los escaparates, parecidos a nichos de cementerios, y las chapas metálicas que cubren los huecos de las puertas de los establecimientos comerciales.

El contingente de desocupados de la Puerta del Sol aumentó de un modo tan extraordinario que la guardia civil de a caballo ‘tuvo que recomendar, con no muy suaves modos, que se fuera cada uno a su casa.

Como las tiendas de comestibles se cerraron también a piedra y barro, los bebedores de café y de vino no hallaron medio de suplir con libaciones caseras la privación fortísima a que la clausura les obligaba.

Si la cosa hubiera durado tres días, creo que alguien habría intentado abrir a hachazos las cerradas puertas del Imperial y el Suizo.

Felizmente, este eclipse total tabernario y cafetero sólo duró el 2o, día y noche, y el 21 los establecimientos recibieron de nuevo a sus parroquianos.

Mas por la noche del 20, la multitud que invadía las calles, compuesta de ociosos y de curiosos, sufrió varias embestidas del Cuerpo de policía.

Un gobernador antipático quiso demostrar en aquella ocasión energías de todo punto intempestivas, y hubo sustos, carreras, sablazos, y apabulles, magulladuras, bofetadas, estrujones y, por fin, dos muertos.

Dióse el nombre de motín a este barullo, y el Gobierno declaró que todo era obra de la picara revolución.

Cuentan que se publicaron proclamas, que se oyeron gritos sediciosos, y el gobernador decoró las esquinas con un bando altisonante, en que estampaba las frases de amenaza y cólera que son propias del caso.

Pero, en mi humilde opinión, los pruritos revolucionarios, y las proclamas, y los intentos sediciosos sólo estaban en la acalorada fantasía del señor Villaverde, que ya vió estas cosas y otras igualmente tremendas en el alboroto de los estudiantes allá por noviembre del último año. Hay hombres predestinados a encontrarse la revolución a la vuelta de cada esquina, y uno de éstos es el Sr. Villaverde, a quien se le antojan los dedos demagogos.

La verdadera causa del motín fué una ley física, la impenetrabilidad, por la cual dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar, y como la multitud llenaba la Puerta del Sol y querían los curiosos ocuparla también, no quedaba hueco para los agentes de orden público y la Guardia civil, de donde vino la «lucha por el espacio»; los más fuertes expulsaron a los más débiles, y al vaciarse la plaza por sus avenidas, flaquearon muchas piernas y fueron molidas y contusas innumerables costillas.

A todo esto corría por Madrid la noticia de la dimisión del Ministerio; el presidente de la Cámara y el jefe del partido liberal fueron llamados a Palacio. El Rey les pedía consejo para la resolución de la crisis. Expectación en las masas aburridas. La palabra crisis no suena nunca en Madrid como otra palabra cualquiera. Siempre hay alguien en quien produce escalofríos de desesperación y alguien a quien infunde alientos de esperanzas. La crisis es cambio de Ministerio, de partido y de postura. Suele traer consigo la renovación de todo el personal administrativo, y, por tal motivo, sus efectos pueden ser contrarios en los distintos individuos que componen nuestra sociedad. He dicho cambio de postura, porque la crisis es como cuando un enfermo se cansa de dormitar de un lado y se vuelve del otro. Suele resultar que de todas maneras está mal, lo que no impide que busque nuevas y extrañas posiciones en expectativa de un alivio que no llega jamás.

Pero veamos qué crisis es esta y en qué se funda.

La razón que da el presidente del Consejo para marcharse a su casa es un desacuerdo entre el Gobierno y la Corona, y este desacuerdo no lo motiva cuestión política y constitucional, sino el deseo manifestado por el Rey de ir a Murcia, y el Gobierno se opone resueltamente a este temerario viaje.

Es la primera vez que un intento semejante, tan honroso para quien lo siente, produce una crisis ministerial, y en verdad que la cuestión es delicada.

Si un partido abandona el poder por no creer conveniente un acto determinado del jefe del Estado, ¿quién se , atreverá a sucederle, cuando lo primero que tiene que hacer es aconsejar y autorizar aquel mismo acto?

¿Y quién es el guapo que se atreve a decir al Rey que debe ir a Murcia, donde la epidemia reinante hace horribles estragos?

Por esta consideración, se creía que el señor Cánovas, al plantear la crisis en términos tan desusados, tenía ganada la partida y asegurada para sí la la sucesión de sí mismo.

Así fué en efecto. El 22 supimos con sorpresa que ya no había crisis, que el Rey no iba a Murcia y que el Gobierno continuaba tal como estaba constituido. Justo es consignar que la noticia de la suspensión del viaje regio produjo un efecto doblemente desagradable.

En primer lugar, pérdida de prestigio para el Rey, pues en estos pueblos meridionales e imaginativos la temeridad encuentra siempre simpatías, y el atrevido y arrojado, cualesquiera que sean sus móviles, es siempre puesto por encima del que tiene por guía la cordura y la prudencia.

Virtudes son estas que el pueblo español ha tenido y tiene en poco.

El segundo efecto desagradable de la solución de la crisis ha consistido en ver que continuaba el gabinete del señor Cánovas, recayendo principalmente las antipatías en el señor Romero Robledo, cuyas campañas sanitarias han sido objeto de picantes burlas y de sátiras sin fin.

Los más exaltados sostenían que la crisis era una pura comedia, representada con el exclusivo objeto de evitar ese temido viaje a Murcia, más temido por los ministros que por el Rey. Otros veían con pena que se apartaba el soberano de una empresa que habría reverdecido la popularidad un tanto mustia en esta última época, y, por fin, todos, a excepción de los que ocupan el poder, tachaban a la situación de desatentada e imprevisora.

II

Los grandes debates que siguieron a la crisis no han puesto bien en claro los móviles de ella ni el velado pensamiento del señor Cánovas.

Defiéndese éste con su flexible ingenio y los pasmosos recursos de su elocuencia de los redoblados ataques de sus adversarios. Llevó la cuestión al terreno en que mejor se defiende, que es el de las re-criminaciones a la revolución, y hablando pestes de la democracia, y sentenciando su absoluto divorcio de la monarquía, procuró dominar el tumulto parlamentario.

Esto de la incompatibilidad entre la democracia y la monarquía es una de las armas que con menos fortuna ha manejado la mano habilísima del presidente del Consejo, pues con ella se hiere sin quererlo cada vez que la esgrime. Fresca está en la memoria de todos la insistencia y hasta el entusiasmo con que los conservadores protegieron la llamada izquierda dinástica; le dieron calor, la alentaron, criáronla a sus pechos, si así puede decirse. ¿Y qué era la izquierda dinástica, sino la expresión más atrevida de la alianza entre la democracia y el Trono?

Los conservadores la fomentaron en odio al partido liberal, de quien aquella fracción era un des-prendimiento.

Empollaron la izquierda dinástica para quitar fuerza a los liberales, y ahora que los distintos elementos avanzados se ponen de acuerdo y en disposición de subir al poder resulta que la democracia y la corona son incompatibles.

Una de dos: o procedieron los conservadores con torpeza o con inaudita malicia. Pero es tan frecuente que nuestros políticos varíen de opinión en puntos capitalísimos cuando les conviene, que esto no nos coge ya de sorpresa. Los principios no son aquí más que una palabrería insustancial que sirve para todo, gracias a la flexibilidad meridional de estos hombres de oratoria brillante y escurridiza.

Los hechos no significan nada; la lógica menos.

El sofisma lo es todo, y el capricho ocupa el lugar que en otras partes corresponde al acontecimiento.

El país, escéptico cual ningún país del mundo, mira todo esto con indiferencia, y lo que quiere es que le saquen pocas contribuciones y le permitan divertirse con tranquilidad. Y cuando ninguno de

estos dos ideales se puede realizar, aún sufre resignado su mala suerte, por miedo a que venga otro Gobierno que la empeore y haga más crueles sus inveterados males.

III

El Rey no fué a Murcia, bien contra su voluntad al decir de los palaciegos, aunque acerca de esto no están conformes todos los pareceres.…

[Artículo] Un viaje real, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 19 de julio de 1885.

I

De la noche a la mañana ha surgido una cuestión grave, que se roza con lo sanitario y lo político. El viaje del Rey a Murcia va a ser un hecho, conforme ha manifestado resueltamente don Alfonso en el Consejo de ministros de ayer. Tal era el tema de todas las conversaciones anoche, y continúa siéndolo hoy. Los ministros se oponen con tenacidad, el Rey insiste, y probablemente el Rey triunfará, y el viaje será un hecho. Lo peliagudo de esta cuestión consiste en que el Gobierno está en el deber de oponerse a los deseos de Su Majestad, y de la divergencia entre el Rey y su Gobierno no puede resultar una crisis constitucional, porque el acto del Soberano está inspirado en los móviles más generosos. Es temerario y digno de loa. No hay más remedio que aplaudirlo y contrariarlo, de donde resulta una situación tirantísima para las personas que por razón de su cargo están llamadas a aconsejar todos los actos del Monarca con arreglo a la letra de la Constitución.

Y el estado de los ánimos es tal en Madrid, que Alfonso XII perdería mucho en el concepto público si desistiese de su, temerario propósito-

Se ha arraigado de tal modo en la conciencia pública la idea que la declaración del cólera en Madrid obedecía a la idea de impedir el viaje del Rey, que ahora, para desvanecer tan malas impresiones, es indispensable que la excursión se realice.

Los ministros a quienes se acusaba (creo que sin motivo) de medrosos, no tienen ahora más remedio que hacer de tripas corazón y acompañar a su Soberano al suelo infestado, donde ocurren diariamente 200 invasiones y 8o o 90 defunciones.

La desatentada política sanitaria del Gobierno ha puesto las cosas en el estado en que hoy las vemos, haciendo y deshaciendo cólera a su antojo, encubriéndolo cuando le convenía y dándole proporciones cuando así cuadraba a su interés.

El público se complace extraordinariamente en suponer al señor Romero Robledo camino de Murcia, y aunque nadie desea verle atacado, todos gozarían un tantico viéndole sufrir con paciencia, al regresar de su expedición, las increíbles molestias de lazaretos, fumigaciones y desinfecciones con que él está poniendo a prueba, desde hace dos años, la paciencia del país.

En cuanto al Rey, su viaje a la provincia infestada tiene dos aspectos: el personal y el político. En el primero, todos los elogios son pocos.

Cuando las personas acomodadas huyen del foco de la epidemia, él acude allá; cuando el pánico cunde y las familias se disgregan y los más allegados a un enfermo le abandonan, poseídos de invencible terror, la persona más alta de la nación, que no tiene ni puede tener relaciones personales con ninguno de sus súbditos, se dispone a consumar un acto de abnegación, al cual no está obligado, ni aun moralmente, por ninguna ley. La persona colocada en el Trono en medio de esplendores que parecen impropios de nuestra época, disfrutando esas comodidades suntuarias que tanto envidian los humildes, desconociendo las amarguras del oficio de Rey; esa persona, que parece más alta que las demás, y a quien se respeta por tradición, ya que no por sentimiento, abandona su hogar y se lanza en busca de un gran peligro, deseando aliviar la suerte de los desgraciados murcianos, repartirles socorros, darles ánimos y levantar el espíritu público en aquella provincia tan duramente azotada. ¡Buena lección para las familias aristocráticas que han huido de Madrid impulsadas por el miedo, apenas supieron que había casos de cólera a 100 leguas de esta capital! ¡Buena lección para esa muchedumbre egoísta, que no piensa más que en su bienestar y ve con calma cómo se añaden a los males de la epidemia los del hambre, ocasionada por la deserción de las clases pudientes!

II

Convengamos en que el oficio de Rey es en nuestros tiempos un poco duro, y que esa alta posición, rodeada de esplendores y de boato, puede, en ciertos casos, resultar inferior a la oscura medianía de los que, con menos goces que satisfacer, tienen también menos deberes que cumplir.

Bajo el aspecto político, la cuestión del viaje es muy distinta. En todo país monárquico aun en aque- líos en que la sucesión a la Corona no ofrece ni puede ofrecer dificultades, la vida del Soberano es de grandísima importancia. En España, donde la sucesión a la Corona es la caja de Pandora, que, abierta, echa de sí todos los males posibles, la vida del Soberano tiene un valor incalculable. Los monárquicos más fervientes no se hacen ya ilusiones respecto a las consecuencias de una desgracia de Alfonso XII. Pocos, muy pocos son los que creen que el problema de la sucesión se resolvería pacificamente con arreglo a lo que dispone la Constitución escrita. La muerte del Rey sería la señal de la conflagración, y el problema dinástico se confundiría con el problema de forma de Gobierno para hacer más pavorosa la situación del país. Porque las instituciones a cuya sombra vivimos con mayor o menor holgura están aquí, como suele decirse, prendidas con alfileres, y si el Trono queda vacante, o lo que es lo mismo, si el alfiler se cae, sabe Dios lo que sucedería. Por de pronto, veríamos surgir de nuevo con sus estúpidas pretensiones el bando carlista, y la guerra civil y los cantonales y todas las insensateces que bullen en el fondo de nuestra sociedad.

Véase, pues, cuán delicada cuestión es esta y qué males podría ocasionar la generosa temeridad del Rey si ocurriese una desgracia. El ejemplo del Rey Humberto, que citan los partidarios del viaje, no tiene fuerza; porque en Italia la institución monárquica tiene más solidez que aquí, la sucesión masculina está allí asegurada, y el principio de unidad, alma de Italia, va unido con indisoluble lazo a la dinastía de Saboya. Allí no hay carlismo ni cosa que lo valga. La pérdida del Rey, si por desgracia hubiese sido atacado en Nápoles, habría sido un duelo inmenso para el país, pero sin consecuencias en su suerte ulterior.

En España no ocurre lo mismo, como comprenderán los que conozcan medianamente este país. Aquí vivimos en perpetuo estado de incandescencia, como los terrenos geológicos que están en vías

de formación y no se han solidificado todavía.

Los ministros cumplen con su deber aconsejando al Monarca que no se mueva de Madrid, y haciendo los mayores esfuerzos para impedir el viaje. Pero éste se realizará, según en público se dice, con la aquiescencia del Ministerio o sin ella. Dicen que en cuanto el Rey vuelva se planteará la crisis, y así parece natural, porque el viaje regio al país infestado es condenación palmaria de la política sanitaria que viene practicando el señor Romero Robledo desde el año pasado. La situación de este señor no puede ser más desairada, y para colmo de desdicha, se ve obligado a acompañar al Rey en su peligrosísimo viaje.

Si es cierto, como la gente dice, que tiene mucho miedo, es realmente digno de lástima.

Pero doy poco crédito a esto de miedo de Romero Robledo, y lo tengo por invención malévola de sus muchos enemigos. Y en resumidas cuentas, tenga miedo o no, él sabrá cumplir con su deber y ponerse en el lugar que las circunstancias le exigen.

[Artículo] Pánico colectivo, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 30 de julio de 1885.

I

Bien quisiera cumplir lo ofrecido al terminar mi última crónica. Anunciaba en ella que tal vez en la presente hablaría de cosas agradables, para desvanecer la mala impresión de las tristes nuevas de que vengo ocupándome meses ha. Pero seguimos de malas, como vulgarmente se dice, y tras una desgracia viene otra, y el cólera no nos deja vivir, invadiendo ciudades y campiñas con aterradora prontitud. De la región mediterránea, que hasta ahora parecía tener el triste privilegio de albergar al terrible huésped, ha saltado éste a la región central, cebándose de un modo espantoso en la risueña Aranjuez, a orillas del Tajo. La estadística de la mortalidad en este infeliz pueblo da una cifra incomparablemente superior a la que representan los estragos de la epidemia en Murcia en el año que corre, y a los que sufrió Nápoles en el pasado. Las doscientas invasiones que algunos días ha tenido Aranjuez, equivaldrían a cuatro o cinco mil si esta villa de Madrid fuera atacada en la misma proporción.

El pánico ha sido inmenso, y las escenas de desolación, horrorosas. Durante ocho o diez días Aranjuez ha sido un hospital. La cuestión de subsistencias ha venido a complicarse con la sanitaria, produciendo dificultades tales que sólo el espíritu de caridad y los expeditivos recursos de la asociación han podido vencerlas. Han llegado a faltar médicos y farmacéuticos, y aun se han visto diezmadas las valientes filas de Hermanas de la Caridad, las verdaderas heroínas de estos fúnebres tiempos. Pero de Madrid han ido facultativos, y la valerosa Orden de San Vicente de Paúl ha enviado nuevas heroínas para ocupar el puesto de las que habían sucumbido.

Por fin, tantos esfuerzos reunidos, y más principalmente la propia degeneración y desgaste del mal, han hecho su efecto, y la epidemia, después de los horrorosos estragos de principios de mes, ha descendido rápidamente. Hoy, cuantas personas han quedado vivas en aquel país, visten de luto.

Tiene fama Aranjuez por su espléndida vegetación y la fertilidad de su suelo. Es el más célebre

de los sitios reales de los monarcas españoles, aunque de algunos años a esta parte es poco visitado de la Corte. El palacio, casi tan grande como el de Madrid, es un hermoso edificio lleno de maravillas suntuarias. Fué muy favorecido de la familia real en los reinados de Carlos IV y Femando VII, y en él se verificaron los sucesos del 19 de marzo de 1808, de memorable recordación en nuestra historia, pues constituyeron el primer pronunciamiento militar, determinando dos actos tan importantes como la caída del favorito Godoy y la abdicación de Carlos IV.

Hasta la mitad del reinado de Isabel II, El Sitio, como vulgarmente se designaba a Aranjuez, tenía todos los años una temporada que podríamos llamar de moda.

No sólo se trasladaba a él la Corte con todo su boato, sino la aristocracia de la sangre y el dinero. En el mes de abril era Aranjuez la verdadera capital de España. Uno de los primeros ferrocarriles que en España hubo fué el de Madrid a Aranjuez, construido por el emprendedor Salamanca en tiempos en que era una necesidad para ciertas familias el trasladarse al Real Sitio en cuanto despuntaba la primavera.

Pero desde que fueron un hecho las grandes líneas de ferrocarril, los madrileños empezaron a tomar afición a los viajes largos y a buscar los encantos de la primavera y del verano en zonas más distantes. Porque, a decir verdad, Aranjuez, con su vegetación admirable, carece de condiciones para el verano.

La primavera es hermosísima; pero es tan corta, que apenas dura quince días. Desde mayo comienzan los calores, que son insoportables. De este calor y de la abundancia de agua en la fértil vega, fecundada por el Tajo y el Jarama, provienen las fiebres perniciosas que en aquel término se padecen.

Las mismas causas engendran al propio tiempo la flora más rica que posee nuestra Península en su zona central. Nada existe más bello que las alamedas del Príncipe y la isla. Sin exageración, puede afirmarse que los álamos, los plátanos, los chopos, los fresnos y tilos que allí existen son los más altos, esbeltos y frondosos de Europa. Las bóvedas de verdura que las altas ramas forman en las principales avenidas, ofrecen un admirable conjunto y una frescura sin igual. Después innumerables arbustos y plantas de adorno embellecen el suelo. Las rosas crecen con lozanía exuberante, y el aire, cargado de aromas, embriaga.

Los dos ríos que allí se unen son bastante caudalosos. En otros tiempos tenían los reyes una escuadrilla, compuesta de capitana y media docena de embarcaciones menores, para pasear a lo largo del Tajo.

Mandaba la flota un almirante de verdad y la servían y la tripulaban oficiales y marineros escogidos entre lo más granado de los apostaderos del Ferrol y Cartagena. Había para la conservación y seguridad de la escuadrilla, diques, muelles y careneros, y la Casa Real gastaba enormes sumas en este juego inocente. Hoy todo esto ha desaparecido.

Las naves fluviales han sido convertidas en leña. El río no ve en su corriente más que las enormes balsas de madera que bajan de los pinares de Cuenca y que se desembarcan en Aranjuez para ser transportadas por ferrocarril.

Permanecen de aquellos regios esplendores, las alamedas siempre verdes, misteriosas, sombrías algo tristes y pobladas de ruiseñores. Y en medio de ellas se alza el palacio inmenso, abandonado, al cual los actuales reyes despojan de sus tesoros artísticos para traerlos a Madrid. No obstante, aun conserva el Real Sitio verdaderas maravillas en porcelanas, chimeneas, relojes de bronce y tapices.

La población de Aranjuez hállase rodeada de terrenos feracísimos, admirablemente cultivados, de extensas dehesas donde pastan las cabañas reales.

Cerca está la Flamenca, propiedad magnífica de Fernán Núñez, que en otros tiempos perteneció a la Casa Real.

Cerca está también la afamada ganadería de toros bravos del duque de Veragua.

La agricultura y la ganadería están bien representadas en esta zona incomparable que surte el mercado de Madrid y produce riquísimos frutos.

Y sin querer volvemos al cólera, pues han dado en decir los entendidos que la epidemia de este año trae la especialidad de no aclimatarse sino en las zonas palúdicas, o sea en aquellos territorios en que los riegos agrícolas encharcan el suelo, produciendo una gran elaboración de miasmas orgánicos.

Los hechos confirman esta idea, pues hemos visto que hasta ahora el cólera no ha tomado proporciones aterradoras sino en las huertas de Valencia y Murcia, y en la ribera de Aranjuez, que son precisamente los puntos donde más uso se hace de los abonos para fecundar el suelo y de los riegos para humedecerlos.

Que estos dos elementos, abono y riego, favorecen el desarrollo de infecciones más o menos dañinas, no hay para qué discutirlo. Que el cólera encuentra en tales condiciones un campo terriblemente propicio a su desarrollo, bien claro se ve, y no necesita la ciencia hacer esfuerzos para demostrarlo. Ahora lo que falta es que se contenga aquí y no invada con igual saña las localidades secas. Hasta ahora todo parece confirmar la constitución especial del cólera de 1885. En medio de los horrorosos estragos causados por la epidemia en las zonas agrícolas de Levante, vemos con asombro que aparece inmune Alicante, situado en terreno árido y pedregoso. Cartagena, en cuyos alrededores no hay vejetación, se conserva también libre del azote.

Y hay que observar que en las invasiones de 1855 y 65, Alicante, como todos los puertos de mar, llevó la peor parte. El cólera de entonces se encariñaba con el litoral pasando como de soslayo por las zonas interiores. Hoy viene con diferente tendencia y aficiones. Diríase que ha cambiado de gustos. No hace caso de los pueblos costeños, y se ensañaron los que poseen cultivo intensivo a la orilla de las grandes comentes fluviales. Se ceba en Murcia, que es toda un jardín, gran parte del año encharcado; hace estragos en toda la huerta de Valencia, en la cual abundan los pantanos destinados al cultivo del arroz; pasa indiferente y como a saltos por las provincias de Albacete y Cuenca hasta que descubre la rica zona del Tajo y Jarama. Allí se establece, desarrollando con ímpetu terrible la magnitud de su fuerza destructora, que en puridad es potencia fecundante, para crear millones de millones de organismos microscópicos. Aunque tiene a Madrid tan cerca, pues sólo dista cuarenta y nueve kilómetros de Aranjuez, lo respeta, y después de picar aquí y allí en la provincia, se le ve saltar a las vegas del Jalón y el Ebro, siempre buscando los suelos fértiles para la agricultura y mortíferos para el hombre.

Madrid, con su medio millón de habitantes continúa casi inmune, pues los cuatro o cinco casos que diariamente ocurren, tienen poca importancia, y casi todos recaen en individuos procedentes de Aranjuez. Barcelona, a pesar de su situación mediterránea, se libra también, al menos por el momento. En Andalucía no ha ocurrido aun ni una sola invasión. El Norte de España se conserva totalmente libre.

¿Podremos confiar en que resulte cierta la hipótesis de la constitución palúdica del cólera de 1885?

Allá lo veremos, pues de aquí al Otoño se ha de resolver el problema.

II

De veras digo que el doctor Ferrán, si al fin no tiene la suerte de encontrar el remedio del cólera, ganará seguramente el cielo en esta ruda campaña que sostiene contra enemigos mil en defensa de su invento. Porque en el tiempo transcurrido entre mi última crónica y la presente, se le prohibió practicar sus inoculaciones; luego diósele permiso para ello, y al fin se le ha retirado el mismo permiso resuelta y al parecer definitivamente.…

[Artículo] El cólera y la política, de Benito Pérez Galdós

Madrid. 14 de agosto de 1885.

I ‘

Invadida por el cólera morbo gran parte de nuestra península, estamos presenciando las cosas más peregrinas y estrambóticas en materia de precauciones. En algunas localidades toman tan en serio los cordones y lazaretos, que se cometen verdaderas crueldades con los infelices viajeros; en otras fumigan de tal suerte, que al que le toca se asfixia sin remedio o coge una bronquitis crónica.

En vano el Gobierno truena contra los lazaretos y dispone su desaparición. O no le obedecen, o fingen obedecerle para volver al poco tiempo a las andadas.

Llaman lazaretos en algunos pueblos a un destartalado pajar, un molino sin uso, un corral de ganado o cosa parecida, donde no hay camas ni alimentó, ni comodidades de ninguna clase, ni aun lo más necesario para la existencia.

A todo el que llega, venga de donde viniese, me le meten allí y me le encierran durante siete u ocho días, a voluntad del alcalde, que suele serlo de monterilla.

Hay lazaretos que tienen por techumbre la bóveda del cielo, para que puedan los detenidos disfrutar las delicias del relente por las noches y de un sol canicular durante el día.

Contra tales heregías, protesta el país entero; el Gobierno envía delegados a las zonas acordonadas; pero hasta ahora no se advierte que mejoren los procedimientos preventivos.

Suelen ceder los alcaldes de los pueblos pequeños; pero los de las grandes ciudades, como Sevilla y Málaga, persisten en sus medidas de crueldad e inhumanidad.

Ya parece que el Gobierno amenaza con emplear la fuerza para deshacer los dichosos cordones, y en este caso podrá atajarse a tiempo este movimiento anárquico, que llegará a tomar proporciones graves, si no se pone remedio en ello.

He hablado de Aranjuez y Murcia, como los puntos más castigados por la epidemia. Ambas poblaciones están libres ya, y Valencia, donde alcanzó la mortalidad una cifra bastante alta, parece también volver a su situación sanitaria normal.

Hoy las localidades más azotadas son Zaragoza, capital de la provincia de su nombre y del antiguo reino de Aragón; Teruel, capital de otra provincia aragonesa; Albacete, lindante con Murcia; Jaén, provincia de Andalucía, y Don Benito, ciudad, importante de Extremadura.

También ha hecho el cólera enormes estragos en Monteagudo, pueblo de la provincia de Soria; en todos los de Alicante, en Cartagena, y como chispazos, se han advertido algunos casos en Castilla la Vieja, principalmente en Palencia, Zamora y Salamanca.

Madrid continúa casi lo mismo, pues el ligero aumento que ha tenido el número de invasiones, no es de extrañar, considerando que han buscado asilo en la metrópoli unas cincuenta mil personas procedentes de Aranjuez, Zaragoza, Teruel y otros puntos.

Continúa verificándose el fenómeno de ser más cruelmente invadidos los campos que las poblaciones, y de adquirir más desarrollo la mortalidad en las zonas pantanosas o encharcadas por los riegos artificiales. Zaragoza está rodeada de extensísima y fértil vega, regada, como Murcia, por acequias y canales.

Monteagudo, el pueblo donde mayor número de víctimas ha hecho el veneno asiático, tiene en su término un pantano o depósito de aguas llovedizas, que por efecto de las persistentes lluvias de este

año, se había convertido en charco pestilencial. En las localidades secas y frescas, como Segovia, la epidemia no ha arraigado, y Madrid continúa siendo la prueba más clara de que no encuentra el virus condiciones favorables allí donde no existen aguas estancadas o humedades persistentes.

El Norte y Noroeste de la Península permanecen libres por completo de la epidemia, recibiendo gente de las zonas atacadas, sin que se altere la salud.

No existen aquí cordones ni lazaretos, y todo el mundo entra y sale libremente.

Se cubre el expediente con una ligera fumigación, que es una verdadera farsa, y todo va bien hasta la hora presente.

Es digno de fijar la atención el consolador espectáculo que ofrece Zaragoza. El vecindario ha recibido la calamidad con perfecto tesón, haciéndole frente y combatiéndola sin desmayar un punto.

Es la ciudad célebre por sus heroicos sitios, y en este caso se defiende como supo defenderse de las paralelas de un ejército, inmortalizando su nombre.

Allí las clases pudientes no han emigrado como en otras poblaciones; allí el miedo y la cobardía son desconocidos; allí todo el mundo está en su puesto, y cada enfermo encuentra multitud de sanos que le auxilien. Las Juntas de socorros funcionan sin embarazo alguno; y para que la ciudad conserve su aspecto ordinario, cosa que tanto influye en los ánimos, los comercios continúan abiertos, los talleres funcionan, y aun los teatros y divertimientos reciben al público que quiere visitarlos. De esta manera los estragos de la epidemia son mucho menores.

La grandeza de ánimo de los zaragozanos es el mejor específico para atenuar los terribles efectos del morbo.

Fácilmente se comprenderá que, en una ciudad, donde por la actitud de todo el vecindario se ha suprimido el pánico, se tiene mucho adelantado para reconquistar la salud pública.

Desgraciadamente, este noble ejemplo no ha sido imitado en todas parces.

Pueblos hay que, dejándose vencer del terror, han visto duplicado el número de víctimas por causa del abandono y de la precipitación. Allí, donde el egoísmo ha decretado los aislamientos, se ha dado el caso de permanecer insepultos los cadáveres, infestando la atmósfera. Muchos enfermos, a quienes una regular asistencia habría salvado, han perecido en espantosa soledad, y rotos los lazos de la familia, el pánico ha separado el padre del hijo y el hermano del hermano.

Tardarán mucho los pueblos en comprender que la serenidad es el mejor dique que se puede oponer a esta asoladora epidemia, y que el cólera, atacado con prudencia, oportunidad y energía, es una de las enfermedades que menos víctimas causan.

La estadística y la ciencia lo declaran así, de un modo que no deja lugar a duda. Atacado el mal en los síntomas prodrómicos, casi siempre cede; pero muchos descuidan estos síntomas, no les dan importancia o no los declaran por no alarmar a las familias.

Cuando la insistencia del sufrimiento les obliga a declararlo, ya el mal está en el segundo período y difícilmente tiene remedio.

Si el desarrollo del ataque fuera lento, desaparecería quizás el pánico que esta enfermedad produce.

Lo que la hace espantosa es la brevedad y prontitud de su proceso, más que la muchedumbre de víctimas. A esta rapidez del proceso colérico se deben también las preocupaciones que acerca de su generación y propagación corren validas en el sentimiento del vulgo.

Ninguna enfermedad hiere la imaginación popular como ésta, porque ninguna reviste esa forma de descarga fulminante o de golpe homicida que el maldecido cólera tiene.

Por eso en todas las invasiones de esta epidemia se extienden las consejas de envenenamiento de aguas. En 1834, cuando por primera vez fué nuestro país visitado por el que desde entonces se llamó viajero del Ganges, el envenenamiento de los manantiales se atribuyó a los frailes. Esta creencia estúpida produjo los atroces asesinatos de regulares perpetrados en Madrid y otras capitales.

Las invasiones posteriores han tenido también su conseja, más o menos ridícula, y aun hoy la mente popular, incapaz de ponerse a la altura de los doctores Koch, Pasteur y Ferrán, en la apreciación de los organismos micróbicos, explica la epidemia con las hipótesis más risibles.

Unas veces es el Gobierno el autor del mal, otras son los médicos. El primero envía agentes secretos a derramar en las fuentes botellas de pestilente líquido; los segundos administran a los enfermos unos endiablados polvos para que revienten cuanto antes, aumentando las estadísticas, de cuyos números se lucran ellos.

Por fortuna, estas ideas encuentran ya poca acogida.

La masa principal del pueblo tiene bastante sentido para no darles circulación.

Pero la ojeriza contra loé médicos subsiste en algunas localidades, y en determinados barrios de éstas.

En Madrid mismo han ocurrido escenas semejantes a las que ocurrieron en Napóles el año pasado, y en varios pueblos los médicos se han resistido a prestar su asistencia en ciertos caseríos, por temor a las vejaciones y atropellos de que eran objeto.

II

El estado de nuestro país es hoy tan lastimoso que la lectura de la Prensa causa amargura vivísima. En los círculos todos no se habla más que de calamidades. El comercio y la industria están totalmente paralizados. A los males de la epidemia se unirán pronto los de la miseria, si Dios no lo remedia, y para que nada falte, nuestro ministro de Hacienda, disponiendo la variación del impuesto de consumos con ciega inoportunidad, ha traído una nueva plaga sobre esta infeliz tierra.

Es verdaderamente inconcebible que se pretenda aumentar ¡a tributación que pesa sobre los artículos alimenticios, precisamente cuando la carestía es más sensible que en época alguna.

Es absurdo que el Estado acapare los recursos de que viven los Ayuntamientos cuando éstos carecen de lo preciso para las más urgentes atenciones sanitarias. La tenacidad del señor Cos-Gayón no tiene nombre; pero en el pecado lleva la penitencia, porque pensando reforzar el impuesto, lo ha echado a tierra, y hoy se encuentra con enormes mermas en el presupuesto del Estado.

Su desatentada gestión produce motines diarios.

Todos los pueblos no castigados aún por el cólera, se distraen del aburrimiento de estos tiempos amotinándose y rebelándose contra las disposiciones referentes a consumos. De veras digo que España es hoy un país de delicias. Los lazaretos y cordones por una parte, las algaradas de consumos por otra, hacen de nuestra patria una verdadera jaula ele dementes. El que cae en la mala tentación de viajar es enchiquerado, permítase la palabra, en un barracón infecto, donde le ahúman hasta que echa los bofes, y allí me le guardan después sin darle de comer ni prestarle auxilio alguno.…

[Artículo] Topete, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 3 de noviembre de 1885.

I

Don Juan Topete fué una de las figuras más visibles de nuestra revolución política del 68.

No era Topete muy viejo; más desde hace algunos años veíase abrumado de achaques. Su vida había sido muy activa, gran parte de ella empleada en rudos trabajos de guerra y de mar. Valiente hasta la temeridad, tenía en su hoja de servicios multitud de hechos gloriosísimos. Como personaje político era también muy interesante. En la vida privada ofrecía los mejores ejemplos de virtudes domésticas y de sencillez y pureza de costumbres. Sus arranques de generosidad no podían compararse sino con las vehemencias ardiantes de su valor indomable. Su temperamento de héroe tenía sinceridades pueriles, esa sencillez del marinero, largo tiempo alejado de tierra, y sin más sociedad que la de los elementos. Difícil es que se pueda juzgar hoy imparcialmente la participación que tuvo en los acontecimientos políticos que produjeron la caída de Isabel II; pero sí puede decirse que lo que Topete hizo en aquellos días, hízolo arrastrado por la corriente incontrastable de la opinión pública. En su ánimo no influyeron sugestiones de ambición personal ni miras pequeñas. Lanzó el grito de insurrección a impulsos de un sentimiento patriótico y se jugó la cabeza por la causa de la libertad.

Como creo que aquel movimiento, plenamente justificado por los sucesos, fué necesario y nos trajo a la larga inmensos bienes, no tengo reparo en declarar que la insubordinación realizada por Topete fué de las que no solo son absueltas sino aplaudidas por la historia. También Daoíz y Velarde fueron sediciosos, y la patria ha inmortalizado sus nombres.

Fuera de esto, y considerado simplemente como marino, Topete deja un nombre glorioso en los anales de nuestra armada. Nació en Tuztla (Méjico), en mayo de 1821. Empezó a navegar en 1835 embarcándose como marino en la fragata Esperanza y prestando sus primeros servicios en la isla de Cuba. Desde aquella fecha hasta 1860, navegó sin descanso, ora persiguiendo los barcos negreros en el mar de las Antillas, ora tomando parte en la expedición a Italia. Su fama comenzó en la guerra de África en la cual desempeñó el cargo de mayor general de la escuadra, siendo tan eminentes sus servicios, que el ilustre general O’Donnell le distinguió desde entonces con entrañable y firme amistad.

Pero la campaña del Pacífico fué el principal teatro de las hazañas de Topete. Allí realizó hechos de armas verdaderamente fabulosos, al lado del insigne Méndez Núñez y de sus compañeros Alvar-González, Pezuela y Barcáistegui. Mandando la fragata Blanca, salió de Cádiz en julio del 64 y llegó al Callao de Lima en enero del 65.

La serie de proezas realizadas, de peligros vencidos por aquellos ilustres marinos, en medio de increíbles privaciones y a miles de leguas de la madre patria, ocuparían demasiado espacio. La guerra del Pacífico contra Chile y el Perú es considerada como la más impolítica de las guerras por los estadistas españoles contemporáneos. No nos produjo bien alguno, nos enemistó por mucho tiempo con las Repúblicas americanas, hizo odioso el nombre español en aquellas regiones y produjo inmensos males al comercio de la Península. Pero es indudable que las tradiciones gloriosas de nuestra marina militar tuvieron en aquella campaña grandísimo realce, como lo acreditan las historias de aquellos sucesos, sin excluir las escritas por los que entonces eran nuestros enemigos. La fragata Blanca fué uno de los buques que más se distinguieron, a pesar de ser el más viejo, el más pequeño y el peor artillado de la expedición. Desempeñó arriesgados cruceros y servicios de importancia. De los 19 buques apresados por toda la escuadra, 14 lo fueron por la Blanca. En Abtao, en los canales de Chiloe, el valeroso barco mandado por Topete, se lanzó a imposibles aventuras, saliendo siempre airoso por la osadía de su jefe.

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El 2 de mayo de 1865, se verificó el bombardeo del Callao, plaza vigorosamente fortificada, como es sabido, con artillería muy superior a la nuestra, torres blindadas y torpedos de defensa.

A la fragata Blanca se le señalaron 800 tiros, y Topete, al saberlo, dijo que con tal número no tendría ni para empezar. Asignáronle entonces 1.200, que a la mitad de la acción estaban agotados. La Blanca y la Resolución debían batir la torre blindada del Sud llamada de la Merced con dos piezas de 500 libras, y flanqueada además por dos potentes baterías rasantes. El barco de Topete se acercó tanto a tierra, que los chilenos que defendían las baterías, oían claramente la voz de mando del marino español. La Blanca tocó el fondo y estuvo a punto de encallar; pero esta misma peligrosa posición la salvó, porque los proyectiles chilenos, a causa de su elevada trayectoria, pasaban por encima del casco.

La Blanca mandó una granada con tanta suerte al interior de la Torre, que la hizo volar, pereciendo en esta voladura el Ministro de la Guerra del Perú, el coronel de Ingenieros, señor Borda, director de . las fortificaciones y el coronel de artillería Zabala y su hijo, hermano y sobrino, respectivamente, de nuestro ministro de Marina en aquella época, el general Zabala.

Si repitiese las anécdotas que a la vida militar de Topete se refieren y que pintan en brevísimos rasgos su carácter, no me bastaría el espacio de esta crónica. La tripulación de su barco le adoraba. Sabía ser enérgico y familiar según las circunstancias, y a una subordinación perfecta se unía la fraternidad más pura.

Para pintar como amaba Topete a su gente, bastará decir que siendo alférez dé navio a bordo del vapor Congreso, se lanzó al agua para recoger a un hombre, que había caído en ella. Su generosidad se aprobó muchas veces en las presas de buques que hizo durante la campaña del Pacífico. Era hombre que daba cuanto tenía, y al lado suyo no podía haber lástimas ni miserias. Por eso nunca tuvo nada; y a pesar de haber ocupado los puestos más altos de la Nación, siempre vivió en la pobreza, y en la pobreza ha muerto, no dejando a sus hijos más herencia que un nombre tan glorioso como inmaculado.

II

En su vida política, la figura de don Juan Topete no puede ser juzgada de un modo fácil y decisivo; pero cualquiera que sea el juicio que sobre él emitan los apologistas o los enemigos, nadie le negará que el patriotismo guió siempre sus acciones, y que siempre fué desinteresado. Asociado a todos los acontecimientos ocurridos en España desde la revolución del 68 a la Restauración, los más graves quizás de nuestra historia en el presente siglo después de la guerra de la Independencia, siempre fueron sus móviles la buena fe y la honradez política, virtudes raras, y en sentir de muchos, contraproducentes en el arte del Gobierno. Antes indiqué la participación que tuvo en la sublevación que derrocó la dinastía.

Puede asegurarse que sin Topete el movimiento aquel, tan laboriosamente preparado, no hubiera sido nunca un hecho.

En el Gobierno provisional desempeñó Topete la cartera de Marina. Fué de los más eficaces auxilia-

res de Prim en aquel difícil interregno, cuando, puestas en tela de juicio todas las cuestiones, incluso la forma de Gobierno, la estabilidad política era un mito, y las dificultades políticas sucedían a las dificultades; época verdaderamente grande y gloriosa, en la cual, gracias a los esfuerzos titánicos de aquellos hombres, se salvaron los principios fundamentales de aquel Gobierno.

Pero lo característico del general Topete durante el azaroso período de la Regencia fué el tesón con que patrocinó la candidatura del duque de Montpensier al Trono vacante. Topete fué siempre monárquico, sin-cero católico y profesaba al Infante de Orleáns un leal afecto. Creía con la mejor buena fe que el Soberano que más convenía era el hijo de Luis Felipe, y admiraba sus dotes de gobierno, bien marcadas y manifiestas en ciertas dotes de la vida privada. Sus dos ilustres compañeros, Serrano y Prim, no participaban de las mismas ideas, singularmente el último, cuyas altas dotes de hombre de Estado se revelaron desde los primeros días del Poder efectivo. En cuanto a Serrano, si al venir a la revolución pudo traer in mente la candidatura del duque de Montpensier, la Regencia que desempeñó y las realidades del Gobierno debieron desilusionarle respecto a aquel punto.

El gran error de Topete fué no comprender que el duque de Montpensier, a pesar de sus excelentes

prendas de padre de familia, de su esmerada educación y conocimiento del mundo, no fué nunca simpático a los españoles. Su candidatura, sostenida por hombres importantes de la antigua Unión liberal, no tuvo jamás el veredicto popular. Sin duda influyó contra ella la insistencia enojosa con que se trabajaba dicha candidatura en cierta parte de la prensa. El duque mismo se exhibió demasiado, hacía el candidato con excesivo celo, y esto en España es siempre de muy mal efecto.

Inútil es decir que Topete pasó grandes amarguras al ver patrocinada por su amigo y compañero el general Prim la candidatura de don Amadeo de Saboya para Rey de España. Por coincidencia fatal, los terribles sucesos de aquellos días, la trágica muerte de Prim, llevaron de nuevo a Topete al Gobierno, y el partidario del duque de Montpensier se vió obligado a recibir al Rey Amadeo a su entrada en España.

Después del efímero reinado del ilustre hijo de Víctor Manuel, Topete volvió a figurar en el Gobierno, y asistió con el general Serrano a la campaña del Norte contra los carlistas, combatiendo ante las formidables posiciones de San Pedro Avanto. Hecha la Restauración, se retiró definitivamente de la política, y sólo ha figurado como senador, siendo su asistencia a la alta Cámara muy poco asidua.…

[Artículo] Alrededor de una encíclica, de Benito Pérez Galdós

ALREDEDOR DE UNA ENCÍCLICA

Madrid, 20 de noviembre de 1885.

I

Lo más reciente y lo más notable de que puedo hablar hoy, es la Encíclica de Su Santidad, de la cual ha publicado un extracto el Journal de Bruxelles. Este documento se distingue por lo templado y conciliador de su tono, que contrasta con el violentísimo y antievangélico de la Prensa ultramontana de todos los países. La misma cátedra de San Pedro no ha hablado siempre un lenguaje tan moderado como el presente, lo cual hace creer a muchos que se acercan tiempos de reconciliación. León XIII es hombre de grande entendimiento y no puede llevar a la Iglesia a un divorcio absoluto de la sociedad moderna.

Divídese la Encíclica Inmortale Dei en dos partes: En la primera expone los sistemas de gobierno según los principios del catolicismo. En la segunda combate el sistema democrático, derivado de los principios revolucionarios. Poca o ninguna diferencia hay entre la doctrina de esta alocución y la de otras, emanadas del mismo origen en tiempos no muy lejanos. Pero es innegable que ya no privan en el Vaticano los temperamentos airados y que se espera más de la persuasión y de la dulzura que de las conminaciones. Prueba de esto es que la Encíclica protesta contra los que creen que la Iglesia ve con malos ojos las formas más modernas de los sistemas políticos, cuando lo que rechaza es la insensatez de ciertas opiniones y la perniciosa tendencia a la revolución. «Si hasta aquí—dice—han surgido disensiones, es menester relegarlas al olvido. Si hubo lugar a temeridades e injusticias, cualesquiera que sean los culpables, es preciso borrarlas y reparar esas faltas por una mayor sumisión a la Silla Apostólica.»

También es muy notable el siguiente párrafo:

«La Iglesia es amiga de todos los progresos, y se la calumnia cuando se la considera hostil a las constituciones modernas y a todos los descubrimientos del ingenio moderno.»

Digna es asimismo de tomarse en cuenta la afirmación de que ninguna forma de gobierno es opuesta a los principios de la religión, católica, y que todas pueden, si son justamente empleadas, hacer prósperos los Estados.

Pero, a nuestro juicio, lo más significativo de este notable documento es la admonición que León XIII dirige a la Prensa furibundamente clerical de los países católicos. Sabido es que los carlistas aquí y los legitimistas en Francia excomulgan sin piedad a los que no piensan como ellos. La audacia de los obispos de levita no tiene ya límites. Arrojan de la sociedad católica a todo el que no pertenece a la cofradía, y se arrogan una infalibilidad ridícula. Pues bien; véase el varapalo (que bien merece tal nombre) que León XIII endereza a estos Papas laicos:

«Recriminar a los católicos cuya piedad y disposición a obedecer filialmente las resoluciones de la Santa Sede son notoriamente conocidas, porque profesan sobre diversos puntos sentimientos diferentes de los nuestros, constituiría una verdadera iniquidad. Más culpabilidad habría todavía en que se sospechara de su fe o se les acusara de haberle hecho traición. Los escritores, y particularmente los periodistas, no deberán perder de vista jamás ésto.»

He aquí, pues, que la Santa Sede sale a la defensa de los católicos ultrajados por la Prensa clerical y los escuda y toma bajo su amparo. Los aludidos no contrariarán ostensiblemente las opiniones del jefe del catolicismo; fingirán acatarlas; pero ya sabrán encontrar las sofisterías de costumbre para seguir haciendo lo mismo que han hecho hasta aquí, y en el fondo de su alma pondrán al mismo León XIII en el número de los mestizos, que tal nombre dan aquí los carlistas a toda la gran masa del partido católico que no piensa como ellos.

II

En la parte puramente doctrinal, la Encíclica, como no podía ser menos, combate la soberanía del pueblo como fundamento de Gobierno. En esto no puede haber novedad, porque no cabe ésta en los principios inmutables que la Iglesia ha proclamado siempre.

La idea de que el Estado no es más que la muchedumbre gobernándose a sí misma, no puede nunca ser admitida por la Santa Sede. Tampoco admite ni admitirá jamás que, dimanando del pueblo todo poder, el Estado no se considere obligado para con Dios ni profese positivamente religión alguna.

Viniendo de Dios todo poder, según la doctrina cristiana, es un error, según la Santa Sede, excluir a la Iglesia de la vida pública, de las leyes, de la educación de la juventud, del gobierno y de la familia.

En las siguientes líneas se condensa todo el pensamiento de León XIII sobre estas graves materias de derecho político:

«Pero lo que se deduce de las enseñanzas de los Pontífices es que necesariamente debemos admitir que el poder público tiene su origen en Dios y no en la multitud, y que el derecho de insurrección repugna a la razón, de la propia suerte que la libertad ilimitada de pensar y escribir no forma parte de los derechos esenciales de los ciudadanos.»

Para concluir citaremos el párrafo que nos parece más elocuente en toda la Encíclica, y en el cual se traslucen, como en ninguna otra parte de ella, los sentimientos de tolerancia y la vía de paz en que parece querer entrar la Sede Pontificia:

«No condena la Iglesia a los jefes de los Estados que para procurar un gran bien o evitar un mal toleren la práctica de diversos cultos, y además no es costumbre en ella obligar a nadie a abrazar, contra propia convicción, la fe católica, porque no olvida la máxima de San Agustín:

«Con la lucha puede obtenerse del hombre todo menos la fe.»

La opinión de toda la Prensa es unánime en juzgar la Encíclica Inmortale Dei como una definición de inmensa importancia, y en apreciar la templanza de su sentido y la dulzura de su tono como un signo de tendencias contrarias a ciertos rigorismos tradicionales.

No podía la Santa Sede romper con las doctrinas de muy antiguo sostenidas por la Iglesia, porque

todo lo dogmático es inmutable; pero bien claro se ve que hay propósitos de abreviar distancias entre el Papado y las sociedades modernas.

Algunos, demasiado optimistas, van más lejos en sus apreciaciones, y creen que la Encíclica es como un primer paso para modificar poco a poco la situación del Vaticano con respecto al Gobierno de Italia.

Pero ya los órganos papales han protestado enérgicamente contra esta suposición.

El actual orden de relaciones entre San Pedro y el Quirinal no variará ni poco ni mucho por consecuencia de la última definición Pontificia.

Pero fiemos la aclaración de punto tan oscuro al tiempo que es maestro de verdades.

[Artículo] Serrano, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 3 de diciembre de 1883.

I

Serrano ha muerto en edad avanzada. Por la participación que ha tenido en todos los hechos culminantes ocurridos aquí, de cincuenta años a esta parte, por los elevados puestos que ha ocupado, puede decirse de él que su persona simboliza la historia contemporánea. Como militar y como político, su figura es de las que destacan en primer término. Desde el año 40 hasta muy poco antes de su muerte, su influencia en los asuntos públicos ha sido muy grande, y no es fácil para todos emitir un juicio acerca de su conducta, sin que la parcialidad o la pasión lo bastardeen. Veremos si consigo hacerlo yo sin incurrir en injusticia ni pecar de lisonjero.

Nació don Francisco Serrano en la Isla de León el 17 de octubre de 1810, y dedicado desde muy temprana edad a la carrera de las armas, estudió en el Colegio militar de Vergara. A los doce años era ya cadete en el regimiento de Sagunto, y su carrera se inició sufriendo persecuciones de los absolutistas por sus ideas liberales.

Del 23 al 28 permaneció con licencia, mas vuelto al servicio activo en el Cuerpo de Carabineros, prestó servicios importantes, dando pruebas de aquella bizarría temeraria, que es el rasgo principal de su carácter. El año 33 se encontraba en Madrid, y era portaestandarte del Real Cuerpo de Coraceros, y el 34, iniciada ya la tremenda guerra de los siete años, se incorporó al ejército del Norte, y fué nombrado ayudante del célebre general Mina. Sería interminable detallar todos los brillantes hechos de armas del general Serrano durante aquella sangrienta guerra entre los liberales, bajo la enseña de Isabel II, y los absolutistas, bajo el estandarte clerical del infante don Carlos. Distinguióse Serrano en las batallas de Elzaburu y Meseta. El 36 pasó al ejército de Cataluña, tomando parte activa en la acción de Molina de Aragón, y contribuyendo a reprimir el pronunciamiento del valle del Roncal.

En la acción de Arcos de la Cantera fué el primero que cargó contra las posiciones enemigas, y en la de Villar de Camps sostuvo, con solo su escuadrón, la retirada de todo el ejército. En la batalla de

Castelserás, siendo capitán, cargó a los enemigos, que tenían fuerzas más que dobles, arrollándoles de tal modo, que quedaron deshechos, dejando en poder de las tropas de la Reina 140 prisioneros.

Ascendido a teniente coronel, pasó al Maestrazgo, mandando el regimiento de Vitoria, y en las in-mediaciones de Moreda, cargó atrevidamente al enemigo y destrozó las facciones de Forcadell, Rufo y Vizcarro. En Mas del Rey, sus proezas igualaron a las precedentes, y en el sitio de Moreda acuchilló al enemigo y le detuvo en su marcha ofensiva, recibiendo por este hecho de armas la efectividad de coronel. En la batalla de Caserras, cargó, al frente de 40 caballos, contra 600 infantes y 30 caballos enemigos, poniéndolos en fuga, después de dejar sobre el campo 80 muertos. En esta batalla concluyó Serrano por batirse cuerpo a cuerpo con el cabecilla Capdevila de Frigés, a quien dió muerte. Llenaría toda esta crónica con la relación de hechos heroicos que contiene la hoja de servicios del general Serrano en la primera guerra civil. A la conclusión de ella era ya mariscal de campo, a los treinta años de edad. A su muerte era el capitán general más antiguo, pues su Real despacho data de 1856.

Posteriormente, sus rasgos de valor heroico son aún más notorios. El arrojo con que penetró en el cuartel de San Gil, en 1866, cuando la sublevación de los artilleros, es una de las páginas más brillantes de su vida. Su batalla de Alcolea, en 1868, donde venció a las tropas de la Reina Isabel, mandadas por Novaliches, le acredita como general, y, por fin, la campaña del Norte en la segunda guerra civil, durante los formidables ataques de San Pedro Abanto y el sitio de Bilbao, coronó dignamente su gloriosa carrera.

II

La vida política del general Serrano es tan larga de contar como su vida de soldado. En ella abundan las peripecias y los incidentes curiosos. En 1840 fué elegido diputado a Cortes y se afilió al partido progresista. En 184c, cuando la sublevación de los generales León, Concha, Dorso y Montes de Oca contra el Regente Espartero, Serrano, desde Málaga, donde se hallaba, vino a Madrid y se puso a las órdenes del duque de la Victoria, para sofocar la sedición, y le encargaron el mando de una división del ejército del Norte.

Dos años después de aquel movimiento, que fué sofocado con la sangre de los infortunados León, Dorso di Carminad y Montes de Oca, verificóse la coalición contra Espartero. Los moderados y los progresistas descontentos se unieron para derribarle. En esta conjuración desempeñó Serrano uno de los más importantes papeles. La junta revolucionaria le nombró ministro universal. Al día siguiente de ser investido con tan elevado cargo, dió un manifiesto al país en que censuraba duramente al vencido Espartero; le destituía de la Regencia y relevaba a todos los empleados del reino de la obediencia que le debían.

En aquel caso se vió más claramente que nunca la candidez de nuestros liberales, pues se dejaron coger en la red que le tendían los retrógrados, llamados «moderados» no sé por qué, y una vez conseguido el objeto de derribar a Espartero, los pobres progresistas, infelices instrumentos de esta maniobra, fueron echados a puntapiés por sus amigos de un día. Lección terrible que en lo sucesivo no han sabido aprovechar los liberales, pues todavía en la hora presente no han aprendido a sofocar el deplorable instinto de división que les pierde en todas las ocasiones.

Triunfante la coalición y expulsado Espartero del suelo patrio, se formó el Ministerio López, en el que desempeñó Serrano la cartera de Guerra. El mismo cargo tuvo con el Ministerio Olózaga. Su influencia en aquel Gabinete fué grande; pero antes de la exoneración de Olózaga, en 1843, éste y Serrano se habían indispuesto, cumpliendo la eterna ley de las disidencias que preside a la existencia de los liberales españoles en todo tiempo.

Como dije antes, los moderados, después que utilizaron a los liberales para derribar a Espartero, no pensaron más que deshacerse de éstos, y lo consiguieron de una manera ruidosa. Arrojados de todas partes, los liberales pagaron bien cara su falta, pues no volvieron a subir al Poder hasta 1854, y para esto necesitaron hacer una revolución en toda regla.

Serrano, durante la larga y pesada dominación moderada, se retrajo de la política y vivió algún tiempo en el Extranjero. De vuelta a España preparó con O’Donnell el movimiento de 1854, que debía llevar a los progresistas al Poder y a los Consejos de la Corona al mismo general Espartero, expulsado por la coalición. Durante el bienio que con este nombre se conocen aquí los dos años de dominación progresista, período abierto con una insurrección militar y cerrado con otra, Serrano desempeñó la Dirección de Artillería. Pero después se le nombró capitán general de Cuba, habiendo desplegado en cargo tan difícil dotes de prudencia y energía. Durante su mando en América se realizó la anexión de Santo Domingo, y se inició una hábil política de concordia entre cubanos y peninsulares. Como recompensa a los servicios del general Serrano en esta época, le dió la reina el título de duque de la Torre y la grandeza de España.

III

Los tiempos aceleran su marcha, y ya nos encontramos en 1868, época culminante en la historia del general Serrano; nos encontramos en presencia del hecho más grave que España ha escrito en los anales del siglo XIX: el destronamiento de doña Isabel II.

El desatentado Gobierno de González Brabo cometió tantas y tan graves faltas que bien puede decirse que él fué el verdadero impulsor de la revolución y el asesino de la dinastía. Una exposición firmada por diferentes personas pidiendo a la Reina la reunión de Cortes fué la tea arrojada sobre el montón de combustibles reunidos ante el trono por las equivocaciones de la Reina y las torpezas de sus ministros. Los firmantes de la exposición, que eran los más ilustres individuos de la política española, fueron desterrados. Entretanto, Prim conspiraba desde el Extranjero. Comenzaron las inteligencias entre los desterrados de Canarias y los emigrados por persecuciones anteriores, hasta que a fin de septiembre de 1868 se reunieron los principales caudillos de la revolución en la bahía de Cádiz, y allí, con la cooperación de Topete, se gritó: ¡Abajo los Borbones!, y la secular y respetada dinastía cayó desquiciada. La batalla de Alcolea, en la cual Serrano deshizo el único ejército que salió a la defensa de la legalidad sin prestigio, puso fin a la jornada, y la revolución quedó triunfante en toda la línea.

Aún están frescos en la memoria de todos los sucesos de aquellos días en que Serrano compartió con don Juan Prim la popularidad más grande de que han gozado hombres políticos en España. Nombrado presidente del Gobierno provisional y más tarde regente del Reino, Serrano supo mantenerse con dignidad en puesto tan difícil. Su conducta en aquel período le enaltece mucho, y hubiera sido conveniente para su nombre y su memoria el apartarse de la política después de la Regencia para no incurrir en las faltas cometidas posteriormente.

Durante el breve reinado de don Amadeo de Saboya, se halló de nuevo Serrano al frente de los negocios públicos. Pero en el año de la República, 1873, tuvo que emigrar. El golpe de Estado de enero del 74 le colocó de nuevo a la cabeza de la nación como Presidente del Poder Ejecutivo.…

[Artículo] Funerales de un rey, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 19 de diciembre de 1885.

I

Los días que han seguido a la sentida muerte del Rey Don Alfonso han sido de paz profunda. Temíase que los funerales del malogrado Rey fueran sangrientos; pero estos temores, afortunadamente, han resultado vanos.

Fundábanse en una apreciación falsa de los sentimientos del país. Las personas que se apasionan por la política y se lanzan a sus candentes luchas, movidas de la pasión o del interés, concluyen por vivir en un mundo completamente imaginario. Se forjan un país a su manera, y llegan a creer que la nación participa do sus locas vehemencias. Ahora se ha visto bien claro que hay una opinión artificial y otra verdadera. Los partidos extremos, que tanta bulla metían antes de la muerte del Rey, han quedado bruscamente reducidos a vivir en una atmósfera de frialdad. En vano tratan ellos de entibiarla con alharacas que no pasan del papel. El país no responde, muéstrase indiferente a las promesas y demuestra un sentido claro para apreciar los beneficios de la legalidad. Es que hemos aprendido mucho en los últimos quince años; conocemos prácticamente cuán infecundos son los cambios en la forma de gobierno; hemos escarmentado en cabeza propia y desconfiamos de las panaceas, lo mismo en medicina que en política.

Los funerales del Rey difunto, celebrados por el Estado en San Francisco el Grande han sido solemnísimos. La asistencia de los Príncipes y Embajadores extraordinarios, así como la de los Prelados españoles, dieron a esta grandiosa ceremonia un realce extraordinario y una significación singular. Los primeros eran la manifestación visible de las simpatías que en toda Europa ha despertado el orden de cosas creado en España; los segundos llevaban al acto la representación del clero español. La importancia de esto es extraordinaria. El mismo Nuncio de Su Santidad hizo saber particularmente a cada uno de los Obispos españoles que «Su Santidad vería con gusto su asistencia a los funerales de Alfonso XII». Treinta y ocho vinieron a Madrid con este motivo, y los demás, detenidos en sus diócesis por enfermedad, manifestaron por escrito su adhesión a las instituciones. El mismo León XIII, celebrando solemnes exequias por Don Alfonso en la capilla Sixtina, aparece autorizando y como presidiendo esta demostración anticarlista del clero español.

Los vientos de Roma, son, pues, contrarios al famoso pretendiente y a sus planes guerreros. Sábese por diferentes conductos que el Papa lo ha dicho categóricamente así a los partidarios que en su corte tiene don Carlos. Esto, unido a que la causa absolutista halla cada día menos entusiastas en las provincias de donde otras veces ha sacado su principal fuerza, nos hace esperar que el peligro está conjurado, al menos en los tiempos actuales.

II

Volviendo al funeral, creo oportuno dar cuente de acto tan grandioso. Esta generación no verá, de seguro, otro semejante. El templo en que se celebró es el que perteneció a los franciscanos. Su arquitectura es una imitación del panteón de Agripa. Consta de una gran rotonda dominada por gigantesca cúpula. El altar y el coro rompen la uniformidad de la disposición circular. Es el templo más capaz de Madrid. Hace algunos años que el Estado viene gastando sumas considerables en restaurarlo y decorarlo para que la capital de España no carezca de un buen monumento religioso. El arte de la pintura, tan floreciente aquí, ha sido el encargado de dar a San Francisco el Grande un valor de que arquitectónicamente carece. Un gran edificio no se improvisa; pero una construcción mediana puede embellecerse con el concurso de la pintura y la escultura. Se ha hecho, pues, de San Francisco, un Museo. Todo el interior está pintado al óleo por artistas eminentes. La gran cúpula, el altar mayor y el coro ofrecen trozos de pintura notabilísimos. El aspecto general resulta un poco pagano; domina el brillante colorido; no hay severidad, ni ese misterio religioso que envuelve las imponentes Catedrales de la Edad Media. Al penetrar en el templo, poblado de gallardas figuras de santos, sibilas y profetas, de grupos de ángeles y de celajes brillantísimos, el espíritu se siente poseído de inexplicable alegría. Hay allí algo de teatral, algo como una atmósfera de termas romanas.

La superficie pintada es colosal, y no todos los trozos son de mérito igual. Hay partes que son verdaderamente admirables; otras dejan algo que desear. En el conjunto resulta poca unidad. Se conoce, además, con sólo echar la vista sobre tantas pinturas, que los artistas no han procedido libremente, que se les ha sometido a un plan vicioso, que la distribución de los trabajos no ha sido acertada. Hay fragmentos en que la composición es de uno y la ejecución de otro. Pero con todos estos defectos y aun algunos más, la decoración de esta iglesia es muy notable y honra al arte moderno. Para completarla se han empleado todos los medios artísticos que siempre han estado al servicio de la expresión religiosa. Colosales estatuas de mármol ocupan el lugar que en las iglesias comunes corresponde a las imágenes de talla. Magníficos candelabros y lámparas de bronce servían para la iluminación del templo. Las puertas de labrado nogal renuevan las tradiciones de la carpintería española del siglo XVI. La sillería del coro es tan buena como las de Berruguete; los órganos son de los mejores que se fabrican en Europa. Se ha querido, en fin, que los materiales empleados en hermosear este templo sean de lo más rico y suntuoso. Allí no hay más piedra que el mármol, ni más madera que el nogal, ni más metal que el bronce.

Las obras no estaban aún concluidas cuando se determinó que se celebraran aquí las solemnes honras por el monarca difunto. Faltaba la pintura de las capillas, y no siendo posible rematarlas en breve tiempo, fueron tapiadas por luengos cortinados negros. En la gran rotonda, bajo la linterna de la cúpula, se puso el catafalco, tan sencillo como airoso, consistente en un túmulo bajo, cubierto con riquísimo paño negro, bordado de plata y oro, y que data de los tiempos de Felipe II. Encima de éste se colocaron las insignias de la Monarquía y los mantos de las Ordenes militares y del Toisón de oro. Alrededor, millares de candelabros con luces daban a este conjunto fúnebre un brillo sin igual.

En los espacios colaterales del altar-mayor se dispusieron dos grandes tarimas, una para los Obispos y otra para los Príncipes y enviados extranjeros. Era un espectáculo difícil de describir el que

ofrecía la variedad de uniformes, todos los uniformes europeos, los trajes rojos de los Cardenales y las vestimentas lujosas de los Prelados. Veíase allí la levita blanca y el casco de plumas del feldmariscal de Alemania, al lado de los balandranes de seda de los enviados del Celeste Imperio. El hábito blanco, dominico, del padre Ceferino, Arzobispo de Toledo, contrastaba con la rica sotana purpúrea de otros Príncipes de la Iglesia. El embajador ruso tenía un extraño traje de la guardia imperial cosaca; el turco aparecía con un gorro tártaro; el inglés tenía el uniforme de los guardias a caballo, con la inmensa gorra de pelo, y en todos los demás, las plumas de diferentes colores, las placas, las bandas de esta y de la otra orden ofrecían mágico y pintoresco conjunto.

Personajes ilustres representaban a los distintos países de Europa: Alemania envió al Principe de Hohenlohe; Austria, a los Archiduques Eugenio y Federico; Portugal, al Infante D. Augusto, hermano del Rey; Inglaterra, al duque de Wellington, sobrino del vencedor de Arapiles, Talavera y Waterloo; Francia, al general Pittié; Italia, al general Garavaglia. Por Venezuela estaba el célebre Guzmán Blanco; por la República Argentina, el Sr. Domínguez, y por todas las demás Repúblicas y Estados de América y Europa, hombres notables y de alta significación.

En el círculo que forma la rotonda, y adosadas al hueco de las capillas, se colocaron tribunas, donde tenían colocación todos los Cuerpos del Estado, los Tribunales de Justicia, los oficiales generales, la grandeza de España, la Administración, la servidumbre de Palacio, etc. El terreno estaba distribuido de modo que hubiese sitio para todos, y lo hubo al fin; pero tan exacto que no sobraba nada para los curiosos. Para éstos no podía resultar sino un espacio muy reducido. Para cada papeleta había centenares de postulantes. Las apreturas y estrujones fueron grandes, como no podía menos de suceder; mas hubo la suficiente previsión de las autoridades para impedir los desórdenes, que son cosa corriente en casos tales.

Pero la parte más atractiva de las exequias no fué el lujo del templo, ni la muchedumbre de personajes civiles, militares y eclesiásticos, ni el lujoso aparato del culto, sino la música. Encargado de la dirección de ella el maestro Barbieri, que a más de gran compositor es el primero de nuestros arqueólogos musicales, desempeñó su cometido de un modo admirable. Organizó un coro de ciento cuarenta voces, una orquesta de cien instrumentos, y sobre este conjunto sorprendente debía descollar la incomparable voz de Gayarre. Casi toda la música era de los maestros españoles de los siglos XVI y XVII, solemnes trozos de canto llano, otros de coros con orquesta. Gayarre cantó solo el Taedet animan. ¡Efecto maravilloso, arte divino! Los nacidos no volverán a oír nada comparable a la música de estas históricas exequias.…

Artículos periodísticos de Benito Pérez Galdós

EJECUCIONES

Esta semana ha sido fecunda en acontecimientos fúnebres. Cuatro desgraciados criminales han sido ajusticiados en Colmenar Viejo y en Alcázar de San Juan, presentando a estos pueblos el espectáculo de la última pena en toda su repugnancia. Además, el Destino ha proporcionado a la justicia humana un nuevo triunfo en la prisión del soldado Esteban Navarro, autor del doble crimen perpetrado en el Campo del Moro. Ya este infeliz, puesto en manos de los tribunales, prevé el triste desenlace del drama que también desempeñó, y su nombre es continuamente traído y llevado por la impertinente chismografía de los periódicos noticieros, que no cesan de comentar su vida, revistiéndole de cierto carácter novelesco, haciéndole interesante con la relación de algunos episodios de su vida, de sus palabras y de las pinturas más o menos alegóricas con que adorna las paredes de su calabozo.

Apartemos todo lo posible la imaginación de este desgraciado, de la muerte que le espera y de los cuadros patibularios que traza la brocha churrigueresca de La Correspondencia.

EL GENERAL PRIM

La curiosidad pública continúa huroneando en busca de cierto simpático general, que tan pronto está en Bayona como en Suiza, tan pronto se pasea por las orillas del sombrío Rhin como del alegre Arno. Ya que los hurones oficiales no pueden esgrimir tras él su bastón, se despacha en su busca al telégrafo, intruso correveidile que está al servicio de la suspicacia ministerial [1]. Los que tanto desean verle, conténtense con admirar su retrato en la batalla de los castillejos, pintada por Sanz y expuesta desde hace algunos días en la escalera de la Academia de Bellas Artes.

Este cuadro es inferior al de los náufragos de Trafalgar, que tanta aceptación tuvo en la Exposición del 62, y aun al de Hernán Cortés, que pintó hace un año. La figura de Prim es regular; el caballo sería bueno si su vientre no se pareciera un poco al que monta en la Plaza el señor rey Don Felipe II. Al lado de algunos voluntarios bien tocados se encuentra un grupo de moros, de los cuales uno tiene una posición incomprensible y un aspecto vulgar. El coronel que sigue a caballo la marcha heroica del general no expresa nada: más bien parece pasar revista pacíficamente en su batallón que encontrarse en la más difícil peripecia de una gran batalla. En cambio, el moro que aparece en segundo término, evitando con la cabeza oculta entre las manos el golpe de un voluntario, es admirable; en la pequeña parte que se ve de su cuerpo ha sabido el artista expresar el movimiento instintivo de la defensa.

En el resto del cuadro hay rasgos buenos, aunque escasos; la perspectiva lineal es buena, pero la atmósfera deja mucho que desear. Sólo el fondo está bien entendido: se ve en él esa niebla de los fogonazos, esa confusión de cabezas coléricas, lívidas, que aparecen vaporosas sobre el humo, como los demonios de un Sabbat, ese movimiento a que Víctor Hugo llama el quid oscurum de las batallas.

ESTADO DE MADRID

La Corte ha partido para La Granja. Si estuviéramos en el siglo XVII, Madrid estaría a estas horas como jaula sin pájaros. Trasladada a los sitios reales la alta sociedad, la capital quedaría reducida a un inmenso villorrio, donde habitaría solamente la gente de poco más o menos; sería Madrid como era en los veranos de hace dos siglos: una inmensa sartén donde el comerciante, el soldado, el aguador, el esbirro, pasaban los días calurosos, mientras el noble, el general, el político, el artista, el poeta, seguían los pasos de las reales comitivas camino del Escorial o de Aranjuez.

Pero como estamos en el siglo XIX, aunque muchos, cuyo nombre callo, viven o quieren vivir en aquellos felicísimos tiempos, sucede que la Corte se marcha y Madrid se queda lo mismo que estaba, con su buena sociedad, sus artistas, sus literatos, su insaciable sed de espectáculos, su desordenado apetito de diversiones y su inalterable chismografía.

Esto consiste en que en torno de la Corte, propiamente dicha, se han levantado poco a poco otras cortes y otros tronos; junto a las rancias y apergaminadas aristocracias se han levantado otras aristocracias, si la nobleza de la sangre sigue a la Corte, la nobleza del dinero permanece en Madrid; las lujosas tiendas continúan abiertas, ofreciendo al público sus variados adminículos; el lujo y la moda, que no abdican ni son destronados jamás, reciben diariamente sus cortesanos, oyen continuamente la adulación de sus palaciegos en esa halagüeña armonía que forma el oro cuando pasa del bolsillo del consumidor al cajón del comerciante. En tanto, la aristocracia del agio espía en las antesalas de la Bolsa una sonrisa del rey Mercurio, que vale más que la sonrisa de un Felipe IV; un alza oportuna, que vale más que un empleo de oidor en Indias o ser nombrado capitán de los ejércitos de Flandes.

Si la aristocracia de la sangre sigue a la Corte en sus expediciones veraniegas, la aristocracia del arte permanece en Madrid. Los discípulos de Velázquez no se cargan el pesado caballete y la caja de colores para situarla en un pasillo del palacio de Aranjuez, con objeto de estereotipar la trompa nariz de Olivares o la tísica fisonomía de Carlos II. Los pintores de hoy, aunque inferiores a los de ayer, permanecen en la capital, dedicados a fomentar un glorioso renacimiento a producir obras que igualen o aventajen a las de los extranjeros.

Si la aristocracia de la nobleza sigue, arrimada a las cosas reales, el camino de La Granja, la aristocracia de las letras no fabrica allá en los palacios de verano improvisados teatros para representar autos sacramentales e ingeniosas comedias de capa y espada. Dedicada al estudio, emprende una gran lucha con lo antiguo para crear la escuela, reflejo de nuestro siglo, y dar esplendor a la literatura moderna.

Si la aristocracia de la política, los ministros, siguen a los reyes, la aristocracia de la opinión, la Prensa, queda en Madrid, para juzgar sus actos, para ostentar la terrible lucha con lo convencional y lo reaccionario.

Si una Corte se va, otras se quedan; deidades que el tiempo ha coronado, tienen sus tronos, sus altares, su sacerdote y su pueblo en la capital de España, y estas deidades no emigran nunca. Consolémonos de la partida de la Corte, porque ahora aquello de Madrid se queda sin gente.

No importa que un noble encopetado haga, por costumbre, por moda o por hacer algo, un viaje a París, a Baden o a Suiza. Madrid es muy grande para que se note esta falta, aunque el personaje sea tan importante, de tanto peso en el ánimo del público, que su salida restablezca el alterado equilibrio, como sucede con González Bravo [2] que hace tanto tiempo pesaba sobre esta pobre gente como un mal recuerdo, como un terrible remordimiento; que estorbaba como un enorme fardo cuando ocupa inútilmente el espacio y entorpece la marcha.

Sin duda la sinfonía discordante con que fue saludado el domingo último en la Plaza de Toros le decidió a tomar más que de prisa el camino de París, espantado de que los desenvueltos madrileños hicieran tan pronto leña de un pobre árbol caído.

A propósito de París: ¿qué acontecimiento tan terriblemente gracioso ha ocurrido en aquella capital, llamando la atención todos los parisienses, dando que hablar a los periódicos satíricos, que no hacen más que traer y llevar el nombre de un personaje español, héroe de tan trágico sainete [3]? Echemos un velo sobre ese incidente, porque la Historia, como dice Lamartine, tiene su pudor.

FUROR NEOCATÓLICO

El Pensamiento, La Regeneración y La Esperanza no han cesado de publicar sendos catálogos de firmas, inmensos álbumes de piedad revolucionaria, donde los inocentes borregos han estampado con frenética unción sus nombres, con objeto de protestar contra el reconocimiento del llamado reino de Italia [4]; los obispos han disparado el cañón rayado de sus exposiciones, con el fin de hacer vacilar ciertos propósitos, de inocular la duda en ciertos espíritus. Todos han conspirado contra un propósito nacional; han puesto en práctica todos los medios de mística amonestación y de amenaza violenta; pero, al fin, sus voces discordantes, sus protestas coléricas no han sido escuchadas; están condenadas a morir de rabia, arrastrándose en el polvo deletéreo de las sacristías.

Inútil es decir que ha sido recibida con cierta satisfacción la noticia de este pequeño golpe dado a una insolencia que por tanto tiempo se ha enseñoreado en la política y en la enseñanza.

PARTES TELEGRÁFICOS DE LA GRANJA

Anteayer se esperaban con ansiedad los partes telegráficos de la Granja; al fin los diarios noticieros publicaron por la noche el acuerdo de la Corona con el Gabinete y la destitución del Arzobispo de Burgos, que deja de ser el ayo del Príncipe de Asturias.

Eso es lo que ocupa todos los ánimos; todas las conversaciones versan sobre este punto. Se habla también de la partida de la Corte a Zarauz y de proyectos de entrevista con el Emperador de los franceses.

PARTIDA DE LA CORTE A ZARAUZ

Al fin la Corte ha salido para Zarauz.

El momentáneo prestigio de La Granja ha desaparecido. Cesó la animación que allí reinaba, y las cuadrillas aristocráticas que circulaban alegremente por los jardines han remontado el vuelo a otras regiones. El encantador Sitio, el Edén del sibaritismo, ha quedado sumergido en una profunda tristeza, a pesar de sus jardines, de sus laberintos, de sus cascadas y de sus obeliscos. El viento murmura tristemente en las enramadas, lo mismo que antes murmuraban las galerías las lenguas cortesanas. El ruiseñor, pajarraco que han divinizado los poetas, alimaña charlatana y cultiparlante, se entretiene en cantar a las plantas sus inocentes amoríos, ahora que no viene a turbar el silencio de las noches el rumor de las aventuras de los dandies.…

[Artículo] Muerte del rey don Fernando de Portugal, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 28 de diciembre de 1885.

Mal año ha sido el de 1885 en nuestra península. Calamidades de todo género han caído sobre ella. A la muerte del Rey don Alfonso, hay que añadir la de don Fernando, padre del Rey de Portugal. No deja tras sí este insigne difunto el vacío que nuestro malogrado Soberano deja en su patria, ni su muerte plantea difíciles problemas políticos; pero no por eso es menos deplorable, porque era don Fernando un gran caballero, un hombre de excelsas virtudes. Era extranjero, y el reino vecino le llora como al primero de los portugueses.

Nació don Fernando de Sax-Coburgo Gotha en 1816, y fué esposo de doña María II, Reina constitucional de Portugal. La muerte de ésta, acaeció cuando apenas habían cumplido tres lustros de matrimonio; el Rey consorte ejerció la Regencia durante la minoridad del Rey don Pedro, y tal fué su tino y prudencia en este difícil cargo, que la Europa entera le ha señalado como modelo de soberanos constitucionales. Desde que ocupó el Trono don Pedro (a quien sucedió pronto don Luis), don Fernando ha vivido completamente alejado de la política, consagrado al cultivo de las artes y a la protección de los artistas. En el poético retiro de Cintra, creado y embellecido por este ilustre príncipe, están patentes su exquisito gusto y sus aficiones de coleccionador eminente.

Del aspecto personal de don Fernando, no necesito hablar por referencia, porque le vi en Cintra en mayo del presente año. Era un hombre como de sesenta años, de alta y arrogante estatura, fisonomía tan inteligente como bondadosa. En su cara, bastante parecida a la de nuestro poeta Zorrilla, se advertían entonces señales evidentes del mal terrible que le ha llevado al sepulcro. Paseaba por los hermosos jardines de aquel delicioso edén sin más compañía que la de su familia. Ni séquito palaciego ni aparato de ninguna clase indicaban su alta jerarquía. La modestia de su porte no excluía ciertamente la distinción particular de las personas nacidas en elevada cuna.

Cuando la Corona de España estuvo vacante, los progresistas españoles la ofrecieron con insistencia a don Fernando de Portugal. Era el candidato de Olózaga, quien logró convencer a Prim de las ventajas de esta elección. Pero don Fernando no quiso aceptar la peligrosa ofrenda, y opuso tenaz resistencia al pensamiento de los revolucionarios españoles, en lo cual obró con innegable cordura.