2011

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[Cuentos] Manicomio político-social

SOLILOQUIOS DE ALGUNOS DEMENTES ENCERRADOS EN ÉL



JAULA I: EL NEO



«Al fin Dios me iluminó.

Sentí una confusa y agradable impresión, después se cruzaron en mi entendimiento unas cuantas ideas, después deseé, y al fin un movimiento poderoso de mi voluntad realizó en mi espíritu la mayor evolución que cabe en lo humano.

Quise ser neo.

No digo «fui neo», porque desde el momento en que se hizo la luz en mi cerebro, hasta que encontré realizada en mí la perfección espiritual, transcurrió un buen espacio de tiempo, el suficiente para leer dos números de La Regeneración y dos artículos gabinianos de La Constancia.

Yo había asistido a una sesión de Armonía y, al oír allí una disertación agridulce sobre los destinos caseros de la mujer, sentí que de cada uno de mis ojos salía un río de lágrimas. Plorans ploravit in noctem.

Yo había leído una homilía teológico-churrigueresca con que el padre Sánchez adornó las columnas de La Lealtad; yo había devorado los artículos litúrgico-gongorinos que El Pensamiento ofrecía diariamente en sus cuatro planas; yo estornudé con La Esperanza y bostecé con La Regeneración. Pero todos estos regodeos literarios que por algún tiempo llevaron mi espíritu al más alto grado de placentera y enfática contemplación, no hicieron sino preparar el gran trastorno, el espontáneo y rápido salto de mi entendimiento hacia las claras esferas del bien y a los cerúleos espacios de la salud. Extra neos nulla salus.

En el paroxismo de mis dudas, sentí una voz fuerte, terrible, altisonante, tremebunda, grandilocuente, tanquam vocem aquarum multarum; abrí los ojos y vi un papel ante mí. La voz decía: tolle et lege. Lo tomé y lo leí: era La Constancia.



* * *



Leí La Constancia, leí al padre, leí al hijo, leí a Gabino Tejado, y las tres resplandecientes y aguzadas puntas del triángulo nocedalino hirieron mi mente, dejando en ella una impresión de plácido dolor, de dulce martirio. Doncellas del Manzanares, tañed la cítara y cantad y regocijaos, porque La Constancia dio luz a mis ojos, regalo a mi paladar, sones a mi oído y salud a mi alma. Traed el novillo más gordo de vuestros campos y aderezadle y comedle, porque la verdad económicopolítico- parlamentaria entró en mi espíritu iluminándole con resplandores del cielo. Fulserunt Candidi tibi soles.

Mientras más leía, a medida que mi ser se identificaba en el periódico y el periódico penetraba en mi ser, fui adquiriendo la sabiduría. ¡Qué de cosas supe! Desde los asuntos políticos que constituyen la materia ex qua de aquel diario, hasta las aspiraciones ministeriales que son el ut quod de su existencia; todo penetró en mí irradiando intelectuales efluvios. Lampades ignis, o Non fumum ex fulgore, como dijo el Profano.

* * *

 

Pero era preciso elevarme hasta la misma mismidad de los neos; fui, por tanto, presentado en un conciliábulo.

Me examinaron y fui totaliter aprobado.

Entonces comprendí cuánta era mi sabiduría adquirida repentinamente solo por el propósito de ser neo.

Doncellas del Abroñigal, ceñíos de blancas vestiduras, embalsamaos con olorosos ungüentos, quemad pebeteros del Oriente y cantad y festejadme con honestas y regocijadas alegrías, porque la luz entró en mi alma y fui neo y me llamaron neo; porque me llamaron sabio y me coronaron de esparto y cáñamo, y cantó El Pensamiento mis alabanzas con voz más delicada que la misma Patti. Pauperiem patti.

Selgas el Taumaturgo escribió una revista del género reduplicativé, y Vildósola soltó unos sueltos del género fastidiositer.

Hubo otro conciliábulo.

Vi muchos hombres de aspecto triste y severo, de actitud sombría, de voz hueca, de mirada siniestra, de color amarillo. Eran ellos, los neitos.

Levanteme de mi asiento trémulo y encogido. La presencia de tanto sabio me llenaba de pavor y zozobra. Uno de ellos me preguntó qué entendía por liberalismo.

Aquella pregunta era demasiado difícil para un principiante.

¡El liberalismo!, dije pasa mí; ¿qué es esto de liberalismo? Volvió el neo a preguntarme con terrible voz. Yo no sabía qué contestar. Sin duda me espesaba una silba. Amarilla sylvas, como dijo el Mantuano.

 

* * *

Mi turbación crecía. Más de pronto un rayo de luz me iluminó. Comprendí lo que era el liberalismo; pero la voz se detenía en mi garganta y no podía articular una palabra.

Yo había recibido unas cuantas lecciones de mímica, y hallé un medio de contestar a la pregunta de mis jueces sin abrir la boca; saqué del bolsillo una caja de fósforos de Cascante, Cascantinei fulgores; cogí una cerilla, y raspándola en el cartón la encendí, mostrando la llama a mis jueces que se quedaron atónitos y petrificados. Sin duda mi sabiduría les pareció extraordinaria y nunca vista. Se miraban unos a otros como si no pudieran explicarse aquel prodigio. Aquel argumento mímico del fósforo para contestar a una pregunta sobre el liberalismo, les pareció la más alta idea que podía brotar de cabeza humana. Humano capiti, como dijo el Lírico.

Animado por tan buena acogida, recobré repentinamente el uso de la palabra, y dominando mi turbación exclamé gritando con toda la fuerza de mis pulmones:

¡¡Fuego con él!!

Los neos no pudieron contener su entusiasmo; se lanzaron sobre mí, me abrazaron, me llamaron el Sabio de los sabios, el Profundo, el Simbólico, el Exegético, el Poliantheo, el Apologético.

¡¡Fuego con él!!, repetí yo.

Donceles de Alcorcón, coged la espada y poneos el casco de reluciente cimera, y aparejad vuestros caballos, porque la hora del exterminio ha sonado y no quedará piedra sobre piedra. ¡Oh!, ciudad prevaricadora, habitáculo de prevaricaciones, centro de inmundicia, monstruo de liberalismo, foco de ideas pestilenciales, yo curaré con fuego tu lepra y purificaré con fuego tu corazón, echando al río tus cenizas. Super flumina Manzanares.



* * *

La realización de mis teorías fosfórico-neas me llevó a la cárcel. ¿Quién me iba a defender? ¿El Taumaturgo, el Simbólico o el Apocalíptico? ¡Ay!, aquellos patriarcas que aplaudieron mi tesis en el examen, dijeron que estaba loco. Sed non erat his locus.

* * *

Por loco me encerraron en esta jaula, donde padezco horribles tormentos; porque no tengo a nadie a quien quemar. Me han quitado los fósforos. Sin embargo, no ceso de clamar: ¡Yo soy neo!, ¡soy neo!».



El filántropo curioso que copió por taquigrafía el monólogo del neo, continuaba su trabajo en las jaulas sucesivas, cuando un incidente lamentable inutilizó lo que había escrito. Hallábase copiando… cosa curiosa, y prometía gran aceptación, cuando un loco, que a la sazón andaba suelto por aquel patio, vino muy callandito por detrás y le dio un tremendo apabullo en el sombrero, enterrándoselo hasta la boca, con lo cual el filántropo curioso se vio en un gran aprieto; cayósele de la mano el papel y la pluma, y cuando desempaquetando su cabeza, pudo al fin ver la luz del día y trató de coger sus enseres, el viento se los había llevado. Ansioso de seguir su trabajo, volvió pocos días después; pero el loco no quería hablar, y se vio precisado el copista a entretener su pluma en otro maniático de los más notables de la casa.



JAULA II: EL FILÓSOFO MATERIALISTA



¡Ay! En los tiempos en que yo no era filósofo, mi vida era un continuo martirio. Ilusiones aquí, esperanzas allá, recuerdos hoy, presentimientos mañana. No comprendía yo que era una gran majadería molestarse en pensar, en querer y en sentir.

Un día tuve una inspiración luminosa, flamígera, centelleante.

Hallábame discutiendo con un amigo que se había olvidado de comer. Él era un cartesiano furibundo. Discutíamos sin cesar en los solemnes momentos de la comida; y aquel día, mientras estaba resolviendo el arduo problema de comerme media perdiz, mi contrincante dio un suspiro y empezó una filípica contra la ridícula costumbre de comer.

—¡Comer!, decía él. ¡Grosera función de la materia, hábito que iguala al hombre a los brutos más brutos de la Creación! ¡Comer! ¡Injuria que hace el cuerpo al espíritu, solidario de la Divinidad, al espíritu inmaterial, infinito, inapetente, no susceptible de digerir, ni de engordar, ni de enflaquecer!

Y en tanto se comía una lonja de solomillo con guisantes, del tamaño de un queso manchego.

—¡Comer!, dije yo, abriendo la boca y metiéndome lo mejor que pude en ella una cucharada de garbanzos, nutritivo fundamento de la comida, verdadero pienso humano. Pues el comer es la clave y el principio de toda la filosofía.

—El principio de la filosofía, dijo mi amigo, comiéndose de un mordisco una pera de Donguindo del tamaño de las bolas del puente de Segovia; el principio de la filosofía es: Yo pienso; luego existo.

—Pues ese es también el principio de mi filosofía: Yo pienso; luego existo.

—O quitando la parte caballar o asnal que esto tiene, digamos:

—Yo como; luego existo.

Desde entonces fui lo que soy, filósofo materialista. Principiaron mis grandes especulaciones; y al fin sorprendí todos los arcanos de la naturaleza y todos los misterios del alma y de la vida. El átomo fecundo, fuente de la vida, elemento de toda forma y de toda idea, materia prima del alma, se presentó bailando ante mis ojos como un infusorio y vibrando sonoramente como una pulga que se hubiese metido a sochantre. Yo vi aglomerarse muchos de estos átomos en torno mío y formar la sustancia fundamental, figurando aquí una piedra, allá una flor, por un lado un deseo, por otro un afecto; y esta sustancia engendradora de la luz y del amor, del fósforo y del azufre, de la gelatina y del aquilón gomado, de la sangre y de la idea, del cuerno y de la ilusión, de la masa encefálica y de la aptitud para hacer versos alejandrinos, se presentaba ante mí obedeciendo a mi llamamiento, como obedecen a la gravitación universal todas las masas errantes en el espacio, constituyendo ese bello juego de coreografía cósmica que se llama armonía sideral, rotación y traslación sistemática de los planetas.…

[Libro] La Fontana de Oro, de Benito Pérez Galdós

Los hechos históricos o novelescos contados en este libro, se refieren a uno de los períodos de turbación política y social más graves e interesantes en la gran época de reorganización, que principió en 1812 y no parece próxima a terminar todavía. Mucho después de escrito este libro, pues sólo sus últimas páginas son posteriores a la Revolución de Septiembre, me ha parecido de alguna oportunidad en los días que atravesamos, por la relación que pudiera encontrarse entre muchos sucesos aquí referidos, y algo de lo que aquí pasa; relación nacida, sin duda, de la semejanza que la crisis actual tiene con el memorable período de 1820—23. Esta es la principal de las razones que me han inducido a publicarlo.

B. P. G.

Diciembre de 1870.

Capítulo I

La Carrera de San Jerónimo en 1821

Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían a la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado más, añadido a la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles—hombres, frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.

Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento a la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso regocijo o ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto a las puertas de Palacio, de la casa de Villa o de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes estaban.

¡Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada, sucia, incómoda, desapacible y oscura villa! Sin embargo, no era ya Madrid aquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos; sus gloriosas jornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su iniciativa en los asuntos políticos, la enaltecían sobremanera. Era, además, el foro de la legislación constituyente de aquella época, y la cátedra en que la juventud más brillante de España ejercía con elocuencia la enseñanza del nuevo derecho.

A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un aspecto muy desagradable. Mari—Blanca continuaba en la Puerta del Sol como la más concreta expresión artística de la cultura matritense. Inmutable en su grosero pedestal, la estatua, que en anteriores siglos había asistido al tumulto de Oropesa y al motín de Esquilache, presidía ahora el espectáculo de la actividad revolucionaria de este buen pueblo, que siempre convergía a aquel sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.

Si fuera posible trasladar al lector a las gradas de San Felipe, capitolio de la chismografía política y social, o sentarle en el húmedo escaño de la fuente de Mari—Blanca, punto de reunión de un público más plebeyo, comprendería cuán distinto de lo que hoy vemos era lo que veían nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamaría su atención que una gran parte de los ociosos, que en aquel sitio se reúnen desde que existe, lo abandonaban a la caída de la tarde para dirigirse a la Carrera de San Jerónimo o a otra de las calles inmediatas. Aquel público iba a los clubs, a las reuniones patrióticas, a la Fontana de Oro, al Grande Oriente, a Lorencini, a la Cruz de Malta. En los grupos sobresalían algunas personas que, por su ademán solemne, su mirada protectora, parecían ser tenidas en grande estima por los demás. Aparentaban querer imponer silencio a la multitud; otras veces, extendiendo los brazos en cruz, volvíanse atrás como quien pide atención; todo esto hecho con una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande o presunción no pequeña.

La mayor parte se dirigía a la Carrera. Es porque allí estaba el club más concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs: la Fontana de Oro. Ya entraremos también en el café revolucionario. Antes crucemos, desde el Buen Suceso a los Italianos, esta alegre y animada Carrera de los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es hoy y lo que será siempre, la calle más concurrida de la capital.

Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle está formada por viviendas particulares, no podéis comprender lo que era entonces una vía pública ocupada casi totalmente por los tristes paredones de tres o cuatro conventos. Imposible es comprender hoy la oscuridad que proyectaban sobre la entrada de la Carrera el ancho paredón del Monasterio de la Victoria por un lado, y la sucia y corroída tapia del Buen Suceso por otro. Más allá formaban en línea de batalla las monjas de Pinto; por encima de la tapia, que servía de prolongación al convento, se veían las copas de los cipreses plantados junto a las tumbas. Enfrente campeaba la ermita de los Italianos, no menos ridícula entonces que hoy; y más abajo, en lo más rápido del declive, el Espíritu Santo, que después fue Congreso de los Diputados.

Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo más bajo de la calle se veía la vasta fachada del palacio de Medinaceli con su ancho escudo, sus innumerables ventanas, su jardín a un lado y su fundación piadosa a otro; enfrente los Valmedianos, los Pignatellis y Gonzagas; más acá los Pandos y Macedas, y, finalmente, la casa de Híjar, que hasta hace poco ostentaba en su puerta la cadena histórica, distintivo de la hospitalidad ofrecida a un monarca. Quedaba para casas particulares, para tiendas y sitios públicos, la tercera parte de la calle; esto es lo que describiremos con más detención, porque es importante dar a conocer el gran escenario donde tendrán lugar algunos importantes hechos de esta historia.

Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la Victoria, se hallaba un gran pórtico, entrada de una antiquísima casa que, a pesar de su escudo decorativo, grabado en la clave del balcón, era en aquel tiempo una casa de vecindad en que vivían hasta media docena de honradas familias. Su noble origen era indudable; pero fue adquirida no sabemos cómo por la comunidad vecina, que la alquiló para atender a sus necesidades. En dicho portal, bastante espacioso para que entraran por él las enormes carrozas de su primitivo señor, tenía su establecimiento un memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el mismo portal, un poco más adentro, estaban los almacenes de quincalla de un hermano de dicho memorialista, que había venido de Ocaña a la Corte para hacer carrera en el comercio. Constaba su tienda de tres menguados cajoncillos, en que había algunos paquetes de peines, unas cuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un gran manojo de rosarios con cruces y medallones de estaño.

La parte de la izquierda, y especialmente el rincón contiguo a la puerta, era un lugar en el que el público ejercía un incontestable derecho de servidumbre. Era un centro urinario: la secreción pública había trocado aquel rincón en foco de inmundicia, y especialmente por las noches, la ofrenda líquida aumentaba de tal modo que el escribiente y su hermano hacían propósito firme de abandonar el local. En vano se amonestaba al público con terribles pragmáticas de policía urbana, promulgadas por la autorizada voz del memorialista. El público no renunciaba por esto a su costumbre, y de seguro lo habrían pasado mal los dos hermanos si hubieran tratado de impedir por la fuerza la libertad mingitoria, autorizada por un derecho consuetudinario que, según la feliz expresión de un parroquiano de aquel sitio, radicaba en la naturaleza del hombre y en la hospitalidad forzosa del vecindario.

Enfrente de este portal clásico había una puertecilla, y por los dos yelmos de Mambrino, labrados en finísimo metal de Alcaraz y suspendidos a un lado y otro, se venía en conocimiento de que aquello era una barbería. Por mucho de notable que tuviera el exterior de este establecimiento, con su puerta verde, sus cortinas blancas, su redoma de sanguijuelas, su cartel de letras rojas, adornado con dos viñetas dignas de Maella, que representaban la una un individuo en el momento de ser afeitado, y la otra una dama a quien sangraban en un pie, mucho más notable era su interior. Tres mozos, capitaneados por el maestro Calleja, rapaban semanalmente las barbas de un centenar de liberales de los más recalcitrantes. Allí se discutía, se hablaba del Rey, de las Cortes, del Congreso de Verona, de la Santa Alianza. Oiríais allí la peroración contundente del oficial primero y más antiguo, mozo que se decía pariente de Porlier, el mártir de la Libertad. Al compás de la navaja se recitaban versos amenizados con agudezas políticas; y las voces camarilla, coletilla, trágala, Elío, la Bisbal, Vinuesa, formaban el fondo de la conversación. Pero lo más notable de la barbería más notable de Madrid, era su dueño, Gaspar Calleja (se había quitado el Don después de 1820), héroe de la revolución, y uno de los mayores enemigos que tuvo Fernando el año 14.…

[Artículo] Santos modernos, de Benito Pérez Galdós

Madrid, febrero 15 de 1886.

I

La sociedad moderna es fecunda en caracteres, como en todo… Nacen y se crían en ella todas las variantes de la naturaleza humana. Tipos que parecen de otra edad, se renuevan en la presente. Las fuerzas antagónicas que luchan en el seno de esta generación engendran los caracteres más extraños. A primera vista parece que el nivel moral de la humanidad se ha rebajado y que los hombres, por punto general, son peores que lo eran hace un siglo o dos. Esto es un error. El sentido moral de la raza humana no puede perderse, así como no es posible que varíe absoluta y radicalmente lo esencial de nuestro ser. Mientras el mundo sea mundo, habrá hombres buenos y malos, y es tontería pensar que en nuestra edad la virtud no es más que un nombre. Los que desfavorablemente juzgan la época en que vivimos, formulan una pregunta que rara vez es contestada de un modo satisfactorio. «Vamos a ver—dicen— ¿por qué en este siglo no hay santos?» Generalmente se contesta a esta pregunta con una frase evasiva, alzando los hombros.

«No hay santos… porque esa moda de los santos pasó.» O bien dicen: «Ya no ha}’ santos porque con los que hubo en siglos pasados hay contingente que sobra para cubrir todas las plazas celestiales.» Otros contestan: «Santos. ¿Y para qué nos hacen falta esos caballeros? Lo que nuestra edad necesita es capitalistas que emprendan negocios y hombres de ciencia que impulsen la industria. Los invento¬res y descubridores son los verdaderos santos del siglo XIX.»

Yo contestaré a la pregunta de una manera categórica, y niego rotundamente la tesis que encierra; niego que nuestra edad carezca de santos. Hoy los hay como los ha habido siempre. Cierto que se ha perdido la costumbre de canonizar, es decir, de ex¬pedir patentes de bienaventuranza eterna. Pero la razón de esto debe de ser el gran abuso que se ve¬nía haciendo en los siglos pasados de las tales patentes. Sin duda el pontificado había abierto mucho la mano. En esto, como en todas las cosas, es fácil pasar de la línea razonable. El siglo XVIII que es bastante descreído, dicho sea sin ofender a nadie, nos ofrece pocos casos de canonización. Creeríase que una voz del cielo dijo: «Aquí no se cabe ya. No nos manden más santos.»

Las causas secundarias son el desarrollo grande de la civilización evangélica, la disminución sensible de los martirios de la fe, la poca afición a la vida monástica y a los disciplinazos, y por fin, los nuevos empleos de la actividad humaba. Porque antes el ser santo era casi una carrera. «Iglesia o mar o Casa Real», se decía. El hombre que sentía algo den¬tro de sí no tenía más que dos caminos para distinguirse: las armas o la fe. De los segundones salieron los más célebres candidatos a la gloria inmortal. ¡Hoy tiene el hombre tantos caminos abiertos ante sí!…

Quedamos en que ya no se canoniza a nadie. Pero sin meternos a escudriñar los motivos que pueda tener para ello quien pudiendo hacerlo no lo hace, nos permitimos afirmar que hay santos, si señor, hay santos, y de tal calidad, que no desmerecen de los que están en los altares.

II

Digo esto, porque hace días ha muerto en Madrid una persona, a quien tengo por santa de veras, y no es broma. Esta persona es una señora de ilustre cuna llamada doña Ernestina Manuel de Villena, cuya vida relataré a grandes rasgos para que se vea que muchos figuran en las páginas del «Año Cristiano» con menos títulos que ella.

Perteneciente a una familia aristocrática, doña Ernestina vivió en lo que se llama el gran mundo hasta la edad de veinte años. Muchos recuerdan su agraciado rostro en los saraos de hace cinco lustros, y su carácter dulce y jovial. De improviso, la ilustre joven abandonó el mundo, las galas y aquella risueña atmósfera de placeres y lisonjas. Los motivos que impulsaron esta determinación sólo Dios los sabe. El mundo hizo mil conjeturas, cuyo fundamento se ignora. Unos hablaban de amores des¬graciados, otros de pasión de ánimo. Doña Ernestina, que poco antes de esta resolución habia perdido a sus padres y heredado una fortuna, cedió ésta íntegramente a los pobres. En caso semejante, otras mujeres dan en la flor de hacerse monjas y se en-cierran en un convento, para vivir vida tranquila y sin cuidados. Pero doña Ernestina no era de estas; comprendía que la vida humana es un campo de batalla, y que no se gana la inmortal huyendo del peligro y dando satisfacción al egoísmo en un lugar sosegado y seguro.

Era mujer de acendrada piedad unida a una poderosa iniciativa. Gustaba del trabajo y de vencer dificultades. El amor de nuestros semejantes, movía su alma con gran fuerza. Sumergir la vida en un claustro y adormecerla con rezos y penitencias, parecíale indigno de un alma grande. La devoción contemplativa no satisfacía a su noble espíritu. Siguió, pues, la senda de los Juan de Dios, de los Vicente de Paúl, de los Pedro Nolasco y otros que ganaron la bienaventuranza sin haber escrito libros de teología. Durante treinta años, doña Ernestina ha vivido consagrada a proporcionar recursos a los necesitados, implorando la caridad pública. Todo Madrid ha visto a esa valerosa mujer vestida con tra¬je humilde, aunque sin afectación de pobreza, recorriendo las calles, penetrando en todas las moradas, desde las más ricas a las más pobres, en unas para pedir socorros, en otras para llevarlos. Había llega¬do a adquirir tal serenidad de espíritu, que se presentaba al Rey con igual talante que al último de los ciudadanos. Al primero le hablaba sin lisonja, y al segundo sin altanería. Su nombre y su persona llegaron a ser tan venerados, que los proceres y el soberano mismo se humillaban ante ella, cual si recibieran un socorro de sus manos. Emprendía diariamente su colosal tarea, sin cansarse nunca, impasible y fuerte. Tenía una naturaleza de acero y un temple de espíritu que no conocía dificultades. Todo era fácil para ella. Su carácter se sobreponía a todo. Tomaba cuanto le daban; después de recibir la cuantiosa ofrenda del rico, iba en pos del exiguo donativo del pobre, siempre incansable, siempre inundada de esperanza y confianza.

Se me dirá que esto no basta para otorgar a doña Ernestina el título de santa. El signo más claro de la santidad es el don de milagros. ¿Qué milagros ha hecho doña Ernestina? Pues lo voy a decir.

Doña Ernestina ha levantado en Madrid el Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón, magnífico y es¬pacioso edificio que representa un coste de seis u ocho millones. ;Cómo lo ha hecho? Pues de una manera muy sencilla: reuniendo el dinero cuarto a cuarto.

La insigne mendicante pedía recursos para su obra. Si tal a cual individuo no le podía dar dinero, no por eso se acobardaba ella, y le pedía una docena de ladrillos, o una viga de madera, o un pedazo de hierro, o una llave. El secreto de estas gran-des colectas está en no despreciar nada. Doña Ernestina empezó su gran obra sin un cuarto. En el solar había un poste con un cepillo, en el cual caía poco dinero. Pero ella iba de casa en casa solicitando auxilios. Todo lo aceptaba, el dinero y los servicios personales. Reputados arquitectos le trabajaron de balde; artífices diferentes que no podían contribuir con metálico le ofrecían sus manos por más o menos tiempo. La obra crecía lentamente; pero crecía.

Doña Ernestina, como he dicho antes, no despreciaba ningún socorro. Si se le ofrecía el producto de una Junción mundana o de un espectáculo cualquiera, lo aceptaba. Todo es bueno para un buen fin. Y estos distintos manantiales iban engrosando el gran caudal, y los recursos crecían como la espuma, y el milagro se realizaba. Al propio tiempo, doña Ernestina daba pruebas de poseer un gran talento financiero, pues llevaba ella sola la ad¬ministración de las cuantiosas limosnas y atendía a todo sin apartar la vista del socorro diario de los necesitados. Aún estaba el Asilo a medio construir y doña Ernestina, sin desantender las necesidades de la fábrica, repartía socorros domiciliarios en gran cantidad, y organizaba las cocinas económicas para dar de comer a los obreros sin trabajo en los penosos días del invierno. Si esto no es milagro, que venga Dios y lo vea. Me dirán que por maravilloso que esto sea cae dentro de la jurisdicción de las leyes físicas, y que el milagro consiste precisamente en hacer algo contrario a dichas leyes.

A esto se puede contestar que muchos milagros de que nos hablan las historias religiosas y las vidas de santos son tal vez sucesos como el que he relatado, sólo que llegan a nosotros desvirtuados por la fantasía popular. ¿Quién sabe si la multiplicación de. los panes y los peces sería un simple problema aritmético como el que ha realizado doña Ernestina levantando con ochavos un gran edificio y dando de comer a millares de hambrientos con recursos obtenidos por incomprensibles combinaciones financieras ayudadas de una constancia verdaderamente heroica y de una previsión que excede a cuanto pueden idear los negociantes más activos?

Sea lo que quiera, este es un tema delicado, del cual debo huir, no sea que me excomulguen. Será forzoso admitir la doctrina de la Iglesia, reconociendo que nada de lo que ha hecho Ernestina es verdadero milagro. Si el milagro, tal y como nos lo ofrecen las vidas de los santos con envidiable prodigalidad ha desaparecido del mundo, será porque la naturaleza física se ha cansado de que se gasten con ella esta especie de bromas.…

[Artículo] Cosas de príncipes, de Benito Pérez Galdós

I

Es hoy objeto de todas las conversaciones la proyectada expulsión de los individuos de familias reales o imperiales, propuesta a la Cámara francesa por los radicales. El Conde de París y los demás Príncipes de la familia de Orleáns, los Principes Jerónimo y Víctor Bonaparte no podrán vivir en territorio francés, si la expulsión se realiza. Esto se considera como un síntoma fatal para la República, porque si se cree tan insegura por la pretensiones de los Príncipes, éstos le han de hacer más daño fuera que dentro de las fronteras francesas. Ya se sabe que las conspiraciones más temibles son las de emigrados. De las emigraciones han salido siempre las iniciativas más poderosas contra los estados, que se creían seguros segregando de sí elementos de discordia. En España tenemos pruebas palpables de esto. Todos los trastornos que han alterado la paz de este país han venido de las emigraciones. Desde el momento en que la frontera se ha abierto a los proscriptos, las conspiraciones han perdido su fuerza. Parece que el ambiente del propio país en cuyo suelo se forjan, les es desfavorable. Don Carlos dispuso y organizó la formidable guerra civil de 1872 en el Extranjero. Viviendo en España no habría podido hacerlo.

¿Qué temen los republicanos franceses? ¿Un golpe de Estado como el de 1851? Pues esto, lo mismo pueden organizado los Príncipes dentro que fuera, y mejor aún desde las fronteras suiza, belga o alemana. Y si el golpe de Estado no tiene apoyo en la conveniencia pública, fracasará, seguramente, aunque lo trabajen todos los Principes de la tierra en el corazón de Francia, en París. Si el proyecto de expulsión significa miedo, mal síntoma para la República es la flaqueza, y de fijo tendrá más enemigos asustándose de ellos, que mostrándose serena y magnánima.

Si el derecho no es igual para todos los ciudadanos, la República será menos liberal que las monarquías de Inglaterra, Bélgica, Italia y España, y concluirá por ser un gobierno de partido. Los monárquicos franceses que algo valen en calidad y en número, se han de crecer por la ley histórica que engrandece a los perseguidos; los Príncipes apare¬cerán rodeados del prestigio de víctimas, y si antes interesaban poco a las multitudes, la proscripción Ies ha de labrar una corona de simpatías que antes no tenían.

Los republicanos templados condenan la expulsión, como obra de jacobinismo. Si a esta medida suceden las demás que se anuncian inspiradas por la intransigencia, como la purificación del personal administrativo, la supresión del presupuesto de cultos, malos vientos corren para la República francesa, que ha dado en otras ocasiones ejemplos de sensatez y tolerancia.

Todas las situaciones se pierden por el exceso de celo y exclusivismo. La teoría de la República para los republicanos es contraria a toda idea de buen gobierno. Bien puede asegurarse que el propósito de expurgar la administración, alegando la necesidad de poner todos los destinos en manos de personas amantes de las instituciones vigentes, encubre el deseo egoísta de hacer huecos para colocar a paniaguados. Con este sistema la República convertirá en enemigos furiosos a muchos empleados probos, que, aunque monárquicos, le servían lealmente, y a cambio de esta pérdida, tendrá el apoyo de algunos estómagos agradecidos.

Si se realiza la supresión del presupuesto de Cultos, el Clero en masa se pondrá en frente de la República, y ya se comprende lo que esto puede significar aun en país tan civilizado y culto como Francia. Dígase lo que se quiera, el Clero es pacífico cuando no se meten con él; pero no hay enemigo peor cuando se decide a serlo. Allí no hay realmente clérigos dispuestos a coger un fusil, ni cabecillas con sotana, pero el dominio sobre las conciencias es quizás más grande y eficaz que entre nosotros. Si a estos planes se une el de rematar la expulsión de los Príncipes con la confiscación de sus bienes, los enemigos de la República crecerán como la espuma. Téngase muy presente que hay en Francia muchos monárquicos tibios que apoyan lealmente la forma republicana, como hecho consumado y por evitar trastornos. Si la era de las proscripciones comienza, tras los secuestros de bienes de familias regias vendrán los de particulares y se creará al fin una atmósfera irrespirable para los republicanos.

Hay que confiar, no obstante, en que Francia es país muy aleccionado por la experiencia; abundan en él las personas instruidas y sensatas, y bien podría suceder que todas estas alharacas del jacobinismo fueran al fin sofocadas por la opinión recta y juiciosa de la gente templada.

II

Con esto de la expulsión ha coincidido la boda del heredero de Portugal con la hija del Conde de París, v quizás haya cierta relación entre una cosa y otra, porque los republicanos franceses han creí¬do ver en las bodas de Lisboa una manifestación antirrepublicana y una exhibición de pretendientes. No creemos que por la mente del jefe de la casa de Braganza haya pasado la idea de molestar a Francia, ni de intervenir poco ni mucho en sus destinos. También es muy peregrino que los republicanos se entrometan en los casamientos de los Beyes y pongan el veto a ciertas alianzas. ¿Tanta libertad, tanta fraternidad y un Príncipe no puede elegir esposa según los impulsos de su corazón?

Las fiestas han sido espléndidas, pues la Corte de Portugal es fastuosísima y sabe hacer estas cosas con rumbo y aparato. Lisboa es ciudad de mucho lucimiento para fiestas públicas, por sus dimensiones y por la belleza que le da su anchuroso y magnífico río. Concurrieron a estas suntuosas bo-das varios Príncipes extranjeros, el hermano del Rey de Italia, don Amadeo de Saboya, que fué Rey de España, y el Príncipe Jorge, hijo del heredero de la corona de Inglaterra. De los Príncipes de Orleáns, estaban todos o casi todos, porque faltaba el Duque de Montpensier, abuelo de la desposada. A la ida y a la vuelta han pasado por España los Condes de París, el Duque de Chartres, el Príncipe de Joinville, el Duque de Aumale y la Princesa Clementina. Don Amadeo y el Príncipe Jorge fueron a Lisboa en las escuadras de sus respectivos países, y en ellas han salido, el primero para Génova, y el segundo para Gibraltar.

III

Para llevar a Portugal a los Condes de París y a su hija, corrió por primera vez días ha, el tren de la nueva línea de Salamanca a la frontera portuguesa. La inauguración para el público no se ha verifica¬do todavía; pero no tardará. Línea es ésta de gran importancia, y con ella son ya cuatro los enlaces de vía férrea que tenemos con el reino vecino y hermano. Salamanca, la histórica ciudad, que por falta de comunicaciones con el Oeste, estaba como arrinconada, hállase ahora a pocas horas de Porto. Es aquella provincia rica en ganados y en cereales; posee una ciudad industrial de mucha importancia: Béjar, las renombradas aguas de Ledesma, la fortaleza de Ciudad Rodrigo y otros elementos de vida. Su capital es una de las ciudades más monumentales de la península, quizás la que más tesoros artís¬ticos contiene después de la de Toledo, Sevilla y Granada. Sus dos Catedrales, la vieja, bizantina, y la nueva, gótica del tercer periodo, ofrecen innumerables maravillas a la admiración del viajero. De sus celebrados colegios quedan algunos; entre sus conventos hay dos de inimitable arquitectura; sus palacios dánle aspecto de ciudad italiana, y, por fin, su Universidad, de histórico renombre, se conserva materialmente en pie, aunque es una de las menos importantes de España, por el número de sus escolares.

Baña los muros de Salamanca el afamado Tormes, cuyo nombre no puede separarse del título de la más clásica de nuestras novelas picarescas, y no lejos del puente de cimientos romanos está el célebre prado del Zurguén, que fué una especie de arcadia y cuya belleza han cantado todos los poetas salmantinos, desde fray Luis de León hasta fray Diego González.

Aquel verdor apacible inspiró las inmortales endechas de la Vida del campo, hasta más poéticas por su aroma de sencillez y sentimiento, que las declamaciones de los Tilenos, Jovinos, Delios y Lisardos en el siglo pasado. Hablando con franqueza debe decirse que el Zurguén desilusiona bastante, cuan¬do se le ve hoy, pues las flores, aun las silvestres» escasean en él, y ofrece en su desnudez más des¬amparo que poesía. Pero aquellos insignes soñado¬res veían las cosas reales de otra manera, proyectando sobre ellas los rayos luminosos de su espíritu o quizás el célebre prado ha venido a menos y no es hoy sombra de lo que fué.

Otro recuerdo insigne hay en los alrededores de Salamanca, y es el cerro o cerros de Arapiles, donde se dió la grande y descomunal batalla en que las tropas combinadas, españolas e inglesas, al mando del general Wellington, abatieron a las francesas, dando a la ocupación de la península el golpe de gracia, que después se remató en la batalla de Vitoria. Todavía el arado, al desgarrar el terreno en los cerros de Arapiles, descubre restos de aquella sangrienta y ferocísima batalla, y salen huesos, cráneos, botones, placas de morriones, balas y otros despojos de guerra.

Por sus monumentos incomparables, por sus recuerdos literarios y militares, esta ciudad, en la cual han nacido tantos hombres ilustres en todos los órdenes, es de las más interesantes de la península, y a todo el que ha pasado por España sin haberla visto, se le puede recomendar que pase otra vez con el exclusivo objeto de hacerle una visita.…

[Artículo] La guerra europea, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 23 de junio de 1887.

I

Estamos sobre un volcán, mejor dicho, al calor de una volcán, porque la tan anunciada y temida guerra europea va a estallar al fin. Hace dos días que no se habla de otra cosa, y ahora parece que va de veras. ¿Será o no será? Francamente, aun puede dudarse, porque no es la primera vez que tras los augurios de conflagación inminente vienen las seguridades de paz. La misma grandeza y poder de los colosos que van a medir sus fuerzas es causa de que se miren mucho, antes de disparar el primer cañonazo.

Si la guerra estalla al fin, será la más formidable del siglo, y el número de hombres que han de pelear bastaría a poblar una nación. El teatro de esta campaña abrasará regiones inmensas, y como también habrá contienda marítima, no hay que decir que con los barcos que se han de cañonear en ella habría para hacer el comercio de todo el mundo.

Los resentimientos entre las grandes potencias van tomando un carácter de acritud muy alarman¬te. Unas tienen agravios que vengar, otras ambiciones que satisfacer. Rusia se encuentra con una situación interior insostenible; necesita distraer el nihilismo, ya que no le es posible sofocarlo. Inglaterra ve amenazado por los rusos su imperio asiático, y al propio tiempo teme la influencia moscovita en regiones próximas a Constantinopia. Austria-Hungría ve que la pérdida de su influencia en los estados Balkánicos sería su desprestigio en Europa. Italia quiere recobrar sus provincias de Niza y Saboya y al mismo tiempo recabar libre acción en Africa para apropiarse a Trípoli. Y por último Francia desea la revancha y por lograrla sería capaz de aliarse hasta con el moro Muza.

En medio de todas estas pasiones, apetitos y re-sentimientos campea la poderosa Alemania, y ella será quien decida con su actitud si hay guerra o no, y decidida la guerra, el resultado dependerá en gran parte de Alemania, pero terrible en cualquiera de las dos balanzas.

II

El hecho es que hace algún tiempo no cesan los preparativos en los arsenales y maestranzas de aquellas naciones: Prepáranse los inmensos trenes de artillería y los ingentes barcos acorazados. Desde este rincón de Europa en que vivimos los españoles, parece que se oyen los martillazos y la batahola de esos colosales aprestos. El dinero que es, como si dijéramos el pulso de las sociedades modernas, se afecta, se extremece, y hasta nosotros llega ese temblor de los capitales, esa oscilación y desconcierto de las rentas públicas que produce tantas ruinas. Dígase lo que se quiera, y aunque parezca natural que la diplomacia hace increíbles esfuerzos por mantener la paz, ello es que ahora huele a guerra y que mucho hemos de equivocarnos si ésta no estalla.

La estación no es propicia, ni aun para los rusos, que siempre han salido bien en todas aquellas campañas en que tuvieron por aliado al invierno. Los trenes y bagajes de los ejércitos modernos no se pueden mover fácilmente sobre las extensas nieves del gran imperio. Cualquiera que sea el teatro de la guerra, no será en regiones templadas; de modo que la ruptura se diferirá hasta la primavera. Resta solo que en los meses que faltan se complique el problema, y de puro complicado e insoluble no pueda resolverse mas que por la paz, a causa de la desmedida gravedad de una guerra tan colosal que parecería salirse de los medios humanos. Porque si las cosas llegan al punto de que Europa se pueda convertir en un infierno, es muy posible que no haya nada. Por mucha fuerza que tengan las ambiciones mayor la tiene el instinto de conservación.

Entre tanto, corren los rumores más graves acer¬ca del estado de ánimo de Alejandro III, Emperador de todas las Rusias. No hace mucho se dijo; y las agencias telegráficas lo trasmitieron a todo el mundo, que el Zar había matado de un tiro a uno de los personajes de su servidumbre. Es verdad que lo desmintieron; pero no de una manera tan categórica que se desvaneciese toda duda. Ahora se dice que su majestad imperial ha disparado su revólver sobre otra persona de su intimidad dejándola muerta en el acto.

Bromas pesadas gasta el autócrata, y como siga así no habrá quien pare a su lado.

Alejandro se halla en un estado de excitación nerviosa que raya en demencia. Por todas partes ve

enemigos y asesinos. Si cualquiera de los que le rodean hace un movimiento que al monarca le parezca sospechoso; si éste cree advertir en la fisonomía de alguno de sus cortesanos una expresión meditabunda o algún vislumbre que se le antoje signo de traición, se quita de cuentos y le deja seco sin más explicaciones.

¿Será esto verdad? Lo único que da cierta verosimilitud a esta clase de especies es la insistencia con que circulan por la prensa europea, aunque bien podría ser que esto fuera una propaganda de descrédito, emprendida por los nihilistas, cansados de emplear la pólvora.

El último chisme de los enemigos del Zar es que hace pocos días tuvo una escena violenta con la Emperatriz, maltratándola cruelísimamente.

Dicen que ha llegado a temer que los individuos de su propia familia atenten contra su vida, y que este sospechar angustioso le tiene constantemente con el alma en un hilo, extraordinariamente irritado y con síntomas de locura.

Sea de esto lo que quiera, está fuera de duda que Rusia es hoy un país esencialmente trágico. Aparte de la cultura superior de las clases elevadas, hállase, como organismo social, en situación semejante a la de las naciones occidentales en los últimos años de la Edad Media.

Sin quererlo, el pensamiento enlaza la existencia actual de Rusia con las turbulentas épocas de Ricardo 111 en Inglaterra, de Luis IX en Francia y de don Pedro el Cruel en nuestra Castilla.

III

La sociedad rusa está en ebullición, y no podemos prever lo que de esta efervescencia saldrá. Para que todo sea extraño en aquel país, las clases superiores han llegado a poseer todos los refinamientos de la civilización, mientras las inmensas multitudes que pueblan el vastísimo imperio vegetan en la ignorancia y la superstición. Como organismo político la Rusia conserva los caracteres de imperio asiático y tamerlánico. ¿Cómo pueden las clases inteligentes avenirse a vivir de este modo? El Gobierno allí no es más que una gran Policía. Allí ya no se gobierna, se vigila. El ciudadano no tiene derechos, y ante la ley que ordena obediencia ciega, son absolutamente iguales el hombre instruido y el más tosco y rudo de los siervos. ¡Igualdad terrible!

¿Cómo es posible que duerma en paz una sola noche el jefe supremo de esta nación? El suelo se ha de agitar necesariamente bajo sus pies y bajo su cama. ¡Terrible compromiso el suyo, puesto en el trance de tener que dar la libertad o negarla! Pocos hombres hay hoy sobre la tierra tan desgraciados como Alejandro III.

Rusia, aunque parezca extraño, tiene una litera¬tura floreciente. La novela ha tomado en aquel país un vuelo tal, que sólo en Francia se le encontraría semejante. Pero ya no resplandece en las novelas rusas aquella serenidad clásica, que caracteriza las obras admirables de Tourgueneff y del Conde León Tolstoi. En las obras notabilísimas y conmovedoras de Dostoiewsky hay un fondo de tristeza y desesperación, un vigor trágico que concuerda admirablemente con el actual estado de todas y cada una de las Rusias. Parece una literatura nerviosa y algo tentada de alcoholismo, expresión fiel de una socie¬dad que, a semejanza de ciertos individuos, se emborracha para olvidar y conllevar sus sufrimientos.

Todo anuncia en Rusia la proximidad de grandes tragedias. Sociedad eminentemente dramática, está con la mano temblorosa en el puño de la espada. La guerra que se anuncia no obedece en realidad sino al prurito de distraer al enfermo y apartar de su mente las ideas siniestras que le abruman.

Supongamos que Rusia es vencida en la próxima guerra. Si entonces estalla, como parece probable, con la desorganización y pérdida de su grande ejército, la revolución que caldea sus entrañas no hay

cálculo humano que pueda anticiparnos los horro¬res y espantos que esa revolución traerá consigo. Si se juzga de esto por los materiales acumulados, el incendio será superior a cuantos de igual clase nos ofrece la historia.…

[Artículo] Arte filipino, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 29 de julio de 1887

I

Lo más curioso de la exposición de Filipinas que hoy me toca comentar, es el personal, esos modelos humanos de las nobles razas igorrotes y joloanas, sometidas a la bandera de Castilla. Con los indígenas han venido también culebras y alimañas de todas especies y admirables tipos del reino vegetal. De la riqueza presentada en sustancias alimenticias y textiles, en maderas riquísimas y en minerales, no puede darse idea en poco espacio. Pero lo que principalmente atrae al público es la ranchería igorrote, una pequeña aldea construida por los indígenas en la arquitectura primitiva con tal propiedad, que cuantos han estado en Filipinas reconocen que se ha trasladado al Retiro un pedacito de la Isla de Luzón. Allí aparecen las casas de los ciudadanos igorretes, la del gobernadorcillo, con el departamento en que administra justicia. Los indígenas están con los trajes excesivamente ligeros que en aquellas tierras tropicales se usan; hombres y mujeres se dedican a sus faenas ordinarias de agricultura, hablan su dialecto, y para completar la ilusión, celebran sus fiestas extrañas, causando la admiración del público con sus originalísimas danzas salvajes, y el sacrificio de víctimas (generalmente un cerdo), resto de los ritos mongólicos que solo se conservan ya en las partes incivilizadas del archipiélago.

La propiedad del lugar, de los habitantes, de las fiestas y ceremonias se completa con la temperatura de 36 ó 40 grados, que en este mes de julio hace a la capital de España rival de los apartados dominios americanos y oceánicos. La exposición de Filipinas perdería parte de su encanto si la estación fuese menos ardiente de lo que es, y no nos achicharráramos contemplando la espléndida flora, la fauna interesante y la vigorosa humanidad de aquellos países que por tantos títulos nos pertenecen.

La inauguración tuvo lugar en un día ardoroso, con inmensa concurrencia de gente oficial y de personas invitadas. Hermoso espectáculo ofrecían los indígenas con sus pintorescos trajes, algunos en paños menores, tan menores, que eran seguramente los mismos que usaban cuando Magallanes arribó a aquellas playas. Algunos igorrotes ostentaban prendas del vestido europeo, pero tan ingenuamente combinadas con la indumentaria del país, que no se podía saber dónde acababa el salvaje y empezaba el hombre civilizado. Los joloanos eran los que vestían más al fresco, y sus fornidas espaldas y pe¬cho enteramente desnudos mostraban el atlético vigor de la raza.

II

Lo mejor del espectáculo consistía en ver la im-presión que hacía en el ánimo de aquellos infelices la persona de la Reina Regente, a quien no habían visto aún. Desde que se embarcaron en Manila soñaban con la ilustre persona que representa toda autoridad, figurándosela con los atributos que las razas incivilizadas dan a los soberanos, rodeada de esplendores casi sobrenaturales. La Reina es para ellos, tan dóciles, tan sumisos a la autoridad, un ser superior, que ni en la apariencia debe ser como los demás. Ver a la Reina y rendirle pleito homenaje es para ellos el mayor de los honores, algo de inmerecido y de extraordinariamente solemne y hermoso que les compensa las fatigas del viaje, y ha de quedar grabado en su memoria mientras les dure la vida.

Formados en dos alas, los súbditos filipinos aguardaban la llegada de S. M., y cuando vieron aparecer la Corte, el lucidísimo acompañamiento de gentileshombres y damas; cuando vieron los varia-dos «uniformes del cuerpo diplomático, con tal pro-fusión de oro, tantas cruces de riquísimas piedras y tanto plumacho y colorines, creyeron, sin duda, que detrás vendría la Reina en palanquín, como traen a Selika en La Africana, vestida como un ídolo y cubierta de los pies a la cabeza de piedras preciosas.

Así, cuando vieron aparecer aquella señora, vestida de luto, sin más atavíos que su exquisita elegancia; cuando vieron que no iba en palanquín ni en carro de nácar, sino que andaba por sus pies, no llevando corona, ni brazaletes, ni plumas, descollando por su extremada sencillez en el grupo espléndido de la Corte, se quedaron pasmados y fríos, como quien se ve chasqueado en su ilusión y no daban crédito a sus ojos. Por un momento, el rostro de aquellos inocentes amigos de España expresaba el desencanto, y si en aquel momento se atrevieran a hablar, alguno habría dicho: «Nos han engañado.» Pero pronto se rehicieron, sometiéndose a la realidad. El estruendo de la música tocando la Marcha Real, y el acatamiento que a la persona de la Reina se prestaba, les hicieron comprender que en Europa puede el Poder supremo estar representado por la gracia, la belleza y la debilidad, sin que nadie eche de menos la fuerza y robustez de los caciques salvajes. Cuando doña María Cristina se dirigió a ellos y les habló, los filipinos se pusieron de rodillas, y de rodillas se hubieran estado todo el día si no se les mandara levantar.

Dos grandes riquezas poseen las islas Filipinas: el tabaco y el abacá. De ambos vegetales ofrece la Exposición abundantes y variadas muestras. La elaboración del primero se hace a la vista del público por obreros indígenas traídos con este objeto. El tabaco filipino es flojo, un poco insípido, y los fuma¬dores lo encontramos muy inferior al cubano; pero la baratura le asegura un consumo inmenso en todo el mundo. El Estado lo adquiere en España para sus fábricas en cantidad considerable, y cuando se decretó el libre cultivo en el archipiélago, se formó una poderosa Sociedad para explotar esta industria. La producción es inmensa. En cuanto al abacá, pocas materias textiles se conocen de tanta importancia industrial. Inglaterra lo emplea en gran cantidad en la elaboración de alfombras, y sólo este artículo da margen a un importante comercio. Por desgracia para nosotros, los transportes del abacá han estado casi exclusivamente monopolizados por la bandera inglesa, que se ha hecho dueña de todo el comercio en los mares de la China. La baratura de los fletes es tal, que no hay competencia posible con ella. Hasta hace muy poco tiempo, la tonelada de carga puesta en Liverpool costaba mucho menos que puesta en Barcelona, y ha sido preciso que el Gobierno auxiliara a las Empresas navieras con fuertes subvenciones para que nuestras tarifas resistieran la competencia de las extranjeras. Aun así, los vapores correos no podrían realizar sus viajes si no arrancaran de los puertos ingleses, volviendo a ellos con la parte principal del cargamento. El azúcar es otra de las riquezas de Filipinas; pero el tráfico de este artículo no ha podido eximirse de la crisis por que está pasando la producción azucarera de los países coloniales a causa de las potentes industrias establecidas en Europa, ya para la elaboración, ya para el refino de tas materias sacarinas. En Filipinas, como en Cuba y Puerto Rico, los rendimientos del azúcar son escasos y los precios cada día más bajos. Filipinas lucha además con la distancia, que encarece los fletes, y con lo rudimentario de sus procedimientos industriales. En aquel país no se han introducido aún los perfeccionamientos de la maquinaria moderna, y, además, los transportes interiores dejan mucho que desear. Mientras aquel país no abandone las rutinas en que vive, es imposible que se desarrolle la gran riqueza que su suelo atesora. De tales rutinas tienen gran parte la culpa nuestra administración, bastante complicada y suspicaz, y el sistema de colonización seguido con aquel archipiélago, cuyos progresos son tan inferiores al de las vecinas colonias holandesas e inglesas.

Hoy la concurrencia industrial es de tal naturaleza, que la nación que no hace grandes esfuerzos por seguir la corriente, se queda atrás, a una distancia que crece de día en día. Alemania, protegiendo hábilmente sus industrias por medio de primas, se apodera de toda aquella parte del comercio universal que no está en manos de los ingleses. Muy pronto, si esto sigue así, todo el tráfico de América, Africa y Oceanía se repartirá entre los dos colosos sajones, y los demás países se contentarán con las sobras, si es que las dejan.

I

En estos días, precisamente, se agita, en España una cuestión que puede producir un disgusto serio, si Dios no lo remedia. Sabido es que Alemania, con su inmensa producción de aguardientes industriales obtenidos de la patata, del maíz y otros vegetales, ha perjudicado de un modo considerable la producción alcohólica de todos los países, y singularmente del nuestro. En España entran anualmente cantidades enormes de alcohol alemán, que se emplean en la preparación de vinos y licores, con grave daño de la salud pública, pues el alcohol amílico, si no es venenoso, poco le falta para serlo. Y al daño que causa la enorme importación de aguardiente alemán hay que añadir el descrédito de nuestros vinos que con aquella sustancia se encabezan.

La baratura enorme, casi increíble, de los aguar-dientes alemanes es un fenómeno industrial que casi nadie acierta a comprender. Consiste aquella baratura en una combinación habilísima de trabajo realizado entre el agricultor y el fabricante, combi-nación mediante la cual las primeras manipulaciones para obtener el zumo alcohólico las hace el labrador, quedándose con el residuo, que le sirve para alimentar su ganado. Repartidas de este modo las operaciones, y dueño el agricultor del residuo, puede el industrial adquirir el caldo de la patata a a precio ínfimo y obtener los aguardientes a precios que resultan inverosímiles.

A estas ventajas se une la no menos grande de las primas que el Gobierno alemán da a la exportación. Y ahora, en vista de la cruzada que en España se ha levantado contra los alcoholes alemanes, las primas se aumentan y la invasión sigue. El sistema empleado aquí últimamente para contener dicha invasión, consiste en denunciar y decomisar todos los licores preparados con alcohol amílico.…

[Artículo] Fuera de España, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 14 de noviembre de 1887.

I

Actualmente, la opinión se preocupa más de lo que pasa fuera de España que de nuestros propios asuntos. La enfermedad del Principe imperial de de Alemania, que se ha agravado tristemente en los últimos días, haciendo temer un desenlace funesto y próximo, es objeto de mil comentarios; porque se cree segura la guerra en caso de que, faltando el actual Emperador y Príncipe imperial, recaígala corona en el Príncipe Guillermo, bastante joven para desear ceñirse los laureles de Marte. También es objeto de comentarios muy pesimistas la situación de Francia, donde los partidos han llegado a un grado increíble de apasionamiento y furor de combate. El vergonzoso asunto Caffarell y la saña con que los unos han querido complicar en él al general Boulanger, y los otros a Wilson, yerno del Presiden¬te de la República, es el peligroso terreno en que se están dando la batalla los odios antiguos de Francia y las disensiones que la desgarran. Allí hay quien lleva su furor hasta el punto de comprometer la suerte de la República por perder a Wilson, y los antiboulangeristas no vacilan en unirse con los monárquicos para arrojar un poco de cieno sobre el ídolo de los patriotas. Los últimos despachos revelan espantosa confusión en aquella Sociedad, y ese estado de calentura en que los prudentes llegan a perder la cabeza. Las sesiones del juicio oral en los tribunales han venido a arrojar combustible a la hoguera por las declaraciones que comprometen al célebre yerno, y por las cartas exhibidas, de cuya autenticidad principia a dudarse. La prensa de París revela la exaltación de las pasiones, y hasta se habla de la dimisión del presidente Mr. Grévy. Si esto se verifica, Francia entraría quizás en un período de violencia y confusión que comprometería acaso gravemente su porvenir.

Últimamente se ha dicho que el presidente no dimitiría sino en el caso de que resultara comprobada la complicidad de su yerno en la escandalosa cotización de las cruces. Y siguen apareciendo en el proceso, a medida que se desarrolla ante el público, nuevas piezas que aumentan la confusión, v continúa la implacable campaña contra Wilson, personaje que empieza a inspirar lástima en el mundo todo. La opinión general es que Wilson ha podido emplear medios poco delicados para extender su influencia personal; que ha podido abusar algo de su posición en el Elíseo, pero que no es culpable has¬ta el punto que se le atribuye, ni tiene parte alguna en los ignominiosos tratos de la Limouzin, la Ratazzi y compañeros de aventuras. Conviene, no obstante, reservar la opinión definitiva hasta que el proceso ponga en claro todo lo sucedido, si es que llega a ponerlo.

II

Es realmente incomprensible que la sociedad francesa dé tanta importancia a las condecoraciones, que en todos los países más bien son emblema de la vanidad que del mérito. Por más que se diga, el tráfico de cruces no debe ser nuevo en Francia, y es casi seguro que en los tiempos del Imperio las agencias montadas a estilo de Madame Limouzin funcionaban como ahora. Parece increíble que se dé tanta importancia en un país como Francia a la colocación de un cintajo en el ojal de la levita. Allí, como en todas partes, ha de haber muchísima nulidad condecorada. Y, sin embargo, los grandes industriales, los agricultores eminentes y aun los escritores de nota, se pirran por poseer la famosa cinta, hasta el punto de dar dinero por ella. Es creíble que el reciente escándalo les cure de esta ridícula manía.

En España la vanidad da también importancia a la posesión de tales o cuales cruces; pero es casi seguro que ningún español daría un céntimo por ser agraciado con una encomienda de Carlos III o de Isabel la Católica. Esto consistirá tal vez en que se han prodigado con exceso, dándolas en montón a los diputados para que las distribuyan entre sus amigos y adeptos: pero en Francia debe de pasar lo mismo, porque rara vez se encuentra un francés que no lleve en el ojal el consabido botoncito rojo.

Aquí ha caído muy en desuso el engalanarse con cruces o con las cintas que las representan, y fuera de la vida diplomática donde tal adorno es indispensable, la mayor parte de los hombres públicos de algún valer presentan su pecho completamente desnudo de toda especie de quincalla más o menos va¬liosa. Los pocos personajes que poseen el Toisón de Oro suelen usarlo en ciertos actos; pero nada más. Don Nicolás María Rivero, que jamás aceptó ninguna cruz y tenía las extranjeras (que son irrenunciables) olvidadas en el último cajón de su cómoda, decía que a todo español, en el momento de nacer, se le deberían adjudicar todas las cruces grandes y chicas del orden civil, y luego írselas quitando a medida que en el desarrollo de la vida fuese adquiriendo méritos. De este modo al llegar a los puestos más eminentes y al adquirir toda la gloria posible, se le despojaría de la última insignia, y la historia diría de él: «Para que se comprenda lo que valía Fulano, baste decir que no le quedaba ya ninguna cruz

Con esta burlesca paradoja expresaba aquel hombre tan ingenioso su escepticismo en materia de honores condecorativos.…

Actas del primer congreso internacional de estudios galdosianos

Título y subtítulo Actas del Primer Congreso Internacional de Estudios Galdosianos
Entidad Congreso Internacional de Estudios Galdosianos (1º1977. Las Palmas)
Tipo de documento Congreso y conferencia
Lugar de publicación Las Palmas de Gran Canaria
Editorial Cabildo Insular de Gran Canaria
Fecha 1977
Páginas 488 p.
Materias Pérez GaldósBenito (1843-1920)Críticainterpretación
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[Cuento] Tropiquillos, de Benito Pérez Galdós (1890)

I

Finalizaba Octubre. Agobiado por la doble pesadumbre del dolor moral y de la cruel dolencia que me aquejaba, arrastreme lejos de la ciudad ardiente, buscando un lugar escondido donde arrojarme como ser inútil, indigno de la vida, para que nadie me interrumpiese en mi única ocupación posible, la cual era contemplar mi propia decadencia y verme resbalar lento, mas sin tregua ni esperanza, hacia la muerte.

Los campos eran para mí más tristes que el cementerio. Habíanme dicho los médicos: «Te morirás cuando caigan las hojas» y yo las veía palidecer y temblar en las ramas cual contagiadas de mi fiebre y de mi temor.

El sereno cielo irradiaba demasiada luz para mis ojos, y cuando, tras el ardor húmedo del día, venían de las montañas, embozados en sombras y con la espada desnuda, los traidores vientecillos septentrionales, yo me arrebozaba también en mi pobre capa, y escondía la cabeza para que no me tocasen y pasaran de largo. El campo de mis padres y la humilde casa en que nací eran lastimoso cuadro de abandono, soledad, ruinas. Hierbas vivaces y plantas silvestres erizadas de púas cubrían el suelo sin señal ni rastro alguno de la acción del arado. Las cepas sin cultivo, o habían muerto, o envejecidas y cancerosas echaban algún sarmiento miserable, que, para sostenerse, se agarraba a los cercanos espinos. Árboles que antes protegían el suelo con apacible sombra, a cuyo amparo se reunía la familia, habíanse quedado en los puros leños, y secos, desnudos, abrasados de calor o ateridos de frío según el tiempo, esperaban el hacha y la paz de la leñera como espera el cadáver la paz del hoyo. Algunos, conservando un resto de savia escrofulosa en sus venas enfermas, se adornaban irrisoriamente el tronco con pobres hojuelas, semejantes a condecoraciones puestas sobre el pecho del vanidoso amortajado. Las cercas de piedra no resistían ya ni el paso resbaladizo de los lagartos, y se caían, aplastando a veces a sus habitantes.

Por todas partes, veíase el rastro baboso de los caracoles, plantas mordidas por los insectos, enormes cortinajes de tela de araña, y nubes de seres microscópicos, ávidos de poseer tanta desolación.

II

Dominaba estas tristes cosas el esqueleto de la casa derrumbada, hendida por el rayo como por un lanzazo, renegrida por el incendio, con el techo en los cimientos, los cimientos hechos lodo por la humedad, las paredes trocándose lentamente en polvo.

Al ver tanta cosa muerta, me pregunté si no estaría yo también desbaratado y descompuesto como las ruinas de aquellos objetos queridos, hallándome en tal sitio al modo de espectro, que a visitar venía la escena de los días reales y de la existencia extinguida. Esta consideración evocó mil recuerdos; representome el semblante de todos los de casa, mis juegos infantiles en aquel mismo sitio, luego mi temprana ausencia de la casa paterna para correr en busca de locas aventuras, enardecido por la fiebre del lucro. Vi mis primeros pasos en el lejano continente donde el sol irrita el cerebro y envenena la sangre, mis luchas gigantescas, mis caídas y mis victorias, mi sed insaciable de dinero; sentí renovada la quemadura interna de las pasiones que habían consumido mi salud; me vi persiguiendo la fortuna y atrapandola casi siempre; recordé la ceguera a que me llevó mi vanidad y el valor que di a mis fabulosas riquezas, allegadas en los bosques de pimienta y canela, o bien sacadas del mar y de los ríos, así como de las quijadas de los paquidermos muertos; extraídas también del zumo que adormece a los orientales y de la hierba verdinegra que aguza el ingenio de los ingleses.

Después de verme enaltecido por el respeto y la envidia, amado por quien yo amaba, rico, poderoso, vime herido súbitamente por la desgracia. Mi decadencia brusca pasó ante mis ojos envuelta en humo de incendios, en olas de naufragios, en aliento de traidores, en miradas esquivas de mujer culpable, en alaridos de salvajes sediciosos, en estruendo de calderas de vapor que estallaban, en fragancia mortífera de flores tropicales, en atmósfera espesa de epidemias asiáticas, en horribles garabatos de escritura chinesca, en una confusión espantosa de injurias dichas en inglés, en portugués, en español, en tagalo, en cipayo, en japonés, por bocas blancas, negras, rojas, amarillas, cobrizas y bozales.

Ya no quedaba en mí sino el dejo nauseabundo de una navegación lenta y triste en buque de vapor cuya hélice había golpeado mi cerebro sin cesar día tras día; solo quedaban en mí la conciencia de mi ignominia y los dolores físicos precursores de un fin desgraciado. Enfermo, consumido, ya no era más que un pábilo sediento, a cuyo tizón negro se agarraba una llama vacilante, que se extinguiría al primer soplo de las auras de Otoño. Y me encontraba en lo que fue principio del camino de mi vida, en mi casa natal, montón de ruinas, habitadas sólo por el alma ideal de los recuerdos. Mis padres habían muerto; mis hermanos también; apenas quedaba memoria de aquella honrada familia. Todo era polvo esparcido, lo mismo que el de la casa. Y yo, que existía aún como una estela ya distante que a cada minuto se borra más, perecía también de tristeza y de tisis, las dos formas características del acabamiento humano. El polvo, los lagartos, las arañas, la humedad, las alimañas diminutas que alimentaban su vida de un día con los despojos de la vida grande, me cercaban aguardándome famélica.

«Ya voy, ya voy… -exclamé apoyando mi cabeza en una piedra a punto que la interposición de un cuerpo opaco entre la luz y mis ojos, hízome conocer la presencia de un… ¿Era un hombre?

III

Sí; no podía dudar que era un hombre lo que vi delante de mí, aunque su redondez ventruda tenía algo de la vanidad del tonel, lleno de licor generoso. Vi una pipa de fumar que aparecía entre enmarañada selva de bigotes amarillentos. Cuando se disipaban las espesas nubes de humo que de la tal pipa salían, presentábanseme dos carrillos redondos, teñidos de un rosicler que envidiaría cualquier doncella, los cuales colindaban con unos ojuelos movedizos y extraordinariamente vivaces, fijos en mí, y que me examinaban con presteza desde la cara a los pies, y desde el capisayo raído a las manos trémulas. La descubierta cabeza de mi observador era redonda, con pelo tieso y duro, ligeramente salpicado de canas.

Llevaba esa magnífica toga pretexta del trabajo, a quien llamamos delantal, y por debajo de la curva que formaba éste sobre el vientre, salían dos patas poderosas, digno cimiento de tan admirable arquitectura, y más arriba, junto a los tirantes, dos brazos enfundados en mangas de camisa, los cuales se abrieron en cruz, acompañando con un gesto de asombro y cordialidad estas palabras:

«No, no me engaño; es Tropiquillos… Tropiquillos, ¿no es verdad que eres tú?… sí, el hijo mayor del señor Lázaro Tropiquillos que pasó a mejor vida en esta misma casa la víspera del incendio y antevíspera de la inundación, o lo que es lo mismo, el día después de la batalla de Zarapicos, en que perecieron sus hijos y sus hermanos, Baltasar y Cosme Tropiquillos.

Es pasmoso cómo la desgracia refresca memorias de la niñez, y cómo reconocemos, en horas de angustias, cosas y fisonomías que parecían borradas para siempre de nuestra mente. Aquel era el maestro Cubas, tonelero, amigo y protegido de mi padre en días mejores, hombre excelente, trabajador, cariñosísimo, a quien en el pueblo llamábamos mestre Cubas.

«Yo soy el que usted supone -dije-, y usted es mestre Cubas a cuyo taller iba yo a jugar. ¿Viven Ramoncilla y Belisarión? ¡Oh, mestre Cubas, cuántos recuerdos vienen a mi memoria! Todo perdido, todo en ruinas, todo acabado! Yo que parezco vivo no soy más que un cadáver que se mueve y habla todavía.

-Todo sea por Dios -exclamó el bonachón mestre Cubas, que usaba esta frase como estribillo-. Yo creí que no quedaba ya ningún Tropiquillos. Cuando estaba ya para cerrar el ojo el señor Lázaro, me dijo: «Yo soy el último, querido Cubillas, porque mi hijo Zacarías debe de estar allá en lo hondo, con todo el mar por losa.

-No -repliqué sintiendo que mis ojos se llenaban de lágrimas-, aquí está enfermo el que ha sido sano y robusto, miserable el que ha sido rico. Yo, que he mirado los colmillos del elefante como podrías tú mirar las piedras de la cerca, he venido a Europa de limosna.

-Todo sea por Dios… ¡Cómo cambian las cosas! Pues yo que era pobre, soy rico. Lo debo a mi trabajo, a la ayuda de Dios y a tu padre que me protegió grandemente. ¿Ves eso?

Señaló con su mano atlética las lomas cercanas, llenas de viñas, cuyos pámpanos, dorados ya, dejaban ver el fruto negro.

«Pues todo eso es mío».

-¿Ve usted eso? -le respondí con amargura señalando mi capisayo-, pues ni siquiera esto es mío. Me lo prestaron al desembarcar para que no me muriera de frío. Tengo el fuego del trópico en mis entrañas, el tifón en mi cerebro, y mi piel se hiela y se abrasa alternativamente en el temple benigno de la madre Europa…

IV

«Gracias, mil gracias, un millón de gracias, mestre Cubas -dije aceptando los obsequios que en la mesa me hacía aquella honrada familia, pues el buen tonelero me obligó a aceptar en hospitalidad rumbosa.

Me había dicho: «el hijo del señor Lázaro es mi hijo. Si el pródigo no pudo llegar a la casa del padre, llega a la del amigo, y es lo mismo. Yo te acojo, Tropiquillos, y haz cuenta que estás en tu casa.

Mi alma se inundaba de una paz celestial, fruto de la gratitud, y no sabía cómo corresponder a tanta generosidad.…