2017
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[Artículo] La casa de Shakespeare, de Benito Pérez Galdós
Inglaterra
Camino de Inglaterra, me afirmé en la resolución de no demorar mi viaje a Stratford-on-Avon, donde vio la luz el inmenso Shakespeare. Mi fiel amigo Pepe Galiano no podía en aquellos días acompañarme. Nos despedimos en Newcastle, y solito, enterándome de la dirección que debía seguir, me dirigí a Birmingham, que es, como todo el mundo sabe, uno de los grandes emporios industriales de Inglaterra. Como no me guiaba ningún interés industrial ni comercial, poco tiempo me detuve en Birmingham, y tomando otro tren seguí mi ruta hacia el lugar donde la musa británica engendró a Hamlet, Macbeth y otras inmortales criaturas.
Confirmando lo que ha dicho mi ninfa, omito en estas Memorias mis impresiones de Stratford, porque ya lo hice en un libro titulado La patria de Shakespeare [3] , y emprendiendo nueva ruta, paso por Oxford, la ciudad universitaria; por Windsor, residencia habitual de los reyes de Inglaterra, y no paro hasta Londres.
Por tercera vez me veo en la metrópoli de la Gran Bretaña; pero ni esta ocasión ni las siguientes me bastarán para contaros mis observaciones en este conglomerado de ciudades populosas. París es grande, metódicamente regular y armónico. Londres es disforme, desproporcionado, sin medida en sus bellezas, como en sus fealdades; compónenlo arrabales magníficos, rincones deliciosos y longitudes desesperantes, como ensueños de pesadilla. Dividiré en tres partes mis relatos londinenses, empezando por el Oeste, que sintentizó en este rótulo: El Parlamento y Westminster. Tarea tengo ya para hoy. Y cuando Dios quiera tendréis la segunda conferencia: San Pablo y la City. El extremo Este y la tercera: Regent’s Park y el Jardín Zoológico, British Museum.
Doy principio a mi tarea descriptiva. Partiendo de la columna de Nelson (Trafalgar Square), paso junto a la estatua ecuestre de Carlos II y entro en Whitehall, avenida espaciosa, formada por varios edificios del Estado. Entre ellos se destaca, a mano izquierda, un palacio de modesta arquitectura y aspecto vulgar; no obstante, tiene gran valor histórico, porque en él fue decapitado el rey Carlos I el 30 de enero de 1649. En medio de la calle se levantó el patíbulo, que fue comunicado con el palacio por uno de los balcones de éste. Víctima de su orgullo y de su desprecio del Parlamento, pereció el segundo de los Estuardos. En el terrible momento de entregar su cuello al verdugo mostró Carlos la dignidad propia de su estirpe y de su acendrado cristianismo. Este acontecimiento, punto culminante de la historia de Inglaterra, marca una ejemplaridad política que reaparece de tarde en tarde en la conciencia de otro pueblos europeos…
Sigo mi camino por la espaciosa vía, en dirección del Támesis, y sin parar mientes en diferentes edificios que a uno y otro lado se ofrecen a mi vista, toda mi atención se clava en una torre corpulenta, elevadísima, de traza robusta dentro del estilo gótico rectangular. En su cuerpo más alto campea el disco de un reloj monumental, que se me antoja el reloj más grande del mundo. Acercándome más, veo la enorme mole del Parlamento, uno de cuyos lienzos se extiende a la largo del Támesis, fundado sobre las corrientes aguas del río. Por la otra parte aparecen otras grandes prolongaciones del mismo edificio, que sirve de asiento y albergue a la institución política más estable y grandiosa de la vieja Inglaterra. En otra ocasión penetré por breves instantes en aquel recinto. En la ocasión que ahora refiero me procuré un pase para visitarlo y recorrerlo detenidamente. ¡Qué inmensidad, qué lujo, qué magnificencia!
Allí reside la verdadera majestad, la soberanía efectiva de la nación. En una parte, la Cámara de los Comunes; en la otra, la de los Pares, y entre ambas, dilatada serie de salones destinados a locutorios, conferencias, bibliotecas, oficinas, comedores, escritorios, habitaciones privadas del presidente y secretarios, que en el régimen inglés son funcionarios permanentes; cuanto conviene, en fin, a la relación entre ambos estamentos y a la complicada máquina del régimen parlamentario de una nación cuya base política es gobierno del pueblo por el pueblo. No quiero meterme en una disquisición prolija sobre el sistema inglés, que es admiración y debiera ser ejemplo de todo el mundo. Para seguir con brevedad mi plan, abandono el Parlamento y me dirijo a un edificio próximo, también monumental y de gótico estilo, en el cual veremos glorificado en forma religiosa lo más espiritual del alma británica.
***
Ya estamos en la Abadía de Westminster. Siempre que penetro en este templo siéntome como el que asiste a llevar una ofrenda a los dioses o a los mortales que con los dioses se codean. Ni Francia en su Panteón ni nosotros en nuestro Escorial hemos igualado a lo que los ingleses han hecho aquí. Sepulturas de reyes tenemos nosotros. Sepulturas de grandes hombres tiene Francia; pero ni en una ni en otra parte del Continente se ha conseguido, como en Londres, la incineración y glorificación de todas las grandezas de una raza. En las capillas de Westminster encontramos todos los reyes, reinas, príncipes y caballeros que han florecido en este noble suelo. La capilla de Enrique VII es en este concepto interesantísima. También hay reyes santos en esta y otras capillas; pero algunos visitantes rinden culto a los santos de su mayor devoción, no en las capillas, sino en las naves y cruceros de la iglesia. En ésta encontré a Newton, que en la piedra de su sepulcro tiene grabado el famoso binomio, fórmula matemática que dio fama a este varón extraordinario, descubridor de la gravitación universal y del sistema del mundo. La ciencia debe, además, a Newton otras grandiosas conquistas. No lejos de la tumba de Newton vi la de Darwin, creador de la teoría del origen de las especies por la selección natural… En una de las salas del crucero, y en la que lleva el nombre de Rincón de los poetas (Poets’ Corner), nos hallamos ante la brillantísima pléyade de poetas, novelistas, historiadores, críticos, músicos, actores, etc., que en siglos diferentes han brillado en el espacio infinito del arte británico. Los que no tienen sepultura en la Abadía con inscripciones y signos fehacientes están representados por estatuas, bustos, medallones y expresivas leyendas. Resulta un completo cielo, como nos lo pintan y describen las escrituras dogmáticas. Allí están los profetas, apóstoles, mártires, los elegidos, en fin, merecedores de la inmortalidad. Allí podemos rendir culto a los santos que nos merecen más respeto o veneración. Resplandecen en la celestial muchedumbre Macaulay, Thackeray, el compositor Haendel, que los ingleses consideran como suyo, aunque nació en Alemania; Oliverio Goldsmith, Pope, Addison, Chaucer, Thomson, Prior, Campbell, duque de Argyll, Spencer, el afamado comediante Garrick, Milton cuyo solo nombre basta para caracterizarle; Dryden, Ben Jonson y, descollando entre todos, el soberano hacedor de humanidades vivas, Guillermo Shakespeare…
La última vez que visité la Abadía vi en el suelo del Rincón de los poetas una sepultura reciente; en ella, trazado al parecer con carácter provisional, leí esta inscripción: Dickens. En efecto, el gran novelador inglés había muerto poco antes. Como éste fue siempre un santo de mi devoción más viva, contemplé aquel nombre con cierto arrobamiento místico. Consideraba yo a Carlos Dickens como mi maestro más amado. En mi aprendizaje literario, cuando aún no había salido yo de mi mocedad petulante, apenas devorada La comedia humana, de Balzac, me aplique con loco afán a la copiosa obra de Dickens. Para un periódico de Madrid traduje el Pickwick, donosa sátira, inspirada, sin duda, en la lectura del Quijote. Dickens la escribió cuando aún era un jovenzuelo, y con ella adquirió gran crédito y fama. Depositando la flor de mi adoración sobre esta gloriosa tumba, me retiro del panteón de Westminster… Quisiera dar un vistazo al Museo de Pintura: pero es muy tarde y este capítulo es demasiado largo. Quédese para un día próximo el tratar de lo que me sugiere mi caprichosa memoria.
I ¿Por dónde voy a Stratford? La estación de Birmingham
En cuantas visitas hice a Inglaterra me atormentaron las ansias de ver la gloriosa villa de Stratford-on-Avon, patria de Shakespeare. Una vez por falta de tiempo, otra por rigores del clima, ello es que no pude realizar mi deseo hasta el pasado año (1889). Por fin, en septiembre último, pisé el suelo, que no vacilo en llamar sagrado, donde está la cuna y sepulcro del gran poeta. Desde luego afirmo que no hay en Europa sitio alguno de peregrinación que ofrezca mayor interés ni que despierte emociones tan hondas, contribuyendo a ello no sólo la majestad literaria del personaje a cuya memoria se rinde culto, sino también la belleza y poesía incomparable de la localidad. Si en Inglaterra es Stratford un lugar de romería fervorosa, pocos son los viajeros del continente que se corren hacia allá. En los voluminosos libros donde firman los visitantes he visto que la mayor parte de los nombres son ingleses y norteamericanos; contadísimos los de franceses e italianos, y españoles no vi ninguno. Creo que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalén literaria, y no ocultaré que me siento orgulloso de haber rendido este homenaje al altísimo poeta cuyas creaciones pertenecen al mundo entero y al patrimonio artístico de la humanidad.
Y no crean mis lectores que ir a Stratford es obra tan fácil, aun hallándose en Inglaterra. La superabundancia de comunicaciones viene a producir el mismo efecto que la falta de ellas. No conozco confusión semejante a la del viajero instalado en cualquier ciudad inglesa cuando coge el Bradshaw, o Guía de ferrocarriles, y trata de investigar en sus laberínticas páginas el camino más directo y rápido para trasladarse de un confín a otro de la Gran Bretaña.…
[Artículo] Un viaje de impresiones, de Benito Pérez Galdós
NUEVE HORAS EN SANTA CRUZ DE TENERIFE
Yo no sé si necesito describir a mis lectores lo que es el puerto de Santa Cruz y su muelle para que puedan formar una justa idea de lo que es la capital de las Canarias por fuera y lo que podrá ser vista de dentro, pero de todos modos allá va.
El puerto de Santa Cruz no es otra cosa que una rada abierta a todos los vientos menos al norte y oeste, de los cuales aquel es el reinante en semejantes latitudes. La Punta de Anaga, elevada sierra de rocas volcánicas,
se extiende naciendo de la isla en dirección nordeste, deteniendo las nubes en su encrespada cima, siendo esta la causa que hace que el cielo esté casi constantemente despejado, diáfana la atmósfera y radiante el sol en los calmosos meses del estío.
Aquellas rocas salvajes, donde apenas crece alguna planta silvestre de raquítica vegetación, descienden precipitadamente en el mar hasta producir un fondeadero bastante respetable por su profundidad, y donde
los buques necesitan no pocas brazas para llegar a asegurar sus anclas sin peligro. Esto, y al mismo tiempo la oblicuidad de las capas de lava que en muchas partes visiblemente muestran las rocas de Anaga, han hecho
concebir la idea de que el puerto de Santa Cruz no es otra cosa que el cráter de un volcán cuya antigüedad se pierde en la noche de los siglos. Opinión que tiene en su abono la multitud de cráteres que a cada paso se encuentran en las Islas Canarias y el destrozo causado por el fuego y cuyos vestigios aparecen en las superficies y en las profundidades de todos los terrenos, con más o menos visos de antigüedad
Al sur de esta cordillera y a la misma lengua del agua se levanta la población rodeada de algunas huertas donde crecen como por un lujoso artificio, en un terreno de naturaleza calcárea, algunos pobres árboles que quieren esforzarse inútilmente por dar las gracias a su cuidadoso dueño, prestándole la escasa sombra de sus mustias hojas.
Un muelle que se prolonga a pesar de la profundidad del fondo convida al cansado viajero a echar pie a tierra e introducirse en la población que está pronta a recibirle con aquella franqueza que caracteriza a los hijos de las Canarias.
En medio de los abrazos de nuestros amigos saltamos nosotros, más deseosos de descanso que de simpáticas demostraciones. Así que nuestro primer cuidado fue atravesar el muelle y la espaciosa Plaza de la Constitución sin parar mientes en el triunfo que se levanta al naciente, trofeo de blanco mármol que recuerda la rendición de la isla de Tenerife y sus cuatro menceyes al valor de las armas españolas. Nos dirigimos a una fonda y, mientras nos preparaban el almuerzo, charlábamos amistosamente recordando los últimos instantes de nuestra partida de la Gran Canaria y proyectando motivos de distracción para alejar la monotonía que siempre lleva consigo un viaje por mar, aún cuando sea breve.
Con nosotros viajaba un inglés, el tipo del británico más autógrafo que yo pudiera figurarme. El inglés era el tema de nuestra conversación. Él estaba llamado a serlo también durante el viaje. Nos proponíamos estudiarle como un animal raro, y nos parecía que la suerte nos había deparado el entretenimiento más placentero que ni buscado pudiera hallarse mejor y más a propósito.
Regularmente se cree que un libro es el mejor amigo y que no hay nada tan propio para dejar el hastío
que produce un viaje como ir pasando sucesivamente las hojas de papel donde han vaciado sus pensamientos para esclavizar el nuestro y enredarle en el laberinto de sus ideas. Yo hago gracia al que quiera de semejante entretenimiento, y lo que únicamente podré decir es que todas las veces que he llevado conmigo un libro para seguir el consejo apenas he podido sujetar mi imaginación a ideas extrañas, y cuando maquinalmente he vuelto media docena de hojas, me he encontrado tan lejos del libro como metido dentro de mí mismo. No obstante, un gran efecto ha solido causarme el dicho compañero de viajeros, y por ese efecto bien puede recomendarse a los que padecen de insomnio porque es un narcótico, el más eficaz. Para mí el gran amigo del viajero, el más propio para distraer el ánimo y alegrarle hasta el exceso de preferir la vida dentro de un cascarón que sobrenada en medio del océano a la vida tranquila de tierra, es un inglés. Un inglés es un libro vivo y palpitante donde puede estudiarse toda la vida de un pueblo, donde pueden seguirse los más extraños pensamientos que, agitando el cerebro carbonizado de un hijo de la nebulosa Albión, salen a posarse en las extrañas arrugas que un cincel maestro parece ir trazando progresivamente en una cara de hierro.
Por último, nos llamaron a almorzar; ya lo deseábamos, así es que apenas el sirviente se acababa de retirar, nos dirigimos atropelladamente al comedor, en tal estado de escualidez habían quedado nuestros pobres estómagos.
Apenas concluimos, pregunté a mis compañeros:
—¿A dónde vamos? Porque yo creo que ustedes no pensarán en pasar estas cuantas horas mano sobre mano.
—No, no —contestaron unánimemente—. A la calle.
—Yo voy a comprar unas baratijas.
—Yo a hacer dos visitas.
—Yo a ver a los amigos.
—Pues, señores, yo voy al Casino, y de allí a paseo, y luego a lancha. Conque hasta la vista.
Y nos precipitamos por la escalera. El uno se fue a visitas, el otro a sus baratijas, aquel a sus amigos, y yo con dos o tres me dirigí al Casino.
Atravesamos la plaza, doblamos una esquina y nos hallamos en la calle de La Marina. A los dos pasos tropecé con un antiguo conocido, hombre de flema si los hay, amigo de sus amigos, gran corredor de bromas; que no hay trapisonda donde no esté, no hay riña que no deshaga, ni hay bautismo de barrios en que no sea padrino, ni baile de candil al que él no asista, ni gira campestre en que no se halle. No tiene oficio ni obligaciones que le detengan, y sin ser capitalista, ni mucho menos le gustan los caballos, busca y compra los perros de las mejores castas; y para corona y complemento de sus extrañas inclinaciones, mima gatos ingleses y cría pájaros canarios.
Con este amigo mío y otros me asocié en cierta ocasión nada menos que para privar a un vecino del dominio y posesión pacífica de un par de cochinchinas que pura y exclusivamente para su solaz había criado. No sin disgusto y temores se llevó a cabo la usurpación; pero al fin la víctima no tuvo otro remedio que lamentar la pérdida de su querido casad, que del corral pasó a nuestros estómagos en una noche de trueno bajo las verdes copas de unos plátanos. Mi amigo en esta ocasión se portó con su acostumbrada originalidad, participando al dueño de las aves nuestro proyecto antes de su ejecución, aconsejándole que nos sorprendiese, como en efecto lo hizo, y convidándole para fin de fiesta a nuestra cena.
Este solo caso y otros más que pudiera referir aquí pintan desde luego al individuo con que me encontré en la calle de La Marina.

[Libro] Cuarenta leguas por Cantabria, de Benito Pérez Galdós
Galdós realiza su primer viaje a Santander en 1871 y conoce a José María de Pereda. Mucho tuvo que gustarle la ciudad cuando a partir de ese primer encuentro decidió elegirla como sede permanente de sus veraneos. Su fácil comunicación con Madrid, su clima templado y fresco durante la época estival, la belleza del lugar y de la provincia y la acogida amistosa que le prestaron sus intelectuales le convirtieron, como él dice, en visitante habitual de Cantabria.
- Autores: Benito Pérez Galdós
- Editores: Santander : Cantábrico de Prensa, D.L. 1993
- Año de publicación: 1993
- País: España
- Idioma: español
- ISBN: 84-8123-023-5
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Índice de cuentos de Benito Pérez Galdós
- Un viaje redondo. 1862
- Tertulias de El Omnibús. 1862
- Una noche a bordo. 1864
- Una industria que vive de la muerte. 1865
- Necrología de un prototipo. 1866
- Crónicas futuras de Gran Canaria. 1866
- Manicomio político-social. 1868
- La conjuración de las palabras. 1868
- El artículo de fondo. 1871
- La mujer del filósofo. 1871
- La novela en el tranvía. 1871
- Un tribunal literario. 1872
- Aquél. 1872
- La pluma en el viento. 1873
- Una historia que parece cuento. 1873
- En un jardín. 1876
- La mula y el buey. 1876
- El verano. 1877
- La princesa y el granuja. 1877
- El mes de junio. 1878
- Theros. 1883
- La tienda-asilo. 1886
- Celín. 1889
- Dónde está mi cabeza. 1892
- Tropiquillos. 1893
- El pórtico de la gloria. 1896
- Dos de mayo de 1808. 1896
- Rompecabezas. 1897
- Fumándose las colonias. 1898
- Rura. 1901
- Entre copas. 1902
- La República de las letras. 1905
- Memoranda. 1906
- Ciudades viejas. 1915
…
[Cuento] Necrología de un prototipo, de Benito Pérez Galdós
I
Vosotros, ciudadanos graves, le conocíais muy bien. Cuando los negocios públicos os permitían algún reposo, cuando la ventilación de las cuestiones nacionales y europeas daba paz y desahogo a vuestros espíritus inquietos, solíais ir a la catedral con el santo fin de oír, ver u oler alguna misa; y entonces veíais al prototipo cuya desaparición deploramos. Vosotras, jóvenes amables, le conocíais también. Cuando gozosas y vivarachas penetrabais en la capilla de Santa Teresa para rezar un poco de letanía con toda la vista clavada en la santa y las tres cuartas partes del corazón fijas en vuestros novios, veíais al personaje, tipo, anomalía, aberración, cuya desaparición deplorarían los gabinetes zoológicos y anatómicos si aquí los hubiera.
Recordad bien los fenómenos acústicos que manifestaban la presencia de este proto-singular. Esta manifestación acústica era más determinada y característica que la visión misma. Oigámosle antes de verle: prefiramos el rumor a la forma. Hay seres que rechazan lo pintoresco. Hay fisonomías morales y físicas que no pueden ser abarcadas por el compás ni simuladas por el pincel: un diapasón les conviene más. Nuestro prototipo pertenecía a esta clase. Era un individuo cuya apreciación correspondía al oído. Su fisonomía auditiva era un rezo, una tos y un arrastrar de suelas de tan especial timbre que cualquier músico realista hubiera sacado de él una combinación instrumental. Cuando rezaba, su voz semejante a un eco subterráneo llenaba el ámbito inmenso de la catedral. El espacio que rodea las diez columnas ondeaba sonoro al influjo de aquella vibración: las treinta y una bóvedas respondían unísonas a aquel recitativo cantado en tesitura tan profunda. De repente tose… Parece que un trueno estalla en el templo. Todo el granito se estremece. Si las catedrales tosieran, ¡qué demonio!, toserían de aquella manera.
Veámosle ahora. Era aquel bulto que en la oscuridad de una capilla se distinguía, ya en pie y encorvado, ya de rodillas e inmóvil. Cuando las miradas del espectador se acostumbraban a la oscuridad, podía verse que de sus hombros pendía una luenga capa negra que en ambos costados tenía los mismos pliegues y las mismas ondulaciones. Parecía que aquellos dos trozos de capa eran dos tremendas alas, y que de repente iba a volar como un hipogrifo. ¡Cuán grave y sombrío y terrible!
Pero ¿las sombras y soledad del recinto no le dan tal vez ese aspecto siniestro y medroso? Quizá fuera de aquí sería una risueña y amable figura más propia para inspirar regocijo que pavura. Reparen ustedes en que este templo y este hombre son cosas que no pueden separarse tan fácilmente como una cabeza y un sombrero. La naturaleza hizo afines entonces la carne y la piedra, el pajarraco y el recinto. Caja musical muy bien construida en este último, pero hubiera permanecido sorda y sin vida si no hubiera tenido su tímpano sonoro. ¿Conciben ustedes una campana sin lengua?
II
Hay individualidades agregadas de tal modo a los monumentos que parecen una parte indispensable de los mismos. El hombre de los rezos era una especie de excrecencia: parecía que se había criado como un liquen en las piedras del edificio. De seguro un naturalista le hubiera echado el lente creyéndole una magnífica estalagmita. ¡Quién averigua el génesis misterioso de aquel hisopo adherido a una grieta, de aquel parásito desarrollado sobre una losa! Su organismo por el aspecto y el zumbido es de zángano. ¿Se incubarían las bóvedas en un lento trabajo de generación ovípara? Pero dejemos el origen y vengamos a la cosa ¡Qué feo era! Su piel semejaba al forro de un Decretalium thesaurus mil veces leído: los huesos de la cara pugnaban por salir a pública luz, la barba, que daba muestras de afeitarse en los días de solemnidad, estaba compuesta de una treintena de pelos, situados a tiro de ballesta, y tan rígidos y blancos como menudos filamentos de vidrio. Sus ojos (¡gran Dios, qué ojos!) eran perennes manantiales de cinabrio diluido, y su boca, cerrada siempre al paso de las aves nocturnas, se componía de dos grandes y flojas protuberancias de carne que, si no hicieran allí el papel de labios, creeríamos eran dos chuletas colgadas a la intemperie como en las manufacturas de tasajo. ¡Qué cosa tan fea, Dios mío! Su cuerpo… pero aquello no era cuerpo. Figuraos una capa con espinazo y extremidades, una capa que se yergue y se inclina como remedando el movimiento de una máquina muscular. Su cuerpo no era otra cosa. Pudiera creerse que bajo el paño secular había hasta una libra de carne; pero lo cierto es que había en cartílagos, tendones y huesos como unos veinte kilogramos. Por debajo del fleco que los años habían hecho en la túnica asomaban dos navíos portugueses en forma de zapatos con tantas troneras o remiendos que hubiera sido difícil imaginar su primitiva configuración. En el banco próximo estaba el sombrero, aditamento de aquel aditamento, excrecencia de aquella excrecencia. Esta prenda hubiera sido un documento arqueológico si las infinitas abolladuras y diversas capas de materias combustibles que le adornaban hubieran permitido a un anticuario adivinar el modelado primitivo. El tiempo, ustedes lo saben, convierte el capitel en adoquín y la cariátide en guarda-cantón: el tiempo había convertido en turbante (no es exageración) el mueble que el año 22, en tiempo de Angulema y de Riego, tenía todas las apariencias de sombrero. Investigaciones detenidas habían aclarado, no su forma, sí su fecha, que era poco menos que antediluviana. Este sombrero fue sin duda uno de aquellos que a consecuencia de cierto naufragio arribaron a las playas de Gran Canaria. Tal vez lo recibió el protofeo de manos de alguno de aquellos marineros que inmortalizó uno de nuestros más esclarecidos poetas. Y fue tal cuchipanda que hasta los marineros se robaban los sombreros que andaban de banda a banda.
El que se hubiera asomado al cráter de este sombrero hubiera visto un pañuelo encarnado, negro, verde y de otros colores del tamaño de un pabellón nacional. Dos o tres veces al día este pañuelo se desplegaba y acto continuo, ¡prum!, resonaba un trueno nasal y la gran masa del templo vibraba obedeciendo a la convulsión de aquella nariz ciclópea. Si las catedrales se sonaran (permitid esta hipótesis de mal gusto), se habían de sonar así.
III
¡Qué feo era! Sin embargo, sus ojos clavados en la bóveda brillaban con luz divina. Indudablemente, sus miradas al traspasar la bóveda escudriñaban en lo profundo de los cielos los misterios de la bienaventuranza y de la gloria, sus labios de corcho al balbucear una plegaria sostienen misteriosos diálogos con algún ángel mensajero solo visible para él. ¿Qué importa la deformidad del pescuezo, la aspereza de la piel, la destilación de los ojos, la verruga hiperbólica de la nariz? Esa estrellita de luz divina que baila en su mirada parece que espiritualiza al asceta mugriento y haraposo como un sacristán de aldea, arrugado y amarillo como un infolio. El éxtasis diviniza al penitente. ¡Rivera ha embellecido tantos Esopos! Mirad cuán bello está (no es paradoja) el hombre de la capa inmóvil, petrificado por la contemplación. Todas las feas partes de su rostro, de su cuerpo y de su vestimenta se manifiestan en graciosos contornos; la armonía reina en ellas; el color se acomoda a la idea; el fondo añade vigor y claridad al tono; la capa determina el claroscuro; los zapatos tienen los toques confusos del buen detalle; el resplandor de la calva es aureola. ¡Soberana y magistral creación! Miradle bien. Su espíritu está en comunicación directa con Dios. El cielo está abierto ante él: ve los siete círculos donde se asientan falanges de potestades; ve el trono que sostienen tres hiladas de dominaciones; oye la armonía de arpas y violines que tañen querubes musicantes. ¡Qué bello es!
IV
Sí, ¡qué bello era!… Pero ya no existe, señores. Está allá, más arriba de toda esta maquinaria. Agitó las grandes alas de su capa y cruzó el espacio como un animal apocalíptico. Hoy la catedral está sorda: le falta su tímpano sonoro.
Aquel hombre (no se rían ustedes) era el elemento musical de este templo. Poco importa que el cincel del arquitecto labre aquí bóvedas suntuosas, poco importa que el arte plástico quiera hacer más comprensible la grandeza por la magnitud de la forma. Es verdad que la belleza del estilo predispone al sentimiento a sus deleites espirituales; pero la fantasía exige más arte: es necesario un lenguaje mas elocuente y vivo que el lenguaje mudo de la piedra, más inmaterial y expresivo que esos signos resplandecientes que traza la luz exterior sobre el ramaje de la arquitectura. Para la gran obra del arrobamiento general; para que la mente cristiana salga de quicio es indispensable la ayuda de un arte que no es el arte de la piedra ni el arte espectral de los vidrios de colores. Allá a espaldas del coro se eleva el más enorme instrumento músico que han inventado los hombres. Un complicado sistema intestinal lo compone: cada intestino es una nota, cada serie de tubos un tono. Sus voces son la del violín, la del oboe, la del arpa, la del gallo, la del ruiseñor, la del pavo. Suena, muge, canta, trina, ronca, ensordece y calla. Todos los sonidos que en la naturaleza existen, ya en estado primitivo, ya en estado de cultura, están allí archivados y clasificados. El teclado es el índice, y aquel individuo que sentado en una banqueta recorre con ágiles dedos las teclas de marfil es el que tiene el secreto de ese Dédalo monstruoso, catálogo razonado de los ruidos. Pero el órgano no suena: veo una gran máquina y un manipulador; veo la linterna y a maese Ginesillo; pero aquí falta algo.…
[Cuento] Crónicas futuras de Gran Canaria, de Benito Pérez Galdós
Crónicas futuras de Gran Canaria
Entretenimientos de un optimista
La utopía de hoy es la verdad de mañana.
(VÍCTOR HUGO)
Lector cachazudo: permite que abuse de tu paciencia, tomándome la libertad de poner ante tu vista no vulgares páginas de errores presentes, y de actuales desaciertos, sin relaciones extraordinarias de prosperidades futuras, de dichas y regocijos hoy desconocidos. Cosa fácil es dar a tu facultad de percepción la potencia y el alcance de un anteojo de larga vista; fácil es forjar aquí una de esas hipótesis monumentales, hiperbólicas, infinitas, como la tan manoseada, si yo fuera rey…, y aquella otra ya podrida de vieja, si Adán no hubiera pecado… Fácil es que tú y yo nos echemos a rodar por los espacios de lo venidero, asidos al supongamos que de los filósofos confusos, fácil es que arrogantes y atrevidos volemos con alas de cera hacia aquel horizonte, hacia aquella cima, hacia aquel lindero engañador, siempre cercano, y fugitivo siempre, que se llama lo porvenir. Todo es fácil, en extremo fácil, mientras me asista un poco de esa osadía que da el tener una pluma en la mano, un centenar de tipos de imprenta en casa de un amigo y medio lector o tal vez un lector entero en casa del vecino: todo es fácil, repito, volar, soñar, hacer disposiciones de ochocientos grados sobre cero, confeccionar utopías de fuerza de cuatrocientos caballos, asentar premisas del tamaño de la pirámide de Cepos, ¡oh!, cosa corriente, cosa fácil; pero que tú lleves tu cachaza proverbial hasta el punto de seguirme; que tú seas paciente en bastante grado para volar, revolotear y hacer piruetas conmigo en los espacios de lo infinito; que prestes atención a mi relato; que des vida a mi voz, que creas razonable mi teoría, que no te aburras, que no te duermas, que no ronques, que no me maldigas, ¡oh, mil demonios!, esto sí que es difícil.
Sin embargo, pese al estilo y a ti, he de hacer lo que en los diamantinos polos de mi voluntad está encajado, como diría un académico que yo conozco. Es necesario que yo haga una hipótesis que podíamos llamar protodescomunal, la lanzase a ti para que tu fantasía se espeluzne y tu entendimiento salga de quicio. Pero lo que me propongo sacar de quicio no es ni tu mente, ni tu fantasía, ni tu sensibilidad, es tu vida, esa trivialísima noción del hoy que te tiene tan engreído, eso es que, según unos es ilusión y engaño de los sentidos, y según otros resultado positivo del repensamiento del yo, ¿ves que clarito está esto?
Pues bien, esa vida te la alargaré yo, que no tengo elixir, ni sé quiromancia, ni filosofía alemana (son cosas parecidas) yo, que no conozco los sustanciales principios de la forma, ni tengo en el bolsillo, como los materialistas, los elementos de este precipitado químico, que se llama alma, de este protoclorato, hiperbrómico de…, ¡qué sé yo de qué!
Quiero alargarte la vida: es decir añadir a tus cuarenta o cincuenta maduros años otros sesenta, setenta o cien tiernas primaveras, ¿qué resultará? Serás un hombre ¡oh portento!, de ciento setenta años, un espectro, si te place, un ser fiambre, un ejemplar paleontológico, una curiosidad que hará las delicias de cualquier anticuario, un documento precioso para la Historia de la momificación que está escribiendo un naturalista que yo me sé. Servirás a Cuvier de primer término para sus inducciones, Buffón te llamará antediluviano y Voltaire dirá que no eres otra cosa que un pescado.
Pero me ocurre que haciéndote vivir ciento setenta años, tendría necesariamente que hacerte feo, repugnante, cien veces chocho y adornado con todas las cosas ridículas y nauseabundas que a una humanidad elevada a tan alta potencia suelen acompañar. Me parece mejor dejarte morir cristiana y tranquilamente, y después, cuando me parezca hora, llamarte con toda la entonación hueca y tenebrosa que a mis atipladas fauces les sea posible emitir. ¡Te evocaré!, ¡qué horror!, ¡evocarte!, ¡llamarte sombra, finado!, no… esto me da miedo. Además tendría que acompañar tan fúnebre evocación con unas llamaradas de azufre, un pedacito de luz cárdena, mortecina o lívida, y esto es molesto; tendría que proveerme de una lámpara de alcohol y de una trompetilla de pez griega, cuidando también de rematar la decoración con un mochuelo, lechuzo u otro pajarraco de lúgubre significación. Esto me carga. Temo que el azufre ataque a mi pituitaria susceptible como la de una miss y que el graznido de aquella sabandija moleste mi tímpano, delicado como el de una donna. Es preciso buscar otro procedimiento para hacerte vivir, pío lector, en la futura época que hemos convenido. ¿Qué hacemos pues? Quisiera tener un fuerte estirador con que probar la ductilidad de eso que han dado en llamar vida… Si al menos conociéramos a aquel sabandijo del marqués de Villena y pudiéramos sacar de él algún récipe de generación artificial… Si pudiéramos entendernos con el bueno de Garibay, él nos proporcionaría algún remedio eficaz para este mal crónico de la muerte prematura. ¡Es cosa triste señores! Hoy la mayor parte de los hombres se malogran a los setenta u ochenta años ¿A quién nos dirigiremos?… Ya se me ocurre. No es el marqués de Villena, ni Garibay quien nos ha de sacar de este apuro, sino el editor de El Ómnibus.
Sí: este sí consentirá que sujetemos su periódico al estirador mecánico y que probemos su ductilidad vital, (del periódico) que debe ser mucha a juzgar por la buena pasta de este periódico y esa robustez y lozanía de que hace alarde. Vivirá, no hay duda. Su organismo renovado cada día, resiste al deterioro, su espíritu puede vivir en la tierra más que estos inquietos y volanderos espíritus nuestros que no están bien en ninguna parte. De modo que vamos a emplear el procedimiento de hacer vivir a El Ómnibus ciento setenta, ciento setenta años más de los que ya tiene encima, y como la prensa es un reflejo de los tiempos y de las costumbres, en él encontraremos lo que buscamos. Imposibilitados de vivir en el año de 1950, por ejemplo, leamos los periódicos de esta época.
Figúrate, pues, lector alucinado, que este papel que en la mano tienes está confeccionado con sustancias que aún están… quién sabe dónde; que estas letras son impresas con tipos, cuyo plomo yace aún en las entrañas de la tierra, poco cuidadosa de la pica del minero; que lees lo que no se ha escrito, ni pensado; pero lo cierto al fin. Para que el número del año 2000 no nos parezca desaforadamente remoto, tomemos el asunto desde más cerca y recorramos, ¡ahí es nada!, un espacio de siglo y medio deteniéndonos cuando nos parezca conveniente, y cuando un acontecimiento extraordinario venga relatado en las columnas de esta publicación secular.
En marcha, pues: dejemos cuatro años a la espalda. Tolle et lege.
Año de 1870
Miércoles 2 de octubre. —Esta noche se inaugura el magnífico teatro que se ha construido en esta población. La comedia elegida es el Alcalde de Zalamea, una de las más célebres creaciones del insigne poeta D. Pedro Calderón de la Barca cuyo nombre ostenta nuestro nuevo teatro en su fachada. En el próximo número daremos cuenta etc. etc…
Sábado 5. —Como esperábamos la función inaugural de nuestro teatro ha sido un acontecimiento de que se conservará grata memoria por mucho tiempo en esta población. Después de haber ejecutado la orquesta la obertura del Flauto mágico [sic] de Mozart, dio principio la comedia, siendo de notar la propiedad de la escena y de los trajes, lo mismo que la escrupulosa interpretación de la magistral comedia. Los actores todos rivalizaron en acierto y fecundos esfuerzos, resultado ese conjunto armonioso, sin el cual las producciones de Calderón están tan expuestas a un fracaso. El público manifestó su agrado desde las primeras escenas. En el segundo acto comenzaron las demostraciones de entusiasmo, rayando este en frenesí durante las magistrales escenas en que se muestran con rasgos sorprendentes los caracteres de Pedro Crespo y de D. Lope Figueroa, recto, enérgico, inflexible, verdadera encarnación de la idea de Justicia, el primero; gruñón, displicente y agrio sin dejar de ser razonable, el segundo. El tercer acto, que es tal vez la expresión más grandiosa del genio de Calderón, fue oído con ese arrobamiento magnético, culto solemne de un público que solo reciben cuando está bien interpretadas, escenas como la de los celos en Otello y la de la Justicia en El Alcalde de Zalamea.
Concluida la comedia se alzó un telón de fondo y apareció el busto del poeta inmortal, rodeado por todos los actores de la compañía, que depositaban sobre el pedestal ramilletes y coronas. Entre tanto la orquesta tocaba la marcha de Schiller, pieza de un mérito y un efecto extraordinarios, compuesta por Meyerbeer para la apoteosis de un compatriota suyo, hermano y discípulo de Calderón.
Leyéronse varias poesías alusivas a la construcción del teatro y al poeta que le da su nombre; y por último, como fin de fiesta, se representó el sainete de D. Ramón de Cruz, titulado La casa de Tócame-Roque. El edificio es espacioso, rico en adornos sin ser pesado, elegante y sencillo sin dejar de ser lujoso. Sus condiciones acústicas y ópticas son excelentes. El lienzo del techo y el telón, debidos al pincel del Sr. Pla, son dos obras maestras de pintura escenográfica. En la parte semicircular del primero se ven doce grandes medallones oblongos, en cuyo centro están los retratos de seis autores dramáticos y de seis músicos. Los primeros son, Lope de Vega, Calderón, Shakespeare, Schiller, Molière y Moratín: los segundos, Mozart, Rossini, Weber, Donizetti, Bellini y Meyerbeer.…
[Cuento] Aquél, de Benito Pérez Galdós
¿Quién es aquel?
¡Enigma indescifrable! Tengo para mí que todos los seres de la creación ignoran quién es aquel, y sin embargo, aquel existe y está en todas partes, os persigue como vuestra sombra por donde quiera que vais; parece el acreedor sempiterno que está reclamando constantemente una deuda inmortal; parece del Banquo de todos nuestros sustos, el ave agorera de todos nuestros presentimientos, la imagen óptima de todas nuestras alucinaciones.
Supongamos que un día nefasto os veis en la necesidad de formar en las tristes filas de un entierro. Llegáis al cementerio, entráis en la capilla para asistir al oficio fúnebre, y entre la enlutada muchedumbre, está infaliblemente aquel.
En otro día, quizás más nefasto, vais a un baile de máscaras; discurrís por el salón tratando de matar el fastidio. Supongamos que os divertís, que no; supongamos que os dan una broma pesada o una feliz sorpresa. Todo es accidental y está sujeto a mil contingencias. Lo invariable, lo categóricamente cierto, es que entrar, al salir, en todas las vueltas que, como mariposa atontada distéis por el salón, encaró con vosotros una persona cuyo semblante conocíais bien, y esta persona era aquel.
Pongamos el ejemplo de que vais a una parada, a una ceremonia pública, a un meeting, y en el primer caso os causa perplejidad y admiración la variedad de uniformes, el guerrero ademán de las tropas, la estirada gravedad y deslumbrante entorchamiento de los generales, así como en el segundo nada os conmueve tanto como la elocuencia y ardor de los oradores políticos, que se quieren tragar unos a otros por un mendrugo de libertad más o menos. Pero en la parada y el meeting lo que os causará un asombro parecido al espanto es ver confundido entre el gentío… ¿a quién, cielos divinos?…, a aquel.
Otro caso: un día que debe marcarse con piedra negra en vuestra mísera existencia, os prenden, por equivocación, en una calle de las más públicas, por haberos confundido (nuestra policía tiene un ojo…), con cierto sujeto célebre en los garitos, y al formarse en torno de vuestra persona el indispensable círculo de curiosos que mira con indignación al delincuente, observáis que entre todas aquellas caras se destaca una, la más insolente y desvergonzada de todas, y esa cara… no lo dudéis un momento, esa cara es la de aquel.
Más ejemplos. Sentemos la atrevida hipótesis de que os casáis. Llega el infausto día. Os personáis en la iglesia: llega la novia, llegan los padrinos, llega el cura, llega el monaguillo, llegan los amigos; parece que no falta nadie. Como nada falta, principia la ceremonia: os dais la mano, el sacerdote os bendice, y cuando ya parece que está consumado el sacrificio, extendéis la presuntuosa mirada por todo el ámbito del templo para que la felicidad, estampada en vuestra cara, despierte envidias en el apiñado concurso, y… ¡oh sorpresa!, apoyado en una columna, con la vista fija en el novel matrimonio, está un hombre, en cuyo semblante reconoceréis al punto las aborrecidas facciones de aquel. En resumen, si vais al café, ahí está aquel tomando su brebaje; si vais al teatro, allí está aquel desde que se alza el telón; si viajáis en verano, al poner el pie en el coche veis una figura que se acurruca en el rincón y recorre las páginas del Indicador de los caminos de hierro, y al punto le conocéis… es aquel.
Basta de ejemplos y meditemos.
Todo el que se encuentra en presencia de este singularísimo fenómeno social, se pregunta: ¿quién es aquel?
Como respondiendo que aquel no es nadie iríamos a parar a un absurdo, es fuerza convenir en que aquel es una persona que se encuentra en todas partes, lo mismo en los espectáculos gratuitos que en los de pago, lo mismo en los tristes, como en el entierro, que en los alegres, como el baile; figura decorativa de los cafés y de los teatros; parte alícuota de todo numeroso y escogido público en las reuniones y meeting; un hombre que siempre estamos viendo y nunca conocemos, el tipo de los tipos, raras veces simpático; por lo común, insoportable, ente aborrecido, que nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni qué hace, ni de qué vive.
El ser misterioso que viene al mundo predestinado a ser el aquel de la sociedad, lleva en su enigmática ubicuidad el don de originar multitud de interpretaciones diversas acerca de su posición y persona. Por tanto, si un día preguntáis, ¿quién es aquel?, recibiréis respuestas tan diferentes que os dejarán más confusos. Quien abriese una información sobre este singular personaje y fuese apuntando en su cartera las diversas noticias que sobre él recibiría, había de formar el curiosísimo ramillete que va a continuación:
Aquel es un hombre a quien se ve en todas partes. Yo tengo para mí que es un vago.
Aquel es un marqués inmensamente rico que, como no tiene nada que hacer, se anda por ahí con las manos en los bolsillos. Me figuro que es persona extravagante.
Aquel es un conde tronado que derrochó al juego su fortuna y ahora está tratando de distraerse.
Aquel es un filósofo extravagante que se pasea.
Aquel es un hombre de mucho talento, que se ocupa en estudiar la sociedad en sus varios aspectos y condiciones.
Aquel es de la policía secreta.
De lo cual se deduce que nuestro hombre es todo el mundo.
Pero hagamos personalmente una indagación concienzuda, y fijémonos bien en él. Miradle, ¡oh curiosos lectores!, asistiendo con solícita puntualidad al relevo de la guardia que tiene lugar en palacio todas las mañanas. Es un hombre de mediana estatura, de mediana edad, de mediana decencia: todo mediano. Anda solo; no pasa junto a otra persona sin mirarla bien, y por su parte parece cuidarse poco de que le miren bien o mal. Antes de comenzar la música se acerca a los atriles para ver en el papel de música el nombre de la pieza que se va a tocar. Cuando suena el redoble se para oír mejor, y hasta se nos figura que se mueven sus pies como queriendo contradancear un poco en presencia del público. Concluye la fiesta musical y esta es la ocasión de satisfacer nuestra mortificante curiosidad, pues le seguiremos, y viendo adonde va, averiguaremos quien es. Por ejemplo, si entra en una oficina, sabremos que es empleado; si se cuela en la universidad, tendremos la certidumbre de que es estudiante; si penetra en la iglesia no hay remedio sino que es secretario de alguna archicofradía; si se mete en la bolsa, cátate que es hombre de negocios; si se abren ante él las puertas de uno de esos santuarios de la opinión que se llama redacciones de los periódicos, es indudable que periodista ha de ser; si se introduce, hundiéndose a manera de espectro de teatro por uno de los agujeros de la alcantarilla, no hay duda de que es de la ronda nocturna, y por último, para que no se nos escape ningún conjetura en lo que se refiere a este ser extraordinario, si se desvanece ante nuestro ojos como el humo de un cigarro, será preciso confesar que es un espectro, enviado al mundo para nuestro tormento.
Sigámosle, pues. Concluido el relevo de la guardia, aquel se dirige a la Puerta del Sol, y cuando esperábamos verle entrar en alguna parte, he aquí que comienza a pasearse con mucha calma, mirando cada poco tiempo al reloj de la casa de Correos. Pues con este dato, el menos listo comprenderá que aquel es un cesante. ¡Oh, desventurada porción del linaje humano! Si no se le conoce por su rancia costumbre de medir las aceras de la Puerta del Sol, fijando la vista en aquel reloj que parece contar los momentos en que se dan y se quitan los destinos, en aquel reloj, cuya inflexible manecilla hace como que está escribiendo credenciales y cesantías; si no se le conoce en este rasgo genuino y característico, ¿de qué sirven la filosofía y la zoología?, ¿para qué vino al mundo Buffon?
No hay duda ya de que nuestro hombre es cesante; pero como el ser cesante es no ser nada, por fuerza nuestro interesante aquel ha de ser alguna otra cosa, y eso es lo que trataremos de averiguar. Atención. Por fin se cansó de pasear y entra en un café. ¿Será posible verlo para asegurar que va a tomarse un gran vaso de café con media tostada? No, seguramente; y si queréis cercioraros, a través de empañado cristal podéis contemplarle engullendo con voracidad leonina su frugal almuerzo. Como es fácil comprender, este dura poco, y al concluir, nuestro personaje lleva a efecto un acto de heroísmo, que despierta el dormido entusiasmo de nuestro positivista espíritu. ¡Acción inaudita! Aquel mete la mano en el bolsillo, y paga su café. ¿No os mueve este rasgo de sublime generosidad? Todos nuestros cálculos y conjeturas han venido a tierra como alcázar de utopías que destruye de un golpe el poderoso ariete del sentido común. Nuestro hombre no puede ser cesante. Ha pagado.
Pero no desmayemos en nuestras pesquisas: no nos acobardemos por este contratiempo, y sigamos tras él. Ya sale, vuelve a pasear y a mirar el reloj. Sin duda espera una hora determinada para ir a alguna parte. Pero pasa un entierro lujoso: delante va el féretro arrastrado por los caballos de la funebridad; detrás, en lenta y simoniaca procesión, van los amigos, a quienes el recuerdo del que se fue obliga a cumplir el más fastidioso de los deberes. Todos los transeúntes miran el entierro, incluso aquel.…
[Cuento] Ciudades viejas, de Benito Pérez Galdós
I
Peregrino infatigable, he corrido de una parte a otra por los senderos menos trillados y las regiones más bravías y solitarias de esta vieja Península, persiguiendo la nota de color, el dejo de castizo, los resabios característicos de la vida española en ciudades viejas, en villas y lugares desmantelados que tuvieron grandezas y hoy solo guardan, entre sus escombros, miseria y desolación.
Espero contar lo que vi y admiré en Tordesillas, Villalar, Olmedo, Osma (la vieja Uxama), Madrigal de las Altas Torres y otros lugares interesantísimos que la Historia ha querido hacer memorables. Pero a la cabeza de estas semblanzas de pueblos he de poner la de El Toboso, porque al entrar en esta que Cervantes llamó gran ciudad, sentí tan intensa emoción que no acierto a describirla. ¡Y esto sentía yo junto a las tapias de un pueblo donde jamás ocurrió nada, históricamente hablando! Lectores míos, preguntad a un ciudadano de Noruega, de Rusia, de Norte América, del Brasil o de Australia qué piensan de las grandes cosas acaecidas en Tordesillas, en Toro, en Valladolid y en Zamora y alzarán los hombros, dando a entender que no les importa nada de lo que allí ha pasado. Pero nombradles El Toboso y exclamarán: ¡Oh, El Toboso! La patria de Dulcinea, la metrópoli del ideal más hermoso que vieron los siglos, la suma perfección femenina que mueve al hombre a colosales empresas. Claro es que la exaltación de los caballeros enamorados puede terminar en desengaño amarguísimo. Pero esto no importa; tal es la fuerza de la peregrina hermosura, excelsas virtudes y discreción de la dama, que esta no tarda en ganar la devoción caballeresca y mística de otros adalides. Los caballeros aman, luchan y son devorados por la muerte. Dulcinea es eterna, y aquí la tenéis en sus alcázares del Toboso, ahechando piedras preciosas y labrando ricas telas de oro, sirgo y perlas contestas y tejidas.
Desde Quintanar de la Orden, donde asistí a una reunión política con varios amigos, fui a El Toboso en cómoda tartana de un rico hidalgo tobosino, de quien hablaré más adelante. El pueblo me pareció alegre, destartalado, grandón, de una irregularidad deliciosa. Por calles que empezaban en plazoletas y concluían en recodos tortuosos, me lancé solo en busca del lugar cervantino, que es aquel donde se alza la iglesia parroquial, de maciza construcción y elevada torre, lindero entre el caserío y los campos manchegos por occidente o medio día. Por aquí entraron, al filo de media noche, Don Quijote y Sancho, viniendo de Argamasilla.
Ansioso de reproducir la incomparable escena, aguardé la noche, y solito, sin compañía de amigos ni curiosos, me planté frente a la iglesia, para que fuera completa la ilusión. Oí los desaforados ladridos de todos los perros del lugar, el rebuzno de algún burro, el gruñir de cerdos y el mayido de los gatos. Inmediatamente sentí a mi espalda las pisadas de Rocinante y del rucio.
«Aquí están» —pensé—, y al punto me sentí estremecido por la voz del grave Caballero de la Triste Figura, que así decía:
—Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea; quizás podrá ser que la hallemos despierta.
Contestó Sancho con evasivas marrulleras, temeroso de que su amo descubriera los enredos y mentiras que le contó en Sierra Morena. Don Quijote habló así:
—Hallemos primero una por una el alcázar, que entonces yo te diré, Sancho, lo que será bien que hagamos: y advierte, Sancho, que o yo veo poco, o aquel bulto grande y sombra que desde aquí se descubre, la debe de hacer el palacio de Dulcinea.
Avanzó unos pasos el Caballero y viendo el bulto que hacía la torre, reconoció que estaba enfrente de la parroquia del pueblo y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho amigo.
SANCHO.— Ya lo veo, y plegue a Dios que no demos con nuestra sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales horas, y más habiendo yo dicho a vuesa merced, si mal no me acuerdo, que la casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida.
DON QUIJOTE.— Maldito seas de Dios, mentecato: ¿a dónde has tú hallado que los alcázares y palacios reales estén edificados en callejuelas sin salida?
Disputan un rato con gran donaire el señor y el escudero sobre los dichosos alcázares, y Sancho le dice que cómo ha de encontrar él a media noche el tal palacio si el mismo Don Quijote, que lo ha visto de día, no sabe dar con él.
DON QUIJOTE.— Tú me harás desesperar, Sancho. Ven acá, hereje, ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que solo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?
SANCHO.— Ahora lo oigo, y digo, que pues vuesa merced no la ha visto, ni yo tampoco… Así sé yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo.
Estando amo y criado en estas pláticas vieron llegar a un mozo de labranza con sus mulas, el cual venía cantando el conocido romance: Mala la hubisteis, franceses… Con su habitual gentileza y cortesía le interrogó Don Quijote sobre los consabidos palacios de la sin par señora. Contestóle el mancebo lo que consta en el libro inmortal y arreando sus mulas se fue a donde su obligación le llamaba. En esto, Sancho, hombre muy ladino de sutiles trazas, propuso a su señor que se retirase hacia un bosque cercano donde aguardarían la salida del sol. Anhelaba Sancho sacar del pueblo a su señor porque no averiguase la mentira de la respuesta que de parte de Dulcinea le había llevado a Sierra Morena. Y yo digo ahora que el gran Panza sería un ministro habilísimo y político sutil en los tiempos que corren. Véase aquí su ingenioso razonamiento, «Llevo a mi amo al bosque; le dejo allí; me vuelvo yo al Toboso con la encomienda de buscar el palacio y ver a mi señora. Desta manera, y estirando el tiempo a fin de dar espacio a mi diligencia, con la ayuda de Dios encontraré una linda fábula para engañar a mi señor Don Quijote. Este amo mío, que es el caballero más valiente del mundo y habla como los propios ángeles cuando se pone a ello, tiene en el caletre un agujerito por donde se cuelan los desatinos más gordos que cabe imaginar y dentro se quedan trastornándole el seso, mayormente si los desatinos vienen de algún mágico encantador de estos que alborotan y sacan de quicio a la caterva de caballeros andantes». Así, o en parecidos términos, discurrió Sancho, y de sus cavilaciones hubo de salir la ingeniosa máquina que le sacó de su aprieto al siguiente día.
Dejo a Don Quijote y a su escudero camino de la floresta y me pierdo en las oscuras calles del Toboso.
Pues Señor, amaneció el nuevo día y pude ver y observar en la patria de Dulcinea cosas que no parecerán quijotescas, pero en cierto modo lo son… A media mañana me encontraba descansando en la casa del generoso amigo que me llevó al Toboso, la cual está situada junto al convento de las Trinitarias, en aquella parte de la ciudad por donde entramos viniendo de Quintanar de la Orden. Era la casa grandísima, muy cómoda y holgada, de un solo piso, al ras de la calle, y el dueño de ella era el tipo del rico hidalgo campestre, de donde vino que le llamáramos el caballero del verde gabán.
Este y los amigos que me acompañaron desde Quintanar lleváronme al visiteo de varias familias del pueblo y a ver lo que en este había de notable. A mi parecer poco encerraba el Toboso digno de ser visto. En diferentes casas acomodadas entramos de visita y en ellas vi caballeros y señoras de Madrid, que nada me interesaban. En ninguno de estos sitios se habló de Dulcinea ni para nada la mentaron. Por las calles iba tras de nosotros un grupo de curiosos. Entre ellos distinguí a un hombre de traza lugareña, el cual, a ratos, se confundía con los señores tobosinos que nos acompañaban, como queriendo entrar en conversación. Tanto se movía en torno mío que hube de fijarme en él. Era zanquilargo y enjuto, de más que mediana edad, pelo entrecano, cara risueña, ojos muy vivos, reveladores de un carácter apacible y alegre. A una pregunta mía, el tobosino, que iba a mi lado, me dijo:
—Pero, ¿no conoce usted a Jesús?… ¡Eh! Jesús, ven aquí, que quiero presentarte a estos señores, tus colegas de Madrid.
Mientras el tal Jesús me saludaba, extremando su entusiasmo con abrazos y estrujones, otro de mis acompañantes exclamó:
—Aquí tiene usted la primera celebridad del Toboso; Jesús del Campo, es el único republicano que existe en esta villa y contornos.
A esto siguió la sentida invitación de Jesús para que honráramos con nuestra visita su morada humilde. Caminando hacia esta me contaron que Jesús, no hallando en el Toboso ciudadanos que quisieran ayudarle a formar el comité republicano, lo formó con sus propios hijos. Al mayor de estos, cuando solo tenía seis años, le nombró secretario. Los demás, a medida que iban creciendo, ingresaban en la plana mayor del republicanismo tobosino. Tenía una hija a quien puso el nombre de Marsellesa. En la fecha de este relato, los hijos eran mayores de edad y ganaban un jornal como carreteros o mozos de labranzas. Marsellesita servía en la casa de un vecino acomodado del Toboso.
Llegamos a la modesta casa de Jesús y este y su mujer, anciana, vivaracha y hacendosa, me introdujeron en una salita muy limpia, cuyas paredes vi totalmente tapizadas con retratos de celebridades republicanas, recortados de los periódicos.…
[Cuento] Una noche a bordo, de Benito Pérez Galdós
El mar está hinchado, revuelto y tan inquieto como los que van a entregarse a él.
Nuestro espíritu está lleno de abatimiento porque el despedirse para un largo viaje es lo más desabrido y fastidioso que puede imaginarse. Parece que en nuestro pecho sentimos un cuerpo extraño que se ensancha impidiendo nuestra respiración. Una especie de manzana prohibida se atraviesa en nuestra garganta cortándonos la palabra. Así es que creemos decir el último adiós a un amigo y no hacemos más que temblar como un atacado de mal de San Vito balbuciendo algunas palabras sin sentido mientras nuestra mano convulsa estrecha algo que no sabe si es mano o pie o guijarro.
No sabemos ni a dónde mirar, ni cómo andar, ni si sonreírnos o llorarnos porque la boca y los ojos encargados de manifestar nuestros afectos se contraen y dilatan de un modo no muy académico produciendo en nuestra fisonomía graciosas muecas que hacen desternillar de risa a quien no se despide.
Bajamos los escalones del muelle. Si estos crueles escalones se subieran en vez de bajarse me parecería que subía a un patíbulo. La guillotina no me causa más horror que un mar revuelto.
Al fin me siento como un ajusticiado en el banquillo de la lancha, pero, ¡qué tumbos, Dios mío! ¡Qué subir y bajar tan molesto! Al pasar la barra del muelle los movimientos eran tan repetidos y bruscos que no las tenía todas conmigo. El vértigo que esta travesía me causaba me impedía ver los pañuelos blancos que agitaban en el muelle manos amigas.
La impresión que me produce el rudo hundimiento del bote es tan extraña y desagradable que instintivamente me llevo las manos al vientre para detener mis entrañas que parecen querer subírseme a las barbas.
No tengo manos sino para asirme fuertemente a la borda de la embarcación; no tengo boca sino para escupir una saliva amarga y pegajosa, primer síntoma del mareo; no tengo ojos sino para medir con avidez la distancia que me separa del buque.
Al fin llegamos al vapor, subimos con trabajo y nos señalan nuestro camarote. Arreglamos nuestros equipajes y subimos a la cubierta.
Entonces principia una terrible lucha entre el estómago y la imaginación: el estómago que quiere salirse de sus quicios y la imaginación se empeña en tranquilizarlo. No hay en el mundo sensación tan cruel como la que produce esta pugna terrible. Un dolor violento, agudo, prolongado, se apodera de las regiones del hígado como si el buitre de Promoteo estuviera ensañándose en él. En vano queremos hacernos valientes y echarla de marinos haciendo de las tripas corazón; en vano intentamos dar un paseo por la cubierta mirando con indiferencia el mar, el buque, los marineros y la arboladura como quien está familiarizado con todas estas cosas. ¡Qué terrible es el momento en que decimos «Si yo no he de marear, ¿por qué?; si yo no estoy revuelto». ¡Qué insípidos son los siguientes diálogos!:
—¿Está usted revuelto?
—No señor. ¿Y usted?
—Todavía estoy firme. Yo creo que no marearé.
—Yo me encuentro bien
Pero allá en lo profundo del estómago; en la región donde se está verificando el más horroroso cataclismo escucho una vocecilla burlona y sarcástica que me dice: «Marearás…»; y no puedo sustraerme a la influencia de esa voz; en vano procuro distraerme. En vano evoco recuerdos agradables, y hasta poéticos… Todo es inútil.
¿Hay señoras? Sí; pero qué importa si su amable conversación, su galantería, su finura no nos pueden librar de este terrible mal. Ni la voluptuosa cuadrilla de Venus, ni las satélites de Calipso, ni toda la turba de náyades de la Mitología, ni todas las ondinas del Rhin, ni todas las mujeres[1] seductoras de este mundo desde Asparia y Lais hasta Ninon de Lenclos y la dama de las Camelias lograrían excitar mi enervada materia, ni hacer entrar en caja mi dislocado espíritu.
Sin embargo, saco fuerza de flaqueza; me incorporo y trato de sostener un diálogo con una amable señorita de Tenerife que venía en nuestra compañía.
—¿A dónde va usted?
—A Santa Cruz.
—¿Es usted de allí?
—Sí señor.
—Tendrá usted deseos de ver a su familia.
—¡Oh!, sí, muchos.
—Es natural y, ¿le ha gustado a usted Canaria?
—Ya lo creo. Muchísimo.
—¿No irá usted hablando mal de nosotros?
—¡Qué disparate! Todo lo contrario. Ustedes son muy amables, muy simpáticos y muy…
—Ya, ya.
La conversación gira sobre música y un majadero (yo) se empeña en que ha de cantar una malagueña otra señorita que nos acompañaba. Era graciosa, bonita, diminuta: uno de estos tipos espirituales, sencillos, llenos de candidez y agudeza, de inocencia y coquetería que han inspirado a Göethe su Margarita y a Víctor Hugo su Cosette. La sirena que tal vez sufría en aquel momento los mismos prosaicos retortijones que nosotros se resistía a cantar a pesar de nuestros ruegos.
—Lo hago muy mal —decía.
—¡Qué modestia!
—Estamos en confianza. Yo también cantaré si usted se empeña: pero no nos prive usted del placer de escuchar su linda voz.
—¡Linda voz!, ja, ja; si parezco un…
—Vamos no se haga usted de rogar… Aunque no sea sino un par de compases…
Y la infeliz muchacha cansada de oírnos y tal vez por cortar nuestras impertinentes súplicas abría la boca y se preparaba a complacernos, y nosotros ansiosos de oírla éramos todo orejas cuando principia a andar el buque; la mar se hincha; la máquina comienza a batir su interminable compás; el buque se agita como una batuta en manos de un director de orquesta y nuestros oídos principian a oír la atronadora sinfonía cuya primera nota suena al levarse el buque y no concluye hasta que fondea. El viento, el vapor, las cuerdas, la máquina, el timón todo se sujeta a un misterioso ritmo produciendo la más extraña de las armonías.
Todo esto se me ocurre durante los primeros vértigos del mareo, mientras me agarro a la borda para rendir el tributo a Neptuno, como decía un buen jesuita que nos acompañaba.
Bajamos a la cámara, verdadero calabozo destinado a ser teatro de nuestro sufrimiento y cada uno se encaminó a su camarote con ánimo de dormir y propósito firme de no marear.
Encajonado en aquella especie de ataúd malsano estrecho, sobre aquel colchón duro que no encontraría rival sino en el famoso jergón donde reposó sus apaleados miembros el caballero de la Mancha en la tormentosa noche de los yangüeses me daba yo a los mil diablos sudando gotas de sudor tan gordas como avellanas. Me revolvía en aquel chiribitil sin poder conciliar el apetecido sueño, recurriendo a cada paso a desocupar mi vientre del insubordinado quilo que lo atormentaba.
¡Cómo se altera la correcta unidad de nuestra simetría en estos
horribles momentos! ¡Qué extravagantes muecas! ¡Qué contracciones tan violentas acompañan a ese hipo doloroso, nauseabundo, histérico que sucede al mareo…! ¡Qué lágrimas de acíbar se derraman en este trance fatal!
Yo, en semejantes situaciones acostumbro traer a la imaginación lo más bello, lo más pintoresco, lo más incompatible según mi modo de ver con el mar y sus dolorosas peripecias.
Para mí las delicias del campo son diametralmente opuestas al espectáculo del mar por poético que aparezca algunas veces. Así es que cerraba los ojos y me figuraba ver una casita de campo, un árbol frondoso, unas cuantas flores, una vaquita, un perro y componiendo un delicioso cuadro me consideraba habitante de este paraíso. Procuraba engañar mis sentidos con aromas imaginados, con sonidos producidos en mi cerebro; quería como detener el movimiento del buque con mis trémulas manos; pero todos los esfuerzos de mi imaginación eran inútiles: un ruido estrepitoso suena en la cámara; el letargo en que principiaba a sumergirme desapareció. Cayó por tierra el castillo de naipe de mis ilusiones campestres porque estas ilusiones en alta mar y ante un cielo que se mueve y un piso que parece huir de nuestros pies serán muy bellas pero son ilusiones que se presentan siempre de patas arriba.
Pasó por fin aquella desastrosa noche y el Almogávar fondeó en el puerto de Santa Cruz. Saltamos a tierra alegres pero pensando en que tendríamos que atravesar dentro de algunas horas una travesía más larga y más penosa.
No volvimos a ver a nuestras bellas compañeras de viaje, Santa Cruz con sus espaciosas calles, su numerosa concurrencia absorbió completamente nuestra atención. En el próximo capítulo procuraremos describir la fisonomía de la culta capital de las islas Canarias.
