TORMENTO (1884), DE BENITO PÉREZ GALDÓS versus TORMENTO (1974), DE PEDRO OLEA.
Se ha cumplido el 128 aniversario de la publicación de Tormento, una de las novelas galdosianas cuyo marco escénico se sitúa en un Madrid más castizo, pero más idéntico a sí mismo y al de la actualidad, sin embargo. La edición más reciente -González Megía y Vela González, 2011- responde al intento de comprender a aquella sociedad y la inmersión en aquel Madrid, “pueblo callejero, vicioso, que tiene la industria de fabricar tiempo” (Tormento, XXV). El nombre de la capital de España aparece en la obra la friolera de 40 veces, y no es mucho comparado con los numerosos topónimos de las calles, plazas y lugares de lo que entonces eran el centro y las afueras. Otro objetivo de la citada edición ha sido el dar a conocer a las nuevas generaciones la importancia de la convivencia en aquel tiempo, tan esencial como en el presente, por las condiciones socioeconómicas decimonónicas, que -¡quién lo diría!- tanto se parecen a las actuales, y sacar alguna conclusión valiosa que se pueda aplicar a los graves problemas de esta posmodernidad que nos toca vivir. Durante su larga vida, la sensibilidad y la tolerancia de Galdós lo convirtieron en un experto en lo que ahora se llama relaciones humanas.
La adaptación cinematográfica que rodó Pedro Olea en 1974, no tan libérrima como las que hizo Buñuel de las obras de Galdós (Tristana y Nazarín), pero sí bastante sujeta a la servidumbre de la producción, me sugiere algunas breves reflexiones sobre las semejanzas y diferencias con la obra literaria, muchas de las cuales constituyen una flagrante anacronía en la topografía madrileña, vestuario de la época, lenguaje, personajes…
La primera imagen de la película parece la iglesia de San Francisco el Grande, San Ginés o el monasterio de la Encarnación, cuya fachada sale siempre que algún personaje va a misa. En la novela, además del recorrido “virtual” que hace Rosalía en el capítulo III, se citan varias iglesias de Madrid: San Marcos en la calle San Leonardo, al lado de la plaza de España (XIII), la Buena Dicha en la calle Silva, que parte de la Gran Vía (XXIV), y el monasterio de las Descalzas reales, fundado en 1557 por la hija de Carlos I e Isabel de Portugal, situado en la plaza de San Martín. En la esquina del Portillo de San Martín empieza el prólogo de Tormento, con el encuentro de dos personajes secundarios, pero de gran importancia, como todos en el autor canario: el escritor (negro) de folletín José Ido del Sagrario y Felipe Centeno, criado-recadero de don Agustín Caballero. Galdós sitúa ahí una de las primeras y excelentes muestras de la intencionada mezcla de géneros (teatro/narrativa) de su carrera literaria. Este monasterio no aparece en la película, sin duda por su situación, encastrado literalmente en la urbe. Es más vistoso el de la Encarnación, en la plaza del mismo nombre, muy cerca del Palacio Real, fundado en 1611 por Felipe III y Margarita de Austria. Los interiores de la iglesia de la película parecen también los de su capilla, o San Millán y san Cayetano, en Embajadores, 15.
Agustín y Amparo pasean por calles con fachadas muy vetustas y deterioradas, cuando después del trabajo en casa de Bringas él la acompaña a su casa, situada en la calle Beatas (cerca de la calle Ancha de San Bernardo), aunque en la película es la calle de San Nicolás, que parte de Mayor en su tramo final. Hay un paseo a pie por el Retiro, con el Palacio de Cristal al fondo, la misma imagen utilizada para que un Caballero decepcionado trace la inicial del nombre de Amparo en la arena del suelo. Finalmente, los dos enamorados pasean en coche por el Campo del Moro, declarado de interés artístico en 1931 y una de las tres zonas ajardinadas del Palacio real.
Olea se salta el delicioso episodio de la mudanza de Bringas a la Costanilla de los Ángeles (la casa de Bringas parece estar situada en la calle de Segovia, aunque es arriesgado asegurarlo) y la afición o más bien maestría, casi un segundo oficio, por lo que ahora se llama bricolaje; tampoco nos brinda la narración de quién es quién y qué relación tiene con el resto, algo característico de Galdós y muy de agradecer, dada la complejidad de obras como Fortunata y Jacinta (1887). En cambio, el cineasta vasco se inventa la bienvenida de los Bringas a su primo, Agustín Caballero, en la locomotora más vetusta del Museo del Ferrocarril de Madrid, en la antigua estación ferroviaria de Delicias, la llegada de Caballero al hotel Continental -inexistente en la actualidad, a no ser un hostal en el 44 de la Gran Vía, cerca de Callao-, con fachada de cartoné (el patio ya es de verdad: me parece el del palacio de Linares, donde Berlanga rodó en 1982 su antológica Patrimonio nacional –la segunda de la trilogía dedicada a la familia Leguineche- antes de su reconversión en la actual Casa de América). También hace una versión algo libre de la convivencia entre los Bringas y el indiano y opulento primo.
El argumento de la novela parece simple y previsible: un funcionario público y su esposa acogen en su casa a una pariente pobre para explotarla. Es hermosa, débil y sumisa, cualidades que merecen un premio, la boda con un buen partido, un primo de Bringas -mayor, serio, adinerado-, a quien ella ama, para una felicidad más completa. Todo parece previsible, pero desde el capítulo VIII el giro es total: el autor amplía el sufrimiento de la heroína y contagia al héroe, por una grave falta con un sacerdote, que no nos cuenta (“lo de marras”) y que cambia totalmente el desarrollo de la novela, hasta llegar a un desenlace inesperado, con grandes dosis de suspense. Hay algunas modificaciones en la película.
Los personajes de la novela conviven en armonía, con grandes contrastes: la compañera ideal de Bringas es Rosalía, que disimula y miente hasta lograr sus objetivos de embellecerse y ascender en la escala social, y sólo un Juan Lanas como Bringas aguantaría a una mujer tan entrometida, clasista e inmoral como ella; el salvaje pero tradicionalista Caballero se enamora de Amparo, al creerla pura, dócil y conformista, pero no sabe que su sumisión es cobardía ni sospecha nada de su desliz, el más grave que una mujer podía cometer entonces; Amparo ve la posibilidad de no morir de inanición en su media naranja, pero no se imagina que Caballero, a quien ella considera un hombre cabal, no haga honor a su nombre y no le perdone un pecado antiguo e inducido; a Amparo se opone su hermana Refugio, un ejemplo de las mujeres pobres y orgullosas de la época, con un papel esencial en La de Bringas, que indica cuánto merecía una novela propia; el padre Nones es el contrapunto de Pedro Polo, ya retratado en El doctor Centeno (1883) como un clérigo inmoral, mujeriego, iracundo e irrespetuoso con el estado eclesiástico, y en Tormento se halla en el fin de la degradación, sin la dosis de hipocresía reinante, pero no es muy diferente de Caballero, quien exige de los demás una integridad que está muy lejos de poseer; Marcelina Polo presume de rigor ético, si bien empañado por su afán de conocer y dominar las vidas ajenas, como Rosalía, pero también es lo contrario de ésta, que se vende en cuerpo y alma por aparentar lo que no es; por último, ya es hora de que Felipe Centeno, de tan azarosa vida en Madrid, tenga un poco de suerte, lo que no le ocurre al otro personaje marginal, Ido del Sagrario, cuyo empleo de negro de folletines le dura tan poco como el de escribiente de Caballero, al marchar éste a Burdeos de repente.
Hasta el capítulo VIII, Amparo es un personaje tan plano como en la película, por un pasado que quiere olvidar y que se le oculta al lector, y se transforma en tormento de Polo, de Caballero y de sí misma: de esta forma, el título de la novela está puesto con toda propiedad. El culpable de este pasado es don Pedro Polo, amargado por su falta de vocación, por su escasa preparación y por su necesaria renuncia al “mundo”, aunque no al amor femenino. El silencio de Galdós es intencionado: quizás su deshonra se deba a las cartas que Marcelina echa al fuego, cuyo contenido no conocemos, si bien el solo hecho de escribir a un hombre la compromete, según la moral de la época. La mentalidad de Amparo no contempla otra salida que la tradicional, pero sale beneficiada, aunque no pueda comprenderlo: es humillante para ella la solución de Agustín (no se casa con ella, la lleva a Burdeos en calidad de mantenida), pero su marcha le evita soportar a Rosalía.
Los personajes novelescos tienen rasgos de las diversas tendencias literarias del momento, romanticismo, folletín y naturalismo, pero predomina el realismo, pues el tratamiento de los caracteres se lleva a cabo mediante la constante oposición: Refugio es tan deshonesta como Amparo y como Rosalía, pero carece de falsedad. ¿Quién es más inmoral: la mosquita muerta Amparo, la hipócrita Rosalía al aparentar una virtud que no tiene, o la mujer pública Refugio? Ésta es la única sincera y la que más cómoda se siente consigo misma. Los personajes están tratados minuciosamente en su faceta externa -indumentaria, fisonomía- e interna, psicológica, desde el temperamento a los móviles últimos, pasando por el análisis de vicios y virtudes, frustraciones e ilusiones, obsesiones y proyectos, temores y ansiedades: Caballero se ofende mucho cuando se entera del pasado de Amparo e indaga en las pruebas de su deshonra con una investigación detectivesca, totalmente realista, para rendir homenaje a la moral burguesa, sin ceder a su voz interior, que lo impulsa a perdonar a Amparo, más bien por voluptuosidad que por honradez o por amor:
“Echo a correr de esta tierra y de esta atmósfera, pero no me marcharé sin ver con estos ojos la manzana podrida y mirar bien aquellos pedazos sanos que otro ha de morder, no yo, desgraciado y miserable”, XXXVIII).
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