2014

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[Artículo] Eduardo Gasset y Artime, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 24 de mayo de 1884.

I

Mucho sentimiento ha causado en Madrid la muerte de don Eduardo Gasset y Artime, fundador de El Imparcial, periodista insigne, que ha trabajado rudamente durante más de treinta años, logrando, a fuerza de constancia e inteligencia, establecer, arraigar y difundir entre nosotros un periódico político y popular, que se ha distinguido siempre por un criterio oportunista y por una gran discreción y cultura en la forma.

El Imparcial se publica en esa forma pequeña y cómoda que priva entre nosotros, poco aficionados a la lectura larga. Goza desde su fundación, y principalmente desde 1868, de extraordinaria aceptación entre toda clase de personas; es, juntamente con otros diarios de su mismo tamaño, como el pan literario de cada día. Penetra en los palacios y en moradas más humildes; se le ve en las manos pulcras de la dama y en las duras y callosas del obrero, y para todos tiene lectura agradable.

Su criterio político no es muy decisivo en su sistema de polémica muy sistemático, desde la abdicación del Rey Amadeo, y a esta circunstancia debe quizá su éxito. Su fundador tuvo ciertamente la habilidad de llevar al organismo de este diario temperamentos y modos de ser fielmente tomados del organismo nacional. Resulta, pues, un periódico de composición variadísima, impresionable y vehemente en todo lo que puede despertar los adormecidos sentimientos de la patria, atento con las reputaciones, benévolo con la juventud, muy inclinado a tratar en lenguaje chistoso las cuestiones más serias, ameno siempre, rara vez pasionista, algo soñador en cuestiones de engrandecimiento nacional, demasiado entusiasta en literatura, con cierto sentido práctico en política, y muy esmeradamente servido por sus reporters en la sección de noticias. Gasset, tras larga práctica, comprendió como nadie el gusto del público y supo elegir y combinar los materiales de esta ración diaria de literatura al vapor que el hombre del siglo necesita para vivir.

Al periodismo consagró Gasset toda su vida, y sus esfuerzos fueron ampliamente recompensados, pues El Imparcial es una de las mejores fincas literarias que ha creado en nuestros tiempos, con papel y tinta de imprimir, la paciencia de un hombre. Como pasa casi siempre, no ha podido disfrutar el insigne fundador del precio de su trabajo tan noblemente ganado, y la muerte le ha venido cuando estaba en la cumbre y cuando todo le brindaba al descanso.

Estos hombres, que todo se lo deben a sí mismos, inspiran en nuestros tiempos vivísimas simpatías.

II

No fué Gasset de los que al nacer reciben con la posición y la fortuna heredada, los medios de hacer carrera. Todo cuanto fué, todo cuanto tuvo, renombre, riqueza, posición política se lo debió a su propia iniciativa y esfuerzo. Como aquí no hay ninguna persona notable que no haya hecho versos, el creador de El Imparcial fué también poeta, y se dió a conocer como de los más ingeniosos en el Parnasillo del café del Príncipe, cuna del genio de Ayala. Nació Gasset en esa región de España, cuyos inteligentes hijos parece que vienen al mundo con la vocación del trabajo, Galicia, tierra hermosísima, rica sólo en belleza y en hombres útiles.

Vino a Madrid muy joven, distinguióse como poeta y fué empleado en oficinas públicas y particulares. Quien sabía componer tan bonitos versos, vivía de la cosa más árida y prosáica del mundo, la partida doble. La primitiva vocación del tenedor de libros se cambió bien pronto en afecto vivísimo hacia el periodismo. Dirigió una revista ilustrada, desempeñó varios destinos subalternos, fundó más tarde un periódico político, en cuya empresa no halló el éxito que esperaba, y, finalmente, hacia 1867, durante los días de la excitación revolucionaria, cuando los hombres más notables de los partidos liberales buscaban una fórmula común para condensar dos aspiraciones, fundó El Imparcial, dirigido desde sus comienzos con habilidad suma.

Este periódico, cuya existencia ha llegado a ser tan vigorosa, revelaba detenidamente en su primera etapa el espíritu democrático a que debe su popularidad, pero hecha la revolución, aquel espíritu lo informó claramente, viniendo a ser su esencia y su forma. La revolución hizo a Gasset concejal del Ayuntamiento de Madrid, después diputado por Padrón y Cambados, distritos de Pontevedra, y, más tarde, en el breve reinado de un Príncipe de la casa de Saboya, fué ministro de Ultramar.

Coincidió esto con los días en que la insurrección tomaba más vuelo en nuestra Antilla y Gasset, atento sólo a destruir el filibusterismo, negóse a establecer las reformas que le pedían un día y otro los diputados ultramarinos, en tanto no depusieran las armas los rebeldes. Aún no ha llegado, quizá, la ocasión de decir si esta política era la más acertada,

Después de la abdicación del Rey Amadeo, mantuvo El Imparcial en sus textos una fórmula monárquica vaga; y después de la restauración, procediendo cautelosamente con hábiles evoluciones, el popular periódico y su fundador han acentuado cada día más sus tendencias dinásticas, hasta declararlas francamente.

Ante esta vida consagrada al trabajo y a la prensa, nos inclinamos todos con respeto y tristeza; Gasset, durante larguísimo período, no tuvo un día de descanso. Vivía para su periódico y para su familia. Tienen mucha significación las siguientes palabras, escritas recientemente por quienes fueron sus enemigos: «Bien pueden llorarle sus hijos; por ellos luchó con valor y con fe, en medio de las más deshechas borrascas de la vida; por ellos arrostró contrariedades que habrían quebrantado ánimos templados en afecciones menos puras, y a ellos consagró todos los momentos de tregua, porque hemos conocido pocos hombres que, como el señor Gasset, hayan tributado a la familia culto más respetuoso».

[Artículo] La gripe en Madrid, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 2 de enero de 1890.

I

Estamos en plena epidemia, y el que esto escribe no ha tenido la suerte de librarse de ella. La calamidad que nos aflige, sin ser tan grave como el cólera o el «tifus icteroides», reviste caracteres alarmantes. Toda Europa está invadida, y si al comienzo de la plaga se la miró con indiferencia y muchos la tomaron como asunto de chacota, ya las burlas se van trocando en seriedad sombría. Si no hemos llegado a los días de pánico que registra la historia clínica de nuestro siglo, nos hallamos en días de preocupación e intranquilidad.

En los primeros días, fuerza es reconocer que el dengue servía de pretexto a unos para no ir a la oficina, a otros para no contestar a la correspondencia, a los más para esquivar obligaciones fastidiosas, visitas importunas y compromisos cargantes.

Pero los estragos del mal se generalizaron, y a la propagación acompañó pronto la intensidad, originando verdaderas enfermedades graves y alteraciones de importancia en el aparato respiratorio; las bromas cesaron y el dengue recibió su nombre técnico: gripe, y con el nombre técnico la seriedad y la importancia que de derecho le corresponde.

Y por cierto que no es cosa de broma la tal gripe. No la debemos desear ni a nuestros mayores enemigos, porque habrá dolencias más penosas y de mayor peligro; pero no las hay más fatidiosas y pesadas.

Desgraciadamente, ha resultado inexacto que el trancazo no es mortal. Los organismos débiles, los que se hallan predispuestos a las perturbaciones graves del aparato respiratorio, corren grandísimo peligro. De aquí el desarrollo extraordinario y alarmante de las congestiones bronquiales y pulmonares.

La mortalidad ha crecido en Madrid de un modo alarmante, y lo mismo está pasando en toda Europa, así en las regiones húmedas como en las secas. El año 1899 se despide con bastante displicencia, y su sucesor entra ceñudo y amenazante. ¡Quiera Dios que no nos traiga nuevas calamidades!

Desde que se inició la epidemia gripal en el Norte de Europa comenzaron a circular por la prensa científica y profana hipótesis mil sobre los orígenes del mal. Su creencia más generalizada era que provenía de la persistencia de los fríos secos. En España reina desde principios de noviembre extraordinaria sequedad. Los hechos han venido luego a demostrar que los fríos secos y las heladas no han originado la epidemia, porque en algunas regiones de Europa ha nevado copiosamente, sin que la epidemia disminuyese. Más lógico aparece atribuir el mal a la falta de fuerza en las corrientes atmosféricas. Noviembre y diciembre se han señalado por la escasa violencia de los vientos. No obstante, este solo hecho no explicará satisfactoriamente la presencia de la gripe y su rápida propagación en toda Europa, sin excepción de país alguno. Por más que digan, los orígenes de estas alteraciones de la salud con carácter epidémico serán siempre un arcano para la ciencia, aunque las investigaciones de los médicos lleguen a determinar la forma y manera de producirse el mal en cada individuo. Que la propagación se verifica por la atmósfera, no hay para qué decirlo. Es una perogrullada, pues en la atmósfera están los principales elementos de nuestra vida.

No es tan claro si puede verificarse por contagio. Sobre esto hay las mismas dudas que sobre otras enfermedades más temibles. Pero no se observan en la gripe verdaderos focos de infección. Los ataques y las invasiones tienen su carácter esporádico, y, por lo tanto, caprichoso.

II

Un hecho digno de notarse, al menos en Madrid, es que las clases acomodadas han sido más rudamente atacadas que las pobres. Sin duda, hállanse más propensos al enfriamiento los que se abrigan bien y viven en habitaciones templadas, que los que exponen diariamente sus carnes al frió y están, por decirlo así, garantizados contra la baja temperatura.

Se ha observado que los mendigos, los chicos que a las horas más desapacibles de la mañana y de la noche andan por esas calles de Dios pregonando periódicos y cerillas, se han librado de la epidemia. En cambio, son poquísimas las personas de la clase de señoritos que pueden cantar victoria en esta ocasión, y la generalización de la dolencia es causa de que hasta parezca de mal tono el verse libre de ella.

Ahora seamos un poco científicos, aunque nuestra ciencia resulte de tercera o cuarta mano Pero es forzoso recoger las opiniones que, con más o menos validez, circulan por ahí, y darles publicidad, con objeto de que se prevengan los que aún no han sido invadidos. No sé si la gripe de este año pasará al hemisferio austral; pero nada tendría de particular que pasase, y bueno es que se conozca al huésped antes de tenerlo en casa. Las señas de él no son muy claras, y cada escuela médica las da según el resultado de sus investigaciones clínicas. Pero valga lo que valiere, allá van noticias, que los hechos y la experiencia ulterior modificarán o confirmarán.

Pues el trancazo, dengue o gripe tiene por causa un organismo que se llama micrococus grippe. Lo generan las vicisitudes atmosféricas, comúnmente el frío seco, en virtud de un desdoblamiento de nuestros tejidos. Esto no es claro ni mucho menos, y el micrococus no parece dispuesto a dejar descubrir los misterios de su generación y desarrollo en el organismo humano. Lo que sí sabemos es que el tal microbio es mucho más benigno, mucho más aviezo que sus colegas el bacillus kock, que determina la tisis, el vibrión séptico de la difteria, el esquisoniceta del tifus exantemático, el bacillus virgula, del cólera.

Pero no hay que fijarse de la benignidad del microcus grippe, porque hallándose sujeto, como todo organismo, a la ley de la evolución, puede muy bien ascender desde su modesta categoría a la de estaphilococus pyogono, que es el microbio de la pulmonía, y de aquí pasar al empleo inmediato, o sea a desempeñar las terribles funciones del bacilus de la tuberculosis, descubierto por Kock.

Ya sabemos que frecuentemente se origina la tisis por el descuido en curar los catarros pertinaces. Todos los tísicos, antes de serlo, suelen padecer pneumonías, y éstas tienen por preámbulos resfriados continuos fuertes. La tisis es hereditaria; pero no en el sentido de que se transmita por herencia el bacilus Kock. Lo que se hereda es la debilidad constitutiva, la predisposición, o sea la impotencia para deíenderse de los ataques del terrible microbio.

Véase por donde el inofensivo micrococus gripal, que es un diablillo travieso y sin malicia, puede llegar a ser, transformándose, uno de los demonios más malos que afligen y destruyen nuestra flaca naturaleza.

Lo que será siempre un misterio es qué condiciones atmosféricas dan vida al organismo que nos molesta primero y acaba, si lo dejamos, por aniquilarnos y dar cuenta de nosotros.

Las condiciones atmosféricas son iguales para todos, y, sin embargo, los efectos ¡cuán distintos son! De cualquier modo que sea, el peligro está en los enfriamientos bruscos, pasando de un recinto caldeado artificialmente a la intemperie fría; en la rapidez de los cambios de temperatura determinados por las variaciones del viento; en el exceso o en la falta de abrigo, que ambas cosas son malas, y en la predisposición, cuyas causas son sumamente complejas y difíciles de apreciar.

III

Para Madrid ha sido una verdadera calamidad esta epidemia de la gripe. Ha coincidido su mayor fuerza con las fiestas de Navidad, y el comercio menudo, que en estos días de expansión y de gula hace comúnmente buen negocio, ha sufrido rudísimo golpe. La mitad de la población enferma, y la otra mitad cuidándola, tenía que dar por resultado el desastre económico para aquellas industrias y aquellos tráficos que viven de los excesos gastronómicos. Losnacidos no recuerdan una Navidad tan desanimada y triste. Nadie está de humor para bromas y holgorios, y los estómagos enfermos o precavidos evitan los atracones, y todo lo que sea salir del plan ordinario.

La frugalidad ha producido inmensos males al comercio, y el duelo o las tristezas de la mayor parte de las familias, han reducido este año a proporciones mínimas la fastuosa costumbre de los regalos. El número de tarjetas cambiadas por el correo en el último y primer día del año demuestra elocuentemente que la población de Madrid se preocupa de algo más serio que las felicitaciones.

Ni en las invasiones del cólera se ha visto Madrid tan desanimado. La ciudad más alegre del mundo es hoy la más triste, y por sus calles no circula ni la mitad de gente que de ordinario las frecuenta- Si en los primeros días la enfermedad no causó verdadera inquietud, cuando se vió que la mortalidad aumentaba hasta llegar a cifras dobles y más que doble de lo común, empezó el miedo a perturbar los ánimos y a exagerar el peligro, y se han producido las alarmas propias de todo período epidémico. Inmediatamente han venido las medidas profilácticas, la creación de hospitales provisionales, las suscripciones para alivio de los enfermos pobres, la organización de juntas de socorro, con todo lo demás que da fisonomía lúgubre a las ciudades infestadas. Por fortuna, esto no ofrece ni puede ofrecer caracteres aterradores. Los casos fulminantes no existen, como en el cólera y otras pestes, y el buen régimen y las precauciones discretas dan casi siempre seguros resultados.

El número de fallecidos ha llegado a doscientos por día, cifra que se puede considerar como triple de la ordinaria; pero hace dos días que tiende a descender. Casi toda la mortalidad es ocasionada por afecciones agudas del pulmón y los bronquios, y y mientras la gripe se contiene en los límites de su constitución médica, no produce víctimas.…

[Artículo] Alemania y la cuestión socialista, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 4 de marzo de 1890.

I

Los asuntos de Alemania atraen hoy, con preferencia a los demás asuntos, la atención de Europa. Los rescriptos imperiales, las elecciones del Reichstag son la materia del día. El poderoso imperio se ve amenazado de gravísima crisis, y aunque por el momento conjure los peligros la consumada habilidad del canciller de hierro, el mal es hondo, y la política ha de entrar pronto en aquel país por vías nuevas.

La propaganda socialista ha encontrado en Alemania desde 1848 terreno más propicio que en otro país alguno. La preponderancia militar, el servicio obligatorio, la inmensa cifra de los gastos de guerra en tiempo de paz, o sea de la paz armada, el desarrollo de la industria, la falta de grandes colonias, todas estas causas reunidas han de dar prosperidad necesariamente a la idea socialista, que es allí la única forma de protesta contra el actual régimen. El Emperador Federico III vió el mal, y abrigaba generosos planes de reforma política, dando más latitud a las ideas liberales y al derecho parlamentario. Pero su dolorosa enfermedad y su prematura muerte no permitieron ni aún que estos planes llegaran a formularse. El actual Emperador, Guillermo II, joven, activo, deseoso de gloria, que en el terreno militar no ha podido alcanzar todavía, deseoso también de mostrar su iniciativa en los asuntos civiles, hace tiempo que fija su atención en los trabajos socialistas, minadores del omnímodo poder imperial. No queriendo que los sucesos le cojan desprevenido, discurre anticiparse a ellos, y en sus rescriptos del pasado febrero anuncia su propósito de consagrar preferente atención al mejoramiento de la clase obrera y de convocar una conferencia europea con este objeto.

Publicado el documento imperial en vísperas de las elecciones, se creyó que influiría en el resultado de éstas, quitando fuerzas al socialismo o reconciliándolo en parte con la política imperial. Pero los hechos han demostrado el optimismo de los que tal creyeron, pues los socialistas, después de los rescriptos, aparecen más compactos, crecen con pasmosa fecundidad, invaden las clases militares, se presentan en nutrida falange en los comicios y alcanzan en el resultado total de las elecciones una cifra formidable. En la anterior campaña electoral, los socialistas habían tenido siete millones de votantes; en la presente pasa esta cifra de trece millones.

El Reichstag resulta, pues, con una composición que imposibilita el Gobierno en condiciones parlamentarias, pues las oposiciones, reunidas, forman mayoría, y el Castel, o sea la coalición liberal conservadora con que Bismarck ha venido gobernando hasta aquí, está en minoría.

Aún espera el Gobierno imperial que las elecciones suplementarias, o sea las que se verifican en los comicios donde resultó empate, modifiquen algo la composición de la Cámara, pero esta modificación no alterará sensiblemente las cifras. Por lo que el telégrafo nos va diciendo de las elecciones parciales, se puede calcular que con el actual Reichstag no se puede gobernar.

El Castel, la agrupación liberal conservadora, que ha sido hasta aquí el antemural opuesto a la invasión socialista dentro del Parlamento, se considera de hecho disuelto. Dícese que Bismarck procurará entenderse con la minoría del partido católico para agregarla a las piedras que compusieron el antiguo Castel, pero tampoco por ese lado parece que se presentan las cosas a gusto del canciller.

¿Qué hará éste ahora? ¿Disolverá la Cámara apenas elegida o procurará gobernar con ella por medio de transacciones y componendas? Pronto lo hemos de saber. Entre tanto, háblase de la conferensia para el mejoramiento de los obreros, la cual se reunirá en Berlín, presidida por el ministro de Industria y Comercio. Nueve naciones han sido invitadas a ellas, y están excluidas Rusia, España y Portugal.

Es opinión corriente que la conferencia será tan sólo una luminosa información de economistas de los países congregados, y que no tendrá efectos de ninguna clase en la práctica. Se hablará mucho, cada cual expondrá sus ideas sobre el punto complejo que se va a tratar, y cuando los conferenciantes se retiren a sus respectivos países, después de haber expuesto doctrinas muy sabias y observaciones muy juiciosas, los obreros alemanes y no alemanes seguirán lo mismo que están ahora, y los gravísimos problemas de la relación entre el capital y el trabajo continuarán insolubles, envueltos en el pavoroso misterio del porvenir.…

Texto completo de «Memorias de un desmemoriado», de Benito Pérez Galdós

MEMORIAS DE UN DESMEMORIADO

MI LLEGADA A LA CORTE

Capítulo I

Un amigo mío, con quien me unen vínculos sempiternos, ha dado en la flor de amenizar su ancianidad cultivando el huerto frondoso de sus recuerdos; más en esta labor no le ayuda con la debida continuidad su memoria, que a las veces ilumina con vivísimo esplendor los días pasados y luego se eclipsa y los deja sumergidos en noche tenebrosa. Estas intermitencias del historial retrospectivo de mi amigo le turban y desconciertan. Escrita la primera parte de sus apuntes biográficos, no a muchos días que las puso en mis manos, pidiéndome que llenase yo las lagunas o paréntesis que hacen de su obra una mezcolanza informe, sin la debida trabazón lógica de los hechos que se refieren.

A tales escrúpulos respondí yo:

—«Simplón, no temas dar a la publicidad los recuerdos que salgan luminosos de tu fatigado cerebro y abandona los que se obstinen en quedar agazapados en los senos del olvido, que ello será como si una parte de tu existencia sufriese temporal muerte o catalepsia, tras de la cual resurgirá la vida con nuevas manifestaciones de vigorosa realidad».

Asintió a este parecer mi fiel amigo y no tardó en enviarme el primer capítulo de sus desmemoriadas memorias, que a continuación verá el ocioso lector.

Capítulo II

Incapacitado para el orden cronológico por la rebeldía innata de mis ideas, doy comienzo a esta primera parte de mi existencia por el fin o los medios de ella.

Omito lo referente a mi infancia que carece de interés o se diferencia poco de otras de chiquillos o bachilleres aplicaditos. El 63 o el 64 —y aquí flaquea un poco mi memoria— mis padres me mandaron a Madrid a estudiar Derecho, y vine a esta corte y entré en la Universidad, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía, como he referido en otro lugar. Escapándome de las Cátedras ganduleaba por calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital. Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias. Frecuentaba el Teatro Real y un café de la Puerta del Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos.

En aquella época fecunda de graves sucesos políticos precursores de la Revolución, presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel —10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana, y en el año siguiente, el 22 de junio, memorable por la sublevación de los sargentos en el cuartel de San Gil, desde la casa de huéspedes, calle del Olivo, en que yo moraba con otros amigos, pude apreciar los tremendos lances de aquella luctuosa jornada. Los cañonazos atronaban el aire; venían de las calles próximas gemidos de víctimas, imprecaciones rabiosas, vapores de sangre, acentos de odio… Madrid era un infierno. A la caída de la tarde, cuando pudimos salir de casa, vimos los despojos de la hecatombe y el rastro sangriento de la revolución vencida. Como espectáculo tristísimo, el más trágico y siniestro que he visto en mi vida, mencionaré el paso de los sargentos de Artillería llevados al patíbulo en coche, de dos en dos, por la calle de Alcalá arriba, para fusilarlos en las tapias de la antigua Plaza de Toros.

Transido de dolor les vi pasar en compañía de otros amigos. No tuve valor para seguir la fúnebre traílla hasta el lugar del suplicio, y corrí a mi casa, tratando de buscar alivio a mi pena en mis amados libros y en los dramas imaginarios, que nos embelesan más que los reales.

Respirando la densa atmósfera revolucionaria de aquellos turbados tiempos, creía yo que mis ensayos dramáticos traerían otra revolución muy honda en la esfera literaria; presunción muy natural en los cerebros juveniles de aquella y esta generación. Todo muchacho despabilado, nacido en territorio español, es dramaturgo antes que otra cosa más práctica y verdadera. Yo enjaretaba dramas y comedias con vertiginosa rapidez y lo mismo los hacía en verso que en prosa; terminada una obra, la guardaba cuidadosamente, recatándola de la curiosidad de mis amigos; la última que escribía era para mí la mejor, y las anteriores quedaban sepultadas en el cajón de mi mesa. Claro es que yo frecuentaba los teatros, principalmente en los estrenos. En una localidad alta del Teatro Español asistí al estreno de Venganza catalana, del maestro García Gutiérrez, y quedé tan maravillado, que al volver a mi casa no se me ocurría más que quemar mis manuscritos…, pero no los quemé; lo que hice fue imaginar otras cosas conforme al patrón del grandioso drama que había visto representar a Matilde Díez y Manuel Catalina… Al relatar este suceso, dudo si lo coloco en el lugar cronológico que le corresponde. Pasaron días, y al aproximarse el verano del 67 llegó a Madrid una persona de mi familia con un hijo suyo, mi sobrino, y me dieron la grata noticia de que me llevarían a París a ver la Exposición Universal, el acontecimiento culminante de aquel año. ¡Oh sorpresa del Destino en la vida de las criaturas! ¡Ora sean éstas hombres barbados, ora muchachos imberbes! Parecíame un sueño, un cuento de hadas, verme yo transportado a París, la metrópoli del mundo civilizado.

Capítulo III

Devorado por febril curiosidad, en París pasaba yo el día entero calle arriba, calle abajo, en compañía de un plano, estudiando las vías de aquella inmensa urbe, admirando la muchedumbre de sus monumentos, confundido entre el gentío cosmopolita que por todas partes bullía. A la semana de este ajetreo ya conocía París como si éste fuera un Madrid diez veces mayor. Frecuentes paradas hacía en los puestos de libros, que allí son cajones exhibidos en los quais, a lo largo del Sena. El primer libro que compré fue un tomito de las obras de Balzac —un franco; Librairie Nouvelle—. Con la lectura de aquel librito, Eugenia Grandet, me desayuné del gran novelador francés, y en aquel viaje a París y en los sucesivos completé la colección de ochenta y tantos tomos, que aún conservo con religiosa veneración.

De la Exposición Universal no hablemos; estaba instalada en un inmenso barracón elíptico —Campo de Marte o de Marzo— y rodeada de magníficos jardines, dónde cada nación había levantado un edificio de su peculiar estilo. Si he de decir la verdad, la Exposición me mareaba, me aturdía, y siempre salía de allí con dolor de cabeza. Me agradaba más admirar las joyas artísticas del Louvre, del Luxemburgo o las riquezas arqueológicas del Museo Cluny. Pero mi mayor goce era presenciar las grandes solemnidades públicas, como la revista militar que pasaba el Emperador a las tropas en los Campos Elíseos. Me parece estar viendo a Napoleón III con sus bigotes engomados y su perilla, según la moda de aquel tiempo; el pecho lleno de cruces; figura en verdad poco napoleónica. También hice entonces conocimiento visual con la bellísima emperatriz Eugenia y con los soberanos europeos que fueron a visitar la Exposición, entre ellos el rey de Portugal, Don Luis I; el sultán de Turquía y el rey Guillermo de Prusia, que tres años después, derrotado Napoleón III en Sedán, se coronó emperador de Alemania en Versalles.

El resto de mi tiempo, aquel verano, lo empleaba paseándome observando la transformación de la gran Lutecia, iniciada por el Segundo Imperio. Los Bulevares Hausmann, Malesherbes, Magenta y otros de la orilla derecha, así como los de Saint Germain y Saint Michel en la otra orilla izquierda, estaban en construcción. No se veían más que derribos de barrios enteros y enormes hileras de andamios. Los progresos de esta reforma pude observarlos al año siguiente, pues el cielo benigno me deparó la inaudita felicidad de volver a París al año siguiente. Estaba escrito que yo completase, rondando los quais mi colección de Balzac —Librairie Nouvelle—, y que la echase al coleto, obra tras obra hasta llegar al completo dominio de la inmensa labor que Balzac encerró dentro del título de La comedia humana.

Con las personas que me llevaron a París volví a Madrid sin incidente notable, y en el intervalo entre este primer viaje y el segundo —1868— saqué del cajón donde yacían mis comedias y dramas, y los encontré hechos polvo; quiero decir, me parecieron ridículos y dignos de perecer en el fuego. Pasados algunos meses, reanudé mi trabajo literario, y sin descuidar mis estudios en la Universidad, me lancé a escribir La Fontana de oro, novela histórica, que me resultaba fácil y amena. Un impulso maquinal que brotaba de lo más hondo de mi ser, me movió a este trabajo, que continué metódicamente hasta que llegaron personas de mi familia para llevarme a París por segunda vez. Heme aquí viajando por etapas, ferrocarril del Norte, frontera pirenaica, Mediodía de Francia y Orleans, hasta dar fondo en la Ciudad luminosa. Esta que fue tan hospitalaria como en la etapa del 67.

Por abreviar, referiré que fuimos por jornadas cortas a través de la bella Francia hasta llegar a Bagneres de Bigorre, estación de baños en el Pirineo. Al escribir esto, surge en mi memoria una lamentable confusión. Ello es que, como también estuve en Cauterets, no sé si fue en este viaje o en anterior. Sea lo que fuere, reanudo el hilo de mi narración relatando que en el delicioso pueblo de Bagneres de Bigorre proseguí escribiendo La Fontana de oro, sin llegar a terminarla. Luego continuamos nuestro viaje a lo largo de Midi francés, llegando hasta la hermosa Provenza, Aviñón, Montpellier, Perpiñán… Aquí se embarulla otra vez mi memoria; pues recuerdo a Marsella como si la estuviera viendo.…

[Artículo] La dimisión de Bismarck, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 24 de marzo de 1890.

I

No se habla de otra cosa. En todos los círculos, desde el más alto al más humilde, este asunto capital ahoga todos los demás asuntos. No se oye más que esta frase: «Ha dimitido Bismarck. ¿Qué pasará en Europa?» Todo el mundo creía, sin duda, que el canciller de hierro es más bien una institución que una persona, y que su posición política al frente del Gobierno de Alemania, y dirigiendo el mecanismo diplomático de toda Europa, no había de concluir sino con su vida. Bismarck es viejo. Desde el 62 gobierna a Prusia, y el Imperio ha estado en sus manos desde que existió. Parecía natural que el favorito de Guillermo I acabara sus días en el palacio de Wilhelmstrasse, residencia oficial de la Cancillería. Cuando empezó a correr la noticia de que el Emperador Guillermo II prescindía de los servicios de su primer ministro, nadie la daba crédito. Como otras veces el telégrafo nos ha traído la misma historia, se creía que ahora, como entonces, obedecía la noticia a maniobras bursátiles, o que era obra del pesimismo francés. AI verla plenamente confirmada, no quedó nadie que no expusiera su opinión sobre el caso.

Alguien creía sentir en Europa impresión semejante a la que produciría la caída de un régimen o el acabamiento de una gloriosa dinastía.

¡Bismarck caído! jBismarck fuera del Gobierno! No puede negarse que la emoción ha sido grande, que los cambios de todos los países se ha presentado en baja, que han renacido los temores de que se altere la paz, que se abren las puertas de lo desconocido, y que los espíritus más sagaces no saben profetizar lo que sucederá, ni qué rumbos son esos por los cuales quiere marchar el impetuoso Guillermo II.

Ya hablé, en mi anterior crónica, de los rescriptos imperiales proponiendo la conferencia para el mejoramiento de la clase obrera y de los trabajadores de las minas. Sabido es cómo respondieron los socialistas a los proyectos reformadores del emperador: acudiendo con formidable cohesión a la lucha electoral y aumentando considerablemente su fuerza dentro del Reichstag. La conferencia de economistas convocada por el Emperador se ha reunido ya y de un día a otro comenzarán las sesiones. En medio de ella cae como una bomba la dimisión del canciller, que al dar paso tan grave en los días mismos de la inauguración de la conferencia, da a entender claramente que su desacuerdo con el Emperador se funda en la distinta manera con que uno y otro aprecian la cuestión socialista.

En efecto: Bismarck ha dicho siempre que mientras más concesiones se hagan a los socialistas, peor. El Emperador toma la iniciativa para las economías que el Canciller estima peligrosas y contraproducentes, y la discordia estalla entre ambos. El ministro quiere dejar al Soberano la responsabilidad de sus ideas contemporizadoras, y el joven Soberano, lleno de bríos juveniles y de ilusiones de gloria, toma gustoso dicha responsabilidad. ¿Qué vendrá aquí? ¡Qué fracasos? Esta es la pregunta del día; a la cual se da comúnmente esta sabia y cautelosa respuesta: «Nadie lo sabe.»

En concreto, nadie sabe nada, y es imprudente aventurar juicios sobre el camino que tomará Guillermo II, pues es muy probable que él mismo no lo sepa. La enseñanza que principalmente se desprende de la emoción producida por la retirada de Bismarck es que el gobierno personal, aún cuando sea ejercido por Monarcas tan juiciosos como los Hohenzollern, y tenga por instrumento a hombres de la asombrosa inteligencia de Bismarck, no satisface plenamente las necesidades de los pueblos modernos, porque los hombres extraordinarios no nacen todos los días; y cuando un gobernante de esa talla cesa en sus funciones, bien por muerte, bien porque se concluye su privanza, parece que el país se queda huérfano y aturdido, sin saber por donde andar.

En otros términos: el gobierno personal es una tutela, que en el caso presente resulta de las más inteligentes; pero tutela a! fin. El país descansa en la pericia y vigilancia del tutor. Pero falta éste de improviso, y todo es desconcierto, sobresalto y pavura. No pasará tal cosa en Inglaterra, país donde no gobiernan los hombres sino las instituciones, donde ningún personaje político, por grande y conspicuo que sea, es insustituible. La opinión es allí el agente primordial del gobierno: los ministros son agentes en segundo grado, simples transmisores de la fuerza que arranca de los comicios. Si faltaran allí en un sólo día, los jefes de los dos grandes partidos, y los «leaders» de todos los grupos y las eminencias parlamentarias, inmediatamente serían sustituidos, sin que la mecánica política sufriese la menor alteración.

II

Ni los más encarnizados enemigos del Príncipe Bismarck desconocen los inmensos servicios que ha prestado a la patria. Su entendimiento colosal, su agudeza, la energía de su voluntad hacen de él la figura más culminante de Europa en la segunda mitad del siglo.

Dirigía la política alemana, y era la clave de toda la política europea, por el poder inmenso que bajo su experta mano adquirió el Imperio. Ministro de Prusia desde el 62, se señaló en su primeros tiempos de mando por las luchas que hubo de sostener contra el Parlamento, reforzando el poder real. Sostenido en el mando por el entonces Rey Guillermo, contra las acometidas furibundas de los liberales, preparó la campaña de 1867, en que dió al traste con la Confederación arrancando al Austria la hegemonía de los países germánicos. La campaña de 1870, la más decisiva que existe quizá en los anales históricos, pues pocas veces se ha triunfado de un poderoso enemigo en condiciones tan favorables para el vencedor y tan desastrosas para el vencido, permitió a Bismarck poner el remate a su grande obra, creando el Imperio, mejor dicho, restaurándolo en la persona del Rey de Prusia. Los Estados alemanes confederados bajo el cetro y la espada vencedora de Guillermo I, constituyeron la potencia más grande y poderosa de los tiempos modernos, árbitra de la paz o la guerra.

El Canciller desplegó en la creación del Imperio dotes de político asombroso, de diplomático habilíimo, y aun de militar. Guillermo I le consideraba como el cerebro del Imperio. Bismarck completó su obra, fomentando la iniciativa colonial, dando elementos a la industria y el comercio para que se desarrollaran en las proporciones gigantescas en que actualmente se hallan, y por fin, para sostener la primacía de su país en Europa y asegurarse poderosos auxiliares, negoció y obtuvo la Triple alianza, con la cual Austria e Italia se hallan ligadas a la política y a los intereses germánicos.

En el gobierno interior, los procedimientos de Bismarck han sido siempre duros, autoritarios. Su carácter inflexible no sabe ceder, y está acostumbrado a que cedan los demás. A su lado no podían nacer ni desarrollarse caracteres enérgicos, porque su propia colosal energía trocaba en debilidades las energías ajenas.

Ministro de tres soberanos, su situación ante los tres no ha sido la misma. Guillermo I, que veía en

Bismarck un hombre de dotes sobrenaturales, le daba carta blanca para todo. El Emperador era el brazo, y el Canciller era la inteligencia. Jamás hubo disentimiento entre los dos, porque el consejo del Ministro tenía completamente absorbida la voluntad del Monarca.

El breve reinado de Federico III, de aquel inteligente y simpático Emperador mártir, no fué completamente favorable a la prepotencia de Bismarck. Aquel ilustre Príncipe deseaba reformar la política prusiana en sentido favorable a las ideas liberales, dar más latitud al derecho parlamentario, y preparar al Imperio para un régimen semejante al inglés. La dolorosa enfermedad de Federico, no permitió que se hiciera pública la radical desavenencia entre el Soberano y su Canciller; pero esta desavenencia existía. Cuéntase que la Emperatriz Victoria fué siempre encarnizada enemiga de Bismarck, el cual abominaba de la influencia inglesa en los consejos del desgraciado Emperador. Mientras éste vivió, la opinión señalaba al entonces Kromprinz, hoy Emperador, Guillermo II, como partidario ardiente del Canciller, y tan enemigo como éste de la influencia inglesa. De tal modo se acentuó esta creencia, que han corrido por la Prensa europea diferentes anécdotas en que se ponen de manifiesto profundas antipatías entre Guillermo y su cuñado el Príncipe de Gales.

III

A pesar de que a Guillermo se le conceptuaba tan afecto al Canciller como su abuelo, Bismarck, hombre de gran penetración y muy ducho en el conocimiento de los caracteres humanos, no debía tenerlas todas consigo respecto a la constancia del que habría de ser su amo, y hablando de él y de su impetuosa índole, dijo: «Este será su propio canciller.» La profecía se ha cumplido en daño del mismo que la formuló, y he aquí a Guillermo disponiéndose a regir el Imperio por su propia iniciativa.

La desavenencia entre el Emperador y el Príncipe de Bismarck debe ser honda y abraza diferentes puntos. Lo que parece haber sido causa inmediata de la ruptura es que el Emperador tenia camarilla, a saber, consejeros no responsables, a cuyas sugestiones obedecía para dictar providencias, cuya responsabilidad no ha querido asumir el primer ministro. Entre estas iniciativas figuran los famosos rescriptos, que a Bismarck debieron saberle muy mal.

Los personajes de la corte más señalados, entre ese consejillo irresposable y oficioso que parece influir- sobre el ánimo de Guillermo, son el doctor Hinzpeter y el general Walderzee, personas ambas de notorio talento y agudeza.

Las mujeres de ambos son celebradas por su belleza y por su influencia en la corte, aunque no hay motivo para sospechar que en la conducta del Emperador hayan tenido parte alguna, como se ha dicho, los móviles galantes.

La persona que desde el principio se indicó para sustituir a Bismarck en el cargo de Canciller del Imperio es el general von Capriví, que ha sido ministro de Hacienda, hombre de talento organizador y de vastos conocimientos científicos, pero que no tendrá de seguro en el terreno político y diplomático iniciativas de ninguna clase.…

[Artículo] Visiones y profecías, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 29 de enero de 1883.

I

He tenido la suerte de que al inaugurar estas crónicas hayan ocurrido sucesos de tal naturaleza que su significación, por lo encubierta, da lugar a ruidosas disputas y comentarios. Me refiero al viaje a España del Príncipe imperial de Alemania. Alguien ha dicho que desde Carlos V acá no ha pisado las calles de Madrid un personaje de tal magnitud, como representación del principio monárquico y del poder político. Sea lo que quiera, hay que reconocer que el hecho de esta visita carecería de importancia si no se la dieran, y muy grande, los acontecimientos de París en septiembre último, y las varias interpretaciones de la Prensa española y extranjera.

El Príncipe Federico Guillermo ha venido a pagar una visita; así lo aseguran los que no ven segunda intención en este inesperado viaje.

Pero la casa imperial de Hohenzollern ha querido cumplir sus deberes de cortesía con una precipitación que, según dicen, no responde a las prácticas de la etiqueta. El Príncipe estaba tranquilo en Wiesbaben, sin sospechar siquiera la embajada que se le iba a confiar, cuando recibió órdenes de venir inmediatamente a saludar a Don Alfonso XII. Estas prisas, la significación altísima del personaje y la particularidad de no atravesar el territorio francés para venir acá, dan carácter muy marcado, o por lo menos sospechoso, a este cumplimiento internacional, a esta caricia de la más poderosa nación de Europa.

Como en todos los actos de la afortunada vencedora de Francia, cree ver la diplomacia europea alguna manifestación más o menos encubierta del pangermanismo, al pronto se ha atribuido la visita al deseo de hacer entrar a España en la alianza austroitalogermánica. Aún no considera Bismarck que Francia está bastante aislada y quiere que haya Pirineos, pero Pirineos más altos que los que quiso abatir Luis XIV, más con la palabra que con los hechos.

Y como las combinaciones diplomáticas son, por lo misteriosas, las que dan mayor y más fácil incentivo a la imaginación de los políticos, y las que más sirven dé comidilla a la gente cavilosa, todo el mundo se echa a discurrir y a formar planes de crueles guerras, mudanzas y repartimientos, dando cortes a este pobre mapa de Europa, que ya parece que mana sangre por las infinitas puntadas, amputaciones y tijeretazos que ha recibido. La manía de construir la historia futura es tan general que difícilmente pueden los más discretos librarse de ella. El poderoso talento sintético y la sagacidad que se atribuyen a Bismarck deben de ser ya, a lo que parece, patrimonio de todos los nacidos, porque ¿cuál de nosotros, por poco versado que esté en historia contemporánea, no se cree bastante fuerte para predecir lo que pasará en Europa el año que viene, las alianzas y coaliciones que se han de hacer, las desuniones y trastornos que han de sobrevenir y, finalmente, el replanteo de fronteras? Me atrevo a invitar a mis lectores a que se rían conmigo de los profe- las de café, recordándoles que los acontecimientos más decisivos de los últimos tiempos—la guerra de 1870, la hegemonía prusiana en la Europa central, la unidad de Italia, la destrucción del poder temporal del Papa, la revolución de España, su restauración misma en nuestro país—, han venido como de sorpresa, contra los cálculos de los que pasaban por más sagaces.

¿Qué pasará ahora? Hay un malestar inexplicable que es como el pesado bochorno que precede a los terremotos. La conflagración europea está próxima. Preparémonos.

Para saber lo que va a resultar de la guerra que amenaza a Europa, bástanos tener oídos y oír: «El primer cañonazo suena de la parte de Oriente. Las tres naciones aliadas han roto el fuego contra Rusia. El turco se estremece en su rincón de Europa no sabiéndo a qué santo o a qué Santón encomendarse. Cuando aún no ha vuelto de su asombro este desdichado, le gritan: «a Constantinopla», mas no para realizar, dándosela a los rusos, el sueño dorado y el testamento de Pedro el Grande, sino para añadir un remiendo más al abigarrado imperio danubiano. Como es muy probable que Francia, al ver a sus enemigos tan entretenidos en Oriente, les ataque por el Rhin, nosotros los españoles somos encargados de poner en un aprieto a nuestros vecinos, atacándoles por nuestra frontera. Los Pirineos, como los Alpes, responderán con ecos de guerra al tumulto de los Balkanes, y mientras allá sucumbe Turquía, y Rusia es empujada hacia el Asia, en Occidente resonará el Finis Galliae. Suponiendo que las cosas pasen tan fácil y sencillamente como se dice en cualquier suelto de periódico, vendrá inmediatamente el reparto del botín. Atención: «Alemania se redondea con la Polonia rusa, y además toma del Austria la Bohemia, la Galitzia y todas las provincias tudescas. Compensa estas pérdidas el imperio austrohúngaro con la adquisición de la hermosa Bizancio, codicia eterna de sus vecinos, y aun puede desprenderse del Trentino y del Tirol en favor de Italia. Esta arrebata a Francia su Niza y la Saboya, y a nosotros, los buenos occidentales que hemos coadyuvado a los planes de la triple alianza, nos dan, en pago de nuestros servicios, el Rosellón y Portugal.» A los autores de estas bonitas combinaciones de ajedrez, se les suele olvidar una pieza importante, y en el caso presente se han olvidado de la acción de la más astuta, la más vigilante y la más atrevida y quizá la más poderosa de las entidades europeas, Inglaterra, que en todas partes se encuentra y a todos los campos puede acudir con sus enormes armamentos por el ancho camino de los mares.

Por lo que a nosotros toca, una frase de Martínez de la Rosa, resucitada ahora con mucha oportunidad, expresa admirablemente cuál debe ser la conducta de España si son ciertas las sugestiones germánicas para hacerla entrar en la alianza: Amistad con todos, intimidad con nadie. En esta materia el buen sentido ha prevalecido aquí, cosa muy rara, pero evidente y lisonjera. Nuestra posición geográfica en Europa parece que nos marca la neutralidad como condición eterna de nuestra política exterior. Y por grandes que hayan sido nuestros progresos en los últimos años, no hemos adquirido las fuerzas necesarias para tomar parte en estas contiendas, ni nos hacen falta aumentos de territorio, porque en nuestra propia casa lo tenemos de sobra.

Pero si todos estamos conformes en no ofrecer ni un soldado ni una peseta a las furibundas ambiciones y rencores de la Europa central, la visita del príncipe alemán y los sucesos de París han producido aquí vehementes escisiones dentro de la esfera platónica de las simpatías por una u otra raza. A la hora presente todos los españoles somos galómanos ardientes o furiosos germanófilos. Disputamos calorosamente en público y en privado, en la Prensa y aun en los círculos estrechos de la amistad y de la familia sobre cuál de las dos naciones continentales excede a la otra en riquezas, en nervio, en cultura, y sobre cuál ha dado a la humanidad mayores frutos de civilización en ideas y hombres.

Vemos con gusto a personas, que siempre tuvieron pocas amistades con los libros, acudir ahora a las bibliotecas, revolver páginas, extraer citas, datos y argumentos en historias y enciclopedias. Nuestro temperamento pesimista y la vieja costumbre de desenvolver en la polémica la táctica ofensiva, es causa de que los disputadores, antes que de allegar argumentos favorables a la defensa de lo que estiman mejor, se cuiden de recoger y arrojar toda la ignominia y todo el desdoro posible sobre la parte contraria.

«¿Qué es Francia?—dicen algunos—. El país de la vanidad y del chauvinismo, o sea patriotismo cursi, defectos ambos que la llevan rápidamente a la decadencia. Su desprecio de todo y su desconocimiento de las fuerzas de sus enemigos lleváronla a la catástrofe de 1870. Hoy, la populachería de la revancha, aleja más cada día las probabilidades de recuperar el puesto perdido, y gasta sus fuerzas en declamaciones y en bravatas de mal gusto.

»Es, además, la falseadora de todos los principios, católica sin fe, republicana con hábitos monárquicos, anarquista y militar. Abusando de su papel de propagandista y de mediadora de las ideas, desfigura y corrompe cuanto toca.

»Ha escarnecido la religión, ha encanallado el poder, ha envilecido el arte. Habiendo matado el ideal por asfixia ha puesto en su lugar un dios de oro, a quien rinden homenaje todos los vicios. Los vínculos de la familia cristiana han quedado en su territorio reducidos a ridicula fórmula. No hay ya familia; hay sólo hombres y mujeres. Las liviandades organizadas en su capital dánle aún prestigio mentiroso, que arranca de las debilidades de los innumerables estúpidos y viciosos que hay en el mundo. La higiene y la policía del continente exigen que se desinfecte esa zona de Europa, centro y foco de tantos errores y vicios. Lo peor es que este gran enfermo padece, además, una locuacidad calamitosa y una insolencia incurable. Pudriéndose no cesa de amenazar, y muriéndose perdona la vida de todos los que lo rodean. Su riqueza no es un síntoma de vida; es, por el contrario, la calentura que le abrasa.»

II

Veamos ahora la contraria.

«¿Qué es Alemania? País de usurpación, formado de naciones que agrupó el látigo y ató el miedo; raza tosca, brutal, mal alimentada, cuyo ideal de preponderancia europea es un delirio estúpido, que se desvanecería si renunciara al uso inmoderado de la cerveza. Tiene por cabeza una especie de Tarnerlan, Emperador, Rey, Papa luterano, que afianza su trono en la ceguedad de su pueblo, y que se rodea de una pompa militar y palatina más propiamente asiática que europea.…

[Artículo] El hijo del Ganges, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 27 de julio de de 1884.

I

Son enormes los trastornos que la aparición del cólera en Europa ha producido en todos los órdenes de la actividad. Hasta ahora, Francia es el único país invadido; pero las consecuencias las sufre toda Europa, y a nosotros nos afecta el mal en primer término por la paralización de nuestras relaciones mercantiles con aquel país. En esfera más baja, aunque no despreciable, los trastornos son también grandes. Una parte no pequeña de la sociedad española se ve privada de los viajes a Francia, costumbre que venía a ser, para muchas personas, como una imprescindible función de la vida. Da dolor ver cómo están condenadas al calor de Madrid las interesantes personas que han sido, en los años anteriores, el mejor ornamento de Biarritz o de San Juan de Luz. Los biliosos, los hepáticos y los que padecen rebeldes dispepsias, tienen que contentarse con saludar a Vichy desde la parte acá del Pirineo.

Según dicen, la elegante villa de Pau y el fastuoso puebiecillo de Arcachón están vacíos. En toda la región Pirenaica se echa de menos la inmigración española, que tan buenos dineros dejaba. Los franceses truenan además contra las cuarentenas y los acordonamientos que ha establecido nuestro Gobierno; pero, |qué le hemos de hacer! Es ley eterna la conservación, y las naciones la acatan como los individuos, apelando para obtenerla en este caso a recursos tan poco eficaces, al decir de muchos, como las cuarentenas. Va cundiendo la idea de la inutilidad de las medidas sanitarias en los puertos, pues, generalmente, parecen no tener más objeto que molestar a los pasajeros, vejar al comercio y extraer de aquéllos y de éste fuertes sumas destinadas a dar de comer a una multitud de médicos que no tendrían nada que hacer si no existieran las plazas oficiales en los lazaretos y Juntas de sanidad.

Entretanto, aquí no se habla más que del famoso microbio, origen y simiente de la temida enfermedad, ser tan pequeño como maligno, que unos tienen por vegetal y otros por animal. Sea lo que quiera, el tal es de lo más malo que la divinidad ha echado a este mundo para castigo de nuestras culpas. No acabaría nunca si reseñara aquí todo lo que en este mes se ha escrito en la prensa española y francesa acerca de las condiciones biológicas del tal ser, de cómo se propaga, de los medios y elementos que son más favorables a su desarrollo. No sólo han hablado las lumbreras de la ciencia, sino también las medianías, y tras éstas han venido también los charlatanes y curanderos explicando a su manera la naturaleza del microbio y ofreciendo que acabarán con él en menos que canta un gallo.

II

Un sabio alemán, el doctor Koch, que estudió el cólera en Alejandría el año pasado, que pasó después con el mismo objeto a la propia cuna de la epidemia, el delta del Ganges, ha visitado últimamente las ciudades de Marsella y Tolón, observando diversidad de casos, haciendo autopsias y estudiando el mal con todos los medios que hoy ofrecen la histología y la química. Las conferencias de este eminente profesor han sido transmitidas por telégrafo a toda la prensa de Europa, y luego publicadas íntegramente. Son, a la verdad muy interesantes, aunque no de una novedad completa. La opinión de que el microbio se propaga por las deyecciones de los coléricos, y de que la humedad favorece su desarrollo, viene dominando en las escuelas médicas desde las primeras invasiones del cólera en Europa. Los desinfectantes recomendados por Koch son, con corta diferencia, los mismos que se han empleado hasta hoy. El célebre doctor francés M. Pasteur ha combatido algunas de las aseveraciones del alemán, y como ambos son notabilidades en su ciencia y gozan de grandísima nombradía, no sabe uno a qué carta quedarse. De lo que uno y otro han dicho, viene a deducirse que estamos donde mismo estábamos, y que lo mejor será pedir a Dios con toda nuestra alma que aparte de nosotros al tal microbio, porque si viene mientras se ensaya contra él este o el otro sistema, diezmará nuestras poblaciones, y cuando se marche, fatigado de tantos estragos, nos quedarán dos cosas igualmente lastimosas: un montón de cadáveres y otro montón de folletos sobre patología colérica. Aparte Dios de nosotros el doble azote de la epidemia y de la pedantería médica.

Es un consuelo para nosotros, en las circunstancias presentes, el considerar que las invasiones coléricas que hemos sufrido desde 1835 han sido cada vez menos enérgicas. La del 65 fué más benigna que la anterior, y hay motivos para creer que la presente, si al fin y por desgracia es un hecho, hará menor número de víctimas que las precedentes. Las epidemias, por lo visto, sienten también su decadencia, como las razas reales y aun las plebeyas, lo cual sería un gran consuelo para la humanidad si la historia no nos enseñara que tras el acabamiento de una peste viene la aparición de otra, así como en distinto orden de cosas, la extinción de una tiranía suele coincidir con el nacimiento de otras nuevas no menos calamitosas, llámense populares o autocráticas.

III

Hemos visto al cólera recoger la terrible herencia de las antiguas asoladoras pestes y hemos visto a las oligarquías recogiendo el azote de las heladas manos del absolutismo. Váyase, pues, lo uno por lo otro. Debemos siempre creer que el progreso no se desmiente y que estamos mejor que estábamos, verdad que es forzoso admitir aunque no sea sino como una defensa contra la desesperación. Y debo hacer constar que una eminencia médica, cuyo nombre no recuerdo, ha sostenido esta misma idea en el caso concreto de epidemia que estamos esperando. El tal sabio llega, en su optimismo, a asegurar que el cólera es bueno. Según dicho señor, nos trae el incalculable beneficio de descargar a la humanidad de todos los individuos débiles y raquíticos y de los ancianos y valetudinarios. Además, después de un período epidémico, hay siempre una salud inmejorable, la cual dura largo plazo; hay también buenas cosechas, lo cual parece significar que el microbio se lleva consigo todo lo insalubre e intoxicante que hay en la atmósfera, limpiándola por mucho tiempo. Nos trae el beneficio, según la tal eminencia, de aligerar la población allí donde es excesiva y de favorecer su ulterior desarrollo con gran lozanía, pues ha observado (me refiero siempre al sabio cuyo nombre no recuerdo) que después de las invasiones hay un número considerable de nacimientos, y en ambos sexos una tendencia poderosa a contraer matrimonio. Para que el cólera fuera un encanto no le faltaba más que añadir a estas ventajas la de extender sus caracteres de selección al orden moral, espurgando a la humanidad de todo lo malo, hiriendo no sólo a los débiles y raquíticos, sino también a todos los perdidos, vagos, tramposos, a los conspiradores de oficio, a los adúlteros de ambos sexos y, en suma, a todos los que no sirven más que para estorbo. La experiencia, ¡ay!, dice que no debemos esperar del microbio ningún acierto en la elección de sus víctimas ni en el orden moral ni en otro alguno, pues no es cierto tampoco que escoja sus victimas entre los cacoquimios y ancianos inútiles. Aunque así fuera, las familias seguramente no habían de conformarse con las intenciones benéficas que el tal doctor quiere atribuir al hijo del Ganges. Lo repito: roguemos a Dios que no venga y dejemos a los médicos que discutan todo lo que quieran. Tan contradictorias son las opiniones de éstos sobre la manera de curarlo, que si ahora nos viéramos acometidos de tan terrible mal, no sabríamos si combatirlo por la vía húmeda o por la ígnea.

¿Las lociones internas y externas nos salvarían? ¿Obtendríamos este resultado administrándonos una temperatura de cien grados, como recomienda otro célebre doctor, de cuyo nombre tampoco me acuerdo? Entre la estufa y la hidroterapia, ¿cuál,será el mejor sistema? ¿Será más eficaz la homeopatía? ¿Huirá el microbio ante el glóbulo o ante el calor? ¿Le ahuyenta el oxígeno o el ázoe? Hay quien dice que siendo el cólera la vegetalización de nuestro ser, nos conviene asimilarnos todo el nitrógeno que podamos, para lo cual conviene vivir entre animales putrefactos, o en las cercanías de los mataderos… Lo dicho…, lo mejor es que no venga por acá, pues de lo contrario, hará victimas alopática y homeopáticamente, por el sistema vegetativo y por el animal, y unos perecerán en las agonías del ensayo de la estufa, otros entre los retortijones producidos por el agua helada. Los esfuerzos de la patología moderna, con ser tantos y tan meritorios, dirigidos por verdaderas eminencias (tengo buen cuidado de descartar aquí a los charlatanes) no han conseguido aún arrancar la máscara con que cubre su faz el espantoso verdugo asiático.

[Artículo] Intereses civiles y eclesiásticos, de Benito Pérez Galdós

Madrid, 15 de agosto de 1884.

I

Tiempo hace que nuestro Municipio tiene proyectada la construcción de una gran Necrópolis. Esta gigantesca obra no se ha realizado aún más que en parte. Un vasto campo de inmejorables condiciones para el objeto ha sido dispuesto para recibir los despojos de la vida humana. Se le llama cementerio de epidemias, y como ahora estamos amenazados del cólera, nuestro ministro de la Gobernación dispone que desde el 1.°de septiembre se cierren todos los cementerios enclavados al Norte de la población y comiencen en la misma fecha las inhumaciones en el camposanto municipal, situado en término de Vicálvaro.

Es de suponer la polvareda que esta Real orden levanta en el gremio eclesiástico fúnebre, es decir, entre los individuos que componen las sociedades comanditarias de los antiguos cementerios, llamadas sacramentales no sé por qué. La Prensa ultramontana truena contra el Gobierno, éste se mantiene firme y acude al cardenal primado de las Españas rogándole que bendiga el nuevo cementerio, con cuya bendición las empresas de los antiguos recibirán el golpe de gracia.

Como se comprende, en esto de la bendición estriba todo, y ella es la clave del conflicto. Porque si el nuevo camposanto no es bendecido, las sacramentales triunfan y tienen asegurado su monopolio por un plazo largo, por lo menos hasta que las naciones católicas entren resueltamente en la vía de la secularización.

¿Bendecirá la eminencia o no bendecirá? Esta ha sido la pregunta de cajón durante los últimos días. Tranquilizáos, almas timoratas. El cardenal primado está dispuesto a bendecir, en nombre de la Iglesia, todas las necrópolis habidas y por haber… con ciertas condiciones, en lo cual prueba su alta perspicacia. No pide nada el ilustre purpurado en gracia de Dios, no pide más sino que el nuevo cementerio sea cedido a la Iglesia, para que continúe en él la explotación ejercida en los antiguos. ¡Y para éste ha gastado la villa de Madrid cuatro millones!

La cuestión, agitada diariamente en la Prensa, llegaría a agravarse si el Gobierno y el cardenal, deseando una transacción, no hicieran esfuerzos por reconciliar lo civil y lo eclesiástico en este embrollado asunto. Es la cuestión secular, la cuestión histórica, siempre planteada y jamás resuelta, que surge en todos los actos de la vida humana y parece agudizarse en la conclusión de la vida misma, en presencia de los pavorosos problemas de ultratumba.

No siendo posible su acuerdo perfecto, celebrare- naos que al fin se entiendan el poder civil y el eclesiástico, estableciendo un modus vivendi entre la muerte y la religión. Muchos creen que el resultado de la contienda entre el Municipio y las Sacramentales será el encarecimiento de las sepulturas. «Aquí—decía hace poco un diario—ya sólo podrán morirse los ricos», y otro: «Sólo faltan quince días Para poderse morir barato.»

En Madrid, a pesar de las vacaciones, no es todo calma, y ha sobrevenido una cuestión que, aunque sin consecuencia por el momento, tiene gran importancia. La cuestión de los cementerios plantea de nuevo el peligrosísimo y siempre temeroso problema de la lucha entre el poder civil y el eclesiástico. Tenemos en Madrid unos doce lugares consagrados a soterrar los muertos. Muchos de estos cementerios han quedado, con el ensanche del caserío, comprendidos dentro de la población, poniendo en peligro la salud de barrios muy extensos y contraviniendo los más elementales preceptos de la higiene. Pertenecientes a poderosas sociedades clericales. estos cementerios se han defendido durante mucho tiempo de la invasión reformista. Han sido y son un pingüe negocio. ¿Cómo resignarse a la ruina, abandonando la explotación cadavérica?

[Artículo] Un duelo científico, de Benito Pérez Galdós

Santander, 8 de octubre de 1884.

El doctor Letamendi, profesor de nuestro Colegio de Medicina de San Carlos, es un sabio de mucho ingenio, hombre dotado de múltiples aptitudes y abrillanta su saber inmenso con los resplandores de una imaginación viva. Todos reconocen en él un teórico de primer orden. Sus lecciones son el encanto de la juventud escolar, porque posee un don de amenidad que es muy raro en las inteligencias que se ejercitan en ahondar los problemas científicos. Es catedrático de patología general, y Dios sabe cuán selecta ha de ser la inteligencia que acierta a exponer esta ciencia deshojándola de su natural avidez y haciéndola simpática y amable a la juventud. Posee Letamendi, además, fácil y elegante palabra y el arte de exponer en un grado de perfección tal, que sería imposible hallar quien le supere, y seguramente serán pocos los que le igualen. Por último, sabe sacar del pedernal de la ciencia, con mano poderosa, chispas de poesía y establecer admirables síntesis de esas que acusan, en la inteligencia que las produce, o bien la existencia del Deus in nobis, o bien un trato frecuente con las creaciones del arte. Y en efecto, l.etamendi es artista, mejor será decir poeta en el sentido vasto y amplio de esta palabra, desvirtuada por su rutinaria aplicación a los individuos que hacen versos; es también músico y, por fin, no hay rama del arte a que no llegue más o menos su famosa erudición. Conversando, encanta; porque es ligero y profundo a la vez, paradógico y exacto, ameno e instructivo, médico y filósofo, hombre de mundo, poeta, estudiante curioso y maestro infatigable.

Pues bien: en los días en que más viva estaba entre nosotros la preocupación del cólera y de los cordones sanitarios, apareció en la prensa una larga y erudita carta del sabio profesor de San Carlos, exponiendo el resultado de sus experimentos sobre los microbios, resultado bien desconsolador ciertamente para la humanidad, pues de él se desprende que los vacteridios que producen nuestras enfermedades resisten a todos los medios de destrucción conocidos, o lo que es lo mismo, que la teoría de la desinfección es falsa, y que esos organismos microscópicos que tantos daños nos causan resisten perfectamente los medios destructores que contra ellos emplea la química.

Letamendi ha hecho sus experimentos en el bacterium termo, el diplococus cadavéricus, el vacteridio carbuncoso, el diplococus de los puercos, el bacillus phimatógenus o de la tisis y el bacterium ureo, individuos todos que en mayor o menor grado viven en nuestra intimidad, a veces dentro de nuestro organismo, seres que instantáneamente se reproducen por millares de millones, y que seguramente acompañarán a la humanidad mientras exista y vivirán en el seno de la vida orgánica, hasta que toda ella espire en brazos del tiempo.

Digamos, antes de seguir adelante, que no todos los microbios son dañinos. Con estos seres, que ahora están dando tanto que hablar, pasa como con los ángeles; es decir, que los hay buenos y malos: unos, criados para ofendernos y llevarnos a nuestra perdición; otros, para apartar de nosotros mil peligros, velar por nuestra salud y purgarnos de influencias nocivas y pecaminosas. En todos los líquidos de nuestro cuerpo nadan, haciendo graciosas curvas, infinitos seres de esta clase, cuya misión es perseguir las sustancias nocivas que pudieran inficcionar dichos líquidos. Hacen papel semejante al de los gorriones limpiando los campos de la destructora oruga. Si estos tales microbios, a quienes desde luego daremos el nombre de amigos, perecieran, moriríamos instantáneamente. Ellos son nuestros defensores de la misteriosa lucha entablada en las profundidades de lo infinitamente pequeño. Nuestro cuerpo es su campo; ellos nos lo defienden, al paso que realizan las condiciones de su vida.

Pero volvamos al laboratorio del doctor Letamendi, donde aguardan, prepárados para la observación, un verdadero rebaño de diferentes tipos de microbios.

Es impropio el término rebaño, pues parece resuelto ya por la ciencia que las bacterias no son animales, sino vegetales bien definidos, plantas elementales dotadas de movimiento y pertenecientes a la familia segunda del orden primero de las algas, las cuales forman a su vez la clase segunda de las Fhallo phytas.

La primer arma con que Letamendi ataca estos organismos es el ácido fénico, desinfectante, que, según él, ha venido a ser una religión, por el fervor con que algunos le usan y la fe que se tiene en sus resultados. Los microbios o bacterios no parecen afectados por la presencia del fenol en el medio en que viven; antes bien: creeríase que lo recibían con cierto alborozo a juzgar por la rapidez y continuidad de sus movimientos.

Diferentes soluciones del mismo benol dan el mismo resultado. Después se les ataca con el Timol, el ácido salicílico, el alcohol alcanforado, la cal, y nada: los microbios continúan vivos y más ágiles que nunca.

Pero el hombre, soberano de la creación, dispone de medios poderosos para destruir a los seres inferiores, y auxiliado de la química, va a ensayar contra ellos reactivos y soluciones que sembrarán el exterminio en las zonas habitadas por esta insolente familia menuda, que por un momento se ha burlado de la supremacía del hombre sobre todo lo creado. Contra los bacterios, prepara Letamendi la lejía de sosa cáustica y banilla, el ácido pirogálico, el amoniaco, el sulidrato amónico puro, el sulfato ferroso al 30 por 100, substancias que para el organismo humano serían mortales de necesidad. Manos a la obra, o hablando en términos más guerreros: ¡Santiago y a ellos!

¡Desilusión! Los microbios no sufren nada con estos ingredientes mortíferos, y no parecen afectados en lo más mínimo. Ni se altera su existencia ni aun disminuye la alegría de que están poseídos, alegría que es el mejor síntoma de una excelente salud y que se manifiesta en incesantes ondulaciones y movimientos natatorios. ¡Misterios de lo infinitamente pequeño!

Esas sustancias que destruyen los tejidos de los seres superiores y acaban irremisiblemente la vida,

son agua de rosas para estos pequeñísimos individuos, de guerra continua; el sabio micrófago inventa y prepara nuevos reactivos, y los aplica; observa con ansiedad el campo del microscépio esperando por momentos ver algún enemigo derecho y sus ágiles cuerpos inmovilizados ya por la muerte. Pero, ni por esas. El sulfato de cobre, la esencia de trementina pura, el cloruro mercúrico o sea sublimado corrosivo los deja en el mismo estado, es decir, vivitos y coleando.

El doctor hace constar que algunos de estos reactivos, lejos de matarles, les excita más, produciendo en ellos un estado que no sería aventurado comparar al estado de embriaguez, expansiva en los organismos superiores. Quiere decir que con las más mortíferas sustancias, esos señores microbios lo que hacen es achisparse y ponerse locos de contento. De modo que echarles sublimado corrosivo es para ellos como si les convidaran a champagne.

Siguen luego los experimentos con ácido bórico y con el ácido pícrico y con el cianuro potásico. El resultado es el mismo. No mueren los malditos, y por el contrario se muestran satisfechos y más ágiles y con más ganas de divertirse, de comer y de multiplicarse.

Cada experimento es una nueva orgía para los tales.

Lo que desean es que les echen nuevas substancias

para embriagarse más y hacer chacota de las alquimias humanas que en este caso van resultando tan ineficaces como la espada de Bernardo. El picrocianuro potásico, el pícrato de amoníaco puro, el permanganato de potasa y el ácido arsenioso producen el mismo resultado. Muchas de las soluciones indicadas son, según dice el mismo Letamendi, horrendamente mortíferas. Pues ellos siguen tan frescos; por último, se hace el experimento con agua regia o sea, ácido súdrico y clorídrico por partes iguales, el líquido más conocido y destructor que se conoce pues lo mismo ataca el oro y el platino que los tejidos orgánicos.

¡Inconcebible tenacidad de la vida de aquellos condenados seres microscópicos! ¡A los quince días de ser bañados en agua regia, continúan no sólo vivos, sino disfrutando de una excelente salud, consagrados a las ocupaciones habituales cual si se hallaran en su más adecuado elemento, nadando, ondulando, moviéndose sin cesar y aumentando considerablemente la familia, esa familia por demás venturosa, pues por nadie ni con nada puede ser destruida. Resueltamente el microbio tan pequeñito, tan misterioso, tan indefinido, planta, animal o lo que sea, puede decir: «Sólo Dios puede matarme.» El hombre, con ser lo mejorcito de la creación, no puede decir otro tanto.

Pero aguardemos la última experiencia, que se verifica con el nitrato de plata. Por fin llega el caso de observar alguna modificación en la manera de ser de los señores microbios; pero lo esencial de su existencia permanece inalterable. La modificación es perfectamente superficial y consiste en que se han vuelto negros porque la plata, reducida por la luz, se combina con la cutícula o piel de los microbios, y de aquí esa apariencia de mandingas que en nada influye en su agilidad y buenas disposiciones. A los veinte días de prueba, nadaban en el nitrato de plata como en el baño más delicioso.

En vista de estos hechos, el doctor Letamendi pregunta a sus colegas si tienen fe en los desinfectantes, si creen en la eficacia del procedimiento abortivo tratándose de epidemias, y en las fumigaciones y demás recursos preventivos. Si los hechos observados por el reputado profesor son ciertos, la desinfección curativa o individual es imposible, y en cuanto a la desinfección preservativa aplicada a los objetos llamados contumaces no queda más que un recurso: la cremación.…

[Artículo] Colonias africanas, Benito Pérez Galdós

Madrid, 20 de octubre de 1884.

I

La Conferencia de Berlín, convocada por Alemania sobre los asuntos de África, ha despertado entre nosotros algún interés, aunque no tanto como merece. Invitada España a asistir a ella con voz y voto, más nos hemos ocupado de la persona que ha de representarnos que de los delicados puntos que se han de tratar y del criterio que debemos sostener en ella. Tenemos en África importantes posesiones; mas nuestro abandono es tal, que apenas se conoce allí nuestra nacionalidad, como no sea por los colores de la línea que la marcan en las cartas geográficas. Los asuntos interiores absorben de tal modo nuestras fuerzas y nuestra atención, que apenas nos ocupamos de nuestras colonias de Guinea, como no sea para nombrar unos cuantos empleados que van de tiempo en tiempo allá a consumirse de fiebre sin tener nada que hacer. El escaso comercio de aquellas regiones se hace con bandera inglesa, y, hace poco, la alemana ha empezado a ondear por aquellos mares. Es que Alemania, nación pletórica en poder y actividad, «necesita explayarse y llevar a regiones distantes su industria y su actividad fecundísima. Para esto le falta lo que a nosotros nos sobra, colonias, es decir, terreno. Esta nación no ha sido marítima, sino en tiempos recientes. Jamás tuvo tampoco Corteses ni Pizarros. Hoy, necesitando su imperio colonial y no habiéndolo heredado de sus mayores, se lo proporciona por los medios que le ofrece su poder presente y el respeto que infunde su nombre a grandes y pequeños. No hace mucho tiempo que nos sorprendió con la ocupación de la desembocadura del río Camarones y costa contigua. En esta región hay terrenos elevados y salubres, abundantes ganados, grandes mercados de marfil, comunicaciones fáciles. Para anexionarse este territorio, Alemania ha empleado un tacto exquisito. El canciller confió esta delicada comisión a Nachtigall, asistido del célebre viajero Prohlls.

La legitimidad de esta ocupación es tan problemática, que a ser Alemania una nación débil, no habría tardado mucho tiempo en irse, como vulgarmente decimos, con la música a otra parte. Pero nadie ha puesto estorbos al acto. Y, verdaderamente, ¿qué fuerza moral han de tener para defender sus derechos territoriales, naciones que sólo fundan éstos en la historia y no han sabido sancionarlos con la ocupación material y el comercio? Tales derechos, si se sobrepusieran a lo que muchos llaman usurpación, serían un estorbo al progreso y retardarían la civilización de ese inmenso y riquísimo continente.

El objeto de Alemania al iniciar la Conferencia es asegurar sus fáciles adquisiciones de territorio en la costa africana, hacerlas reconocer por las potencias cuya bandera ondea en aquellas regiones, y, principalmente, presentarse ante Inglaterra con humos de importancia colonial, como anunciándole la probable creación de un imperio africano que contrapese en lo futuro la grandeza de ese Indostán inglés, que es una de las mayores maravillas de la historia contemporánea.

El programa aparente de la Conferencia es establecer un criterio fijo en materias de ocupación de países salvajes, partiendo del principio de que sin la ocupación material los derechos históricos prescriben y caducan irremisiblemente. Tratárase además de una cuestión íntimamente ligada con esta que es la navegación y comercio del Congo, que, según la historia, es un río portugués, y ahora parece que es de todo el mundo, menos de nuestros vecinos. La cuestión del Congo, donde hoy comercian alemanes, ingleses y franceses, trae consigo la cuestión del Niger, donde Inglaterra campa como señora hace mucho tiempo, sin temor a las Conferencias. Anunciada la de Berlín, Inglaterra le puso muy mala cara. Poquito a poco los hijos de Albión se iban comiendo la mitad del Africa sin que nadie se apercibiera de ello, y esto de la Conferencia era publicidad, discusión, luz y descubrimiento de estas oscuras conquistas de nuestra época, obra del tráfico astuto más que de la guerra. Y como a los ingleses no les podía gustar que Alemania aspirase a tragarse una parte de aquel continente que ellos quisieran para sí todo entero, pensaron que la Conferencia no podía dar de sí nada provechoso a los fines de la omnipotencia británica. Creyóse al principio que con no asistir Inglaterra a la reunión diplomática ésta fracasaría; pero el retraimiento de la gran nación colonial no se ha confirmado. Inglaterra va a Berlín, y no será aventurado afirmar que su gran experiencia de estos asuntos y su genio inmenso en materias de colonización triunfarán de la diplomacia, y en los protocolos que de allí salgan, Inglaterra, como en los mares, sabrá triunfar siempre y alzar su pabellón sobre las tempestades.

II

¿Y cuál será la suerte de Portugal en estos líos? ¿De Portugal, a quien la ciencia geográfica debe tanta parte de sus conquistas? Si España es la madre de América, Portugal es la madre de Africa. Escrita está en lengua lusitana la historia de este continente, como lo declaran los nombres de sus ríos, de sus costas, de sus islas. De la misma manera, toda la Geografía americana habla el castellano del siglo XV, desde California a la Tierra de Fuego. ¡Y Portugal, cuyos grandes navegantes descubrieron, exploraron, demarcaron y dieron nombre a estas tierras, está destinada hoy a presenciar pasivamente cómo son menospreciados sus derechos, cómo sus territorios son usurpados por asociaciones de ávidos comerciantes, y cómo, en fin, hasta los nombres de bautismo, que declaran el abolengo lusitano de las más bellas porciones del Africa, son borrados del mapa para sustituirlos con impronunciables y antipáticos términos sajones!

De cualquier manera que se considere, esto es injusto. La incuria de nuestros vecinos, como la nuestra, debe tener correctivo; pero no el desproporcionado castigo de un despojo absoluto.

Aquí se ve que la fuerza es, aún en estos tiempos de progreso, el único derecho eficaz en los destinos del mundo. Somos débiles, no digamos más. Nuestros derechos quedan reducidos a cero con esta secreta y decisiva afirmación. Somos débiles. Hoy, como en tiempos de Carlos V, el débil no tiene nunca razón; el fuerte lleva en su espada la antorcha que esclarece todas las dudas en materia de posesión. Alemania, omnipotente por tierra; Inglaterra, poderosísima en los mares, sintetizan el moderno jus: ellas son el alfa y el omega de la historia contemporánea. Nuestra única esperanza es que estos dos colosos incurran en la tontería (no es la primera vez que los colosos flaquean por este lado) de ser rivales: que Inglaterra tenga celos de las ambiciones coloniales de Germania; que ambas se pongan de punta, y nos den, en la tierra o en el mar, el espectáculo delicioso de uno de esos duelos titánicos en cuyo desenlace, como en el gracioso combate del cuento andaluz, no quedan más que los rabos.

Pero si se ponen de acuerdo y marchan unidas, pronto veremos que la preponderancia del principio sajón será decisiva en el mundo, y que aun los más autónomos nos veremos iasensiblemente arrastrados a una situación dependiente y subalterna, recibiendo leyes de los más fuertes en lo político y en lo comercial. No sólo perderemos poco a poco nuestras colonias, sino que de una manera insensible nos iremos convirtiendo en algo conquistable y colonizable para provecho de ellos. El protectorado industrial en que ya nos tienen con la formidable arma de la hulla, se irá trocando poco a poco en dominio de otra clase, y los que hoy somos consumidores y parroquianos, llegaremos quizá, por la fuerza de las leyes físicas, a ser verdaderos súbditos.

III

Quizá sea esto exagerado, pesimismo; pero vivamos prevenidos. Esperemos nuestro remedio de vigorosa resurrección del espíritu ibérico, en el sentido más amplio que se pudiera imaginar. Apartemos los ojos de nuestras estériles contiendas, y reconozcamos la fuerza intrínseca que aún atesora nuestra raza. Aprovechemos esa fuerza y no la dejemos perder. Ante todo, tengamos conciencia de nosotros mismos, sumémonos, en una palabra, reunamos, en una cifra, a todos los que hablan las dos lenguas ibéricas, y veremos que somos una falange de ochenta millones de seres. Esta simple operación aritmética ya nos infunde ánimos. Lo primero que se hace en presencia de un enemigo es medir la propia fuerza. Hemos medido la nuestra y hemos hallado que no es nada despreciable.

Después de saber cuántos somos, averigüemos si somos capaces de tener un ideal común.