2011

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[Artículo] Algunos aspectos estructurales en relación con el narrador de «La de Bringas», de Virgilio Moya

La de Bringas es una novela de Benito Pérez Galdós que pertenece a lo que se ha dado en llamar ciclo de novelas españolas contemporáneas. El ciclo lo iniciaría con La desheredada en 1881 y lo terminaría en la primavera de 1915 con La razón de la sinrazón. Sería así una de las novelas de su segunda o tercera manera.

Referencia bibliográfica: Moya Jiménez, Virgilio: “Algunos aspectos estructurales en relación con el narrador de «La de Bringas»”, Revista de filología de la Universidad de La Laguna, 1984, n.º 3, pp. 39-46).
Fuente original del artóiculo: http:///dialnet.unirioja.es/servlet/fichero_articulo?codigo=91643&orden=0…

[Artículo] El joven Galdós traduce a Dickens, de Ricardo Bada

En 1867 Benito Pérez Galdós es un joven de 24 años, lo que significa, entre otras cosas, que tiene intacto el 100% del desparpajo, o de la desvergüenza, como lo prefieran, de aquellos a quienes les queda toda una vida entera por delante. Amén de ello, declara ser un ferviente admirador de Charles Dickens. Y por si fuera poco, dizque sabe inglés. La impía concurrencia de estas tres circunstancias es casi fatal: el joven Benito Pérez Galdós acepta traducir la primera obra maestra de Dickens, losPapeles póstumos del Club Pickwick, para el folletón de un diario madrileño.

Hace unos años esa versión fue rescatada por la editorial asturiana Júcar, que empezó a publicar una así llamada Biblioteca de Traductores, en la cual era relevante el nombre de estos últimos, quienes siempre habrían de ser grandes escritores de nuestro idioma. ¿Sabían ustedes, para mencionar un solo caso de los rescatados por Júcar, que nadie menos que Rubén Darío tradujo a nadie menos que Maxim Gorki… supongo que del francés?

No sé en qué vino a terminar esa benemérita aventura editorial, imagino que se canceló al cabo de poco tiempo, como todas las que son loables, pero no quisiera dejar de recordar que en materia de grandes escritores de nuestro idioma metidos a traductores, la verdad es que poseemos una nómina tan extensa como admirable.

Una nómina que incluye, valgan varios ejemplos, a Pedro Salinas poniendo en buen romance el primer volumen de la proustiana búsqueda del tiempo perdido, a Dámaso Alonso con su traducción del Retrato de un artista adolescente de Joyce, y a José Angel Valente con la de El extranjero de Camus; y del otro lado del Atlántico se deben a Julio Ramón Ribeyro unas modélicas traducciones de Maupassant, mientras que Octavio Paz y Ernesto Cardenal vertieron a nuestro idioma poetas tan intransitivos como Mallarmé y Catulo, y en fin, no estaría de más recordar que Robinson Crusoeasí como las Memorias de Adriano de Margarite Yourcenar y los cuentos completos de Edgar Allan Poe, todo ello, fue traducido a nuestro idioma por Julio Cortázar.

[Según fuentes bien informadas, Cortázar fue también el trujamán que en épocas de penuria económica y trabajos mercenarios, puso en prosa paladina la empalagosa Little Women de Louise M. Alcott].

Y ahora, antes de seguir, debo confesar que Pérez Galdós es uno de mis grandes amores, a quien considero el único digno sucesor peninsular de Cervantes, y uno de los escritores más formidables de toda la literatura universal, opinión que comparto, para mi alegría, con Luis Cernuda y Álvaro Mutis, para sólo citar dos nombres de una extensa lista que encabeza Luis Buñuel. Debo confesar esto, digo, para que se entienda con qué entusiasmo adquirí la traducción de Dickens hecha por él, dando por descontado, de antemano, que se trataba de un boccato di cardinali, una expresión, dicho sea de paso, muy empleada por el propio Galdós.

Y no, no y mil veces no: la traducción de Dickens por el joven Benito Pérez Galdós es todo lo contrario de un boccato di cardinali, es una catástrofe literariamente homologable con la marítima del infeliz Titanic. Descuento también que la publicación en un diario debe haber impuesto ciertos cortes y recortes en el texto, pero es que a veces esos cortes y recortes recuerdan los que practicaba Henri Sanson, el verdugo del Terror durante la Revolución Francesa: decapitan el texto original hasta dejarlo exangüe. Y no exagero. Créanme que leyendo esa traducción, como lector enamorado de mi ídolo Galdós, he experimentado muchas veces el sentimiento conocido bajo el nombre de vergüenza ajena.

La moraleja es, cosa curiosa y remarcable, un acrecentado respeto por la precoz madurez mental del joven canario que terminaría siendo el narrador más humano que jamás haya escrito, un honor que sólo puede disputarle Dostoiewski. Y digo lo del respeto porque aquella juvenil insolencia suya debió convertirse muy pronto en un aterrado espanto, él mismo debió darse cuenta de las heridas que había inferido a su bienamado Dickens, y extrajo de ello la única consecuencia lógica para una persona honrada: jamás, que se sepa, volvió a traducir en toda su vida. ¡Ay qué lástima de lección, tan poco aprendida desde entonces!

Fuente original del artículo: http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/julio_10/08072010.htm

Actas del segundo congreso internacional de estudios galdosianos

Título y subtítulo Actas del segundo Congreso Internacional de Estudios Galdosianos
Entidad Congreso internacional de estudios galdosianos
Tipo de documento Congreso y conferencia
Lugar de publicación Las Palmas de Gran Canaria
Editorial Cabildo Insular de Gran Canaria
Fecha 1978-1980
Páginas 690 p.
Materias Pérez GaldósBenito (1843-1920)Críticainterpretación
Formato Digital PDF
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[Artículo] El folletín: de Galdós a Manuel Puig, de Alicia G. Andreu

Tormento,  novela  contemporanea  de Benito  Perez  Gald6s,  escrita  en1884,  tiene  una  estructura  intertextual  donde  conviven  dos  textos  principales:  el  texto  folletinesco  y  el  texto  realista.  Los  códigos  lingüísticos e  ideológicos  de ambos  textos  se confrontan  en un metatexto galdosiano, creando,  a  través  del  diálogo  textual,  un  conflicto  de  códigos  que  se deconstruyen  mutuamente.

 

[gview file=»http://www.benitoperezgaldos.es/wp-content/uploads/3797-15008-1-PB.pdf»]

 

Fuente original del artículo: http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/3797

[Cuento] Celín, de Benito Pérez Galdós (1887)

I

Que trata de las pomposas exequias del señorito Polvoranca en la movible ciudad de Turris

Cuenta Gaspar Díez de Turris, cronista de las dos casas ilustres de Polvoranca y de Pioz, que el capitán D. Galaor, primogénito del marquesado de Polvoranca, murió de un tabardillo pintado el último día de Octubre, y le enterraron en una de las capillas de Santa María del Buen Fin el 1.º de Noviembre, día de Todos los Santos. El año de esta desgracia no consta en la Crónica, ni hay posibilidad de fijarlo, porque todo el documento es pura confusión en lo tocante a cronología, como si el autor hubiera querido hacer mangas y capirotes de la ley del tiempo. Tan pronto nos habla de cosas y personas que semejan de pasados siglos, como se nos descuelga con otras que al nuestro y a los días que vivimos pertenecen; por lo cual le entran a uno tentaciones de creer cierto run run que la tradición nos ha transmitido referente al tal Díez de Turris; y es que después de las comidas solía corregirse la flaqueza de estómago con un medicamento que no se compra en la botica, siendo tal su afición, que el codo lo tenía casi siempre en alto hasta la hora de la cena, y aun después de esta, que era cuando escribía. Estaba, pues, el hombre tan inspirado, que hasta el manuscrito que a la vista tengo conserva todavía el olor.

Pues, como decía, dieron tierra al capitán D. Galaor la víspera de los Difuntos, con tanta pompa y tan lucido acompañamiento de personas principales, que en Turris no se había visto nunca cosa semejante. Veinticinco años tenía el joven, gloria extinguida y esperanza marchita de sus papás. Había despuntado con igual precocidad en las armas y en las letras, y aunque no llegó a consumar ninguna sonante proeza con la espada ni con la pluma, sin duda estaba llamado a asombrar al mundo cuando la ocasión llegase. Su muerte fue muy sentida en todo el Reino, mayormente en aquella parte donde radican los estados de Polvoranca y de Pioz, casas un tiempo divididas por rencillas de caciquismo, después reconciliadas en bien de la República. Habitaban los dignos jefes de estas históricas familias en la opulenta ciudad de Turris, a quien baña el caudaloso Alcana, de variable curso, y fue prenda final de su concordia el concertado matrimonio de D. Galaor de Polvoranca con Diana de Pioz, hija única del marqués de Pioz, cuyos títulos, honores y preeminencias rebasaban el papel de la Crónica, si se pusiesen todos en ellas. La muerte, según dice Díez de Turris con patética elegancia, demolió en un día el sólido alcázar de estos planes. Ella y él habían nacido, como es uso decir, el uno para el otro. Era Dianita una chica (así lo reza el historiador) de prendas tan excelentes, que no se han inventado aún palabras con que deban ser encarecidas, pues si en hermosura daba quince y raya a todas las hembras del Reino, en discreción, saber y talento se las apostaba con los turriotas más ilustres, académicos, teólogos, oradores, publicistas calzados y pensadores descalzos que iban de tertulia al palacio de Pioz.

El dolor de esta sin par damisela, cuando le dieron la noticia del fallecimiento de su novio fue tan vivo, que no perdió el juicio por milagro de Dios. El marqués y su hija se abrazaron llorando, y las lágrimas de uno y otro se mezclaban, empapándoles la ropa. Al papá se le puso tan perdida la golilla que se la tuvo que quitar, y la falda de Diana se podía torcer. Entráronle a la niña convulsiones, y después una congoja tan fuerte, que pensaron se quedaba en ella. Gracias al pronto auxilio de los mejores médicos de Turris, que acudieron llamados por teléfono, y a los consuelos cristianos que echó por aquel pico de oro el capellán de la casa, filósofo de la Orden de Predicadores y hombre muy consolador, a la niña se le aplacaron los alborotados nervios. Metiéronla en el lecho sus doncellas, y en él siguió llorando, aunque resignada. Si las lágrimas fuesen perlas -dice muy serio Gaspar Díez-, conforme sienten y afirman los poetas, en aquel caso se habrían podido recoger entre las sábanas algunos celemines de ellas.

Verificose el entierro con pompa nunca vista. Los periódicos de la mañana echaron en cuarta plana la papeleta con un rosario de títulos y honores, encerrados en negra orla. El carro fúnebre iba tirado por ocho caballos con negros caparazones bordados de oro. Los lacayos de la casa de Polvoranca, vestidos a la borgoñona, llevaban hachas, y los niños del Hospicio estrenaron las dalmáticas de luto que para tales casos les hizo por contrata la Diputación. Presidía el Capitán general, llevando a su derecha a dos señores senadores y a su izquierda a D. Beltrán de Pioz, que había sido virrey del Perú, al Inspector de la Santa Hermandad, y al licenciado Fray Martín de Celenque, subsecretario del Santo Oficio. Iban también todos los individuos de la Junta Directiva del Ateneo, presididos por el Prior de la Merced, la oficialidad del tercio de Sicilia, varios alcaldes de Corte, lo más granado de la Sociedad Protectora de los Peces, algunos consejeros de Indias y de órdenes, y toda la plana mayor del Consejo de Administración del Ferrocarril de Turris a Utopía. La venerada Archicofradía del A. B. C. iba completa, cubiertos los cofrades con ropa negra de penitente y capuchón colorado, y detrás seguían los masones, tan respetables con sus mandiles, que se confundían con los padres dominicos. Llevaban las cintas del féretro un teniente del tercio de Sicilia, a que pertenecía el finado, un caballero del hábito de Santiago el Verde, un socio del club de pescadores de Turris, un padre jesuita (por haber recibido el D. Galaor su educación primera en un falansterio de la Compañía), un jovencito de la Academia de Jurisprudencia, y otro de la Sociedad kantiana de San Luis Gonzaga, donde el malogrado Polvoranca había leído su memoria sobre la organización militar a la prusiana.

Hubo gran funeral de cuerpo presente en Santa María, con mucha clerecía, canto llano y orquesta. Ofició el Obispo de la diócesis, que era también senador y del Consejo y Cámara de Castilla, y subió al púlpito el doctor Ramírez Cobos, lector en teología y presidente de la sección de Cánones del Ateneo, el cual pronunció la oración fúnebre. Los taquígrafos la tomaron puntualmente y salió en los periódicos de la noche. Después llevaron el cuerpo a la capilla del Espíritu Santo. La muerte había respetado las agraciadas facciones del joven, que más parecía dormido que difunto. Diósele sepultura junto a las tumbas de esclarecidos varones de las familias de Polvoranca y de Pioz, que en la tal capilla tienen desde tiempo inmemorial sus enterramientos. Allí está el Gran Maestro de Pioz, general de las galeras de S. M., terror del turco y del veneciano, y su estatua yacente, vestida con hábito de almirante, empuñando la estaca de mando, pone miedo a cuantos la contemplan; allí la ilustre doña Leonor de Polvoranca, casada en primeras nupcias con un hermano del palatino de Hungría y en segundos con D. Ataúlfo de Pioz, jefe superior de Administración y colector de espolios; allí el marmóreo busto del Adelantado de Hacienda, poeta excelso que compuso en octavas reales la epopeya de las Rentas, y recogió en su Flora selecta de rimas económicas toda la poesía del siglo de oro de nuestros financieros más inspirados; allí el gran D. Lope de Pioz, caballerizo mayor del Congreso y gentilhombre del Ayuntamiento constitucional de Turris; allí, en fin, empotrados en nichos murales o sepultados bajo losas con peregrinos epitafios, otros muchos varones y hembras tan insignes, que la Fama, cuando tiene que pregonarlos a todos, como dice galanamente el cronista, es queda, asmática para ocho días y con los labios hinchados de tanto soplar la trompa.

En resolución, que somos polvo, aun siendo Polvoranca (esta es también frase del escritor iluminado); y luego que pusieron sobre la removida tierra las coronas dedicadas al muerto por su familia y amigos, retiráronse estos afligidísimos a catar el espléndido lunch con que les obsequiaron el capellán y coadjutores de Santa María del Buen Fin.

Y vino la noche sobre Turris, dejando caer antes un velo de neblina sutil, que mermaba y desleía el brillo de las luces de gas. Este vapor húmedo y fresco, condensándose en las aceras, las hacía resbaladizas, y los adoquines brillaban como si les hubieran dado una mano de negro jabón. Los caballos de los coches echaban por sus narizotas gruesos chorros de vapor luminoso: y todo se iba empañando, desvaneciendo; las líneas se alejaban, las formas se perdían. Poco después empezaron los chicos a vocear los periódicos de la noche con la llegada de los galeones de Indias. La gente acudía a los teatros a ver el D. Juan Tenorio, los cafés estaban llenos de parroquianos, y las tiendas de lujo apagaron el gas, porque los cristales de los escaparates estaban empañados y nada se podía ver de lo que dentro se exponía. Algunas rondas de penitentes circulaban por las principales calles, rezando en alta voz el Santo Rosario, y como era noche de Difuntos, había muchos puestos de castañas, y las campanas de todas las iglesias, así como las de las sociedades literarias y científicas, atronaban el aire con sus fúnebres lamentos.

II

La inconsolable

Profundamente abatida, Diana de Pioz se resistía a tomar alimento y a pronunciar palabra. Su desconsolado papá, el egregio marqués, empleaba, para sacarla de aquella postración lúgubre, todos los recursos de su facundia parlamentaria.…

[Cuento] ¿Dónde está mi cabeza? de Benito Pérez Galdós

– I –

Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento… Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno… la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí… metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo… recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.

– II –

Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.

En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada… no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama… y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.

No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.

Pero no había más remedio: llamé… Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.

-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no tengo cabeza.

El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.

Cuando se apartó de mí, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:

-Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada.

A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía.

– III –

La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.

-¡Ah! -pensé- de fijo que mi cabeza está en mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron sobremanera…

Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado, y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello… me la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan fresco.

– IV –

Este recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines…, pero la cabeza no la vi.

Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada… ¡Tampoco allí!

Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representación literaria…! ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre.

– V –

La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.

La resolución de verle me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.

Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi… ¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en Museos anatómicos.

Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí.

Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle.

-Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-, ya ves lo que me pasa…

-Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome atentamente-: ya veo, ya… No es cosa de cuidado.

-¡Que no es cosa de cuidado!

-Quiero decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este…

-¡El viento frío es la causa de…!

-¿Por qué no?

-El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un procedimiento latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.

Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.

-No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el problema.

Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de media hora.…

Actas del tercer congreso internacional de estudios galdosianos

Actas del tercer congreso internacional de estudios galdosianos

Título y subtítulo Actas del tercer Congreso Internacional de Estudios Galdosianos
Entidad Congreso internacional de estudios galdosianos (3º1989. Las Palmas)
Tipo de documento Congreso y conferencia
Lugar de publicación Las Palmas de Gran Canaria
Editorial Cabildo Insular de Gran Canaria
Fecha 1989
Páginas 833 p.
Materias Pérez GaldósBenito (1843-1920)Críticainterpretación
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La sociedad presente como materia novelable

[Discurso ante la Real Academia Española, con motivo de su recepción. Est. Tipográfico de la Viuda e Hijos de Tello, Madrid, 1897]

Señores académicos:

Cumplido el deber que me imponía la memoria del ilustre Académico a quien sucedo, afronto de nuevo las dificultades de esta solemnidad; y no pudiendo esperar cosa de provecho de la erudición ni del estudio crítico, me atengo a vuestra probada indulgencia, suplicándoos que me permitáis por excepción, que mi inexperiencia justificará, cumplir este trámite sin ningún alarde ni esfuerzo de ciencia literaria, encerrándome dentro de límites modestísimos, sin más objeto que dar a este acto la extensión conveniente, atendiendo a que la excesiva brevedad pudiera ser tomada por descortesía. A mi buena estrella debo que haya sido designado para contestar a estas indoctas páginas un insigne ingenio, crítico y filósofo literario, a quien dotó Naturaleza de prodigiosas facultades para definir y desentrañar toda la ciencia estética del mundo, y además de un arte soberano para expresar sus opiniones. Pues bien: la mayor prueba de respeto que puedo dar al ilustre Académico que se digna contestarme en vuestro nombre, es no poner mis manos profanas en el sagrado tesoro de la erudición y del saber crítico y bibliográfico.

Si por una parte mi incapacidad crítica y mi instintivo despego de toda erudición me imposibilitan para explanar ante vosotros un asunto de puras letras, por otra una ineludible ley de tradición y de costumbre ordena que estas páginas versen sobre la forma literaria que ha sido mi ocupación preferente, o más bien exclusiva, desde que caí en la tentación de escribir para el público. ¿Qué he de deciros de la Novela, sin apuntar alguna observación crítica sobre los ejemplos de este soberano arte en los tiempos pasados y presentes, de los grandes ingenios que lo cultivaron en España y fuera de ella, de su desarrollo en nuestros días, del inmenso favor alcanzado por este encantador género en Francia e Inglaterra, nacionalidades maestras en ésta como en otras cosas del humano saber? Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción. Se puede tratar de la Novela de dos maneras: o estudiando la imagen representada por el artista, que es lo mismo que examinar cuantas novelas enriquecen la literatura de uno y otro país, o estudiar la vida misma, de donde el artista saca las ficciones que nos instruyen y embelesan. La sociedad presente como materia novelable, es el punto sobre el cual me propongo aventurar ante vosotros algunas opiniones. En vez de mirar a los libros y a sus autores inmediatos, miro al autor supremo que los inspira, por no decir que los engendra, y que después de la transmutación que la materia creada sufre en nuestras manos, vuelve a recogerla en las suyas para juzgarla; al autor inicial de la obra artística, el público, la grey humana, a quien no vacilo en llamar vulgo, dando a esta palabra la acepción de muchedumbre alineada en un nivel medio de ideas y sentimientos; al vulgo, sí, materia primera y última de toda labor artística, porque él, como humanidad, nos da las pasiones, los caracteres, el lenguaje, y después, como público, nos pide cuentas de aquellos elementos que nos ofreció para componer con materiales artísticos su propia imagen: de modo que empezando por ser nuestro modelo, acaba por ser nuestro juez.

Quiero, pues, examinar brevemente ese natural, hablando en términos pictóricos, que extendido en derredor nuestro, nos dice y aun nos manda que le pintemos, pidiéndonos con ardorosa sugestión su retrato para recrearse en él, o abominar del artista con crítica severa. Con él me encaro valerosamente, y de todas veras os digo que el mal ceño de este modelo y su rostro de pocos amigos, me imponen también vivísima turbación, aunque ésta no llega a las proporciones del espanto que siento ante las bibliotecas. La erudición social es más fácil que la bibliográfica, y se halla al alcance de las inteligencias imperfectamente cultivadas. Examinando las condiciones del medio social en que vivimos como generador de la obra literaria, lo primero que se advierte en la muchedumbre a que pertenecemos, es la relajación de todo principio de unidad. Las grandes y potentes energías de cohesión social no son ya lo que fueron; ni es fácil prever qué fuerzas sustituirán a las perdidas en la dirección y gobierno de la familia humana. Tenemos tan sólo un firme presentimiento de que esas fuerzas han de reaparecer; pero las previsiones de la Ciencia y las adivinaciones de la Poesía no pueden o no saben aún alzar el velo tras el cual se oculta la clave de nuestros futuros destinos.

La falta de unidades es tal, que hasta en la vida política, constituida por naturaleza en agrupaciones disciplinadas, se determina claramente la disolución de aquellas grandes familias formadas por el entusiasmo de la acción constituyente, por afinidades tradicionales, por principios más o menos deslumbradores. Para que todo falte, desaparece también el fanatismo, que ligaba en estrecho haz enormes masas de personas, uniformando los sentimientos, la conducta y hasta las fisonomías, de lo cual resultaban caracteres genéricos de fácil recurso para el Arte, que supo utilizarlos durante largo tiempo. Las disgregaciones de la vida política son el eco más próximo de ese terrible rompan filas que suena de un extremo a otro del ejército social, como voz de pánico que clama a la desbandada. Podría decirse que la sociedad llega a un punto de su camino en que se ve rodeada de ingentes rocas que le cierran el paso. Diversas grietas se abren en la dura y pavorosa peña, indicándonos senderos o salidas que tal vez nos conduzcan a regiones despejadas. Contábamos, sin duda, los incansables viajeros con que una voz sobrenatural nos dijera desde lo alto: por aquí se va, y nada más que por aquí. Pero la voz sobrenatural no hiere aún nuestros oídos, y los más sabios de entre nosotros se enredan en interminables controversias sobre cuál pueda o deba ser la hendidura o pasadizo por el cual podremos salir de este hoyo pantanoso en que nos revolvemos y asfixiamos.

Algunos, que intrépidos se lanzan por tal o cual angostura, vuelven con las manos en la cabeza, diciendo que no han visto más que tinieblas y enmarañadas zarzas que estorban el paso; otros quieren abrirlo a pico, con paciente labor, o quebrantar la piedra con la acción física de substancias destructoras; y todos, en fin, nos lamentamos, con discorde vocerío, de haber venido a parar a este recodo, del cual no vemos manera de salir, aunque la habrá seguramente, porque aquí no hemos de quedamos hasta el fin de los siglos.

En esta muchedumbre consternada, que inventa mil artificios para ocultarse su propia tristeza, se advierte la descomposición de las antiguas clases sociales forjadas por la historia, y que habían llegado hasta muy cerca de nosotros con organización potente. Pueblo y aristocracia pierden sus caracteres tradicionales, de una parte por la desmembración de la riqueza, de otra por los progresos de la enseñanza; y el camino que aún hemos de recorrer para que las clases fundamentales pierdan su fisonomía, se andará rápidamente. La llamada clase media, que no tiene aún existencia positiva, es tan sólo informe aglomeración de individuos procedentes de las categorías superior e inferior, el producto, digámoslo así, de la descomposición de ambas familias: de la plebeya, que sube; de la aristocrática, que baja, estableciéndose los desertores de ambas en esa zona media de la ilustración, de las carreras oficiales, de los negocios, que vienen a ser la codicia ilustrada, de la vida política y municipal. Esta enorme masa sin carácter propio, que absorbe y monopoliza la vida entera, sujetándola a un sin fin de reglamentos, legislando desaforadamente sobre todas las cosas, sin excluir las espirituales, del dominio exclusivo del alma, acabará por absorber los desmedrados restos de las clases extremas, depositarias de los sentimientos elementales. Cuando esto llegue, se ha de verificar en el seno de esa muchedumbre caótica una fermentación de la que saldrán formas sociales que no podemos adivinar, unidades vigorosas que no acertamos a definir en la confusión y aturdimiento en que vivimos.

De lo que vagamente y con mi natural torpeza de expresión indico, resulta, en la esfera del Arte, que se desvanecen, perdiendo vida y color, los caracteres genéricos que simbolizaban grupos capitales de la familia humana. Hasta los rostros humanos no son ya lo que eran, aunque parezca absurdo decirlo. Ya no encontraréis las fisonomías que, al modo de máscaras moldeadas por el convencionalismo de las costumbres, representaban las pasiones, las ridiculeces, los vicios y virtudes. Lo poco que el pueblo conserva de típico y pintoresco se destiñe, se borra, y en el lenguaje advertimos la misma dirección contraria a lo característico, propendíendo a la uniformidad de la dicción, y a que hable todo el mundo del mismo modo. Al propio tiempo, la urbanización destruye lentamente la fisonomía peculiar de cada ciudad; y si en los campos se conserva aún, en personas y cosas, el perfil distintivo del cuño popular, éste se desgasta con el continuo pasar del rodillo nivelador que arrasa toda eminencia, y seguirá arrasando hasta que produzca la anhelada igualdad de formas en todo lo espiritual y material.…

Actas del cuarto congreso internacional de estudios galdosianos

Título y subtítulo Actas del cuarto congreso internacional de estudios galdosianos (1990)
Entidad Congreso Internacional de Estudios Galdosianos (4º. Las Palmas de Gran Canaria)
Tipo de documento Congreso y conferencia
Lugar de publicación Las Palmas de Gran Canaria
Editorial Cabildo Insular de Gran Canaria
Fecha 1993
Páginas 1472 p.
Materias Pérez GaldósBenito (1843-1920)Críticainterpretación
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