[Cuento] El verano, de Benito Pérez Galdós
EL VERANO
I
El tren partió de la estación machacando con sus patas de hierro las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas, o a demonio travieso. Ni siquiera volvía la cabeza para saludar a los empleados de la línea, ni a las señoras y caballeros que poblaban el andén. Descortés y sin otro afán que perderse de vista, dejó atrás los almacenes, los muelles y oficinas de la pequeña velocidad, el cocherón, los talleres, la. casilla del guardaagujas, y se deslizó por la Cortadura, un brazo de tierra cuya mano tiene la misión de asir a Cádiz para que no se lo lleven las olas.
Corriendo por allí veíamos el mar de Levante, las turbulentas aguas y aquel nebuloso horizonte, que bien podemos llamar el campo de Trafalgar; veíamos por otro lado la bahía, en cuya margen se asientan sonriendo alegres ciudades y villas, y también a Cádiz, que daba vueltas lentamente, cual fatigada bolera, y tan pronto se nos 1m’sentaba por la derecha como por la izquierda.
Después el tren pisó las charcas salobres de la Isla, abriéndose paso por entre montes de sal. Franqueó los famosos caños en cuyos bordes España y Francia han dirimido sus últimas contiendas; cruzó las célebres aguas en que flotó el manto del último rey de los godos, y se dirigió tierra adentro avivando el anhelante paso. Llevábale sin duda tan aprisa el exquisito olor de las jerezanas bodegas, que más cerca estaban a cada minuto, y por último, la inquieta maquinaria dió resoplidos estrepitosos, husmeó el aire, cual si quisiera oler el zumo almacenado entre las cercanas paredes, y se detuvo.
Estábamos en la más colosal taberna que han visto los siglos: llena de lo más fino, delicado y corroborante que en materia de néctares existe. Al llegar a aquel punto del globo, ningún viajero puede permanecer indiferente. Ve un glorioso campo de batalla, sembrado de despojos; los despojos, el cadáver, los mutilados miembros de la sobriedad vencida y destrozada por su formidable enemigo. El triunfo de éste es completo. Su insolente orgullo ha poblado de emblemáticos trofeos el campo. Millones de vides coronan de verdes pámpanos la tierra. Toneles hacinados se alzan en pilas o ruedan, como borrachos que han perdido la cabeza. Todo es bulla, animación, marco.
No se puede resistir a la tentación del hijo de Noé. Es del color del oro y tiene el sabor de la lisonja. Beberlo es tragarse un rayo de sol. Es el jugo absoluto de la vida, que lleva en sus luminosas partículas fuerza, ingenio, alegría, actividad. Su delicado aroma se parece a un presentimiento feliz; su gusto estimula la conciencia corporal. Engaña al tiempo, borra los años y aligera las cargas que nos hacen doblar el fatigado cuerpo. Lleva en sí un espíritu poderoso que se une al nuestro, y juntos forman una especie de seráfico genio, el cual, si se ensoberbece puede trocarse en demonio. Yo fuí de los seducidos, y antes de que el tren partiera, me llené el cuerpo de rayos de sol. Poco después admiraba las viñas, respetables madres de aquel insigne vencedor de las naciones, cuando sentí que me tocaban el hombro. Sorprendióme esto, porque me creía solo en el coche; volvime con presteza y …
II
… en efecto, era una mujer; quiero decir, que al volverme vi a una mujer. Al partir de Jerez hallábame solo en el coche. ¿Cómo, cuándo, por dónde había entrado aquella señora? He aquí un punto difícil de aclarar, mayormente cuando mi cabeza, forzoso es confesarlo, no gozaba del beneficio de una perspicacia completa.
-Caballero…
A esta palabra siguieron otras que no pude entender bien. Tengo idea de haber dicho:
-Señora…
Pero no estoy seguro de lo que tras esta palabra balbucieron mis torpes labios, aunque debió de ser alguna frase de cortesía. Es indudable que yo estaba aturdido, no sé en realidad por qué, como no fuera por el maldito zumo de oro que había alojado en mí. Hallábame cortado y absorto, y seguramente contribuía mucho a esto el aspecto singularísirno, y por mi nunca visto, de aquella persona.
Causábanme estupefacción indecible su figura y su traje, del cual no podía apartar los asombrados ojos; y en verdad, no es fácil imaginar atavíos más originales. No podía decirse que el traje de la dama fuese extravagante, sino que no tenía traje alguno.
Tengo idea de haber dicho a medias palabras, teñida de rubor la cara y apartando los ojos:
-Señora: tenga usted la bondad de vestirse … ese traje, mejor dicho, esa desnudez no es la más a propósito para viajar en pleno día dentro del coche de un ferrocarril.
Ella se echó a reír. Era de una hermosura sobren humana. Yo recordaba vagamente haberla visto en pintura, no sé dónde, en techos rafaelescos, en cartones, dibujos, quizá en las célebres Horas, en relieves de Thornwaldsen, en alguna región, no sé cuál, poblada por la imaginación creadora de los dioses del arte.
Nada de cuanto modelaron griegos, ni de cuanto cincelaron florentinos, puede superar a la incomparable estructura de su cuerpo. Su rostro era como el que las tradiciones del arte dan a todas o las ninfas acuáticas y terrestres, a las diosas que o fueron y a las jubiladas matronas simbólicas que durante siglos han representado entre doradas archivoltas el pensamiento de los hombres. Más o perfecta belleza no vi jamás; pero no era fácil con la templarla, porque sus ojos eran como pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían quemany do la vista, de tal modo que perdería los suyos el s observador si se obstinara en mirar sin vidrios ás ahumados la hermosa imagen. De sus cabellos no la diré sino que me parecieron hilos del más fino oro je de Arabia, perfumados con delicado aroma campesino, y que en él se entretejían amapolas y espigas en graciosa guirnalda.
Su vestido era, más que tal vestido, una especie de túnica caliginosa, una vaporosa neblina que la envolvía, ocultando o dejando ver, según las posturas de la dama, esta o la otra parte de su bello cuerpo. No tenía yo noticia de aquella singularísima manera de presentarse en sociedad, y si he de decir verdad, el atavío de mi noble compañera de viaje parecióme en el primer momento escandaloso y desenvuelto en gran manera. Pero bastaron algunos minutos de observación para formar juicio más favorable. En las divinas formas, en la actitud graciosa y natural de la viajera, así como en sus palabras y ademanes, había la castiad más perfecta y la más irreprensible decencia.
III
Y eso que la señora, si no era el mismo fuego, lo parecía. Dígolo, porque despedía de su cuerpo un calor tan extraordinario, que desde su misteriosa entrada en el vagón empecé a sudar cual si estuviera en el mismísimo hogar de la máquina.
-Señora-le dije respetuosamente, limpiando el copioso sudor de su rostro, permítame usted que me aleje todo lo posible de su persona, porque, o yo no entiendo de verano, o es usted la misma canícula en cuerpo y alma.
Ella sonrió con bondad, y rebuscando en cierto morralíllo que a su espalda traía, ofrecióme un abanico.
Felizmente yo llevaba espejuelos azules, con los que pude resguardar mi vista de los flamígeros ojos de la señora. A pesar de estas precauciones, cuando el tren se precipitó por las llanuras de la orilla izquierda del Guadalquivir, la irradiación ar calorífica de mi compañera de coche aumentó de la tal modo, que destrocé el abanico sin poder refrescarme. Las perspectivas, ora interesantes, ora comunes del viaje, aburríanme soberanamente. Los pinos valsaban en mareantes círculos ante mi vista, marchaban en largas hileras los olivos de Utrera, como ordenados ejércitos que van al combate, sin que estos graciosos juegos de la óptica, ni el variado espectáculo de las sucesivas estaciones, ni la cercana presencia de Sevilla, que desde el último confín visible nos saludaba con su Giralda, aplacaran mi mal humor.
Sevilla nos vió al fin llegar junto a sus achicharrados muros, que quemaban como calderas puestas al fuego. Reposaba la placentera ciudad bajo el mil toldos, adormeciéndose en la fresca umbría de ve sus patios. Las cien torres, presididas por la veleidosa mujer de bronce que da vueltas a ciento veintidós varas del suelo, desafiaban al furioso sol. Cual condenados, cuyo itinerario de expiación ha sido invertido, subían a los infiernos.
No pude contenerme, y dije a la dama:
-Presumo que usted se quedará en esta estación que tan bien cuadra a su temperamento.
-No, señor- repuso con la timidez de una novicia de convento-. Voy a Madrid.
Y diciéndolo se acercó a mí. Creía hallarme de súbito’ en la proximidad de un incendio; porque no era ya calor, sino llamaradas insoportables lo que el misterioso cuerpo de la endemoniada ninfa despedía.
-Señora, señora, por amor de Dios–exclamé-. Es muy doloroso para un caballero huir … Es un desaire, una grosería; pero …
Me hubiera arrojado por la ventanilla si la rapidez de la locomoción no me lo impidiese. Felizmente, la misma que tan sin piedad me achicharraba, brindóme con refrescos, que sacó no sé de dónde, y esto me hizo más tolerable su plutónica respiración y aquel tufo de infierno que de su hermoso cuerpo emanaba como de un femenino volcán. Íbamos por la alegre comarca que separa las dos famosas hermanas andaluzas, a orillas del florido río, entre naranjales y olivos, saludando cada dos o tres leguas a un buen amigo, tal como Lora, Peñaflor, Palma.…