[Cuento] Tertulias de «El Omnibus», de Benito Pérez Galdós
Tertulia de El Ómnibus. Interlocutores: Yo y mi criado Bartolo.
La escena pasa en mi cuarto.—Es de noche, y mi respetable persona dormita en una butaca a la luz de una lámpara de belmontina.—Óyese tocar a la puerta.
YO.— ¡Eh! ¡Bartolo!
BARTOLO.— ¡Señor!
YO.— ¿No oyes que llaman? Abre ese balcón y mira.
BARTOLO.— (Abriendo el balcón) Señor,… si está oscuro como el teatro
en noche de función.
YO.— ¿Y el alumbrado?
BARTOLO.— Cuando la luna sale un poco tarde suprimen los faroles y nos dejan a la luna de Valencia.
YO.— El resultado es que no ves.
BARTOLO.— Ni pizca.
YO.— Bien: baja y abre.
BARTOLO.— ¡Es que…!
YO.— ¿Tienes miedo? Vaya, sería chistoso, un mocetón como un castillo, gordo y rollizo.
BARTOLO.— Pues cabalmente por eso es el miedo… por lo gordo y lo rollizo.
YO.— Ahora sí que no lo entiendo.
BARTOLO.— Es que, se dicen unas cosas… que… vamos… y luego como uno es así… tan inocentón.
YO.— Vaya una doncella.
BARTOLO.— No señor, que soy doncello.
YO.— Ea, anda con dos mil de a caballo, si no quieres que tome un palo y te mida las costillas.
BARTOLO.— Si usted mide como ciertos tenderos no será muy larga la medida.
YO.— (Enarbolando un bastón) ¡Tunante! (Momento de silencio).
(Bartolo baja y sube con una carta que me entrega)
BARTOLO.— (Abriéndola) Es una carta del editor de El Ómnibus ¿Sabes tú lo que es El Ómnibus?
BARTOLO.— He oído decir que son unos carretones que se usan en los caminos de Tenerife, pero como nosotros no tenemos caminos, no espero verlos en mi vida.
YO.— Ya los habrá, ten paciencia.
BARTOLO.— Jum…
YO.— Pero no se trata de eso: El Ómnibus de que hablo es el periódico que traen a casa los miércoles y los sábados.
BARTOLO.— Ya, ya… con el que caliento el café cuando no tengo espíritu.
YO.— ¡Bruto! Te lo prohíbo, porque quiero conservar íntegra la colección: por lo visto te has propuesto no obedecerme.
BARTOLO.— Dispense usted, señor; pero como el vecino de enfrente, sin leerlo, envuelve en él los cominos y el azafrán, porque dice que es cosa de la tierra y no puede servir de nada, y como yo sé de otros que no les agrada, porque no es incensario…
YO.— Ya principias a murmurar…
BARTOLO.— Y porque habla del pan…
YO.— ¿Quieres callar?
BARTOLO.—Y porque ha dicho que la carpeta de la Alameda…
YO.— ¡Bartolo… que me comprometes!
BARTOLO.— ¡Señor! ¿Pues quién nos oye?
YO.— ¡Desventurado! Las siete islas.
BARTOLO.— ¡Jesús, María y José! Mi amo está loco.
YO.— Oye y me comprenderás. El editor de El Ómnibus, me recuerda en esta carta la promesa que le hice de escribir algo para amenizar su periódico, y yo, contando con tu cooperación…
BARTOLO.— Señor, señor, usted no tiene buena la cabeza…, ¿quiere usted que le compre un burro para que pasee?
YO.— ¿Y si quiero tomar luego el hábito de caballero?
BARTOLO.— Déjese usted de eso que el hábito no hace al monje.
YO.— Volviendo a nuestro asunto, decía que le prometí escribirle lo que pasara de curioso en nuestra isla y llegara por tu conducto a mis oídos.
BARTOLO.— Es decir, que mi nombre se verá en letras de molde.
YO.— Exactamente.
BARTOLO.— ¡Zape! Cuántos conozco yo que han impreso una cuenta por tener ese gusto.
YO.— Conque, ¿has comprendido?
BARTOLO.— Perfectamente, pero me ocurre una dificultad, señor; ¿y si por cuentero me sacuden el polvo? Ya sabe usted que en este país no se puede hablar sino en un tono.
YO.— Tú hablarás en el más alto.
BARTOLO.— Es que a mí no me acomoda ni alto ni bajo.
YO.— Las opiniones son libres…
BARTOLO.— Cuénteselo usted a su abuela: el que aquí no sabe decir a todo amén, no medra. ¿Cómo quiere usted que le viniera a decir que el pan sigue siempre malo; que van a hacer el teatro en San Bernardo para que nadie lo vea, o en la orilla del mar para que se lo lleve el barranco; que van a poner la casa que se trata de fabricar en la calle del Reló haciendo una mueca como la plaza de mercado, y otras lindezas por el estilo…? Señor, usted quiere mi perdición.
YO.— Cuando la crítica no desciende a las personas, es útil, conveniente y beneficiosa. Bartolo, tú vas a hablar a tus paisanos el lenguaje de la verdad: es preciso despertar la afición a las cosas públicas.
BARTOLO.— Y a las carreras de mulas.
YO.— El nuevo teatro, por ejemplo, nos dará materia para algunos buenos diálogos en pro del bien común.
BARTOLO.— No entiendo eso del común, ¿es cosa de privilegios?
YO.— Bartolo, Bartolo, que te resbalas…
BARTOLO.— Señor, ¿cómo me he de resbalar si el suelo del cuarto está más sucio que algunas calles de la ciudad?
YO.— Bartolo, vete a dormir.
BARTOLO.— Buenas noches señor, y no sueñe usted con el editor de
El Ómnibus, que es muy feo.
Yo.
(26 de enero de 1862)
Tertulia de El Ómnibus. Mi criado Bartolo y Yo.
La escena no ha variado. Siempre mi mismo cuarto, mi siempre respetabilísima humanidad, el mismo criado charlatán, la misma butaca, y la indispensable lámpara de belmontina. Es de noche y me entretengo en leer un número de El Ómnibus, mientras Bartolo concluye de arreglar mi cama.
YO.— (Arrojando el periódico) ¡Uf!…, siempre lo mismo. ¡Estoy por creer que tienen razón todos esos amigos que con su sempiterna charla exageran lo inútil del periodismo!…, por supuesto… porque ellos no son capaces de escribir…, ¡zopencos!…
BARTOLO.— ¿Señor, me llamaba usted?
YO.— ¿Quién te ha llamado, Bartolo?… Mira, ven acá y calma mi mal humor, porque hasta yo que he sido siempre defensor acérrimo de cuanto redunda en beneficio de nuestro país, y el primero que ha aplaudido la creación de los periódicos en nuestras islas, hoy casi me arrepiento de que tales papeles salgan a luz, al verlos llenos, sin poderlo remediar, de antiguas novedades y repeticiones, existiendo como existen en nuestro suelo personas de erudición y talento que parece se avergüenzan de escribir para ilustración de sus paisanos, y que son los primeros en criticar nuestros papeles públicos.
BARTOLO.— ¿Pues, señor, qué más tiene usted sino remitir al editor para que amenice su periódico, cuantas novedades pasan en esta isla, y las noticias que yo pesque por ahí, según le prometió desde el mes de febrero último?
YO.— Tienes razón, y por mi pasada indolencia casi me avergüenzo hoy de enviarle cualquier artículo, achacando tal vez a indiferencia lo que ha sido involuntario olvido motivado por estas revolturas y trapisondas de festejos públicos, exposición, conciertos, bailes, soirées, y qué sé yo cuántas cosas anunciadas y no cumplidas; y en tanto mi discreto editor ha tenido la delicadeza de no recordarme segunda vez mi promesa.
BARTOLO.— Pues manos a la obra, que lo que no se principia jamás se acaba, y rabio ya por ver mi nombre gastando las letras de molde, y a todo el mundo leyendo mis verdades.
YO.— Bien, Bartolo, bien.
BARTOLO.— ¡Y qué de cosas, señor, han pasado durante este tiempo en que hemos andado de ceca en meca ocupados con huéspedes, fiestas de S. Pedro mártir, repiques y carreras de burros! Me tengo reservada cada verdad así… (Cerrando el puño), y solo me retrae aquel temorcillo… pues… de que me unte las costillas algún prójimo que pueda creerse aludido.
YO.— Con tal de que no te entrometas en personalidades.
BARTOLO.— ¿Y qué giro podré yo dar a mi lenguaje para referir los desmanes y el despotismo de alguno de esos guardias que veo yo por ahí más serios que ministros de hacienda, y que llevan unos sables con más orgullo y bríos que si fueran los tizones del Cid o de Gonzalo?
YO.— En primer lugar, yo creo que exageras al apellidar desmanes lo que será solo el cumplimiento de su obligación, y en segundo, no debes de abrigar tal temor, pues los tales encargados de la vigilancia pública deben cuidar siempre de conservar el orden, y no permitir escándalos, ni pleitos, ni riñas, ni…
BARTOLO.— Una pregunta, señor; ¿y a ellos quién los vigila, y les hace observar el orden, no permitiéndoles escándalos, ni pleitos, ni riñas, ni…
YO.— Se bastan ellos mismos, y buen cuidado tendrán de tomarse la menor libertad, pues será doble su castigo.
BARTOLO.— Jum, Jum…; cómo se conoce que no está usted al corriente de las cosas, pues yo sé de uno de esos que llama usted encargados de la vigilancia pública que hace ya tiempo quiso castigar o castigó a una pobre mujer solo porque colocó una cesta en el pretil del puente en tanto tomaba en brazos a un niño que lloraba y que conducía de la mano. Si yo contara estas cosas…, ¡ay mis costillas!
YO.— Bien, Bartolo, bien…
BARTOLO.— No, señor, mal y muy mal.
YO.— No me interrumpas, hombre. Pues, aunque reprocho el demasiado rigor del guardia, es seguro que la autoridad castigará su mal proceder.
BARTOLO.— Así fue: pero ello no quita que tenga yo que sentir si refiero algunas cosas que no sean del agrado de los señores polizontes…
YO.— Reflexiona, y no seas tonto ni adelantes ideas. En lo que tú mismo cuentas debes conocer que siempre se castiga al que no cumple con su obligación, y guardándote tú de no poner jamás encima delpuente ningún objeto, pues está con sobrada razón prohibido, de seguro que nadie chocará contigo; y para evitarlo lo mejor será, y te lo aconsejo, que cuando vayas al mercado a la Vegueta a llevar al editor de El Ómnibus nuestras tertulias, tomes siempre por el puente de madera.…