2009

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[Cuento] El verano, de Benito Pérez Galdós

EL VERANO

I

El tren partió de la estación machacando con sus patas de hierro las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas, o a demonio travieso. Ni siquiera volvía la cabeza para saludar a los empleados de la línea, ni a las señoras y caballeros que poblaban el andén. Descortés y sin otro afán que perderse de vista, dejó atrás los almacenes, los muelles y oficinas de la pequeña velocidad, el cocherón, los talleres, la. casilla del guardaagujas, y se deslizó por la Cortadura, un brazo de tierra cuya mano tiene la misión de asir a Cádiz para que no se lo lleven las olas.

Corriendo por allí veíamos el mar de Levante, las turbulentas aguas y aquel nebuloso horizonte, que bien podemos llamar el campo de Trafalgar; veíamos por otro lado la bahía, en cuya margen se asientan sonriendo alegres ciudades y villas, y también a Cádiz, que daba vueltas lentamente, cual fatigada bolera, y tan pronto se nos 1m’sentaba por la derecha como por la izquierda.

Después el tren pisó las charcas salobres de la Isla, abriéndose paso por entre montes de sal. Franqueó los famosos caños en cuyos bordes España y Francia han dirimido sus últimas contiendas; cruzó las célebres aguas en que flotó el manto del último rey de los godos, y se dirigió tierra adentro avivando el anhelante paso. Llevábale sin duda tan aprisa el exquisito olor de las jerezanas bodegas, que más cerca estaban a cada minuto, y por último, la inquieta maquinaria dió resoplidos estrepitosos, husmeó el aire, cual si quisiera oler el zumo almacenado entre las cercanas paredes, y se detuvo.

Estábamos en la más colosal taberna que han visto los siglos: llena de lo más fino, delicado y corroborante que en materia de néctares existe. Al llegar a aquel punto del globo, ningún viajero puede permanecer indiferente. Ve un glorioso campo de batalla, sembrado de despojos; los despojos, el cadáver, los mutilados miembros de la sobriedad vencida y destrozada por su formidable enemigo. El triunfo de éste es completo. Su insolente orgullo ha poblado de emblemáticos trofeos el campo. Millones de vides coronan de verdes pámpanos la tierra. Toneles hacinados se alzan en pilas o ruedan, como borrachos que han perdido la cabeza. Todo es bulla, animación, marco.

No se puede resistir a la tentación del hijo de Noé. Es del color del oro y tiene el sabor de la lisonja. Beberlo es tragarse un rayo de sol. Es el jugo absoluto de la vida, que lleva en sus luminosas partículas fuerza, ingenio, alegría, actividad. Su delicado aroma se parece a un presentimiento feliz; su gusto estimula la conciencia corporal. Engaña al tiempo, borra los años y aligera las cargas que nos hacen doblar el fatigado cuerpo. Lleva en sí un espíritu poderoso que se une al nuestro, y juntos forman una especie de seráfico genio, el cual, si se ensoberbece puede trocarse en demonio. Yo fuí de los seducidos, y antes de que el tren partiera, me llené el cuerpo de rayos de sol. Poco después admiraba las viñas, respetables madres de aquel insigne vencedor de las naciones, cuando sentí que me tocaban el hombro. Sorprendióme esto, porque me creía solo en el coche; volvime con presteza y …

II

… en efecto, era una mujer; quiero decir, que al volverme vi a una mujer. Al partir de Jerez hallábame solo en el coche. ¿Cómo, cuándo, por dónde había entrado aquella señora? He aquí un punto difícil de aclarar, mayormente cuando mi cabeza, forzoso es confesarlo, no gozaba del beneficio de una perspicacia completa.

-Caballero…

A esta palabra siguieron otras que no pude entender bien. Tengo idea de haber dicho:

-Señora…

Pero no estoy seguro de lo que tras esta palabra balbucieron mis torpes labios, aunque debió de ser alguna frase de cortesía. Es indudable que yo estaba aturdido, no sé en realidad por qué, como no fuera por el maldito zumo de oro que había alojado en mí. Hallábame cortado y absorto, y seguramente contribuía mucho a esto el aspecto singularísirno, y por mi nunca visto, de aquella persona.

Causábanme estupefacción indecible su figura y su traje, del cual no podía apartar los asombrados ojos; y en verdad, no es fácil imaginar atavíos más originales. No podía decirse que el traje de la dama fuese extravagante, sino que no tenía traje alguno.

Tengo idea de haber dicho a medias palabras, teñida de rubor la cara y apartando los ojos:

-Señora: tenga usted la bondad de vestirse … ese traje, mejor dicho, esa desnudez no es la más a propósito para viajar en pleno día dentro del coche de un ferrocarril.

Ella se echó a reír. Era de una hermosura sobren humana. Yo recordaba vagamente haberla visto en pintura, no sé dónde, en techos rafaelescos, en cartones, dibujos, quizá en las célebres Horas, en relieves de Thornwaldsen, en alguna región, no sé cuál, poblada por la imaginación creadora de los dioses del arte.

Nada de cuanto modelaron griegos, ni de cuanto cincelaron florentinos, puede superar a la incomparable estructura de su cuerpo. Su rostro era como el que las tradiciones del arte dan a todas o las ninfas acuáticas y terrestres, a las diosas que o fueron y a las jubiladas matronas simbólicas que durante siglos han representado entre doradas archivoltas el pensamiento de los hombres. Más o perfecta belleza no vi jamás; pero no era fácil con la templarla, porque sus ojos eran como pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían quemany do la vista, de tal modo que perdería los suyos el s observador si se obstinara en mirar sin vidrios ás ahumados la hermosa imagen. De sus cabellos no la diré sino que me parecieron hilos del más fino oro je de Arabia, perfumados con delicado aroma campesino, y que en él se entretejían amapolas y espigas en graciosa guirnalda.

Su vestido era, más que tal vestido, una especie de túnica caliginosa, una vaporosa neblina que la envolvía, ocultando o dejando ver, según las posturas de la dama, esta o la otra parte de su bello cuerpo. No tenía yo noticia de aquella singularísima manera de presentarse en sociedad, y si he de decir verdad, el atavío de mi noble compañera de viaje parecióme en el primer momento escandaloso y desenvuelto en gran manera. Pero bastaron algunos minutos de observación para formar juicio más favorable. En las divinas formas, en la actitud graciosa y natural de la viajera, así como en sus palabras y ademanes, había la castiad más perfecta y la más irreprensible decencia.

III

Y eso que la señora, si no era el mismo fuego, lo parecía. Dígolo, porque despedía de su cuerpo un calor tan extraordinario, que desde su misteriosa entrada en el vagón empecé a sudar cual si estuviera en el mismísimo hogar de la máquina.

-Señora-le dije respetuosamente, limpiando el copioso sudor de su rostro, permítame usted que me aleje todo lo posible de su persona, porque, o yo no entiendo de verano, o es usted la misma canícula en cuerpo y alma.

Ella sonrió con bondad, y rebuscando en cierto morralíllo que a su espalda traía, ofrecióme un abanico.

Felizmente yo llevaba espejuelos azules, con los que pude resguardar mi vista de los flamígeros ojos de la señora. A pesar de estas precauciones, cuando el tren se precipitó por las llanuras de la orilla izquierda del Guadalquivir, la irradiación ar calorífica de mi compañera de coche aumentó de la tal modo, que destrocé el abanico sin poder refrescarme. Las perspectivas, ora interesantes, ora comunes del viaje, aburríanme soberanamente. Los pinos valsaban en mareantes círculos ante mi vista, marchaban en largas hileras los olivos de Utrera, como ordenados ejércitos que van al combate, sin que estos graciosos juegos de la óptica, ni el variado espectáculo de las sucesivas estaciones, ni la cercana presencia de Sevilla, que desde el último confín visible nos saludaba con su Giralda, aplacaran mi mal humor.

Sevilla nos vió al fin llegar junto a sus achicharrados muros, que quemaban como calderas puestas al fuego. Reposaba la placentera ciudad bajo el mil toldos, adormeciéndose en la fresca umbría de ve sus patios. Las cien torres, presididas por la veleidosa mujer de bronce que da vueltas a ciento veintidós varas del suelo, desafiaban al furioso sol. Cual condenados, cuyo itinerario de expiación ha sido invertido, subían a los infiernos.

No pude contenerme, y dije a la dama:

-Presumo que usted se quedará en esta estación que tan bien cuadra a su temperamento.

-No, señor- repuso con la timidez de una novicia de convento-. Voy a Madrid.

Y diciéndolo se acercó a mí. Creía hallarme de súbito’ en la proximidad de un incendio; porque no era ya calor, sino llamaradas insoportables lo que el misterioso cuerpo de la endemoniada ninfa despedía.

-Señora, señora, por amor de Dios–exclamé-. Es muy doloroso para un caballero huir … Es un desaire, una grosería; pero …

Me hubiera arrojado por la ventanilla si la rapidez de la locomoción no me lo impidiese. Felizmente, la misma que tan sin piedad me achicharraba, brindóme con refrescos, que sacó no sé de dónde, y esto me hizo más tolerable su plutónica respiración y aquel tufo de infierno que de su hermoso cuerpo emanaba como de un femenino volcán. Íbamos por la alegre comarca que separa las dos famosas hermanas andaluzas, a orillas del florido río, entre naranjales y olivos, saludando cada dos o tres leguas a un buen amigo, tal como Lora, Peñaflor, Palma.…

[Carta al director] Galdós republicano, de Benito Pérez Galdós [1907]

GALDÓS REPUBLICANO

Sr. D. Alfredo Vicenti

Mi querido amigo: Teniendo que ausentarme de Madrid, espero de su buena amistad que me preste su voz y su corazón para expresar a los republicanos de ese distrito lo que mi voz y el corazón mío no pueden hoy manifestarles. Lo primero es que de mi amor entrañable al pueblo de Madrid dan testimonio treinta y cinco años de trato espiritual con este noble vecindario. No necesito decir cuánto me enorgullece ostentar un lazo de parentesco ideal con el estado llano matritense, en quien, desde principios del pasado siglo, se vincularon el sentimiento liberal y la función directiva; lazo de parentesco también con las muchedumbres desvalidas y trabajadoras. La acción de éstas se ha manifestado en la Historia, como acreditan páginas inmortales; se manifiesta siempre en la vida común del pueblo, como atestiguan su tenaz lucha por la existencia y su constancia en el sufrimiento.

Diga usted también que he pasado del recogimiento del taller al libre ambiente de la plaza pública, no por gusto de la ociosidad, sino por todo lo contrario. Abandono los caminos llanos y me lanzo a la cuesta penosa, movido de un sentimiento que en nuestra edad miserable y femenil es considerado como ridícula antigualla, el patriotismo. Hemos llegado a unos tiempos en que al hablar de patriotismo parece que sacamos de los museos o de los archivos históricos un arma vieja enmohecida. No es así: ese sentimiento soberano lo encontramos a todas horas en el corazón del pueblo, donde para bien nuestro existe y existirá siempre en toda su pujanza. Despreciemos las vanas modas que quieren mantenernos en una indolencia fatalista; restablezcamos los sublimes conceptos1 de Fe nacional, Amor patrio y Conciencia pública, y sean nuevamente bandera de los seres viriles frente a los anémicos y encanijados.

Jamás iría yo adonde la política ha venido a ser, no ya un oficio, sino una carrerita de las más cómodas, fáciles y lucrativas, constituyendo una clase, o más bien un familión vivaracho y de buen apetito que nos conduce y pastorea como a un dócil rebaño.

Voy adonde la política es función elemental del ciudadano con austeras obligaciones y ningún provecho, vida de abnegación sin más recompensa que los serenos goces que nos produce el cumplimiento del deber.

A los que me preguntan la razón de haberme acogido al ideal republicano les doy esta sincera contestación: tiempo hacía que mis sentimientos monárquicos estaban amortiguados; se extinguieron absolutamente cuando la ley de Asociaciones planteó en pobres términos el capital problema español; cuando vimos claramente que el régimen se obstinaba en fundamentar su existencia en la petrificación teocrática. Después de esto, que implicaba la cesión parcial de la soberanía, no quedaba ya ninguna esperanza. ¡Adiós ensueños de regeneración, adiós anhelos de laicismo y cultura! El término de aquella controversia sobre la ley Dávila, fue condenarnos a vivir adormecidos en el regazo frailuno, fue añadir a las innumerables tiranías que padecemos el aterrador caciquismo eclesiástico.

En aquella ocasión crítica sentí el horror al vacío, horror a la asfixia nacional, dentro del viejo castillo en que se nos quiere tapiar y encerrar para siempre, sin respiro ni horizonte. No habla más remedio que echarse fuera en busca de aire libre, del derecho moderno, de la absoluta libertad de conciencia con sus naturales derivaciones, principio vital de los pueblos civilizados. Es ya una vergüenza no ser europeos más que por la geografía, por la ópera italiana y por el uso desenfrenado de los automóviles.

Al abandonar, ávido de aire y luz el ahogado castillo, veo en toda la extensión del campo circundante las tiendas republicanas. Entro en ellas; soy recibido por sus moradores con simpatía, como un combatiente más, y al mostrarles mi gratitud por su fraternal acogimiento, les digo: “Sitiadores, agrandad vuestras tiendas, que tras de mí han de venir muchos más. Muchos vendrán conforme se vayan recobrando de la pereza y timidez que entumecen los ánimos. Las deserciones del campo monárquico no tendrán fin: los desaciertos de la oligarquía serán acicate contra la timidez; sus provocaciones, latigazos contra la pereza. Vuestra legión, ya muy crecida, será tan grande que para rendir el castillo no necesitará emplear las armas. Triunfará con un arma más fuerte que la fuerza misma, con la lógica formidable, que siempre, en la debida sazón, engendra los hechos históricos”.

Para concluir, recomiendo al amigo otra manifestación que debe hacer en mi nombre. Ingreso en la falange republicana, reservándome la independencia en todo lo que no sea incompatible con las ideas esenciales de la forma de Gobierno que defendemos. Coadyuvaré en la magna obra con toda mi voluntad. No me arredra el trabajo. Cada cual tiene su forma personal de transmitir las ideas. La forma mía no es la palabra pronunciada, sino la palabra escrita, medio de corta eficacia, sin duda, en estas lides. Pero como no tengo otras armas, éstas ofrezco, y éstas pongo al servicio de nuestro país.

Identificado con mis dignísimos compañeros de candidatura, iré con ellos y con toda la inteligente y entusiasta masa del partido, a las batallas que hemos de sostener para levantar a esta nación sin ventura de la postración en que ha caído. Sin tregua combatiremos la barbarie clerical hasta desarmarla de sus viejas argucias; no descansaremos hasta desbravar y allanar el terreno en que debe cimentarse la enseñanza luminosa, con base científica, indispensable para la crianza de generaciones fecundas; haremos frente a los desafueros del ya desvergonzado caciquismo, a los desmanes de la arbitrariedad enmascarada de justicia, a las burlas que diariamente se hacen de nuestros derechos y franquicias a costa de tanta sangre arrebatadas al absolutismo. Y por fin acudiremos al socorro de la nacionalidad, si, como parecen anunciar los nubarrones internacionales, se viera en peligro de naufragio total o parcial, que nada está seguro en estos tiempos turbados, y en los más oscuros y tempestuosos que asoman por el horizonte. Salud a todos, y unión y firmeza.

De usted invariable amigo,

BENITO PÉREZ GALDÓS

Abril 1907.

Fuente:

[Artículo] El estreno de Realidad, de Emilia Pardo Bazán

Nuevo Teatro Crítico (año II, n.º 13).

Después de haberlo meditado mucho, retrayéndole su modestia y cautela acostumbradas y animándole el ejemplo de sus colegas los grandes novelistas franceses, se ha resuelto al fin Pérez Galdós, el primero entre los de por acá, á arrostrar la escena, y probablemente no transcurrirá el próximo mes de Enero sin que en el teatro de la Comedia estrenen Vico y Mario el drama Realidad.

No quiero meterme á profeta; no quiero echar las campanas á vuelo: quiero aguardar, con el alma henchida de esperanza, esa noche que acaso llamaremos memorable. Porque—sin prejuzgar el éxito, sin aquilatar el mérito de la tentativa— cualquiera comprende que la aparición de Galdós en los carteles no es el advenimiento de un dramaturgo más, sino el de una nueva dirección dramática, que puede modificar nuestra vida escénica, romper troqueles caducos, influir á la vez en autores, actores y espectadores, y fundir en una misma aspiración dos géneros que hasta hoy parecían inconciliables,— la novela y el drama.—Nótese que yo no pronostico que consiga esto la obra de Galdós : no quiero crearle tan grave compromiso con palabras que pequen de imprudentes y fogosas. Digo no más que por ese camino se ha de ir para lograr infundir espíritus vitales á nuestra desmayada escena, y procurar (dentro de los limites de lo posible y lo justo) inocularle el amor de la verdad, de la humanidad literaria.

Osada será la tentativa, y por osada más meritoria y digna de atención. Los dos tomos que bajo el titulo de La Incógnita y Realidad publicó Galdós en 1890, encierran un drama de acción por fuera y por dentro, de tan elevada y extraña trascendencia, que es jugar un albur el arriesgarse á someterlo desde las tablas á la consideración y á la aprobación, no del lector serio y culto, sino de un conjunto heterogéneo de espectadores. Sirviéndonos del lenguaje teatral, ¿entrará el público en el drama? ¿Conseguirá subyugarle desde el primer momento la fuerza, la originalidad y la verdad de una idea que no nació sujeta á las férreas imposiciones de lo que se llama óptica teatral, sino revestida de toda la libertad y vigor que da la amplitud del género novelesco? ¿Se confirmará una vez más el axioma de Zola “Rien n’est moins lit tér aire q’utte foule?”

De todos modos, ¡qué benéfica agitación del ambiente va á producir Realidad en el teatro! iQué empujón al pasado, qué dilatación del presente, qué de problemas, y cuánta novedad! Cuando digo novedad, se me ocurre un escrúpulo. Hay cosas que á fuerza de ser viejas y haber caído en desuso, pueden parecer nuevas. —Por ejemplo: las apariciones. En Realidad tiene que salir á la escena una sombra. ¿Quién no recuerda el admirable efecto del fantasma del padre de Hamleto, verdadera proyección psíquica, adivinada y aprovechada por Shakespeare?

No más por hoy sobre el drama de Galdós. Aquí sí que encaja bien aquella célebre frase deteriorada: «No adelantemos los sucesos.…

Carta de Galdós al director de «El Liberal» sobre el estreno de «Mariucha» [1903]

Sr. Director de El Liberal.

Mi querido amigo: Me pide usted que le comunique algunas ideas y noticias acerca del porqué, del cómo y cuándo de esta comedia que voy a estrenar. La amable invitación de usted despierta en mí tormentosas dudas y un poquito de vergüenza. ¡Hablar de su obra el propio autor de ella días, horas, momentos antes de alzarse el telón para mostrarla tal como es a los ojos, a los oídos y al corazón de la muchedumbre! Esto no puede ser. La rutina, señora muy acartonada y de gran respeto, lo prohíbe. No obstante, hemos de reconocer que en las ansias precursoras del alumbramiento del ser dramático, el silencio, lejos de calmarnos, nos agobia más y da mayor intensidad a. nuestro padecer. He podido observar que, en la grave desazón del estreno, hasta los enfermos más taciturnos sacuden, o creen sacudir, el mal hablando de él y de las circunstancias y ocasión en que han venido a padecerlo. Pues rompamos la costumbre, volvamos la espalda con muchísimo respeto a ese vejestorio del «precedente» y quitemos el freno a la palabra escrita, pues nada pierde en ello la dignidad, nada la compostura y modestia a que estamos obligados.

Pues verá usted: la primera razón de Mariucha hay que buscarla en ese afán o comezón que a todos los españoles nos acomete de ponernos la máscara griega para engrosar la voz y hablar alto a la familia nacional. El teatro ha sido siempre el vehículo más eficaz para transmitir una idea cualquiera a mucha y diversa gente. ¡Y hay tanto qué decir al pueblo; es tan grato decirlo, es tan halagüeño saber que a veces oye y que nos devuelve con sonoros ecos el pensamiento transmitido! Del propio pueblo y de sus ondulantes opiniones adquirimos ideas; las encarnamos en sentimiento y allá vuelven ahuecadas, por la trompeta del teatro, despertando regocijo unas veces, otras emoción, entusismo, La figuración escénica seduce a todos los españoles: adóranla unos oyendo, otros hablando. De mí sé decir que teniéndome más que por autor dramático, por aficionado, siento muy a menudo la necesidad de comunicar con la muchedumbre, aun cuando sepa o presuma que no he de ser escuchado.

Los que armamos estos artificios del teatro, hacérnoslo sin darnos cuenta de ello, por monomanía de contarle a la muchedumbre algo que creemos bello y eficaz. Si algo le cuento yo con la máscara de Mariucha, no se crea que he querido abordar en esta obra leberínticas tesis, que más fácilmente se exponen que se resuelven. Se puede hablar con el pueblo sin instruirle hondamente ni calentarle la cabeza con graves problemas morales, encarnados en intensos afectos; se habla muchas veces con él sin otro fin que entretenerle, refiriéndole algo que ya sabe o recordándole las más elementales cosas del humano vivir, de puro sabidas, quizás olvidadas. Este es el fin y procederes de la pura comedia, la cual no por su condición apacible carece de poder sugestivo sobre el público. La comedia se hace depositaría y conductora de mil ideas secundarias que andan de cerebro en cerebro por el espacio social; recoge sentimientos y quejas individuales, domésticas, que salen de las bocas del vulgo, sin que se vea su relación con el conjunto de las grandes quejas nacionales. Con tales elementos, el cultivador de esta literatura benigna y amable puede muy bien, sin presumir de filósofo ni meterse a redentor, realizar la trascendentalidad artística, virtud que, si bien se mira, puede resplandecer en toda obra escénica, desde la entonada tragedia hasta el sainete de apariencia más frívola.

No busque, pues, en Mariucha más que ideas comunes, algunas de orden económico, que es el más vulgar de los órdenes; Sentimientos elementales, caracteres conocidos, familiares, sin complejidad ni depravaciones tenebrosas; encontrarán en ella más alegría que tristeza, más esperanza que desesperación y las vulgarísimas enseñanzas de que ninguna empresa regeneradora puede ser eficaz si no se cambian radicalmente los procederes que trajeron la desgracia, si el tiempo y la actividad perdidos en decorar las ruinas no se emplean en desmontarlas para dar a la construcción nuevo fundamento.

Es, pues, Mariucha una obra modesta y familiar, y su sentido, tan claro como cualquier tema de instrucción infantil. Y si me pregunta usted por los moldes en que he vaciado el asunto, no sabré decirle concretamente si son los viejos o los nuevos, pues aún no he podido hacerme cargo de la diferencia entre unos y otros aparatos de vaciado y modelaje. Creo que, más que los moldes, son nuevas o pasadas las ideas que en ellos se introducen; sospecho, además, que las ideas dan, o pueden dar, configuración al mecanismo que las contiene, antes de recibir de él una forma dura, semejante a la petrificación. Dejando a un lado esto de los moldes, que darían materia de conversación para uq rato, diré a usted que la buena de Mariucha no se mete, que yo sepa, por estos callejones o trochas del pesimismo, a los cuales hay que buscar salida con el pico o con el hacha. En ella las violencias fugaces de acción o de lenguaje dan pronto paso a la placidez v al sereno sentido de las cosas.

Disparado ya por la pendiente de la sinceridad, diré a usted, amigo mío, que deseando ejercitarme en el procedimiento teatral, he intentado en esta obra emplear los medios más sencillos y elementales para producir la emoción. Ignoro aún, pueden creérmelo, si me ha sido provechoso este difícil ejercicio. Mientras armaba la comedia y la iba vistiendo del tejido dialogal, la misma excitación del espíritu laborioso me hizo creer que lograba mi objeto; hoy no pienso lo mismo; creo que muy poco, quizás nada, he podido realizar de aquel propósito. En la enojosa tramitación de los trabajos escénicos, el manosear continuo de la obra, dejándola en nuestras manos como reducida a papilla, da la impresión de que Mariucha se deshace en fragmentos de papel y de que éstos van impelidos hacia el foro por una escoba compasiva, la cual nos barre a todos, a la obra y a mí, con miramiento y formas corteses.

Movido de mi admiración a María Guerrero y Fernando Mendoza, y deseando participar en el esplendor de sus campañas teatrales, escribí Mariucha el verano último, y al ponerla en manos de los que hablan de ser sus intérpretes, convinimos en que sería estrenada en la temporada de 1903 a 1904. No me pasó por las mientes estrenarla fuera del teatro Español; tan aferrados estamos a la rutina de que sólo en aquel templo teatral deben decirse estas misas, Pero algunos amigos de Barcelona, y otros a quienes por tales tengo desde aquella ocasión, expresaron el deseo de que se estrenase en esta dudad, y me lo manifestaron en forma tan halagüeña que no vacilé en acoger la idea y en aceptar la invitación. Una y otra me llegaron al alma, avivando mi afecto a tan cariñosos amigos y la atracción que siempre ha ejercido sobre mí esta ciudad por su magna belleza y por el culto que en ella tienen todas las artes. Esta es la razón de estrenar en Barcelona antes que en Madrid. Debo decir también que al recibir el expresivo mensaje caí en la cuenta de que el asunto de la obra y el temperamento de su protagonista habían de ser más comprensibles y asimilables para este público que para otro alguno, y, la verdad, me alegré infinito de que un requerimiento de amigos generosos trajese acá lo que resultaba tan apropiado al alma de este país.

Aquí estoy, pues, esperando a que Barcelona me diga si me equivoqué por entero o a medias, o si algo lleva en sí Mariucha que merezca ser dicho a un público para que éste se lo cuente a la soberana multitud. Hallándome en el período agudo del morbo teatral, o sea proceso febril ascendente del estreno, no puedo evitar el pesimismo, como antes dije; no se aparta de mí el temor de que el público barcelonés me diga, en una u otra forma, que no había para qué traer acá, de tan lejos, a esta señorita aristocrática y madrileña que no divierte a nadie y que pretende enseñar lo que todos los hijos de esta tierra saben a macha martillo. Esto me figuro y otras cosas peores, viendo mi obra en pedacitos de papel, no ya barridos, sino volando por los aires, sin que lleguen en ningún caso a juntarse para que lo escrito en ellos pueda tener sentido. Y sólo me falta decir ahora que si en esta presunción del desastre me equivoco y Mariucha obtiene un sufragio benévolo, lo deberé principalmente a lo mucho que espero de María y Fernando en la interpretación, secundados por todos los suyos, y al arte supremo que ambos despliegan para obtener el decoro y la propiedad de la figuración escénica.

Y concluyo notando que al responder a la cariñosa interrogación de El Liberal se me ha quitado la vergüenza o falsa delicadeza impuesta, en cuestiones literarias, por las venerables rutinas que aquí nos agobian. Mirándolo bien, no sé por qué hemos de estar los autores tan compungidos en vísperas de estreno, calladitos como cartujos y teniendo por cosa fea la emisión de una sola palabra sobre lo que tanto nos interesa. Ello es un poco tonto; es una tontería más entre las infinitas heredadas de nuestros antecesores y que guardamos como reliquia sobada y mugrienta, ensuciada por los fanáticos besos de tantas generaciones. No veo la razón de que nos aflijamos y anulemos excesivamente en días de estreno, como reos en capilla preparados para que nos aprieten el pescuezo, o para oír un grave y condolido indulto, que eso viene a ser el éxito, algo como «perdonado estás, hijo, por esta vez y no reincidas».…

[Documento] Expediente académico universitario de Benito Pérez Galdós

«El 63 o el 64—y aquí flaquea un poco mi memoria—mis padres me mandaron a Madrid a estudiar Derecho, y vine a esta Corte y entré en la Universidad, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía, como he referido en otro lugar. Escapándome de las Cátedras, ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital. Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias. Frecuentaba el Teatro Real y un café de la Puerta del Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos».