2013

2013

[Cuento] La novela en el tranvía, de Benito Pérez Galdós

I

El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Poza. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.

Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.

Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.

Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.

Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iban junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.

-¿Y usted a dónde va? -me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos.

Contestéle evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:

-Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está? con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.

Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar.

-¡Pobre condesa! -dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión-. Si hubiera seguido mis consejos no se vería en situación tan crítica.

-¡Ah! es claro, -contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora condesa.

-¡Figúrese usted -prosiguió-, que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes.

-¡Ah! ¡Si es atroz! -dije yo, participando irreflexivamente de su indignación.

-Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena.

-Ya lo creo, eso salta a la vista.

-Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: «Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas». Me parece que estoy en lo cierto.

-¡Ah! sin duda -contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa.

-Pero no es eso lo peor -añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón-, sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso… sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa.

-El marido tendrá la culpa de que lo consiga.

-Todo eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa.

-¿De veras? ¿Y quién es ese hombre? -pregunté con una chispa de curiosidad.

-Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende… qué sé yo… ¡Es una infamia!

-Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo -dije yo, descargando también el peso de mis iras sobre aquel hombre.

-Pero ella es inocente; ella es un ángel… Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós.

Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto.

II
Siguió el ómnibus su marcha y ¡cosa singular! yo a mi vez seguí pensando en la incógnita Condesa, en su cruel y suspicaz consorte, y sobre todo en el hombre siniestro que, según la enérgica expresión del médico, a punto estaba de causar un desastre en la casa. Considera, lector, lo que es el humano pensamiento: cuando Cascajares principió a referirme aquellos sucesos, yo renegaba de su inoportunidad y pesadez, mas poco tardó mi mente en apoderarse de aquel mismo asunto, para darle vueltas de arriba abajo, operación psicológica que no deja de ser estimulada por la regular marcha del coche y el sordo y monótono rumor de sus ruedas, limando el hierro de los carriles.

Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones! Unos parecen no inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquél bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no desee terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose las caras sin decirse palabra, y contándose recíprocamente sus arrugas, sus lunares, y este o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa.

Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos nosotros, y por último también nos vamos. Imitación es esto de la vida humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen, mueren… ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán después!

Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes personas, y nos agrada su aspecto y hasta les vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les echamos la vista encima: les aborrecemos durante diez minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior; sin que le conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro: siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro, largas y resbaladizas como los siglos.

Pensaba en esto mientras el coche subía por la calle de Alcalá, hasta que me sacó del golfo de tan revueltas cavilaciones el golpe de mi paquete de libros al caer al suelo.…

[Artículo] «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870», por Benito Pérez Galdós, un cuento extraviado y el posible prototipo de sus «Episodios Nacionales», de Leo J. Hoar

Autor Principal: Hoar, Leo J.

Título: «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870», por Benito Pérez Galdós, un cuento extraviado y el posible prototipo de sus «Episodios Nacionales»

Mención de Responsabilidad: por Leo J. Hoar Jr.

Publicación: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2012

Notas de la Reproducción Original: Edición digital a partir de Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 250-251-252 (octubre 1970 a enero 1971), pp.312-339

Portal: Biblioteca Americana

Materias:

CDU:

  • 821.134.2 – Literatura en español.

Encabezamiento de materia:

  • Pérez Galdós, Benito

 

Fuente de la información: http://www.cervantesvirtual.com/obra/dos-de-mayo-de-1808-dos-de-septiembre-de-1870-por-benito-perez-galdos-un-cuento-extraviado-y-el-posible-prototipo-de-sus-episodios-nacionales/…

[Artículo] Bibliografía galdosiana, de Luciano García Lorenzo

Autor Principal: García Lorenzo, Luciano

Título: Bibliografía galdosiana

Mención de Responsabilidad: por Luciano García Lorenzo

Publicación: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2012

Notas de la Reproducción Original: Edición digital a partir de Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 250-251-252 (octubre 1970 a enero 1971), pp.758-797

Portal: Biblioteca Americana

Materias:

CDU: 012 – Bibliografías de autor. Bibliografías individuales

Encabezamiento de materia: Pérez Galdós, Benito

[gview file=»https://dl.dropbox.com/u/12766692/miscelanea/bibliografia-galdosiana.pdf»]

 

Funete de la información: http://www.cervantesvirtual.com/obra/bibliografia-galdosiana/…

[Artículo] Casas de Galdos en Madrid II, de Manuel Martínez Bargueño

La tercera vivienda de Galdós en Madrid no fue ya una modesta pensión sino una casa burguesa enclavada en el flamante y lujoso barrio de Salamanca, adonde por esta época se trasladaban aquellas familias de la aristocracia y de la pujante burguesía deseosas de disfrutar en sus moradas familiares de las comodidades modernas. A diferencia de los anteriores alojamientos propios de estudiante, el joven escritor se vio rodeado en su nueva vivienda, de numerosa familia: la viuda de su hermano mayor Domingo muerto repentinamente, la cubana Magdalena Hurtado, llamada en el argot familiar “la madrina”, vino a Madrid desde la casa familiar de Las Palmas, y se trajo con ella a sus cuñadas, María del Carmen y sus cuatro hijos, de nombres Ambrosio, José, Magdalena y José Hermenegildo y Concha, la hermana soltera, a las que se uniría Benito, también soltero.

Por elección, seguramente, de Galdós eligieron un tercer piso de una casa en la acera de los pares de la calle de Serrano, entre las calles Jorge Juan y Villanueva. a la que se mudaron a mediados de 1870. Era una casona amplia, pero ya algo antigua, una de las primeras construidas por el marqués de Salamanca casi un cuarto de siglo antes. Esta casa ya no existe y en su lugar se levanta hoy una espléndida “casa montañesa” que ostenta el número 22, construida en 1922 por el arquitecto Cayo Redón Tapiz (véase nota nueva 1) cuya obra más famosa en Madrid es la Casa Palacio de Ricardo Angustias en la Plaza de Ramales, construido más o menos por las mismas fechas.

Escribe Ortiz Armengol, a propósito de esta vivienda, que “desde sus balcones podrían verse las obras de construcción de la Biblioteca Nacional y del Museo Arqueológico, iniciadas en 1866 y que no concluirán hasta 1892”. Muy cerca también se hallaba la antigua Plaza de Toros de la calle de Alcalá.

El nuevo ambiente familiar, con hermanas, cuñada y sobrinería sería grato a Galdós, pues a la par que le solucionaba los problemas materiales, le proporcionaba los vínculos afectivos propios de un hogar burgués. Ello le permitía disponer de la tranquilidad necesaria para dedicarse por completo a proyectos periodísticos y literarios de mayor empeño como la dirección del diario gubernamental “El Debate” (1) o la publicación exitosa de su novela “La Fontana de oro”.

Por delante de su nueva casa pasaba el recién puesto en servicio tranvía de mulas (2) que le acercaba a Sol, a Mayor, a los Consejos, al Palacio Real y que tras pasar por el nuevo barrio de Arguelles finalizaba su trayecto en el barrio de Pozas.

Que Galdós hacía uso de este medio de transporte no cabe ninguna duda, pues lo describe de forma detallada en una novelita corta “La novela en el tranvía” escrita en 1871, novela “psicológica” entre la realidad y el sueño, en el que, con el pretexto de completar un relato oral inacabado sobre un supuesto crimen, el viajero escudriña el aspecto y caracteres “frenológicos” de sus compañeros de viaje.

entre las cosas fastidiosas -escribe- ninguna aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose las caras son decirse palabra y contándose, recíprocamente sus arrugas, sus lunares y este o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa”.

Aguda observación cuya multiplicación personal permiten hoy los modernos medios de transporte urbanos, aunque la observación de los demás, no nos resulte “fastidiosa”, sino, a ratos y a veces, entretenida.

En esta época es más que probable que Galdós hiciera uso del tranvía de mulas para dirigirse a la redacción del periódico “El Debate” del que fuera director entre enero y octubre de 1871 y que tenía su sede en el entonces número 15 de la calle de Fomento, en una casilla de dos plantas construida en el siglo XVIII. En la planta baja estaba la imprenta y en la superior -que en su día fue vivienda habitada por Nicolás Fernandez de Moratín y familia- se ubicaba la redacción y administración del diario. Es probable que en este lugar pudiera escribir parte de su novela “El audaz” e incluso algunas páginas de su Trafalgar. Esta casa fue derribada en 1989 y en el edificio construido posteriormente que lleva el número 17, el Ayuntamiento de Madrid colocó en 1991 una placa conmemorativa con esta dedicatoria: «En este lugar se alzaba hasta 1989 la vieja casa donde Benito Pérez Galdós dirigió el diario “El Debate” por los años 1871-1873. Ayuntamiento de Madrid 1971”.

Durante los años siguientes, a partir del verano de 1872, primero de los que pasará en Santander, donde conocerá a quien será de por vida su amigo entrañable, el escritor Jose María de Pereda, fracasada en España la monarquía saboyana y proclamada la convulsa República, Galdós se enfrascará en la redacción de los Episodios Nacionales -título sugerido por su amigo y patrón Albareda-, aprovechando el sosiego y el respeto del que le proveía con creces el clan femenino instalado en su casa familiar de Serrano, 8. Según su biógrafo Ortiz Armengol el escritor se convertirá durante estos años en un fábrica de cuartillas, recompensado por la feliz acogida que el público presta sus ediciones.

La familia Galdós vivirá en la calle de Serrano hasta finales de 1876 cuando se traslada a un nuevo domicilio, no muy alejado del anterior, en la plaza de Colón número 2. Por entonces Galdós es ya un escritor famoso que ha comenzado a publicar los primeros títulos de la segunda serie de los Episodios Nacionales simultáneamente a la aparición de otras novelas de tesis, como Doña Perfecta, Gloria, Marianela y La familia de León Roch.

 

Las casas donde habitó Galdós son las que se ven a la derecha de la estatua de Colón

Galdós y familia ocuparan un piso, el tercero, en una de las dos casas construidas por el arquitecto Lorenzo Álvarez Capra (1848-1901), arquitecto neomudéjar autor del proyecto y construcción de la plaza de toros de Goya y de la iglesia de la Paloma en Madrid, entre otras obras. La casa hacía esquina con el Paseo de la Fuente Castellana y la Ronda de Santa Bárbara (actual calle de Génova) y fue derribada en los años 70.

La nueva vivienda representará una notable mejora con respecto a la precedente debido a su luminosidad, su ancha escalera (en aquella época no había ascensor) y sobre todo por sus vistas a la oval plaza de Colón donde entonces se estaba construyendo la gran mole del Palacio de Bibliotecas y Museos Nacionales. Su interior nos es conocido por una fotografía de Laurent que, presumiblemente, se encuentre en el Museo Municipal (Archivo Ruiz Vernacci) y sobre todo por la personal y precisa representación que del mismo hace su amiga la Condesa de Pardo Bazán en el artículo “El estudio de Galdós en Madrid”, resultado de una visita a su piso de la Plaza de Colón, publicado en el número 8 de la “Crónica Literaria” de su revista “Nuevo Teatro Crítico”, año I, núm. 8, agosto de 1891. Su transcripción, casi íntegra, merece la pena pues nos sitúa en la atmósfera de estudio, trabajo y descanso -el nido- que cobija al “Dickens español”.

 

“Ocupa Galdós con su familia un piso llamado tercero, y efectivamente cuarto, en la plaza de Colón, lugar muy urbano, ventilado y alegre, con sombra de árboles y claros horizontes. En verano, al apearse ante la puerta de casa, se experimenta una sensación de frescura y de elegante reposo. La escalera, bonita y cómoda, recibe luz de ventaniles con cristalería de colores gayos, que lanzan sobre la limpia madera del descansillo una viva lluvia de reflejos amatista, verdes y carmesíes. Cuando se abre la puerta del piso de Galdós, vese un pasillo desahogado, que habitan, sobre barras de metal dos periquitos graves y meditabundos, y un loro descarado y procaz, el cual repite con bufonesco redoble de erres: “¡Que rrrico!”

Dejemos al pajarraco charlotear, y entremos en las dos piezas que, unidas, componen el estudio. La mayor tendrá de largo unos seis metros, tres y medio probablemente la chica; el techo es bajo. Dentro de tan modestas proporciones, no carece de cierta importancia el departamento constituido por el saloncito y gabinete, gracias a la inteligente coquetería que presidió la decoración de las paredes y colocación de muebles y cachivaches, y a notarse en todos ellos la personalidad del dueño, y no la ideación, siempre amanerada, del tapicero decorador. No hay lujo, pero si gracia, interés, distinción; se comprende que allí esta el nido, la residencia amada del trabajador sedentario y solitario.

No hay puerta que divida las dos piezas: y el marco, privado de hojas, lo viste suntuosa guarnición de terciopelo, imitación de bordado antiguo, de tonos rojos e intensos, color que predomina en el resto de las colgaduras. Sobre el dintel, una franja haciendo cabecera, con remates de pasamanería, y en ella, a ambos lados, el clásico letrero Tanto Monta, mientras bajo un escudo en que campea el león nacional, corre la divisa que adorna la portada de los libros de Galdós: Ars-Natura-Veritas.

El techo del saloncito es blanco con cenefa roja, y en el centro se abre como flor de disforme y pintarrajeada corola bermeja, turquí y esmeralda, una sombrilla japonesa. La mesa escritorio es de las que sostiene una cruz de hierro y descansan patas salomónicas. El sillón-que revela bien la asiduidad del escritor incansable-es de forma romana, y está destrozado, usadísimo, pidiendo a gritos que lo vistan de nuevo. Sobre la mesa, un lozano palmito, pocos libros, y un haz de pruebas del tercer tomo de Ángel Guerra, pruebas corregidas, vueltas a corregir, cruzadas, listadas, franjeadas, con dibujos de barquitos o de flores, dibujos ingenuos, como los que traza la mano del colegial que se distrae un punto de la fatigosa lección.

[Artículo] Por la resistencia, de Juan Ruiz, «Azorín», ABC, 12 enero, 1910

Roque Rey, -seudónimo de una distinguida personalidad- ha planteado en estas columnas uno de los problemas más interesantes de la política: el de transigir o resistir. Yo mismo, muchas veces antes, y recientemente, me he ocupado del mismo asunto. Pero mientras el Sr. Rey hablaba dela política refiriéndose a una realidad concreta y determinada, el autor de estas líneas la trataba desde un punto de vista doctrinario, general, en abstracto. Yo equiparaba la política a la moral. Según mi sentir –sentir puramente relativista, contingente- es imposible decidir por adelantado y sin consideración a la realidad, a una realidad dada, a un momento social, si el político tendrá que transigir. Al equiparar la política con la moral, desde luego se echa de ver que, paralelamente, análogamente, un moralista puede sentar un canon, un precepto de conducta, para conformar a él rigurosamente la vida, canon y precepto que serán admitidos y aprobados por todos en el terreno de la teoría; pero que luego pueden surgir circunstancias imprevistas, muy atendibles, altamente atendibles, que obliguen, en un caso concreto (de aquí el casuísmo, la labor profundamente humana de nuestros antiguos casuístas) que obliguen a desviar, atenuar o anular el precepto. ¿Será necesario citar ejemplos conocidísimos de todos? ¿No están en la memoria de todos las célebres sentencias del juez de Magnaud?
En política sucede igual. Ahora, descendamos a la realidad concreta, bajemos a los hechos. Examinemos, por ejemplo, España y dentro de España el actual momento de su desenvolvimiento social. Tenidas en cuenta todas las circunstancias de nuestro pueblo, de nuestro carácter, de nuestras necesidades, de nuestros deseos –los de todos aquellos que sinceramente anhelan nuestro progreso y nuestro bienestar;- tenidas en cuenta todas estas circunstancias frente a este caso concreto, definidísimo, preguntemos: ¿qué política nos conviene a nosotros: la de la transigencia, el acomodo, la contención, la resistencia? Para caminar hacia un estado social mejor, para acabar con todas las lacras y corruptelas que nos infestan, elegiremos la primera política, o la segunda? La contestación es obvia y terminante. A la vista está, bien notoria, bien manifiesta, la obra del partido conservador y el reconocimiento y la simpatía que toda la parte ciñta y verdaderamente independiente del país siente por los conservadores a causa precisamente de esa obra, de esa política.
Un hombre hay en el partido conservador que se ha revelado en la anterior etapa como un gran gobernante, y que ha sido el más preciado yel mejor colaborador de jefe del partido. ¿Hubiera podido ese hombre realizar la notable y meritísima labor que ha realizado y llegar a la altura a que ha llegado con una política de transigencia y de dejar hacer? Estamos en un momento crítico de nuestra historia; luchan por un lado las antiguas y formidables tendencias de corrupción y de laxitud; se levantan frente a ellas los deseos, las ansias, los anhelos de saneamiento moral, de purificación de las costumbres, de estabilidad y de bienhestar. En estos momentos críticos, decisivos, todo hombre derecta conciencia y de amor al país, sin vacilar, decididamente, con entusiasmo, se pondrá al lado de una política de firmeza, de energía, de inexorabilidad. No importa que clamen y protesten y traten de desvirtuar la tendencia la masa de retardatarios y de logreros; una obra de renovación fecunda no se realiza en: silencio y sin la resistencia de los que con el cambio serán anulados y destruidos. Lo que precisa es tener fe y decisión. Lo que precisa es poder levantarse sobre las contingencias del momento y no olvidar –y aquí vuelvo a recordar el tema de uno de mis artículos- que cuando se ha tomado una posición se ha de permanecer, como decía Goethe, fuertes en ella, incommovibles, seguros de que todo lo que no sea nosotros pasará y se desvanecerá, y que solo nosotros, en nuestra firmeza, seremos los que adelantemos.
Azorín.

Fuente original del texto: http://galdos2010.blogspot.de/2010/01/por-la-resistencia-azorin-abc-12-enero.html…

Citas sobre Galdós I

“Galdós, generalmente, no profundiza en la vaga idealidad, sino en la vida social y en la moral, pareciéndose en esto último a muchos grandes escritores ingleses, que por cierto él estima grandemente. Los Episodios Nacionales fueron populares en seguida, porque, si no en los primores del arte que hay en muchos de ellos, en lo principal de su idea y en las brillantes, interesantísimas cualidades de su forma pudieron ser comprendidos y sentidos por el pueblo español en masa. Galdós no debe su popularidad a las vergonzosas transacciones con el mal gusto, sino al vigor de su talento, a la claridad, franqueza y sentido práctico y de justicia que revelan sus obras. En muchas de éstas hay mucho más de lo que puede ver un lector distraído, de pocos alcances en reflexión y en gusto; pero en todas hay, además, ese gran realismo del pueblo, esa feliz concordancia con lo sano y lo noble del espíritu público, que, lejos de ser una abdicación del artista verdadero, es señal de que pertenece su genio a las más altas regiones del arte, que es de aquellos que la historia consagra, porque, sin dejar de ser grandes solitarios cuando suben á las cumbres misteriosas del Sinaí de la poesía, bajan también como el Moisés de la Biblia, a comunicar con el pueblo y a revelarle la presencia de los Eloim, que han sentido en las alturas.”

(Leopoldo Alas, «Clarín»: en Galdós, Madrid, 1912, página 26.)

 

“En mi sentir aparece el señor Pérez Galdós como novelista de primer orden, digno de ser comparado con Balzac en Francia y con Dickens en Inglaterra, así por el esfuerzo creador con que presta movimiento, vida y carácter a sus personajes, como por la observación fiel y por la exactitud con que nos pinta el ser y el vivir de nuestra clase media.”

(Juan Valera: en Ecos Argentinos, Madrid, 1901, pág. 114.)

 

“Pérez Galdós, artífice valiente de un monumento que después, quizá, de la Comedia Humana, de Balzac, no tenga rival en lo copioso y vario, entre cuantos ha levantado el genio de la novela de nuestro siglo… ¡Cuánta luz, cuánta alegría, cuánto color ha puesto Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales, robando el lápiz a Goya y a don Ramón de la Cruz!… Fortunata y Jacinta es un libro que da ilusión de vida: tan completamente están estudiados sus personajes y el medio ambiente. Todo es vulgar en la novela, menos el sentimiento; y, sin embargo, hay algo épico en el conjunto, por gracia, en parte, de la manera franca y valiente del narrador, pero todavía más en su peregrina aptitud para sorprender el íntimo sentimiento e interpretar las ocultas relaciones de las cosas, levantándolas de este modo a una región poética y luminosa. Por la realización natural, viviente, sincera; por el calor de humanidad que hay en ella; por la riqueza del material artístico allí acumulado. Fortunata y Jacinta es uno de los más grandes esfuerzos del ingenio español… Si alguna de las posteriores fábulas de nuestro autor pudiera rivalizar con ésta, sería, sin duda. Ángel Guerra, en la que late el sentido de la poesía arqueológica de las viejas ciudades castellanas y entra, además, no diré que con paso enteramente firme, pero sí con notable elevación de pensamiento, en un mundo de ideas espirituales y aun místicas… Diríase que estas cavernas del alma atraen a Galdós, cuyo singular talento parece formado por una mezcla de observación menuda y reflexiva y de una imaginación ardiente, con vislumbres de iluminismo…”

Marcelino Menéndez y Pelayo: en Crítica literaria, 5ª serie, 1908

“En las páginas de Galdós quedan animados de vida imperecedera las clases populares, en toda la gradación de sus penalidades, desvalimientos y miserias, y las clases medias en la azotadísima serie de sus angustias, de sus anhelos, de sus desniveles resbaladizos, de sus vergonzosas estrecheces, y también de sus bríos emprendedores; alumbrado queda y acopiado, a propósito de las gentes de toda condición, el raudal de sufrimientos, de virtudes, de heroísmos y también de bellaquerías, claudicaciones y abominaciones, que pasa, como corriente subálvea, entre los revueltos yacimientos sociales.»

Antonio Maura: en Galdós, «Boletín de la Real Academia», abril, 1920.

 

«Las similudes y correspondencias entre Cervantes y Galdós son tantas y tan manifiestas, que casi huelga señalarlas. Cervantes creó el género novelesco, este modo característico de la Edad Media; Galdós lo ha llevado a su término más cumplido de perfección y madurez… Cervantes y Galdós, como dos montañas, fronteras y mellizos, están separados por un hueco de tres siglos. Hay también montes muy empinados y majestuosos; pero ninguno, a lo que presumo, alcanza la altura de aquellas dos montañas, mellizos y señeras. Cervantes no llegó a ser el primer autor dramático de su época; Galdós lo es, sin disputa, y uno de los primeros entre los de cualquier época y comarca.”

(Ramón Pérez de Ayala: en Las Máscaras, tomó I.)

 

“La España oficial, fría, seca, protocolaria, ha estado ausente en la unánime demostración de pena provocada por la muerte de Galdós. La visita del ministro de Instrucción Pública, no basta. El pueblo, con su fina y certera perspicacia, ha advertido esa ausencia en la casa del glorioso maestro, en las listas de pésame, donde han firmado ya los hijos espirituales de don Benito, los legítimos descendientes de la duquesa Amaranta, de Gabrielillo Araceli, de Solita, de Misericordia, del doctor Centeno. Estos hombres y estas mujeres de España no podían faltar en el homenaje al patriarca. Son los otros los que han faltado. Y, ya a última hora, se ha querido remediar el olvido con un Decreto lamentable, espuma de la frivolidad oficial, ejemplo doloroso de cómo pueden cegarse, en las esferas del Poder, los manantiales de la sensibilidad. En este Decreto, en el que no hay ni una sola palabra emocionada, destacará hoy su sequedad en las columnas de los periódicos, donde palpita el dolor de todo un pueblo, donde tiemblan las frases tiernas y acongojadas de la noble España galdosiana. Acaso hubo que dictarlo ateniéndose a preceptos de protocolo. El protocolo entiende poco de distancias y equipara a Galdós con Campoamor. No hay desdén para el tierno poeta en señalar el deplorable contraste. El buen don Ramón, camarada de don Benito, hubiera sido el primero en protestar. Galdós era el genio. Campoamor, el ingenio. La España une a ambos en la hora de los falsos homenajes.»

(José Ortega y Gasset: en el tomo III de sus Obras Completas.)

 

«Don Benito Pérez Galdós, en suma, ha contribuido a crear la conciencia nacional; ha hecho vivir España con sus ciudades, sus pueblos, sus paisajes, sus monumentos. Cuando pasen los años, cuando transcurra el tiempo, se verá lo que España debe a tres escritores de esta época: a Menéndez y Pelayo, a Joaquín Costa y, a Pérez Galdós. El trabajo de aglutinación espiritual, de formación de una unidad ideal española, es idéntico, convergente, en estos tres grandes cerebros. La nueva generación de escritores debe a Galdós todo lo más íntimo y profundo de su ser: ha nacido y se ha desenvuelto en un medio intelectual creado por el novelista. Ha habido desde Galdós hasta ahora, y con relación a todo lo anterior a 1870, un intenso esfuerzo de acercamiento a la realidad; comparad, por ejemplo, una novela de Alarcón con otra de Pío Baraja. Se han acercado más a la realidad los nuevos escritores y han impregnado, a la vez, su realismo de un anhelo de espiritualidad… Galdós, como hemos dicho, ha hecho la obra de revelar España a los españoles. Abrid sus libros; ahí está en primer término Madrid, con su pequeña burguesía vergonzante; con su comercio de la calle de Postas y de la plaza de Santa Cruz, comercio clásico, restos de una época ya casi desaparecida; los intereses de esas casas de huéspedes; las tertulias de los Cafés; los ministerios y oficinas; Villamil, el infeliz, el bueno, el desgraciado; el amigo Manso; Manolo Infante; la de Fringas; Orozco, el grande, el magnánimo; los estrafalarios Babeles; Pepe Rey, víctima de un atroz fanatismo… Ahí está en el segundo volumen de Ángel Guerra, retratado Toledo, con sus callejuelas enrevesadas y pinas; sus comentos de monjas, con sus huertos, en que crecen cipreses y rosales; sus sosegadas iglesias de cuyos muros enjalbegados con nítida cal, penden cuadros del Greco—que allí y no en los fríos museos— tienen toda su vida; las posadas, como la de Santa Clara, la Sangre, la Sillería, con sus trajinantes y cosarios, que vienen y van a Illán, Illescas, Cebolla, Torrijas, Escalona; el Tajo, hondo y torvo; los cigarrales lejanos, en que la vegetación es melancólica, sin frondosidad; el terruño, apretado y seco… Galdós, en más de cien volúmenes, ha trabajado para que despierte España y adquiera conciencia de sí misma.»

(«Azorín»: Lecturas españolas.)…

[Libro] Texto completo de Memorias de un desmemoriado, de Benito Pérez Galdós

MEMORIAS DE UN DESMEMORIADO

MI LLEGADA A LA CORTE

Capítulo I

Un amigo mío, con quien me unen vínculos sempiternos, ha dado en la flor de amenizar su ancianidad cultivando el huerto frondoso de sus recuerdos; más en esta labor no le ayuda con la debida continuidad su memoria, que a las veces ilumina con vivísimo esplendor los días pasados y luego se eclipsa y los deja sumergidos en noche tenebrosa. Estas intermitencias del historial retrospectivo de mi amigo le turban y desconciertan. Escrita la primera parte de sus apuntes biográficos, no a muchos días que las puso en mis manos, pidiéndome que llenase yo las lagunas o paréntesis que hacen de su obra una mezcolanza informe, sin la debida trabazón lógica de los hechos que se refieren.

A tales escrúpulos respondí yo:

—«Simplón, no temas dar a la publicidad los recuerdos que salgan luminosos de tu fatigado cerebro y abandona los que se obstinen en quedar agazapados en los senos del olvido, que ello será como si una parte de tu existencia sufriese temporal muerte o catalepsia, tras de la cual resurgirá la vida con nuevas manifestaciones de vigorosa realidad».

Asintió a este parecer mi fiel amigo y no tardó en enviarme el primer capítulo de sus desmemoriadas memorias, que a continuación verá el ocioso lector.

Capítulo II

Incapacitado para el orden cronológico por la rebeldía innata de mis ideas, doy comienzo a esta primera parte de mi existencia por el fin o los medios de ella.

Omito lo referente a mi infancia que carece de interés o se diferencia poco de otras de chiquillos o bachilleres aplicaditos. El 63 o el 64 —y aquí flaquea un poco mi memoria— mis padres me mandaron a Madrid a estudiar Derecho, y vine a esta corte y entré en la Universidad, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía, como he referido en otro lugar. Escapándome de las Cátedras ganduleaba por calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital. Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias. Frecuentaba el Teatro Real y un café de la Puerta del Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos.

En aquella época fecunda de graves sucesos políticos precursores de la Revolución, presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel —10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana, y en el año siguiente, el 22 de junio, memorable por la sublevación de los sargentos en el cuartel de San Gil, desde la casa de huéspedes, calle del Olivo, en que yo moraba con otros amigos, pude apreciar los tremendos lances de aquella luctuosa jornada. Los cañonazos atronaban el aire; venían de las calles próximas gemidos de víctimas, imprecaciones rabiosas, vapores de sangre, acentos de odio… Madrid era un infierno. A la caída de la tarde, cuando pudimos salir de casa, vimos los despojos de la hecatombe y el rastro sangriento de la revolución vencida. Como espectáculo tristísimo, el más trágico y siniestro que he visto en mi vida, mencionaré el paso de los sargentos de Artillería llevados al patíbulo en coche, de dos en dos, por la calle de Alcalá arriba, para fusilarlos en las tapias de la antigua Plaza de Toros.

Transido de dolor les vi pasar en compañía de otros amigos. No tuve valor para seguir la fúnebre traílla hasta el lugar del suplicio, y corrí a mi casa, tratando de buscar alivio a mi pena en mis amados libros y en los dramas imaginarios, que nos embelesan más que los reales.

Respirando la densa atmósfera revolucionaria de aquellos turbados tiempos, creía yo que mis ensayos dramáticos traerían otra revolución muy honda en la esfera literaria; presunción muy natural en los cerebros juveniles de aquella y esta generación. Todo muchacho despabilado, nacido en territorio español, es dramaturgo antes que otra cosa más práctica y verdadera. Yo enjaretaba dramas y comedias con vertiginosa rapidez y lo mismo los hacía en verso que en prosa; terminada una obra, la guardaba cuidadosamente, recatándola de la curiosidad de mis amigos; la última que escribía era para mí la mejor, y las anteriores quedaban sepultadas en el cajón de mi mesa. Claro es que yo frecuentaba los teatros, principalmente en los estrenos. En una localidad alta del Teatro Español asistí al estreno de Venganza catalana, del maestro García Gutiérrez, y quedé tan maravillado, que al volver a mi casa no se me ocurría más que quemar mis manuscritos…, pero no los quemé; lo que hice fue imaginar otras cosas conforme al patrón del grandioso drama que había visto representar a Matilde Díez y Manuel Catalina… Al relatar este suceso, dudo si lo coloco en el lugar cronológico que le corresponde. Pasaron días, y al aproximarse el verano del 67 llegó a Madrid una persona de mi familia con un hijo suyo, mi sobrino, y me dieron la grata noticia de que me llevarían a París a ver la Exposición Universal, el acontecimiento culminante de aquel año. ¡Oh sorpresa del Destino en la vida de las criaturas! ¡Ora sean éstas hombres barbados, ora muchachos imberbes! Parecíame un sueño, un cuento de hadas, verme yo transportado a París, la metrópoli del mundo civilizado.

Capítulo III

Devorado por febril curiosidad, en París pasaba yo el día entero calle arriba, calle abajo, en compañía de un plano, estudiando las vías de aquella inmensa urbe, admirando la muchedumbre de sus monumentos, confundido entre el gentío cosmopolita que por todas partes bullía. A la semana de este ajetreo ya conocía París como si éste fuera un Madrid diez veces mayor. Frecuentes paradas hacía en los puestos de libros, que allí son cajones exhibidos en los quais, a lo largo del Sena. El primer libro que compré fue un tomito de las obras de Balzac —un franco; Librairie Nouvelle—. Con la lectura de aquel librito, Eugenia Grandet, me desayuné del gran novelador francés, y en aquel viaje a París y en los sucesivos completé la colección de ochenta y tantos tomos, que aún conservo con religiosa veneración.

De la Exposición Universal no hablemos; estaba instalada en un inmenso barracón elíptico —Campo de Marte o de Marzo— y rodeada de magníficos jardines, dónde cada nación había levantado un edificio de su peculiar estilo. Si he de decir la verdad, la Exposición me mareaba, me aturdía, y siempre salía de allí con dolor de cabeza. Me agradaba más admirar las joyas artísticas del Louvre, del Luxemburgo o las riquezas arqueológicas del Museo Cluny. Pero mi mayor goce era presenciar las grandes solemnidades públicas, como la revista militar que pasaba el Emperador a las tropas en los Campos Elíseos. Me parece estar viendo a Napoleón III con sus bigotes engomados y su perilla, según la moda de aquel tiempo; el pecho lleno de cruces; figura en verdad poco napoleónica. También hice entonces conocimiento visual con la bellísima emperatriz Eugenia y con los soberanos europeos que fueron a visitar la Exposición, entre ellos el rey de Portugal, Don Luis I; el sultán de Turquía y el rey Guillermo de Prusia, que tres años después, derrotado Napoleón III en Sedán, se coronó emperador de Alemania en Versalles.

El resto de mi tiempo, aquel verano, lo empleaba paseándome observando la transformación de la gran Lutecia, iniciada por el Segundo Imperio. Los Bulevares Hausmann, Malesherbes, Magenta y otros de la orilla derecha, así como los de Saint Germain y Saint Michel en la otra orilla izquierda, estaban en construcción. No se veían más que derribos de barrios enteros y enormes hileras de andamios. Los progresos de esta reforma pude observarlos al año siguiente, pues el cielo benigno me deparó la inaudita felicidad de volver a París al año siguiente. Estaba escrito que yo completase, rondando los quais mi colección de Balzac —Librairie Nouvelle—, y que la echase al coleto, obra tras obra hasta llegar al completo dominio de la inmensa labor que Balzac encerró dentro del título de La comedia humana.

Con las personas que me llevaron a París volví a Madrid sin incidente notable, y en el intervalo entre este primer viaje y el segundo —1868— saqué del cajón donde yacían mis comedias y dramas, y los encontré hechos polvo; quiero decir, me parecieron ridículos y dignos de perecer en el fuego. Pasados algunos meses, reanudé mi trabajo literario, y sin descuidar mis estudios en la Universidad, me lancé a escribir La Fontana de oro, novela histórica, que me resultaba fácil y amena. Un impulso maquinal que brotaba de lo más hondo de mi ser, me movió a este trabajo, que continué metódicamente hasta que llegaron personas de mi familia para llevarme a París por segunda vez. Heme aquí viajando por etapas, ferrocarril del Norte, frontera pirenaica, Mediodía de Francia y Orleans, hasta dar fondo en la Ciudad luminosa. Esta que fue tan hospitalaria como en la etapa del 67.

Por abreviar, referiré que fuimos por jornadas cortas a través de la bella Francia hasta llegar a Bagneres de Bigorre, estación de baños en el Pirineo. Al escribir esto, surge en mi memoria una lamentable confusión. Ello es que, como también estuve en Cauterets, no sé si fue en este viaje o en anterior. Sea lo que fuere, reanudo el hilo de mi narración relatando que en el delicioso pueblo de Bagneres de Bigorre proseguí escribiendo La Fontana de oro, sin llegar a terminarla. Luego continuamos nuestro viaje a lo largo de Midi francés, llegando hasta la hermosa Provenza, Aviñón, Montpellier, Perpiñán… Aquí se embarulla otra vez mi memoria; pues recuerdo a Marsella como si la estuviera viendo.…

[Artículo] Política francesa, de Benito Pérez Galdós

Madrid, noviembre 28 de 1887.

I

Me equivoqué al expresar la idea de que la situación creada en Francia por el asunto de las condecoraciones no afectaría a la política de aquel país, deteniéndose en la persona de Wilson, destinado a ser tema, pretexto y víctima del escándalo. En ésta, como en muchas cuestiones, la rectificación es necesaria, porque los sucesos han venido a aumentar la gravedad del caso, dándole un alcance que no esperaban los más pesimistas.

En primer lugar, Wilson aparece mucho más comprometido de lo que se creyó al principio en el oscuro negocio de las condecoraciones. La información parlamentaria, aunque irregular y antipolítica, puso de manifiesto que el yerno del presidente no es, por lo menos, un modelo de delicadeza. El tal personaje ha sido siempre muy impopular en Francia; ahora ha venido a ser sumamente odioso, y responsable de la comprometida situación en que se encuentra la República.

Cómo el asunto de las inmoralidades atribuidas a Wilson ha venido a convertirse en cuestión política, formándose una avalancha que ha destruido no sólo al Ministerio Rouvier, sino la presidencia de la República, claramente se ha visto en el desarrollo del drama parlamentario de esta última quincena. No es preciso reseñar lo que allí ha pasado, porque todo el mundo lo sabe. Bien puede asegurarse que con muchos dramas de esta clase, la República en Francia no tendrá días muy venturosos.

Las ambiciones se han desatado allí, y el Poder ejecutivo, cuya estabilidad era muy dudosa, va a estar ahora a merced de cualquier intriga parlamentaria.

La cuestión de moralidad ha sido un medio y nada más, digan lo que quieran.

Lo peor del caso es que los republicanos radicales han sido, con más candidez que malicia, instrumento de las derechas monárquicas, el verdadero traidor en la intriga dramática. El éxito de esta campaña y la triste gloria de ella pertenece a los monárquicos, que no pudiendo destruir la República, se complacen en desacreditarla, con la esperanza de que el imperio probable de la anarquía les prepare el terreno para cambiar algún día la forma de Gobierno.

II

Todos los republicanos, así los radicales como los templados, han desempeñado un papel poco airoso en estas circunstancias. Los monárquicos han hecho de ellos lo que han querido. Contaban con la ambición de los jefes de grupo, aspirantes a la presidencia, y los jefes de grupo han respondido a la ingeniosa maniobra con una puntualidad digna de mejores fines.

Desatadas las pasiones en la Cámara, izquierda y derecha, asestaron los tiros contra monsieur Grevy, el cual, teniendo plena conciencia de sus deberes y de su dignidad no se manifestó dispuesto a dar gusto a los que a todo trance le pedían que se marchara. Esperaba sin duda el anciano y honorable presidente que los jefes de los grupos en ambas Cámaras le apoyarían; pero los Ferry, los Freycinet, los Brisson aparecieron también tocados del delirio de destrucción. Parece que todos se contagiaron de la insensata manía de hacer tabla rasa de las instituciones.

Grevy se ha defendido con heroísmo de la presión de los que fueron sus amigos, previniendo sin duda los grandes males que han de venir sobre Francia si se ponen en moda estos pronunciamientos parlamentarios para cambiar al jefe del Estado siempre que se le antoje a una fracción más o menos influyente. Las entrevistas del Presidente con los notables de la República han sido muy interesantes como estudio del corazón humano. Desde Clemenceau, jefe de los radicales, hasta Ribot, el más templado de los republicanos, lo que quieren es que se vaya y les deje vacante su puesto para disputárselo después.

Podía monsieur Grevy obstinarse, escudado en la Constitución y sostenerse en su puesto contra viento y marea; pero los notables le han atacado por el vacío, negándole su concurso para la formación de Ministerio. Por último, el Presidente anuncia que dimitirá, y prepara un mensaje a las Cámaras con el cual declarará que no abandona su puesto voluntariamente, sino obligado a ello por una presión anticonstitucional.

Los ánimos están excitadísimos en Francia, y los parisienses, impresionables y amantes de la novedad, tienen ahora abundante materia para animar el boulevard y los clubs durante todas las horas del día. Ya se están haciendo los preparativos para la reunión en Versalles de las dos Cámaras que han de elegir presidente, y han empezado las cábalas para este acto solemne, indicándose como candi¬datos a seis o siete individuos entre los cuales hay dos o tres que reúnen más probabilidades. Quizás la lucha quede reducida a dos términos nada más, Ferry y Freycinet, aunque también se habla de Boulanger. De cualquier modo que se resuelva el problema, no hay duda de que se inaugura en Francia un período sumamente peligroso para las instituciones republicanas. Sin la estabilidad del jefe del Poder Ejecutivo, la República va paso a paso a los excesos y al desgobierno de la Convención. El establecimiento del Septenado en 1875, pareció dar al presidente mayor independencia política que la que tenía por la ley de agosto del 71; pero siempre es un delegado de las Cámaras que le eligen, y aunque no es responsable sino por delito de alta traición, sus facultades resultan prácticamente muy limitadas por la preponderancia de las Cámaras.

III

Hay que añadir a esto que el Senado no responde a la significación que la Cámara Alta debe tener en el régimen parlamentario, y que el presidente no puede disolver el Congreso sin consentimiento del Senado. Todo está al arbitrio de las fracciones parlamentarias del Cuerpo Legislativo, que ya han devorado tres presidentes y los devorarán en lo sucesivo más al por menor. No existiendo un poder moderador, permanente y apartado en absoluto de las contiendas de los partidos, el régimen parlamenta¬rio es imposible, y por lo que respecta a la forma republicana, la estabilidad del Jefe del Estado no puede obtenerse sino por la elección directa popular, y por una ley que le haga irresponsable durante un cierto número de años, salvo en los casos marcados por la Constitución.

En Francia están muy acalorados los ánimos para que se haga justicia a monsieur Grevy, cuya integridad es proverbial, y que pudiendo ofrecer a la historia una vida intachable, no es natural que en los últimos días de su vida se haya manchado con ninguna clase de complicidad en las corruptelas de Wilson. El respetable anciano injustamente agobiado de acusaciones, despierta vivas simpatías en todas partes, como víctima de las pasiones políticas. En esto los que van ganando son los monárquicos, verdaderos manipuladores de la intriga parlamentaria, que les ha salido a medida de sus deseos. En sus manos están hoy por hoy la suerte y el prestigio de la República, y como sigan contando con la colaboración de Clemenceau, el orador de las masas y el corifeo de las exageraciones, van a ser durante algún tiempo dueños de la situación. La historia se repite con increíble amaneramiento. En todas las épocas en que los vínculos de la autoridad no están bastante apretados, los intransigentes y bullangueros hacen el caldo gordo, como se suele decir, a los retrógrados. Francia, en este caso, con su experiencia de tantos años parece tan inexperta como los pueblos en que se inicia la práctica de la libertad y al cabo de los años mil, cuando parecía que ese país no tenía nada que aprender, nos sale con larutina de confabularse sus extremas para atropellar el buen sentido e imponerse a las tendencias sensatas, lo que prueba que los pueblos tardan más de lo que parece en salir de la adolescencia, pues cuando se les creía maduros hacen tales tonterías que no merecen sino azotes.…

[Artículo] Don Álvaro de Bazán, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 9 de febrero de 1888.

I

El centenario de don Alvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, que se pensaba celebrar en Madrid con espléndidas fiestas, tiene sin duda más resonancia el interés que el del Marqués de Santa Cruz de Marcenado, por la universal fama del héroe y su mérito eminente. Nadie preguntará quien es don Alvaro de Bazán, aquel guerrero insigne, estratégico de la mar, hombre por tantos títulos ilustre, a quien Cervantes llamó «Rayo de la guerra, padre de los soldados, venturoso y jamás vencido capitán». Es el Marqués de Santa Cruz una de las primeras figuras de un siglo fecundo en grandes hombres, el primer marino de la nación, cuyas armas dominaban el mundo por tierra y por mar, espejo de la nobleza, cuya vida fué una continuada y gloriosa serie de trabajos al servicio del Rey v de la Patria.

La biografía de este hombre insigne no cabe en pequeño espacio, pues se compone de hechos de armas de tal magnitud que uno solo de ellos bastaría hoy a crear una reputación. Don Alvaro de Bazán, nacido en la más alta nobleza andaluza, no conoció nunca la molicie, ni su existencia heroica se parece nada a la de los aristócratas de nuestros días. Navegó desde su tierna edad hasta el fin de sus días, siempre incansable, y en su escuela se forma¬ron multitud de capitanes ilustres.

II

Nació don Álvaro en Granada el 12 de diciembre de 1526, y era el tercero de una dinastía gloriosa de Bazanes.

Su padre, que se llamaba también don Álvaro, fué capitán general de la Armada en tiempo de Carlos V, y su abuelo también se señaló como guerrero. A los nueve años de edad, el que había de ser capitán insigne, corría por la cubierta de la galera de su padre. Sus juegos infantiles fueron el aprendizaje de marinero. ¡Qué diferencia entre esta manera de educarse y la que caracteriza a la encanijada y raquítica juventud de nuestros días! Así se formaban aquellos hombres de hierro, incansables, enemigos de la ociosidad, y que no podían vivir sino en el estruendo de los combates.

A los diez y seis años, en esa edad en que los jóvenes más precoces de nuestros días apenas son bachilleres y viven apartados de todo peligro por la cariñosa tutela de sus mamás, el joven don Álvaro tenía ya mando en la Armada de su padre, y poco después se batía como el primero en un combate empeñadísimo, que se trabó en la costa cantábrica entre las naves francesas y las españolas. El viejo don Álvaro mandaba nuestra escuadra que venció y apresó a la francesa, después de una lucha sangrienta en que los españoles perdieron trescientos hombres y el enemigo tres mil.

En 1554 mandaba ya don Álvaro, el joven, una división de nuestra Armada, que operaba en la persecución de piratas, para proteger el comercio de las Indias y vigilar las costas Berberinas. Aquí empieza una serie de proezas épicas, entre las cuales deben citarse la conquista del Peñón de la Gomera, el ata¬que de Ceuta, el socorro de Malta. Por estos servicios recibió el título de Marqués de Santa Cruz en 1569.

Dos años después ocurrió la más alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros, la liga contra el turco y la batalla de Lepanto, que arrancó a la Media Luna el dominio del Mediterráneo. Mandaba la escuadra aliada don Juan de Austria; mas don Alvaro de Bazán fué quien organizó aquel glorioso combate y quien lo decidió con su pericia y arrojo, pues al frente de la cuarta división acudió primero al socorro del ala izquierda, donde los venecianos se vieron gravemente comprometidos, voló después al centro para meter doscientos hombres en la capitana española que se batía desigualmente con la turca, salvó luego a la capitana de Malta, y reforzó todos los puntos débiles. Dominando con su genio incomparable todos los inciden¬tes de la acción, se presentaba con presteza suma en los sitios en que los mahometanos llevaban ven¬taja, y esta rapidez de los movimientos, su pronto y pujante auxilio, donde quiera que se necesitaba, decidieron el éxito de aquella jornada en que se jugaba el destino de Europa.

Al año siguiente un combate menos célebre que el de Lepanto, pero no menos glorioso, aumentaba la fama del primer marqués de Santa Cruz. Cerca de Navarino apresó la galera de Mahomet Bey, nieto del célebre Barbarroja, y en 1573 tomó la Goleta y se apoderó de Túnez. Una serie de combates y encuentros de menos importancia siguieron a aquella memorable campaña contra los turcos, hasta que la conquista de Portugal llevó a don Alvaro a los mares de Lisboa para cooperar a la campaña terrestre del Duque de Alba.

Esta guerra marítima fué breve. Bazán tomó a Setubal y forzó la entrada de Lisboa. Pero como esto no bastara a asegurar el dominio español en los mares occidentales, Bazán tuvo que hacerse a la vela hacia las islas Terceras, en persecución de la escuadra francesa que favorecía a los partidarios de la independencia portuguesa. Hallóse Santa Cruz en esta ocasión en situación muy desventajosa, pues sólo tenía veinticinco naves, y el francés cuarenta, de mejores condiciones que las nuestras. No se arredró por tal contrariedad, y estuvo maniobrando cuatro días, buscando posición ventajosa, hasta que pudo lograrla de barlovento y atacó sin tener en cuenta la superioridad del enemigo.

El combate fué tremendo y duró cinco horas, con horrorosa matanza. Dos marinos españoles de los más célebres, además del general, tomaron parte en ella: Oquendo y Villaviciosa. Éste murió en el ataque de la capitana francesa. El pretendiente portugués, don Antonio Prior de Ocrato, escapó en un buque ligero; murieron el portugués Vimioso y el francés Beaumont; fué hecho prisionero Strozzi, y murió al ser presentado a don Alvaro. Los prisioneros fueron muchos; la escuadra enemiga quedó desbaratada. Al dar cuenta el Marqués de Santa Cruz a Felipe II de aquella gran victoria, le decía con cierta displicencia que para otra vez dispusiese sus arma¬das con más y mejores navíos, pues se había visto muy comprometido con la superioridad manifiesta del enemigo, por el número de combatientes y por la calidad de las naves.

A consecuencia de esta indicación, Felipe le preparó una magnífica escuadra de noventa y ocho bajeles y diez mil hombres. Con tales elementos fué el héroe a la conquista de las Islas Terceras, la que verificó no sin esfuerzo, apoderándose de todos los puntos fortificados y dominando al fin aquel archipiélago, posición ventajosísima para las operaciones navales del Mar Océano.

Volvió Santa Cruz a Cádiz victorioso, en septiembre del 83, siendo aclamado con entusiasmo, y el Rey, en premio de tan señalados servicios, le dió la grandeza de España, le confirió la primera dignidad en la Marina y acrecentó sus estados y riquezas.

III

Este hombre insigne, de elevada alcurnia, sabia ser señor y grande en todas las ocasiones de la vida. La galera capitana española estaba adornada exteriormente con gran riqueza de esculturas y dorados. En tiempo de paz, que debía de ser, como se ha visto, muy breve, ostentaba el Marqués en las cámaras de la galera todo el lujo y esplendidez que podrían reinar en el más hermoso palacio de tierra firme. En su flotante alcázar obsequiaba Santa Cruz con soberbios banquetes a los amigos que le visitaban. Poseía riquísimas vajillas de plata, muchos criados y hasta músicos y cantores, que en las cortas temporadas de paz hacían olvidar el rugido de las tempestades y el estruendo de la artillería.

Después de la victoria de las Terceras, Santa Cruz escribió al Rey proponiéndole una guerra marítima contra Inglaterra. Aquel debió de ser el sueño del insigne guerrero, y no vacilaba en expresarlo como la cosa más natural del mundo.

«Y crea V. M.—decía—que tengo ánimo para ha-cerle Rey de aquel reino y aun de otros, y de allí se podrán tener más ciertas esperanzas de allanar lo de Flandes.» ¡Conquistar a Inglaterra! Hoy nos parece esto un absurdo, un delirio no menos risible que el de Don Quijote al proponerse conquistar el imperio del Micomicón. Pero en aquella época, y con hombres de tal temple, la empresa, aunque temeraria, no tiene nada de inverosímil. La prueba de que no lo era es que Felipe ordenó a su general que hiciese el plan de la expedición, y Santa Cruz escribió unas memorias, que no han visto la luz todavía, en las cuales señala los recursos y fuerzas de Inglaterra y Francia, las condiciones de las costas en aquellos países, el material que se necesitaba para la expedición, y un sinnúmero de datos referentes a pertrechos, víveres, etc. Los preparativos para esta magna empresa, cuyo estudio acredita el profundo saber del gran almirante, empezaron con gran sigilo, y estaban muy adelantados cuando Santa Cruz fué acometido de una grave enfermedad, y murió en Lisboa el 9 de febrero de 1588, a los sesenta y dos años.

Los más insignes poetas de su tiempo, Lope de Vega, Cervantes, Ercilla, Vicente Espinel y otros menos conocidos cantaron sus hazañas y lloraron su muerte. Fué también protector y amigo de las artes, y así lo atestiguaba su palacio del Viso, decorado con magnificencia y exquisito gusto.

El mismo año de la muerte del Marqués, organizó Felipe II la expedición contra Inglaterra. Todo el mundo conoce los formidables aprestos de aquella armada, que por ser la más grande que en el mundo se había conocido hasta entonces recibió el nombre de invencible antes de que la vencieran las tempestades. Felipe preparó con grandes dispendios su escuadra, pero no cayó en la cuenta de que habiéndosele muerto el más atrevido y experto de sus capitanes de mar debía mirar mucho a quien con¬fiaba el mando de aquella fuerza, destinada a sojuzgar a los ingleses.…

[Artículo] Alemania y Francia, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 1 de abril de 1881

Tiempo hace que el principal alimento de nuestra prensa viene del Extranjero, singularmente de Alemania, donde la muerte de Guillermo I ha creado una situación extraña. En lo de la salud del Emperador Federico III, el telégrafo expresa cada día impresiones diferentes. Hay días en que toca la impresión optimista: el Emperador está bien, no tose, duerme y come y hasta sale a paseo. Luego vienen los días en que toca lo contrario: el Emperador no va bien, y los alemanes temen que su reinado será muy corto.

Sobre si es cáncer o no es cáncer. Dios sabe las informaciones absolutamente contradictorias que han circulado por el mundo. Sin duda se ha entablado un pleito de amor propio entre el médico inglés Mackenzie y los doctores alemanes. El primero se vanagloria de haber salvado la vida al Emperador: los segundos no hacen augurios muy lisonjeros.

Lo peor es que con las apreciaciones facultativas viene ahora a mezclarse la política. El partido militar, habría preferido, según dicen, ver en el Trono al hoy Kronprinz. Federico III, sea por razón de su enfermedad, sea por convicción humanitaria, no quiere que se altere la paz, mientras que su heredero, joven e impetuoso anhela ceñir su frente con los laureles de la victoria. Después sale a relucir la enemistad sorda que parece existir entre Bismarcky la Emperatriz Victoria. A ésta y a su marido atribuyen propósitos de iniciar en Prusia una política liberal, lo que nada tiene de extraño, siendo inglesa la Emperatriz y teniendo un gran ascendiente sobre su marido. Ahora bien; Bismarck cree que la política liberal quebrantaría el firmísimo cimiento de autoridad, sobre el cual se ha edificado la unidad alemana. Sea de esto lo que quiera, es muy difícil que Bismarck extreme en esto sus opiniones, como lo es también que el actual Emperador prescinda de los servicios del gran Canciller, cuya poderosa inteligencia parece el fanal que alumbra el brillante cielo de la moderna Alemania. La unidad es obra suya, así como lo es la preponderancia militar del Imperio, el desarrollo de su riqueza, el vuelo que va tomando su industria.

Pero, al parecer, han surgido nuevas dificultades que acentúan el antagonismo entre la Emperatriz y Bismarck. Este se opone al matrimonio proyectado entre la Princesa Victoria, hija del Emperador y el Principe Alejandro de Battemberg, arrojado por una sedición del Trono de Bulgaria. La Emperatriz desea el matrimonio, patrocinado por su madre la Reina de Inglaterra; Bismarck lo rechaza viendo en ello una ingerencia hábil de la política inglesa y un nuevo motivo de disentimiento con Rusia, verdadera causante de la expulsión del Príncipe Alejandro. La Emperatriz, que no olvida ni puede olvidar su nacionalidad británica y la sangre que corre por sus venas, aparece en pugna con el representante más genuino del espíritu alemán, el grande hombre que ha consagrado su vida al servicio de su patria y a hacer de un reino secundario el mayor y más fuerte imperio del mundo.

Es de creer que por un casamiento, en el cual, según se dice, hay por ambas partes verdadera inclinación amorosa, no estalle la guerra entre la Emperatriz y el Canciller. Los rumores de la dimisión de éste que por Europa corren son, a mi juicio, infundados. Federico III es hombre de gran prudencia, y sabrá arreglar esta discusión que bien puede llamarse de familia, pues Bismarck no debe ser considerado como un simple ministro. La importancia de sus servicios es tal, que casi forma parte de las instituciones del imperio.

También se ha hablado bastante del brindis pronunciado por el Kronprinz en un banquete en honor del Canciller. Diferentes versiones han corrido acerca del texto de este brindis, algunas atenuando, otras acentuando la gravedad de su intención política. Cualquiera que sea la verdad no muestra el Príncipe Guillermo en aquel acto la reservada discreción que corresponde a un heredero del Trono.

Por lo expuesto, se ve que en todas partes hay desavenencias, rozamientos y disgustos. En el país más sólido del mundo, allí donde las instituciones descansan sobre base inconmovible, sobre el respeto unánime de la nación, sobre el principio de autoridad en su acepción más amplia, allí también corren vientos de discordia, y las altas influencias aparecen en grave inarmonía, que puede llegar a ser peligrosa, sobre todo si se complica con estas guerras domésticas el pavoroso problema del rompimiento de la paz europea. Vivir para ver, dice el proverbio. Si vivimos, veremos sin duda, acontecimientos extraños. Por de pronto, el enigma está en que la existencia de Federico III se prolongue o no. Su dolencia y el peligro en que está interesan vivamente al mundo entero. No ha existido enfermo alguno en esferas tan altas que inspire tantas simpatías, ni por cuyo restablecimiento se hayan hecho votos tan unánimes y sinceros.

II

Si de Alemania volvemos los ojos a Francia nos encontramos con un desorden moral muchísimo más grande. Todo en Francia huele a descomposición próxima; y la política que allí se sigue no puede ser más deplorable. La impopularidad d las Cámaras, y lo que es peor su impotencia para todo como no sea para derribar ministerios, se acentúan de día en día. La talla de los ministros baja de una manera alarmante, como ha bajado también la de los jefes del Estado.

¿Es culpa esto de las instituciones o de los hombres? Creo que de ambos a la vez. Los Gobiernos duran allí dos o tres meses. No hay ningún prestigio indiscutible dentro de la Cámara ni fuera de ella. Todo el clamor que se levantó contra Wilson, ya se ha visto que no era más que el grito de guerra para echar de la Presidencia al respetable Mr. Grevy. Este se fué a su casa, y Wilson ha sido absuelto. Todo sigue como antes. Tal como están las Cámaras, ningún Gobierno puede hacer nada

de provecho, sabedor de que cualquier intriga le echa por tierra. Los oportunistas, perdiendo fuerza cada día, los radicales ganándola y empleándola en la destrucción.

En este desbarajuste, no tiene nada de extraño que haya adquirido Boulanger la popularidad que da tanto que hablar en todo el mundo. Cierto que el tal Boulanger no es un héroe ni ha ganado batallas, ni tiene en su hoja de servicios ninguna hazaña resonante. El famoso caballo negro, las canciones de Paulus y las aficiones chauvinistas del general son el único fundamento, hasta ahora, del favor del pueblo. Pero todo ello demuestra que Francia, cansada de una estéril y menguada política, busca un hombre que halague sus instintos de gloria, y no encontrándolo, echa mano del primero que pasa; Boulanger ha sido el primero que ha inspirado a Francia la confianza en sus fuerzas para el desquite, ha hecho declaraciones resueltamente contrarias a la monarquía borbónica y orleanista, y se ha mostrado al propio tiempo enemigo del poder parlamentario.

Tiene, pues, todo lo externo, todo lo puramente formal para que el pueblo vea en él un dictador. Le faltan la historia gloriosa y los hechos heroicos; pero él y sus partidarios dirán de seguro que para eso tiempo hay. No creemos que si las cosas fueran de veras tuviera calor en Francia la idea del cesarismo, salvador de la sociedad; pero si la política no toma otros rumbos, si continúa empequeñeciendo al país realzando las medianías, y tras las medianías la vulgaridad, no sería extraño que se alzase cual¬quier día con la jefatura del Estado, el que, a falta de grandes méritos y virtudes tuviera el atrevimiento, que en ciertos casos también es virtud.…