2018

2018

[Cuento] Tertulias de «El Omnibus», de Benito Pérez Galdós

Tertulia de El Ómnibus. Interlocutores: Yo y mi criado Bartolo.

La escena pasa en mi cuarto.—Es de noche, y mi respetable persona dormita en una butaca a la luz de una lámpara de belmontina.—Óyese tocar a la puerta.

YO.— ¡Eh! ¡Bartolo!

BARTOLO.— ¡Señor!

YO.— ¿No oyes que llaman? Abre ese balcón y mira.

BARTOLO.— (Abriendo el balcón) Señor,… si está oscuro como el teatro

en noche de función.

YO.— ¿Y el alumbrado?

BARTOLO.— Cuando la luna sale un poco tarde suprimen los faroles y nos dejan a la luna de Valencia.

YO.— El resultado es que no ves.

BARTOLO.— Ni pizca.

YO.— Bien: baja y abre.

BARTOLO.— ¡Es que…!

YO.— ¿Tienes miedo? Vaya, sería chistoso, un mocetón como un castillo, gordo y rollizo.

BARTOLO.— Pues cabalmente por eso es el miedo… por lo gordo y lo rollizo.

YO.— Ahora sí que no lo entiendo.

BARTOLO.— Es que, se dicen unas cosas… que… vamos… y luego como uno es así… tan inocentón.

YO.— Vaya una doncella.

BARTOLO.— No señor, que soy doncello.

YO.— Ea, anda con dos mil de a caballo, si no quieres que tome un palo y te mida las costillas.

BARTOLO.— Si usted mide como ciertos tenderos no será muy larga la medida.

YO.— (Enarbolando un bastón) ¡Tunante! (Momento de silencio).

(Bartolo baja y sube con una carta que me entrega)

BARTOLO.— (Abriéndola) Es una carta del editor de El Ómnibus ¿Sabes tú lo que es El Ómnibus?

BARTOLO.— He oído decir que son unos carretones que se usan en los caminos de Tenerife, pero como nosotros no tenemos caminos, no espero verlos en mi vida.

YO.— Ya los habrá, ten paciencia.

BARTOLO.— Jum…

YO.— Pero no se trata de eso: El Ómnibus de que hablo es el periódico que traen a casa los miércoles y los sábados.

BARTOLO.— Ya, ya… con el que caliento el café cuando no tengo espíritu.

YO.— ¡Bruto! Te lo prohíbo, porque quiero conservar íntegra la colección: por lo visto te has propuesto no obedecerme.

BARTOLO.— Dispense usted, señor; pero como el vecino de enfrente, sin leerlo, envuelve en él los cominos y el azafrán, porque dice que es cosa de la tierra y no puede servir de nada, y como yo sé de otros que no les agrada, porque no es incensario…

YO.— Ya principias a murmurar…

BARTOLO.— Y porque habla del pan…

YO.— ¿Quieres callar?

BARTOLO.—Y porque ha dicho que la carpeta de la Alameda…

YO.— ¡Bartolo… que me comprometes!

BARTOLO.— ¡Señor! ¿Pues quién nos oye?

YO.— ¡Desventurado! Las siete islas.

BARTOLO.— ¡Jesús, María y José! Mi amo está loco.

YO.— Oye y me comprenderás. El editor de El Ómnibus, me recuerda en esta carta la promesa que le hice de escribir algo para amenizar su periódico, y yo, contando con tu cooperación…

BARTOLO.— Señor, señor, usted no tiene buena la cabeza…, ¿quiere usted que le compre un burro para que pasee?

YO.— ¿Y si quiero tomar luego el hábito de caballero?

BARTOLO.— Déjese usted de eso que el hábito no hace al monje.

YO.— Volviendo a nuestro asunto, decía que le prometí escribirle lo que pasara de curioso en nuestra isla y llegara por tu conducto a mis oídos.

BARTOLO.— Es decir, que mi nombre se verá en letras de molde.

YO.— Exactamente.

BARTOLO.— ¡Zape! Cuántos conozco yo que han impreso una cuenta por tener ese gusto.

YO.— Conque, ¿has comprendido?

BARTOLO.— Perfectamente, pero me ocurre una dificultad, señor; ¿y si por cuentero me sacuden el polvo? Ya sabe usted que en este país no se puede hablar sino en un tono.

YO.— Tú hablarás en el más alto.

BARTOLO.— Es que a mí no me acomoda ni alto ni bajo.

YO.— Las opiniones son libres…

BARTOLO.— Cuénteselo usted a su abuela: el que aquí no sabe decir a todo amén, no medra. ¿Cómo quiere usted que le viniera a decir que el pan sigue siempre malo; que van a hacer el teatro en San Bernardo para que nadie lo vea, o en la orilla del mar para que se lo lleve el barranco; que van a poner la casa que se trata de fabricar en la calle del Reló haciendo una mueca como la plaza de mercado, y otras lindezas por el estilo…? Señor, usted quiere mi perdición.

YO.— Cuando la crítica no desciende a las personas, es útil, conveniente y beneficiosa. Bartolo, tú vas a hablar a tus paisanos el lenguaje de la verdad: es preciso despertar la afición a las cosas públicas.

BARTOLO.— Y a las carreras de mulas.

YO.— El nuevo teatro, por ejemplo, nos dará materia para algunos buenos diálogos en pro del bien común.

BARTOLO.— No entiendo eso del común, ¿es cosa de privilegios?

YO.— Bartolo, Bartolo, que te resbalas…

BARTOLO.— Señor, ¿cómo me he de resbalar si el suelo del cuarto está más sucio que algunas calles de la ciudad?

YO.— Bartolo, vete a dormir.

BARTOLO.— Buenas noches señor, y no sueñe usted con el editor de

El Ómnibus, que es muy feo.

Yo.

(26 de enero de 1862)


Tertulia de El Ómnibus. Mi criado Bartolo y Yo. 

La escena no ha variado. Siempre mi mismo cuarto, mi siempre respetabilísima humanidad, el mismo criado charlatán, la misma butaca, y la indispensable lámpara de belmontina. Es de noche y me entretengo en leer un número de El Ómnibus, mientras Bartolo concluye de arreglar mi cama.

YO.— (Arrojando el periódico) ¡Uf!…, siempre lo mismo. ¡Estoy por creer que tienen razón todos esos amigos que con su sempiterna charla exageran lo inútil del periodismo!…, por supuesto… porque ellos no son capaces de escribir…, ¡zopencos!…

BARTOLO.— ¿Señor, me llamaba usted?

YO.— ¿Quién te ha llamado, Bartolo?… Mira, ven acá y calma mi mal humor, porque hasta yo que he sido siempre defensor acérrimo de cuanto redunda en beneficio de nuestro país, y el primero que ha aplaudido la creación de los periódicos en nuestras islas, hoy casi me arrepiento de que tales papeles salgan a luz, al verlos llenos, sin poderlo remediar, de antiguas novedades y repeticiones, existiendo como existen en nuestro suelo personas de erudición y talento que parece se avergüenzan de escribir para ilustración de sus paisanos, y que son los primeros en criticar nuestros papeles públicos.

BARTOLO.— ¿Pues, señor, qué más tiene usted sino remitir al editor para que amenice su periódico, cuantas novedades pasan en esta isla, y las noticias que yo pesque por ahí, según le prometió desde el mes de febrero último?

YO.— Tienes razón, y por mi pasada indolencia casi me avergüenzo hoy de enviarle cualquier artículo, achacando tal vez a indiferencia lo que ha sido involuntario olvido motivado por estas revolturas y trapisondas de festejos públicos, exposición, conciertos, bailes, soirées, y qué sé yo cuántas cosas anunciadas y no cumplidas; y en tanto mi discreto editor ha tenido la delicadeza de no recordarme segunda vez mi promesa.

BARTOLO.— Pues manos a la obra, que lo que no se principia jamás se acaba, y rabio ya por ver mi nombre gastando las letras de molde, y a todo el mundo leyendo mis verdades.

YO.— Bien, Bartolo, bien.

BARTOLO.— ¡Y qué de cosas, señor, han pasado durante este tiempo en que hemos andado de ceca en meca ocupados con huéspedes, fiestas de S. Pedro mártir, repiques y carreras de burros! Me tengo reservada cada verdad así… (Cerrando el puño), y solo me retrae aquel temorcillo… pues… de que me unte las costillas algún prójimo que pueda creerse aludido.

YO.— Con tal de que no te entrometas en personalidades.

BARTOLO.— ¿Y qué giro podré yo dar a mi lenguaje para referir los desmanes y el despotismo de alguno de esos guardias que veo yo por ahí más serios que ministros de hacienda, y que llevan unos sables con más orgullo y bríos que si fueran los tizones del Cid o de Gonzalo?

YO.— En primer lugar, yo creo que exageras al apellidar desmanes lo que será solo el cumplimiento de su obligación, y en segundo, no debes de abrigar tal temor, pues los tales encargados de la vigilancia pública deben cuidar siempre de conservar el orden, y no permitir escándalos, ni pleitos, ni riñas, ni…

BARTOLO.— Una pregunta, señor; ¿y a ellos quién los vigila, y les hace observar el orden, no permitiéndoles escándalos, ni pleitos, ni riñas, ni…

YO.— Se bastan ellos mismos, y buen cuidado tendrán de tomarse la menor libertad, pues será doble su castigo.

BARTOLO.— Jum, Jum…; cómo se conoce que no está usted al corriente de las cosas, pues yo sé de uno de esos que llama usted encargados de la vigilancia pública que hace ya tiempo quiso castigar o castigó a una pobre mujer solo porque colocó una cesta en el pretil del puente en tanto tomaba en brazos a un niño que lloraba y que conducía de la mano. Si yo contara estas cosas…, ¡ay mis costillas!

YO.— Bien, Bartolo, bien…

BARTOLO.— No, señor, mal y muy mal.

YO.— No me interrumpas, hombre. Pues, aunque reprocho el demasiado rigor del guardia, es seguro que la autoridad castigará su mal proceder.

BARTOLO.— Así fue: pero ello no quita que tenga yo que sentir si refiero algunas cosas que no sean del agrado de los señores polizontes…

YO.— Reflexiona, y no seas tonto ni adelantes ideas. En lo que tú mismo cuentas debes conocer que siempre se castiga al que no cumple con su obligación, y guardándote tú de no poner jamás encima delpuente ningún objeto, pues está con sobrada razón prohibido, de seguro que nadie chocará contigo; y para evitarlo lo mejor será, y te lo aconsejo, que cuando vayas al mercado a la Vegueta a llevar al editor de El Ómnibus nuestras tertulias, tomes siempre por el puente de madera.…

[Narración] Fumándose las colonias, de Benito Pérez Galdós

.. Pisaba yo la Cámara real, aquella deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado), recibían, diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores cigarros del mundo… Casi en el centro de los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi desnudos y haraposos, otros con semblante estúpido y ademanes incultos, todos se reían de la tertulia constantemente embrutecidos por el vino. Eran los Borrachos de Velázquez… En un rincón junto al hueco de la ventana, refugiado en la sombra y casi invisible, estaba un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo atacaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro, en una de sus manos llevaba un rosario. Era Felipe II pintado por Pantoja.

Su majestad don Fernando VII, estaba sentado en un sillón a poca distancia de la chimenea encendida; tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que miraba al techo, dirigiendo había él el humo del cigarro.

—Artieda —ordenó bruscamente Fernando—, trae cigarros.

El lacayo dio al rey lo que este pedía, y habiéndonos ofrecido a todos los presentes, fumamos. El humo de los cortesanos juntábase con el del rey en los oscuros ámbitos del techo, donde hacían de cabriolas media docena de ninfas, pintada por Rayeu.

Un lacayo anunció la visita de dos personajes, diciendo.

—D. Pedro Ceballos, don Juan Pérez Villamil.

Pocos minutos después, en la tertulia y placentero corrillo, junto a la chimenea, y alrededor de nuestro Rey, éramos siete; ocho, contando con el astro hispano de que éramos satélites. Villamil hablaba poco y era hombre muy serio. Ceballos, por el contrario, gustaba de recrearse con sus palabras y era festivo.

………….

—España es pobre, pobrísima —dijo Villamil—, necesita los caudales de América para vivir con decoro.

—Y esos caudales de América, ¿dónde están? —preguntó el Rey—.

—¡Ay, eso es lo que a todos nos contrista! Fácil sería gobernar la hacienda si América nos enviase los tesoros que aquí nos hacen falta. Esa gran canonjía de nuestra nación no ha durado todo lo que debiera. Reflexione Vuestra Majestad, como rey previsor, sobre la gravedad de esta situación. La América está toda sublevada y las juntas rebeldes funcionan en Buenos Aires, Caracas, en Valparaíso, en Bogotá, en Montevideo. Si Méjico está aún libre del contagio, los americanos [ilegible-media línea de la columna] de trastornar también del mismo modo que el Brasil nos trastorna el Uruguay, e Inglaterra nos revuelve a Chile. La insurrección americana exige un gran esfuerzo. Es preciso mandar allí un ejército, pero para esto se necesitan tres cosas: hombres, dinero y barcos.

—¡Hombres, dinero y barcos!

—Lo primero no falta: pero, ¿cómo los equiparemos y, sobre todo, en qué buques los lanzaremos al mar? Vuestra Majestad no tiene en su marina un solo navío que valga dos cuartos y los arsenales carecen de elementos para la construcción.

—¡Risueño cuadro acabas de trazar! —dijo Fernando hundiendo la barba en el pecho.

—Risueño no, pero sí verdadero —afirmó don Juan Pérez—. Si ocultase a mi rey la verdad sería indigno del afecto que Vuestra Majestad me profesa.

—Y que te profesaré siempre. Has hablado como un buen ministro. Nada de fantasías ni de palabras bonitas Así me gusta a mí… Pues es preciso buscar dinero, y buscar hombres, y buscar barcos… Estudiad un plan —añadió Fernando con dulzura— que mejore la situación. A uno y otro os sobra talento. Discurrid un plan basto, que nos proporcione recursos para sofocar la insurrección americana, sea creando impuestos, bien pidiendo dinero a los holandeses o a los judíos de Francfort, bien logrando los buenos oficios de alguna nación poderosa… En fin, ya me entendéis.

—Ya manifestaré más adelante a vuestra majestad algo de lo mucho que he meditado sobre el particular —dijo Ceballos.

— Y tú, Villamil, discurre, trabaja, proponme algo.

— Señor…

—Hablaremos más despacio mañana… Puedes irte tranquilo y seguro de que sé apreciar tu lealtad. ¡Oh, Villamil!… No abundan los hombres como tú… Vamos otro cigarrito.

Diciendo esto, Su Majestad, con aquella bondad peculiar que indicaba tanta honradez y nobleza en su carácter, ofreció un cigarro a don Juan Pérez Villamil

—Gracias, señor, acabo de fumar —respondió este.

—Enciéndelo para salir. Como este habrás fumado pocos… Mira, puedes llevarte todo el mazo añadió ofreciéndoselo galantemente.

—Señor…

—Que vengas mañana temprano —repitió el rey—. A ver si discurres algo. Y tú Ceballos, si ves a Pepita… en fin, ya sabes: una superintendencia de provincia o la bandolera vacante… lo que ella prefiera…

Los ministros salieron.

Fernando se levantó y con las manos en los bolsillos dio algunos pasos por la habitación. Ugarte le miraba sonriente. El silencio se prolongó hasta que el mismo soberano se dignara romperlo, preguntando:

—¿Qué dices a esto, Ugarte?

—Que admiro la paciencia de Vuestra Majestad. Según el señor Juan Pérez ya no hay colonias, ya no hay soldados, ya no hay barcos, ya los españoles no tienen alma para vencer las dificultades.

—La verdad es —dijo Fernando deteniéndose meditabundo ante la chimenea— que no estamos en Jauja.

Y luego, dando un suspiro, añadió:

—Hay que despedirse de las Américas.

—¿Por qué, señor? —dijo bruscamente Ugarte—. Se exagera mucho. Persona venida hace poco de allá me ha dicho que toda la insurrección americana se reduce a cuatro perdidos que gritan en las plazuelas.

—Lo mismo me ha escrito a mí un amigo —añadí yo—; unos cuantos presidiarios con algunos ingleses y norteamericanos echados por tramposos de sus respectivo países sostienen la alarma en aquellos lejanos reinos.

—Pues id vosotros a reducir a la obediencia a esas dos docenas de facciosos… Ahora dime si vas a enviar a América a esos soldados en cáscara de nuez.

—No, señor, que los mandaré en magníficos navíos y barcos de transporte —repuso el arbitrista.

—Pero sabes que no los tenemos.

—Se compran.

—¡Se compran!… Y dice «se compran» como si costaran dos pesetas.

[Cuento] Una historia que parece cuento, de Benito Pérez Galdós

o un cuento que parece historia

LA ESCENA PASA EN EL CAFÉ UNIVERSAL DE MADRID

ESCENA I

EL MOZO (Limpiando una de las mesas. Aparte).— Ya es hora de que lleguen los canarios. Voy a arreglarles la jaula.

BENITO (Entrando y dirigiéndose al mozo).— Buenas noches, Pepe.

EL MOZO.— Buenas las tenga el señorito.

BENITO.— ¿No han llegado los amigos?

EL MOZO.— Aún no señorito, pero no tardarán. El señorito Adán pasó por aquí esta tarde en compañía de aquel señorito que no es de su tierra y que fue diputado a Cortes el año pasado en tiempo de los radicales, y me dijo que le aguardaran ustedes, porque tenía que leerles un papel que se publica en Canaria y dice cosas muy buenas.

BENITO.— Pues bien, le esperaré un poco.

FERNANDO (Desde la puerta).— Buenas noches querido compañero.

BENITO.— Adelante querido Fernando. Te esperaba, y a los demás compañeros, porque según me ha dicho Pepe, esta noche pasaremos un buen rato leyendo cosas de nuestro país. ¿Tienes tú noticias de que allí se publique un nuevo periódico?

FERNANDO.— Extraño que me preguntes eso, cuando debes saber tan bien como yo lo que pasa en Canaria; o no; no me extraña porque estás embebido en tus novelas, de nada más te ocupas. Pues qué, ¿no sabes que hace meses se publica La Opinión? Chico, ¡qué periódico!, ¡qué claridades y qué verdades dice! Yo creo que en Las Palmas no haya salido otro periódico hasta la fecha, que tan a fondo haya tratado los asuntos del país y que tantas verdades haya dicho.

BENITO.— Pues hombre, no sabía semejante cosa, y extraño que no me hayan enviado ese periódico, porque siempre lo han hecho con los que se publican allí. Has despertado mi curiosidad y no me he de marchar antes de que venga Adán.

ADÁN (Entrando con D. Emilio).— Salud señores, ¿no han llegado los dos Pepes, Tomás, Eduardo y los otros paisanos?

BENITO.— Ya vendrán: lo que interesa es que nos enseñes el periódico que has recibido de Canaria.

ADÁN (Mostrando el periódico).— Aquí está, pero es necesario que esperemos a que lleguen los otros para leerlo juntos.

FERNANDO.— Leámoslo ahora nosotros, que ellos lo harán luego. (Entran los dos Pepes, Tomás y Eduardo).

EL MOZO (Aparte).— Ya están todos. Me da gusto de ver a estos canarios. Ellos serán unos republicanos y otros monárquicos, pero lo cierto es que nunca pelean y son buenos amigos.

FERNANDO.— Tomad asiento, señores, que vamos a leer un periódico que tiene este (señalando a Adán) que acaba de recibir de Canaria. Yo lo leeré, pero que nadie me interrumpa, y cuando haya concluido entonces haréis las observaciones que tengáis por conveniente. Entre tanto, escuchad.

TODOS.— Eso es, Fernando que lea.

FERNANDO (Toma el periódico, lo desdobla, le da una hojeada general y dice).— Señores, es fresquecito, del 10 de marzo, y empieza publicando los acontecimientos de esta Villa en el día 23. Esto no lo leeremos, porque nosotros lo sabemos antes que él. Viene ahora la Crónica municipal de la sesión del 5. «Presidencia de don José H. H. de Mendoza»…

UNA VOZ.— ¿Quién presidía?

FERNANDO.— Silencio, señores, si se me interrumpe, guardo el periódico y concluye la función.

Lee…………………..

FERNANDO (Después de haber terminado la lectura).— ¿Qué os parece, compañeros? O somos republicanos o no somos. ¿No os divertís?

EL MOZO.— ¡Cáspita, señorito, qué gente!

UN PEPE.— Calla tú; yo no sé, señores, como puede haber canario que eche a la calle los despropósitos y barbaridades de sus conciudadanos. Conozco que obran mal, pero por amor a su país debieran ocultar estos defectos para que con ello no gocen los adversarios.

TOMÁS.— No chico, esos no son defectos, no son despropósitos ni barbaridades. Si es cierto lo que dice el periódico, en mi concepto son delitos.

FERNANDO.— Te respondo que este periódico no dice una cosa por otra, porque yo, dudando como tú, he preguntado a mis amigos de Canaria y me dicen que todo es la verdad, y que en realidad pasa más de lo que se publica; y no por voluntad suya, sino porque muchas de las cosas se olvidan como es natural.

D. EMILIO.— ¿Pero será posible que eso suceda según se halla escrito?

FERNANDO.— Ya he dicho que según cartas autorizadas, La Opinión, en la redacción de las crónicas, se queda muy atrás de lo que pasa en las sesiones.

OTRO PEPE.— Pero yo pregunto, ¿hay taquígrafos en Canaria?

EDUARDO.— Hombre, lo que es taquígrafos no tengo entendido que haya ninguno, pero los que tales sesiones redactan, parece que lo son realmente.

DON EMILIO.— ¿Pero quién es ese concejal que tira tan a fondo esas estocadas mortales?

TOMÁS.— Es un monárquico…

UN PEPE.— Sin monarca, se dice.

TOMÁS.— Bueno…, el caso es que cumple con su deber.

D. EMILIO.— ¡Ya lo creo!; bien se desprende por las banderillas que le pone al alcalde y a ese otro que llaman Calderín. ¿Han visto ustedes qué castellano habla?

OTRO PEPE.— Sí, pero también deben ustedes convenir conmigo en que eso no está bien hecho.

FERNANDO.— ¿Qué llama usted eso?

PEPE.— Lo que hace La Opinión, es decir, publicar esas cosas. Yo conozco al alcalde, es un pobre hombre que se deja llevar por los consejos de lo que le dicen sus amigos y que por lo visto, no han hecho más que comprometerle. Conozco a D. Donato, es algo bilioso y testarudo como un aragonés, que tiene la manía de querer que la isla vuelva a los tiempos de los corregidores, y cuidado que es republicano neto; pero de todos modos, como señor anciano y por lo mismo respetable, no debiera sacarle a relucir esos defectos. Yo no estoy conforme con que se obre así, porque además redunda en desdoro de nuestra querida ciudad de Las Palmas. Si conociera a los redactores de La Opinión les escribiría por este correo para que abandonasen un asunto que, mirado cuando menos bajo el punto de vista nuestro, no nos pone en muy buen lugar, ni en nada nos favorece, por el contrario perjudica nuestro buen nombre como hijos de aquel país.

ADÁN.— Te ha faltado el «he dicho». ¿Sabes que no harías mal Diputado a Cortes?

EL MOZO.— Señoritos, yo soy gallego de nacimiento pero canario de corazón, porque he simpatizado con todos los señoritos canarios; y si no ya veis si tengo confianza con Vds. que me atrevo a hablar como uno de tantos; pero no puedo menos de decir mi opinión. Si esos señores del Ayuntamiento de su tierra no sabían para eso, que hubieran soltado las riendas; pero si por figurar están allí, el periódico hace bien en decir todo y clarito, así me gusta. Ya saben los señoritos el refrán de mi tierra: «En Jalicia, el que la jace la paja…». He dicho.

FERNANDO.— Vamos Pepe, te has hecho todo un orador. A fe que merecías te hicieran diputado por…

UNA VOZ (Al fondo del café).— ¡¡Mozo!!

EL MOZO.— Voy señorito. Gracias señor don Fernando. (Aparte, mientras iba a servir a otra mesa). Estos canarios valen mucho.

FERNANDO.— Este Pepe es una perla. Pero volviendo a nuestro Ayuntamiento, y lo llamo nuestro por ser de nuestra ciudad, ¿qué te parece Benito?… ¿Qué haces, hombre?

BENITO (Que está entretenido pintando una caricatura sobre el mármol de la mesa).— Hombre, por Dios, no me hables de eso; cuidado que es atroz lo que pasa en Las Palmas. La Opinión hace mal en publicar esas barbaridades.

FERNANDO.— Pero chico, si La Opinión no dice nada, habla, como suele decirse, «por boca de ganso»: todo eso lo dicen los individuos del municipio. En mi concepto, este periódico cumple con la misión que le impone la prensa; es hasta si se quiere, humanitario, pues se trata de que aquellos ciudadanos sepan quiénes les representan popularmente, y procuren para lo sucesivo evitarse los perjuicios que ahora pesan sobre ellos. Además, ¿qué hombre público se escapa de las garras de la prensa periódica? Me extraña que habléis así vosotros cuando tenéis aquí todos los días y a todas horas idénticas escenas; y aquí sí que es peor porque se censura con espada en mano. ¿Qué les hacen a los ministros los periódicos de la oposición?, ¿y a todos los demás hombres públicos? ¿Puede compararse a los hombres públicos de Madrid con los concejales de Las Palmas? Y sin embargo, ya veis. ¿Se rebajarán por eso los madrileños a los ojos de las demás provincias?, ja, ja, ja. Vaya, si el problema está resuelto; ¿quiénes han tomado la palabra en contra?, los dos Pepes que son republicanos y Benito que es… Señores. He dicho.

EL MOZO.— He estado oyendo todo, señorito; ahora sí que digo yo que debían nombrarle a usted diputado por esta coronada villa…

UN PEPE.— Calla, bruto.

EL MOZO.— Me equivoqué, señorito; quería decir por esta villa sin corona; lo mismo da para lo que yo quiero decir al señor don Fernando.

EDUARDO.— A pesar de todo no debía publicarse semejante cosa.

TOMÁS.— Yo soy del parecer de Fernando. Esos señores antes de ocupar las poltronas municipales debieron aprender los deberes que les impone el puesto que se les ha confiado; deben discutir con mesura y con dignidad. De este modo aun cuando La Opinión copiase las sesiones, de seguro no nos avergonzaríamos de lo que allí sucede. Miren Vds. que los insultos de D. Donato a Santana, aquello de los trancazos, las palabras dirigidas al pobre secretario, la acción de no dejarle escribir, y qué sé yo cuántas cosas más, tiene tres bemoles, es un escándalo.

EDUARDO.— Si al frente de la municipalidad hubiera una persona de carácter y energía todo se hubiera evitado, pero…

D.…

[Cuento] El pórtico de la gloria, de Benito Pérez Galdós

I

SUBLIME HASTÍO

Es cosa averiguada que en aquella excelsa región que designaron los antiguos con el nombre de Campos Elíseos reinaba desde el origen de los tiempos un fastidio clásico, y que las almas de artistas inmortales confinadas en ella se aburrían de su vagar sin término por las soledades umbrosas, sin frío ni calor, espacios tan primorosamente tapizados de nubes, que nadie supo allí lo que son roces de vestiduras, ni ruidos de pasos, ni ecos de humanas o divinas voces. Allí, la media luz desvanecía las imágenes en opacas tintas; allí, la suprema calma fundía todos los rumores en una sordina uniforme, sin principio ni fin, semejante al monólogo de las abejas. Confundidos el aquí y el más allá, atenuadas las relaciones de cerca y lejos, la distancia era la tristeza vagamente expresada en la perspectiva. Todo estaba en sí mismo y alrededor de sí mismo. Era la claridad obscura, la sombra luminosa, silencioso el ruido, el movimiento inmóvil, y el tiempo… un presente secular.

Bueno, señor… pues falta decir que allí moraban por designio de la divinidad que llamaron Zeus o Theos, no solo los que en el mundo gentilico cultivaron las artes de la forma visible, sino los que hicieron lo propio en todo el tiempo que llevamos de ciclo cristiano. Al principio se estableció, con pudibundos temores, una separación decente entre las almas paganas y las cristianas (porque la humanidad vestida no se escandalizara de la desnuda); pero al fin los dioses, más tolerantes que nosotros, mandaron destruir los linderos entre una y otra casa de almas, y allá las tenéis juntas, no por eso menos aburridas. Los poetas y artistas de la palabra gozan de un cielo más divertido en otra parte de la inmensidad ultraterrestre.

Bueno, señor… debe añadirse que aquellas señoras almas no se hallaban en estado o condición puramente espectral. Disfrutaban de una naturaleza peri-corpórea o peri-materiosa, de tal suerte que su diafanidad y ligereza locomotriz no las privaba de una discreta vida sensoria, vagos deseos y remembranzas, vislumbres de pasiones. Procediendo en conocimiento de las cosas con la lentitud propia del medio en que residían, los inmortales tardaron un par de siglos en tener conciencia clara de su aburrimiento. Cinco o seis siglos emplearon luego en convencerse de que les agradaría volver a poner en ejercicio sus facultades creadoras y plasmantes. Hasta los diez siglos, largos de talle, no se determinó en ellos la nostalgia con caracteres de irresistible pena. Catorce siglos, transcurridos perezosamente, produjeron el anhelo de protesta, los propósitos de emancipación. Llegó un día, mejor será decir semana de siglos, en que la gloriosa muchedumbre no hacía más que maldecir su destierro; y por fin las almas se concordaron en una idea firme, en un propósito fuerte y voluntarioso: sublevarse. En los celestiales aposentos estalló toda la rebeldía compatible con la naturaleza de aquellas almas, de tan pobre corteza corporal vestidas. Dos siglos más de incubación revolucionaria, y un día (largo como rosario de años), estalló la formidable revolución, con susurro tumultuoso y aleteo de formas opalinas. «Rómpanse los velos de la eternidad —decían en aquella lengua que en lo humano no tiene expresión posible,— desgárrense los senos blandos de esta mansión vaporosa. Que nos traigan el fuego para restaurar con él en nuestras almas la vida de las pasiones; que nos traigan el barro para amasarnos de nuevo en la miseria humana. Queremos vivir, luchar; queremos goces y sufrimientos. Queremos perseguir la gloria en las ansias del trabajo, buscar la esperanza en el fondo mismo del desaliento. Abajo el descanso y esta inmortalidad insípida. Reclamamos el derecho a la existencia bruta. ¡Vivan los animales y mueran los dioses!».

Dicen las historias que gobernaba aquellos ámbitos un divino varón, por no decir divinidad, esposo morganítico de la diosa Ops, y que por tanto venía a ser el padrastro de los dioses. Y añaden que el tal, llamado por unos Criptoas, por otros Rapsa, hijo y nieto de Titanes, persona corajuda y malcarada, temeroso de que su autoridad se menoscabara con una inconsiderada resistencia, pensó en componendas y transacciones. Poniendo en su rostro máscara benévola. trató de apaciguar a los amotinados con estas razones: «Calma, caballeros. Marchemos, y yo el primero, por la senda humana».

II

LA GUERRA ELÍSEA

Poco menos de medio siglo transcurrió desde las primeras manifestaciones revolucionarias hasta que el descontento de las almas rebeldes se tradujo en hechos que pusieron en peligro real la dignidad del severo Criptoas. Arremetían las almas al dios y su corte con grave tumulto, como de airecillos que van y vienen jugueteando en corrientes opuestas. Vértigo de sombras corría de una parte a otra. El solio de la autoridad iba de aquí para allí dando vueltas, como vacío cucurucho de papel arrebatado del viento.

Y así pasaron tiempos de tiempos. Claro, como allí no había días ni noches, ni ayer ni hoy, sino que todo era un hoy de padre y muy señor mío, un hoy continuo y sin demarcaciones, los sublevados tardaron un ratito, no menor que sesenta y tantos años, en darse cuenta de los formidables elementos de resistencia que Criptoas (por otro nombre Rapsa), juntó y organizó contra ellos. Eran unos angelotes semidivinos, almas de artistas también, educados, en la disciplina, en el espionaje y en diferentes artes militarescas y policíacas. Autores hay que señalan el origen de este batallón disciplinario en la raza de los Kriteriotas, del tiempo en que Saturno se desayunaba con sus hijos, de la cual raza se derivaron los Zoozoilos. Sea de esto lo que quiera, en la guerra elísea el dios gobernante quiso enaltecer a sus defensores y robustecer en ellos el espíritu corporativo, para lo cual, lo primero que se le ocurrió, antes que uniformarlos y someterlos a ordenanzas, fue darles su propio nombre, y de aquí que les llamó Rapsitas.

Los cuales defendían el principio de autoridad con fiereza no inferior a la de los rebeldes, y con extraordinaria rapidez de movimientos. Entre el ataque y la represión no transcurrían espacios de tiempo mayores de medio siglo, y entre golpe y golpe apenas mediaba la vida de tres o cuatro generaciones de las nuestras, las cuales, como sabemos, pasan y pasan tan fugaces, que los viejos nos decimos a cada instante: «nacimos ayer».

Por último, transcurrió un lapso de tiempo incalculable, durante el cual mil encuentros reñidísimos conmovieron toda la región. Mas no puede decirse que la lucha ensangrentaba el suelo, porque allí no había suelo propiamente, y lo que es sangre, tampoco existía en las venas de los inmortales. Cadáveres no resultaban tampoco, ni siquiera heridas o contusiones, y al vencido se le conocía por una vaga chafadura de las líneas peri-corpóreas o por ligeras atenuaciones de la luz que los envolvía.

Para no cansar: los rebeldes fueron vencidos, y de sus alardes de emancipación no quedó más que una impotencia desesperada. La historia de esta guerra nos la ha transmitido Clío en dos docenas de palabras espaciadas por décadas. Entre letra y letra, bostezan los lustros.

III

TRANSACCIÓN

Y añade la Musa que no teniéndolas todas consigo el bárbaro Criptoas, y deseando prevenirse contra nuevos desmanes, pensó muy cuerdamente que para el sostenimiento definitivo de la paz elísea, convenía transigir, en parte, con alguna de las ideas de la espiritualidad rebelde. Allá, como aquí, las revoluciones inspiradas en honrados móviles, acaban por imponer a la tiranía parte de su criterio, aun en el caso de ser ruidosamente vencidas.

Un par de centurias estuvo el feo Criptoas con el dedo índice clavado en la sien, y de su meditación profunda salió una idea, que no tardó en consultar con Ops, la cual, en su vejez de eternidades empalmadas, vivía soñolienta debajo del trono, tumbada sobre pardas nubes, sin darse cuenta de lo que en aquellos reinos ocurría. Comunicáronse marido y mujer sus pensamientos, echándose el uno al otro monosílabos como truenos y miradas como relámpagos, y firme al cabo en su resolución el tirano, llamó a los principales de su guardia rapsita, y les ordenó que buscasen entre la muchedumbre vencida a los más señalados como instigadores de motín. Revolviendo por aquí y por allá, no tardaron los de la guardia en encontrar una docena de ellos, entre los cuales escogieron dos, que habían sido, durante la pasada guerra, los más bravos y revoltosos, verdaderos caudillos o capitanes de la tumultuosa hueste. Cogidos y bien asegurados, fueron llevados a la fosca presencia del soberano.

Era el uno un gallardo mocetón, que en su rostro, facha y porte, revelaba la estirpe helénica, hermoso como Júpiter, sin más vestido que el estrictamente necesario para dejar a salvo el principio de decencia; arrogante en sus andares, atlético de formas, el mirar dulce, la palabra rítmica y grave como un verso de Homero. El otro, radicalmente distinto en lo visible y lo invisible, era un vejete díscolo y regañón, de ojos vivarachos, boca burlona, mal rapadas barbas y ademanes inquietos. Poco se veía de su cuerpo, siempre envuelto en una capa parda, que sabe Dios los siglos que tendría, y ni delante de los dioses se quitaba el sombrero peludo, encasquetado hasta el cogote. Diferentes como pueden serlo el cielo y la tierra, algo no obstante había de común entre los dos, y era un cierto aire de orgullo, más bien costumbre o resabio de sostener la propia independencia en, sobre y contra todas las cosas divinas y humanas. ¡Y qué cosa tan rara! aunque ambos habían acaudillado formidables cuadrillas de almas en la pasada guerra, no se conocían. Al verse juntos y conducidos, que quieras que no, a la presencia del dios, se miraron, y recíprocamente se despreciaron…

En las gradas del trono, ambos esperaron con olímpica dignidad la resolución de aquel bárbaro a quien las realidades del Gobierno habían enseñado a ser hábil político.…

[Cuento] Dos de mayo de 1808, de Benito Pérez Galdós

Mi hermana Rafaela, planchadora, conocida en todo Maravillas con el mote de La Carbonera, había salido al amanecer. Díjome que iba con Bastiana y otra vecina a enramar una cruz de mayo a espaldas de los Padres Benedictinos de Monserrat y de las Madres Santiaguesas, vamos al decir, en la plazuela del Limón. Pero yo supe, a poco de verla salir de casa, que iba de campo con los Canencias y Pujitos, el maestro de obra prima, con la Primorosa y otras tales de nuestro barrio y del de Lavapiés. Siempre fue mi hermana muy correntona, como yo muy casera. Si para las diligencias de calle no había otra como Rafaela, para el trajín de casa nadie le echaba el pie adelante a la Margara, que así llamaban a una servidora.

Pues señor: tempranito barrí la casa y avié a las criaturas para mandarlas a la escuela. Eran estas la niña de mi hermana y el chiquillo mío, nombrado Remundo, de diez años, que parecían doce. Fáltame decir que yo era viuda: mi marido, zapatero fino, que había calzado al Príncipe de la Paz y a la de Vallabriga, murió el año 6, dejándome por todo patrimonio un centenar de hormas y algunas leznas, que vendí para poner mi modesto taller de sastrería de curas.

Como iba diciendo, a poco de salir los niños para la escuela entró en casa el vecino don Jesús Cuadrado, que en sus mocedades fue tiple de la capilla de San Felipe el Real, y jubilado ya, por haber perdido el hilo de voz, vivía de componer abanicos, daguillas y peinetas, engarzar rosarios y llevar y traer recaditos de monjas. Era un vejete saladísimo, bueno como el pan y muy callejero. Entró, pues, asustadico y nervioso, diciéndome que en Madrid había tumulto y que andaba el pueblo muy alborotado porque los franceses querían llevarse a los señores infantes. A mí, la verdad, no me importaba gran cosa que nos arrebataran a los infantes; pero no pude menos de participar de la indignación del amigo don Jesús, el cual, echándoselas de patriota, aseguró que él tomaría también las armas en caso de levantamiento, y empezó a ejercitarse delante de mí con el palo de mi escoba.

Alborotada la vecindad, la escalera y corredores de la casa hervían de gente chillona y furibunda. Sonaban tiros lejanos; por la calle (que era la de San Vicente Alta), pasaban grupos dando voces. Hombres y mujeres corrían hacia la calle de San Pedro la Nueva, junto a la iglesia de Maravillas, en dirección del Parque de Monteleón, donde había gran marimorena, porque los españoles…, ¡qué sé yo!, y el francés…, ¡ay de mí! Yo no entendía. Ello era, según nos dijo don Jesús echando lumbre por los ojos, como un sitio de plaza fuerte. Vamos, que era cuestión para los franceses de conquistar Monteleón, y para los españoles de no dejárselo quitar, y por un sí y un no andaban a cañonazos de una parte y otra. ¡Dios mío de mi alma, qué estruendo! Nunca he sido valerosa, y aquel día el miedo debió de trastornarme el sentido, porque desde la ventana de mi sotabanco, creía ver volar las torres de las iglesias, y caerse las casas patas arriba, y rodar las nubes por el suelo envolviendo montones de ruinas.

Afortunadamente, los niños volvieron a casa al comenzar los tiros, y mi Mundo, que así le llamábamos, loco de entusiasmo, como si lo que sucedía fuese para su alma un motivo de regocijo, me contaba algunos pasos que había visto en las calles. Entre otras cosas, refirió que mi hermana Rafaela y otras mujeronas habían acometido en la calle Ancha a una turba de mamelucos, matándoles los caballos. Ellos se defendían a sablazo limpio. De milagro escapó mi hermana; pero a la Pintosilla le cortaron la cabeza, y a Matías Canencia le rajaron de arriba abajo dejándole en dos mitades de hombre. Contaba mi ángel que él se había encontrado junto a la mismísima barriga de un caballo, cuando las majas, cuchillo en mano, se ocupaban de sacar el mondongo a la caballería del señor de Murat. El niño tenía manchadas de sangre la cara y manos. La niña había perdido un zapatito y cojeaba del pie derecho. Uno y otro querían volver a salir para ver lo del Parque; mas yo, loca de espanto, les encerré en la despensa y eché la llave, temerosa de que se me escaparan.

—El niño es un héroe como Rafaela es una heroína —me dijo don Jesús mirándome con desprecio— y usted, señora doña Margara, no tiene patriotismo.

Esto me afligió más, porque a tantas desdichas como en mi derredor miraba, tenía que añadir el gran bochorno que me causó la acusación de mi buen vecino: «¡Usted no tiene patriotismo!». ¡Ay de mí! Lo que yo anhelaba era que no muriera gente y que cesara aquel terrible estrépito de cañonazos, gritos y maldiciones.

Poco después de decirme don Jesús Cuadrado aquella expresión que me llegó al alma, le vi salir por las escaleras abajo como alma que lleva el demonio. Llevaba en una mano un asador y en otra una gruesa estaca, y decía cosas tremendas contra Napoleón, Murat y otros tales. Salí a mi ventana y le vi correr furibundo por la calle. En esta veía yo charcos de sangre, ya porque los hubiera, ya porque mi miedo me pintara las cosas con los colores de sí mismo antes que con los de la verdad.

No sé el tiempo que pasé en aquella ansiedad. ¡Cañonazos, alaridos, olor de pólvora, horrible vaho que subía de la calle! Yo creo que estuve sin conocimiento un largo rato. Acordeme al fin de los chicos, y corrí al cuarto en que les había encerrado. Encontré a la niña sentadita en una caja, llorando. Busqué con los ojos a Mundo y no le hallé. La chiquilla me señaló el tragaluz abierto, por donde se había escapado el muy pillo, movido de la querencia de su travesura y del afán de presenciar la función de sangre, aunque fuera desde el tejado.


Afanosa salí al tejado, y recorrí con gran trabajo el de mi casa y los de las próximas. El chiquillo se había metido por alguna ventana de buhardilla en busca de escalera por donde bajar a la calle.

Desalada salí yo también, y en el portal me dijeron que lo habían visto correr hacia el Parque. ¡Ay Dios mío! ¡Con qué anhelo corrí yo también hacia allá, curada ya como por ensalmo de mí horroroso miedo! El cañoneo había cesado. Volvía la gente de la batalla. Figuras terribles vi: hombres de cara tiznada, los cuerpos desgarrados y con manchas de lodo y sangre; mujeres roncas, con gestos y vocerío de locas escapadas de un casa de orates. Los franceses no dejaban pasar a nadie más allá de Maravillas. Junto a la iglesia vi muertos y moribundos. Pude acercarme a ellos y les grité:

«¿Han visto a mi Mundo?».

En presencia de las cosas horribles que allí y en todas las calles inmediatas se veían, me sentí atacada de la fiebre que el bueno de don Jesús había echado de menos en mí: el patriotismo. Quise avanzar hasta el Parque, que aun humeaba, como una hoguera de odios y llamas no bien apagada, y un francés me amenazó con la culata de su fusil.

«Busco a mi Mundo», le dije, no sé si llorando o riendo de coraje.

Y despreciando la fuerza que me quería cortar el paso, franqueé de un salto la línea y corrí hacia Monteleón.

Ya no me importaba meter los pies en charcos de sangre ni pisotear cadáveres. Estos no me causaban miedo, y a todos les miraba buscando entre ellos a mi hijo. Junto a la puerta, al pie de una cureña rota, vi un bulto que se movió a mi paso. Era la propia persona de don Jesús, expirante; tenía el rostro como envuelto en un velo de sangre endurecida. Me miró con un solo ojo, pues el otro desaparecía en una horrible herida desde la frente a la mejilla, y moviendo el único brazo de que podía disponer, pues el otro estaba preso bajo la cureña, me dijo:

—Seña Margara, ¿busca a su hijo?… Mundo es un héroe, un héroe chiquito…, ¡ay!…

Y dicho esto torció la boca, y el ojo se le quedó como una cuenta de vidrio. Era cadáver. No tuve tiempo ni ánimo para compadecerle, porque el furor materno me alejó de allí, y traspasé la puerta y entré en el Parque, gritando:

«Mundo, Mundo mío, ¿dónde estás?».

Los franceses me vieron entrar y correr por entre los escombros, las piezas desmontadas y los muertos, y nada me decían. Nada les importaba yo, ni estaban ellos para ocuparse de una pobre mujer, que sin duda creían loca, y que les preguntaba por un Mundo que ellos no conocían, ni les interesaba cosa alguna.

«Señores, les dije, busco a mi hijo, un pobre niño que no sé si habrá hecho a ustedes algún daño. ¡Mundo, Mundo mío! Díganme si le tienen muerto ó vivo. Me dice el corazón que aquí vino a pelear por España, chiquito y todo como es. Era muy valiente mi niño, aunque me esté mal el decirlo. Yo no tenía patriotismo, él sí, y se me escapó, y vino aquí al olor de la guerra».

Nadie me contestaba, nadie me entendía. Uno que parecía compasivo hízome salir de allí con buenos modos. Desde la calle, mirando el Parque despedazado, no cesaba de gritar:

«¡Mundo, Mundo precioso!… ¿No me oyes, no me ves?».

Llegó la noche, y sabiendo que en el Prado fusilaban, corrí allá, y me acercaba a los pelotones de los franceses y a las cuerdas de víctimas llamando a mi valiente… A riesgo de ser fusilada también, examinaba de cerca las caras.…

[Cuento] En un jardín, de Benito Pérez Galdós

I

EN UN JARDÍN

Mayo se enojará, lo sé; pero rindiendo culto a la verdad, es preciso decírselo en sus barbas. Sí, el imperio de las flores en nuestro clima, no le corresponde.

¡Tunante! ¿Qué dirán de él en la otra vida las almas de aquellas pobrecitas a quienes dejó morir de frío después de abrasarlas con importunos calores? En cambio, junio, si alguna vez las calienta con demasiado celo (porque es algo brusco, llanote y toma muy a pechos sus obligaciones), también las orea delicadamente con abanico, no con el atronador fuelle de los vientos septentrionales; se desvive por tenerlas en templada atmósfera, las abriga y las refresca, todo con esmerado pulso y medida; dales savia fecunda, primorosa luz, sustento benéfico, frescas y transparentes aguas. Hay que ver cómo derrocha este capitalista sus tesoros, calor, luz, frescura y aire, humedad y lumbre. Se parecería a muchos ricos de la tierra si no empleara toda su fortuna en hacer bien.

Aquí están sus obras.

Ved los pensamientos, con sus caritas amarillas y sus caperuzas de terciopelo. Miran a un lado y a otro, mecidos por el delicado aliento de la mañana, y tiemblan de gozo contemplándose tan guapos, tan saludables, tan vividores. Los ojuelos negros de estos enanos, que a semejanza de los ángeles menores, no tienen sino cabeza y alas, nos miran con picaresca malicia, y hasta parece que se ríen, los muy pillos, cuando el viento les hace dar cabezadas unos contra otros, agitándolos en toda la extensión de su inmensa falange. Los hay pálidos y linfáticos, los hay sanguíneos y mofletudos; unos se calan el gorrito hasta las cejas; otros lo echan hacia atrás; estos parecen calvos, de aquellos se diría que gastan barbas, y todos están más alegres que unas pascuas, y en su charlar ignoto exclaman sin duda:

—Compañeros, a vivir se ha dicho. ¡Buena panzada de aire, de luz y de agua nos estamos dando!

Más juiciosas son esas chiquillas que llaman minutisas, pues si las han puesto en compañía de tales granujas, saben ellas formar grupos encantadores, ramilletes que parecen corrillos, y jugando a la rueda sin admitir a ningún intruso, se entienden solas. Estas lindas estrellas de la tierra, que esmaltan los jardines con su púrpura risueña, son parientas lejanas del orgulloso clavel. Nadie lo diría, porque ¡son tan modestas…!

Allí está. ¡Qué noblemente pliega el aromático turbante blanco y rojo de mil rizos! Salud al califa espléndido, magnífico, soberano. La embriagadora poesía que de él brota incita al sibaritismo, a las ardientes pasiones. ¡Ah calaverón!… Este vicioso es tan popular, que hasta los pobres más pobres lo crían, aunque sea en una olla rota. Parece que hace soñar, como el opio, felicidades imposibles. Su fuerte aroma sensual es como una visión.

No son así las rosas, que aparecen en este mes en primoroso estado de madurez. Las de mayo eran niñas, estas son damas, y en sus abiertas hojas ahuecadas, blandas, puras, tenues, hay no sé qué magistral arte del mundo. Si Dios les concediera un soplo más de vida, uno no más, hablarían seguramente; pero más vale que estén mudas. Una gracia infinita, una delicadeza incomparable, una hermosura ideal hacen de esta flor la sonrisa de la naturaleza. Cuando las rosas mueren, el mundo se pone serio.

Allá lejos, encaramado sobre la tapia o al arrimo de la antigua pared, buscando la soledad, buscando la altura, esperando con ansia la sosegada noche, está el galán, el poeta sentimental, el romántico jazmín, en una palabra. Pálido y pequeño, toda su vida es alma. Le tocan, y cae del tallo. Vive del sentimiento, ama la noche, y si los aromas fueran música, el jazmín sería el ruiseñor.

Fijemos la vista en las gallardas peonías. No se necesitan ciertamente anteojos para verlas, según son de abultadas y presumidas. No merecen mis simpatías estas enfáticas señoras que todo lo gastan en trapos; y si está fuera de duda que son bellas, ello es que antes admiran que enamoran, y su hermosura más tiene de aparente que de real. Nada, nada; aquí hay algo postizo: estas señoras se pintan.

Grande y vistosa es también aquella. Saludemos a la magnolia, princesa india que ha venido de viaje y se ha quedado en nuestro clima. No está bien de salud la señora; pero, ¡qué aristocrática, qué regia es esta amazona! No se contenta con ser fragante y deliciosa flor, sino que quiere ser árbol, es decir, hombre. Ved cómo cabalga en la alta rama, y atrevida mira cara a cara al olmo corpulento, al castaño de mil flores y al quijotesco eucaliptus.

Por el suelo rastrea muchedumbre de pajes y espoliques, alelíes, espuelas de caballero, gentezuela menuda que vive de la adulación, a la sombra de los grandes señores, y el bíblico lirio, vestido siempre de nazareno. La madreselva, arisca y melancólica por la nostalgia que la perturba, busca el campo de donde contra su voluntad la han traído; mira ansiosa a todos lados para orientarse, se va arrastrando por los troncos, por las barandillas, por las escalinatas, hasta que logra tocar con su crispada mano la cerca; sube, va trepando, trepando, y se asoma para ver horizontes y el libre espacio, y hacerse la ilusión de que es libre. Esta flor, como muchas personas, no tiene más que manos, y son blancas, finas, aromáticas; pero aunque contrae sus finos dedos, cual si fuera a coger alguna cosa, jamás coge nada.

¡Paso al pueblo! La inmensa república de geranios todo lo llena. Parece que no hay tierra bastante para estos gorros colorados que se reproducen con facilidad maravillosa, y crecen como la plebe, duran como la ignorancia, y resisten fríos y soles como la pobreza. Para que nada falte, hasta los cactus, caterva de repugnantes bufones, se engalanan con gorritos de vistosas plumas; otros se ponen gregüescos amarillos, y algunos se encargan vestidos completos de Mefistófeles, como estudiantes en Carnaval, y tienen el descaro de vestir con ellos sus ventrudos cuerpos. Otros, flacos y verrugosos, siguen con las manos en los bolsillos, riéndose de todo y agitando el bastón con borlas de escarlata. Pero a nadie hacen gracia estas caricaturas vegetales, flores que parecen lagartos, sapos que parecen plantas; y viven aislados, sin sociedad, visitados tan sólo de las abejas, que a menudo vienen a decirles mi secreto al oído.

Si las violetas no hubiesen exhalado su último aroma en mayo; si los jacintos no estuvieran ya en el limbo de sus jóvenes cebolletas; si las dalias, por el contrario, no durmiesen aún en el vientre de sus batatas; si las petunias no se hallaran en estado de lactancia, y las campanillas dando los primeros pasos; si las francesillas no hubiesen bajado también al frío sepulcro de sus arañuelas, y las extrañas no estuvieran aún cortando sus múltiples gasas de bailarina para presentarse en el Otoño, el panorama floreal de junio sería completo.

[Cuento] El mes de junio, de Benito Pérez Galdós

I

EN EL JARDÍN

Mayo se enojará, lo sé; pero rindiendo culto a la verdad, es preciso decírselo en sus barbas. Sí, el imperio de las flores en nuestro clima, no le corresponde.

¡Tunante! ¿Qué dirán de él en la otra vida las almas de aquellas pobrecitas a quienes dejó morir de frío después de abrasarlas con importunos calores? En cambio, junio, si alguna vez las calienta con demasiado celo (porque es algo brusco, llanote y toma muy a pechos sus obligaciones), también las orea delicadamente con abanico, no con el atronador fuelle de los vientos septentrionales; se desvive por tenerlas en templada atmósfera, las abriga y las refresca, todo con esmerado pulso y medida; dales savia fecunda, primorosa luz, sustento benéfico, frescas y transparentes aguas. Hay que ver cómo derrocha este capitalista sus tesoros, calor, luz, frescura y aire, humedad y lumbre. Se parecería a muchos ricos de la tierra si no empleara toda su fortuna en hacer bien.

Aquí están sus obras.

Ved los pensamientos, con sus caritas amarillas y sus caperuzas de terciopelo. Miran a un lado y a otro, mecidos por el delicado aliento de la mañana, y tiemblan de gozo contemplándose tan guapos, tan saludables, tan vividores. Los ojuelos negros de estos enanos, que a semejanza de los ángeles menores, no tienen sino cabeza y alas, nos miran con picaresca malicia, y hasta parece que se ríen, los muy pillos, cuando el viento les hace dar cabezadas unos contra otros, agitándolos en toda la extensión de su inmensa falange. Los hay pálidos y linfáticos, los hay sanguíneos y mofletudos; unos se calan el gorrito hasta las cejas; otros lo echan hacia atrás; estos parecen calvos, de aquellos se diría que gastan barbas, y todos están más alegres que unas pascuas, y en su charlar ignoto exclaman sin duda:

—Compañeros, a vivir se ha dicho. ¡Buena panzada de aire, de luz y de agua nos estamos dando!

Más juiciosas son esas chiquillas que llaman minutisas, pues si las han puesto en compañía de tales granujas, saben ellas formar grupos encantadores, ramilletes que parecen corrillos, y jugando a la rueda sin admitir a ningún intruso, se entienden solas. Estas lindas estrellas de la tierra, que esmaltan los jardines con su púrpura risueña, son parientas lejanas del orgulloso clavel. Nadie lo diría, porque ¡son tan modestas…!

Allí está. ¡Qué noblemente pliega el aromático turbante blanco y rojo de mil rizos! Salud al califa espléndido, magnífico, soberano. La embriagadora poesía que de él brota incita al sibaritismo, a las ardientes pasiones. ¡Ah calaverón!… Este vicioso es tan popular, que hasta los pobres más pobres lo crían, aunque sea en una olla rota. Parece que hace soñar, como el opio, felicidades imposibles. Su fuerte aroma sensual es como una visión.

No son así las rosas, que aparecen en este mes en primoroso estado de madurez. Las de mayo eran niñas, estas son damas, y en sus abiertas hojas ahuecadas, blandas, puras, tenues, hay no sé qué magistral arte del mundo. Si Dios les concediera un soplo más de vida, uno no más, hablarían seguramente; pero más vale que estén mudas. Una gracia infinita, una delicadeza incomparable, una hermosura ideal hacen de esta flor la sonrisa de la naturaleza. Cuando las rosas mueren, el mundo se pone serio.

Allá lejos, encaramado sobre la tapia o al arrimo de la antigua pared, buscando la soledad, buscando la altura, esperando con ansia la sosegada noche, está el galán, el poeta sentimental, el romántico jazmín, en una palabra. Pálido y pequeño, toda su vida es alma. Le tocan, y cae del tallo. Vive del sentimiento, ama la noche, y si los aromas fueran música, el jazmín sería el ruiseñor.

Fijemos la vista en las gallardas peonías. No se necesitan ciertamente anteojos para verlas, según son de abultadas y presumidas. No merecen mis simpatías estas enfáticas señoras que todo lo gastan en trapos; y si está fuera de duda que son bellas, ello es que antes admiran que enamoran, y su hermosura más tiene de aparente que de real. Nada, nada; aquí hay algo postizo: estas señoras se pintan.

Grande y vistosa es también aquella. Saludemos a la magnolia, princesa india que ha venido de viaje y se ha quedado en nuestro clima. No está bien de salud la señora; pero, ¡qué aristocrática, qué regia es esta amazona! No se contenta con ser fragante y deliciosa flor, sino que quiere ser árbol, es decir, hombre. Ved cómo cabalga en la alta rama, y atrevida mira cara a cara al olmo corpulento, al castaño de mil flores y al quijotesco eucaliptus.

Por el suelo rastrea muchedumbre de pajes y espoliques, alelíes, espuelas de caballero, gentezuela menuda que vive de la adulación, a la sombra de los grandes señores, y el bíblico lirio, vestido siempre de nazareno. La madreselva, arisca y melancólica por la nostalgia que la perturba, busca el campo de donde contra su voluntad la han traído; mira ansiosa a todos lados para orientarse, se va arrastrando por los troncos, por las barandillas, por las escalinatas, hasta que logra tocar con su crispada mano la cerca; sube, va trepando, trepando, y se asoma para ver horizontes y el libre espacio, y hacerse la ilusión de que es libre. Esta flor, como muchas personas, no tiene más que manos, y son blancas, finas, aromáticas; pero aunque contrae sus finos dedos, cual si fuera a coger alguna cosa, jamás coge nada.

¡Paso al pueblo! La inmensa república de geranios todo lo llena. Parece que no hay tierra bastante para estos gorros colorados que se reproducen con facilidad maravillosa, y crecen como la plebe, duran como la ignorancia, y resisten fríos y soles como la pobreza. Para que nada falte, hasta los cactus, caterva de repugnantes bufones, se engalanan con gorritos de vistosas plumas; otros se ponen gregüescos amarillos, y algunos se encargan vestidos completos de Mefistófeles, como estudiantes en Carnaval, y tienen el descaro de vestir con ellos sus ventrudos cuerpos. Otros, flacos y verrugosos, siguen con las manos en los bolsillos, riéndose de todo y agitando el bastón con borlas de escarlata. Pero a nadie hacen gracia estas caricaturas vegetales, flores que parecen lagartos, sapos que parecen plantas; y viven aislados, sin sociedad, visitados tan sólo de las abejas, que a menudo vienen a decirles mi secreto al oído.

Si las violetas no hubiesen exhalado su último aroma en mayo; si los jacintos no estuvieran ya en el limbo de sus jóvenes cebolletas; si las dalias, por el contrario, no durmiesen aún en el vientre de sus batatas; si las petunias no se hallaran en estado de lactancia, y las campanillas dando los primeros pasos; si las francesillas no hubiesen bajado también al frío sepulcro de sus arañuelas, y las extrañas no estuvieran aún cortando sus múltiples gasas de bailarina para presentarse en el Otoño, el panorama floreal de junio sería completo.

II

EN EL CAMPO

Un monstruo, un gigante, un figurón, que parece hombre y no es más que espantajo, bracea y gesticula en medio del campo. Es el funcionario inamovible encargado de advertir a los gorriones que el trigo no se ha sembrado para ellos. ¡Ah, los gorriones, lo más canalla de la creación, la casta de pillos y rateros más desvergonzados que hay sobre la tierra! Cuando hicieron sus nidos, se metían en las casas para robar de los costureros de las señoras, hilachas y trapos, de que luego, con la mayor destreza hacían sábanas, almohadas y edredones para sus hijuelos. Ahora, estos graciosos bandidos andan por esos mundos ejerciendo su depravada rapacidad en los trigos y en las hortalizas. Todo se lo comen, todo lo pican, todo lo han de catar, como si fuese preciso que dieran su opinión sobre cuanto Dios cría en esta época. Si al menos fueran como las amapolas, que aunque se meten en todas partes, no toman nada… ¡Qué hermosos están los trigos! Llovió tan a tiempo que la espiga ha salido robusta y cuajada de corpulentos granos. Ya se está poniendo rubio, y como continúe el tiempo seco y tibio (pues la lluvia, por San Juan, quita vino y no da pan) pronto se le podrá meter la hoz.

El labrador no le quita los ojos, sino para mirar al cielo. Este es el mes crítico, el mes de las esperanzas, el resumen del año, la cifra adicional de esta larga cuenta de gastos y beneficios que doce meses dura. El labrador está contento, y espera pagar la contribución, los intereses del préstamo que le hizo el judío de la localidad, comprar aperos nuevos, remendar la casa, regalarse por San Juan, y aun guardar en el bolso tal cual pieza de a cinco duros para lo que pueda sobrevenir.

Escarda los trigos y los garbanzos, las lechugas, las habas, aporca las patatas y todas las siembras de primavera. Pasa revista a los árboles frutales, a ver cómo van cuajando. Las cerezas abundan. En cuanto a los perales, todavía no se sabe a punto fijo lo que darán; pero esta noble familia, que es sumamente cortés y atenta, manda en este mes, como regalo extraordinario, unas peritas sabrosas, que aceptamos con júbilo. San Juan las trae, las apadrina y les da su nombre. El mismo santo, al venir con su puntualidad acostumbrada, ha traído en el morral excelentes brevas, y es tan fino y liberal, que dice que para el año que viene traerá lo mismo.

El labrador azufra las villas, y después las aporca y arrodriga, dándoles unos bastoncitos para que se apoyen y estiren sus entumecidos brazos. Luego se ocupa en sembrar al aire libre zanahorias, perifollos, escarolas diversas, coles de Milán, rizadas, brécoles, malpicas, perejil y otras muchas clases que constituyen la jerarquía ensaladesca, y entre las cuales hay excelentes personas que nos acompañan a la mesa y se dejan comer.…

[Narración] Rura, de Benito Pérez Galdós

Volvamos á los campos, de donde salimos, para venir á embutirnos en las células de estas ciudades oprimidas, pestilentes, hospicios de la vanidad, talleres de una multitud de labores que acaban la vida antes de tiempo, y dan á la humanidad este sello de tristeza, señal de turbación, de clorosis y desequilibrio.

Sin renunciar á las luchas de la inteligencia, á las investigaciones científicas y á los afanes gloriosos de la industria y del arte, pongámonos en mejor terreno, en el terreno inicial, fecundo y primitivo, que es la sacra tierra, de donde todo sale y á donde todo ha de volver. La humanidad ha venido á ser excesivamente cerebral; la civilización no acaba de declararse satisfecha de sí pro-pia ni orgullosa de sus conquistas: amarga sus horas el reverdecimiento de luchas que parecían extinguidas y de problemas que parecían resueltos; amárgala también la nostalgia de la tierra como elemental mate­ria de trabajo. Un poderoso estímulo de atavismo despierta en ella el sentimiento de la labranza; con pena y alegría combinadas, recuerda que el labrador es el primer civilizado, y reconoce que el mejor remedio del cansancio presente es volver al origen de las humanas tareas, buscando el reposo en las fatigas elementales para constituir sociedad y fundar la riqueza.

Seamos todos un poco destripaterrones y conciliemos la vida urbana con la vida agrícola, aspirando á la suprema síntesis, que ha de alegrar nuestra existencia, restaurando la higiene cerebral, atenuando nuestro neurosismo, y haciéndonos más fuertes y al propio tiempo más religiosos, más dueños de la Naturaleza y menos accesibles á la duda y al escepticismo.

¿Y cómo elogia! é yo ahora la vida campestre? Los que esto lean me agradecerán que antes que con el entendimiento lo haga con la memoria, de la cual me salen estos versos admirables del gran Lope:

¡Gracias, inmenso cielo, á tu bondad divina!

No tanto por los bienes que me has dado,

pues todo aqueste suelo

y esta sierra vecina

cubren mis trigos, viñas y ganado,

ni por haber colmado

de casi blanco aceite

destas olivas bajas

á treinta y más tinajas,

donde nadan los quesos por deleite,

sin otras de henchir faltas

de olivas más ancianas y más altas;

no porque sus colmenas,

de nidos pequeñuelos

de tantas avecillas adornadas

de blanca miel rellenas,

que al reirse los cielos

convierteu destas llores matizadas;

ni porque estén cargadas

de montes de oro en trigo

las eras que á las trojes

sin tempestad recoges,

de quien tú que lo das eres testigo,

y yo tu mayordomo,

que mientras más adquiero menos como;

no porque los lagares

con las azules uvas

rebosen por los bordes á la tierra,

ni porque tantos pares

de bien labradas cubas

puedan bastar á lo que Octubre encierra,

no porque aquella sierra

cubra el ganado mío

que allá parecen peñas,

ni porque con mis señas

bebiendo de manera agota el río,

que en el tiempo que bebe

á pie enjuto el pastor pasar se atreve.

Las gracias más colmadas

te doy porque me has dado

contento en el estado que me has puesto.

Parezco un hombre opuesto

al cortesano triste

por honras y ambiciones,

que de tantas pasiones

el corazón y el pensamiento viste,

porque yo sin cuidado

de honor, con mis iguales vivo honrado.

Nací en aquesta aldea, dos leguas de la corte,

y no he visto la corte en sesenta años,

ni plega á Dios la vea,

aunque el vivir me importe

por casos de fortuna tan extraños.

Estos mismos castaños, que nacieron conmigo,

no he pasado en mi vida,

porque si la comida y la casa,

del hombre dulce abrigo, á donde nace tiene,

¿qué busca, á dónde va, de dónde viene?

Rióme del soldado

que como si tuviese

mil piernas y mil brazos, va á perdellos,

y el otro desdichado,

que como si no hubiese

bastante tierra, asiendo los cabellos

á la fortuna, y del los

colgado el pensamiento,

los libres mares ara, .

y aun en el mar no para,

que presume también beber el viento.

¡Ay, Dios! ¡Qué gran locura

buscar el hombre incierta sepultura!

El labrador feliz que en la comedia El villano en su rincón enaltece con hermosos versos la paz campestre, señala como enemigos de ésta la guerra, la política y el comercio, y en general detesta las ambiciones, sin considerar que también el labrador ambiciona, y por eso siembra, y que las diversas ambiciones humanas dan valor y empleo á la energía del agricultor. Si hoy viviera, reconocería el buen villano la compatibilidad del cultivo de la tierra con todas las artes, con el comercio aventurero, con la política y aun con la guerra, y dirigiría sus cargos lastimosos contra la calamidad que ahora llaman absenteísmo, y consiste en que todo villano con suerte abandone su rincón apacible para venirse á holgar en las ciudades, criando á los hijos para paseantes en corte ó para funcionarios de postiza ilustración, engrosando así la muchedumbre parasitaria que devora el cuerpo social.

El siglo que ya hemos de llamar pasado (y trabajo nos cuesta llamarlo así) nos ofrece, junto á evidentes progresos, fenómenos y casos de contracivilización. El más notorio es el creciente desmedro social de la raza labradora, y el rebajamiento del tipo del hombre de campo. Los caballeros del verde gabán han venido muy á menos, bien porque los hijos les han salido poetas medianos, bien porque han menospreciado la labranza para dedicarse á carreras facultativas, á caciques, á diputados, de los de olido, ó á otros menesteres incompatibles con el cultivo, ó más bien culto de la tierra. Ha ido ésta pasando de manos fuertes á manos débiles en el sentido social; el labrador rico no acierta á formar dinastía; los grandes propietarios, herederos de tierras ó comprado­res de las desamortizadas, huyen de ellas, entregándolas á la rutina y á la sordidez de arrendatarios que esquilman lo existente sin crear cosa alguna, ni mejorar lo que no les pertenece.

El labrador se ha declarado plebeyo sin redención posible y pobre de solemnidad. Vamos á la perdición si no impulsamos en el siglo que empieza la magna obra de ennoblecer al labrador, de armarle caballero, de hacerle rico y sabio para que constituya la Ítrímera y más poderosa de las clases sociales. Señales hay en estos tiempos de que los venideros marcarán esa dirección en los destinos de España; y si así fuere, los que empalmen el siglo XX con el XXI verán entre otras maravillas el prodigio de la Civilización Bucólica, la agricultura presidiendo todas las artes, el villano engrandecido, las ciudades estacionadas á las orillas de los campos, los palacios entre mieses, la humanidad menos triste que ahora, la tierra engalanada, cubierta de toda hermosura, más joven cuanto más arada, más linda cuanto menos virgen.

Madrid, Enero de 1901.

[Narración] La república de las letras, de Benito Pérez Galdós

LA REPÚBLICA DE LAS LETRAS

La idea de este periódico ha tomado cuerpo con inopinada rapidez, seguro indicio de a necesidad de su existencia. Ha sido uno de esos estímulos de la vida intelectual que, por su extraordinario poder expansivo, pasan velozmente de la intención de todos á la voluntad de muchos, y de ésta á la ejecución realizada por unos cuantos. Con más ó menos presuroso nacimiento, ello es que ya vive La República de las Letras, y dispuesta la vemos á cumplir el ideal programa que trajo de aquella colectiva intención é que debe su origen. Naturalmente, como nacida de un intenso deseo juvenil, ni aun pasando por manos maduras y por temperamentos enfriados ya de la edad, pierde su inicial naturaleza de aventura un tanto temeraria; no se despoja del carácter inherente á toda obra más inspirada que reflexiva, y trae consigo la dulce imprevisión, el entusiasmo de corazón ardiente y vendados ojos, y la confianza en las propias fuerzas. Adelante, hija; ya estás en el mundo de les vivos; agárrate bien á la existencia, y procura aumentar tu vigor á cada paso que dieres; fortalécete con la actividad, la paciencia, la tolerancia; ten las potencias del alma bien despiertas y vigilantes, y no mueras mientras dure en tu patria la vital atmósfera de arte y letras que hoy, por fortuna, respiramos.

Esta humilde República de los que no gobiernan, ni legislan, ni ponen su mano desinteresada en el mecanismo político y económico de la nación, no viene á mover guerra entre los espíritus, sino paces; no es movida de la rabia de destrucción, sino del generoso anhelo de que algo se construya; no pretende cerrar horizontes, sino ensancharlos, para que todas las hechuras del pensamiento y de la fantasía puedan llegar a los términos distantes de la publicidad. Quiere este periódico agrandar el territorio de la literatura receptiva, de la mansa República de lectores. Ya que no nos sea posible disminuir la cifra desconsoladora de analfabetos, aumentemos la de los que, poseyendo’ el don de lectura, no leen; la de los que leyendo no entienden, y la de los entendedores ociosos que no han adquirido la curiosidad y el gusto de las sensaciones inefables encerradas en el negro arcano de las letras de molde.

Buscamos lectores, los perseguimos y los sacaremos de donde quiera que estén metidos, para traerlos al conocimiento y goce de todos los ingenios, deparando á los jóvenes mayor difusión de sus trabajos, y á los inéditos y obscuros la claridad á que tienen derecho. Para esto, La República de las Letras ofrece al público español no sólo la suma grande de frutos del ingenio que aquí se producen, sino también una recopilación fácilmente asimilable del saber y del imaginar de otras naciones, recogiendo el caudal de las Revistas extranjeras para difundirlo entre nuestros lectores. Así, el aristocratismo de las publicaciones costosas quedará desvinculado y vulgarizado, entranado en el acervo democrático de los conocimientos. Si todo lector tiene derecho á un público más ó menos crecido, según su mérito y constancia, todo lector tiene derecho al pan intelectual, sabroso para los que aman la belleza, nutritivo para los enamorados de la verdad.

Se dirá que la Prensa diaria y sus poderosos rotativos realizan cumplidamente esta misión civilizadora. Así es: gracias á esa fuerza, elevada á su mayor poder en nuestros días, ha podido España aproximarse al corro de las familias europeas. Pero la gran Prensa tiene bastante con la inmensa obra de condensar la opinión en las materias de necesidad primaria, como son el vivir político y económico de la Nación. Subalterna es hoy para ella, no sin motivo, la vida literaria y artística. Pero mientras llega ocasión de establecer en la Prensa diaria el necesario equilibrio entre todas las manifestaciones de la inteligencia, adquiriendo la Literatura y las Artes lugar y crédito mayores del que hoy tienen, demos á lo nuestro, y este germinar del pensamiento y la fantasía, toda la representación que merece; condensemos su fuerza; reunamos y agrupemos los cerebros que en ello trabajan para que se vea toda su riqueza y variedad; establezcamos, no frente á la selva de la Prensa diaria, sino á su lado, un vivero humilde donde se críen y fomenten innumerables inteligencias, que irán á la conquista del público, así en el campo del Libro como en el del Periódico.

Si esta institución inocente y desinteresada proclama como su primer dogma la paz entre los Repúblicos de las Letras, no por eso proscribe la libre expresión del pensamiento, sin más limitaciones que las que imponen el mutuo respeto y la buena crianza. La cofradía de tantos espíritus, .con una sola tribuna en que hablar á las muchedumbres, ha de dar más campo á la variedad que á la unidad. Hemos de ver criterios diferentes y contradicciones palmarias. ¿Pero quién puede asustarse de la contradicción en estas alturas tempestuosas en que nos hallamos? ¿Quién será el guapo que nos traiga una dogmática, inmutable unidad de formas estéticas, y que al traerla nos la robustezca con el ejemplo, dándonos un. magno símbolo de belleza, ante el cual ningún artista contemporáneo deje de prosternarse con admiración y acatamiento? ¿Quién atajará las disputas, quién hallará el remedio de las contradicciones y la clave de la unidad, cuando nos hallamos, en la mayor ebullición de ideas y principios que han visto los tiempos?… Reconozcamos en nuestra edad más vibración de nervios desmandados que impulso persistente de caudal sanguíneo. Nos hallamos en la turbación y demencia que preceden á las grandes transformaciones del vivir humano, no por cierto en lo tocante al artificio político, que es cosa bien superficial y subalterna, sino á lo más esencial, á lo que más vivamente interesa á los cuerpos y las almas, al comer y al pensar, al sentir y al poseer.

¿Quién extrañará que esta inquietud precursora de movimientos grandes se manifieste en el reino del arte, sometido al gobierno de la imaginación, que ya es por sí revoltosa y quimerista? Nuestra República no excluirá, pues, sistemáticamente las contradicciones, por las cuales más vendrá sobre ella vida que muerte. Confía en ser asistida y alimentada por la muchedumbre de ingenios, y anhela que éstos traígan en sus variadas manifestaciones la honrada sinceridad y el entusiasmo. Tanto hielo tenemos por desdicha en la España contemporánea, que sería locura condenar el choque de ideas, padre del calor y abuelo de la fuerza.

Madrid, Mayo de 1905

[Artículo] ¿Más paciencia?, de Benito Pérez Galdós

La vida española, congestiva en las ciudades, anémica en el campo, necesita ponderación y equilibrio, reparto fisiológico de toda su savia y de todo su calor. Sólo así podrá formarse una nación robusta y saluable, capaz de afrontar el estudio y aun la solución de los ingentes problemas que el malestar humano ha planteado en este siglo. La labor de la tierra, fundamento de los bienes que de la Naturaleza hemos de obtener, clave de la riqueza privada y pública, nos ofrece sus elementos repartidos sin proporción entre el campo y las ciudades: en éstas viven las enseñanzas agrícolas, el conocimiento técnico de máquinas y métodos de cultivo, la burocracia que regula y á veces enmaraña las relaciones entre el Estado y los labradores; en el campo encontramos la fuerza elemental, la rutina, la ignorancia, luchando en desigual contienda con los obstáculos naturales, á los que se agregan las maldades del caciquismo y de la usura. Gigantes son los que así luchan en plena atmósfera de barbarie. ¡Heróico martirio que merece glorificación!

Los frutos de la tierra, de esa madraza que no acaba nunca de amamantar al hombre, se distribuyen también sin ninguna equidad. Á las ciudades vienen las saneadas rentas que permiten al terrateniente urbanizado gustar todos los beneficios de la civilización y los innumerables placeres de la vida social, los progresos de la ciencia, los encantos del arte y los mil entretenimientos frívolos, caprichosos, que trae consigo la cultura opulenta. En el campo se queda el trabajo penoso, abrumador, y con él la miseria, el hambre y la desnudez, la ignorancia, que algunos llaman barbarie faltando al respeto que merecen las clases inferiores de la Nación, las cuales, por ser alma y sangre nuestra’, tienen derecho, por lo menos, á que las saquemos de ese estado anfibio, medianero entre animales y personas.

De aquel ascetismo que nos vienen predicando como ideal de vida desde el siglo XVI, la España de las ciudades no ha tomado para sí más que algunos formulismos sermonarios, sin valor en la vida real, y abandonando al polvo de las bibliotecas la literatura mazacote en que se nos predicaba un sistema de vida que más bien lo es de muerte, ha relegado á la sociedad campesina el verdadero y efectivo ascetismo, condenándola á pobreza desesperante y á la privación de todos los goces. El español civilizado ó urbanizado no quiere que le hablen de tal ascetismo. Cuando más, lo considera como un bromazo que el llamado siglo de oro quiere dar á estos nuevos siglos, forjados de materias menos preciosas; pero lo aplica cruelmente al pobre español rural, dejándole sólo en la esclavitud de la tierra, en la faena dura que empieza cuando acaba, como los castigos del infierno pagano. Y

Sara que el rural no desmaye, su hermano e las ciudades no cesa de recomendarle con hipócrita unción la práctica sistemática de las virtudes cristianas, genuinamente españolas: la paciencia y la sobriedad.

¡Paciencia, sobriedad! Pero ¿hasta cuándo, señores…? ¿No bastan cuatro siglos de virtudes, aunque éstas, por culpa de los super-hispanos, sean desconsoladora mezcolanza de santidad y salvajismo? El régimen español de vivir mal en la Tierra por querencias del Cielo, se sostiene y preconiza en el campo como ley religiosa y social, mientras que en las ciudades se le sustituye por el buen vivir y el gusto creciente de las comodidades. Los infra-hispanos, tristes, agobiados, vuelven sus ojos á los que participamos en mayor ó menor grado del humano bienestar, -y nos dicen:—Caballeros: ya, de tanto ascetismo, hemos ganado el cielo de la razón y de la verdad. Muy santa y muy buena es la paciencia que por encargo vuestro, y como remuneración de estas tareas, hemos almacenado en nuestras almas; pero el tesoro va mermando de día en día, y no está lejano el de su total acabamiento. Si queréis para la vida española un florecimiento integral, espléndido, reconoced en nuestra obra el más noble de los oficios, fundamento de todo bienestar y primer impulso de las fuerzas nacionales. No veáis en el cultivo de la tierra un castigo, ni en nosotros la condición de galeotes irredimibles. Sed justos, siquiera benignos, en el goce de los frutos que anualmente sacamos de la tierra. Que los fueros de la obra dura, incansable, no sean inferiores á los de la propiedad descansada. No pongáis entre las ciudades y el campo distancia ideal tan grande que parezcan regiones de distintos planetas. Aproximad, por la recíproca simpatía y por la constante atención, lo que hoy está distante por causa de nuestra rudeza y de vuestro aoscnteísmo. Seamos nosotros un poco civilizados y vosotros un poco campesinos. Venid acá y traednos toda la ciencia que en libros ó en viajes aprendisteis, y enseñadnos lo que ignoramos, rompiendo con paciente educación la corteza de nuestra rutina. Traed al campo á vuestros hijos, para curarlos de las caquexias hereditarias y del raquitismo contraído en las ciudades, y llevad á los nuestros allá para educarlos á la moderna. Y á nosotros, que por culpa vuestra conservamos las inteligencias endurecidas, enseñadnos á leer y escribir, aunque sea menester abrir á golpes las puertas y ventanas de nuestros cerrados entendimientos. Igualadnos á vosotros todo lo posible. Pasad la piedra pómez por las asperezas de nuestra barbarie; pasadla también por vuestra petulancia y vuestro orgullo, fundado en un poquito de saber y en otro poquito de empacho de tantos goces y divertimientos. Transformad el campo, dándole amenidad, frescura, placidez virgiliana; hacedlo habitable por la seguridad y accesible por las comunicaciones. Si estas voces que al super-hispano dirige el infra-hispano fuesen desoídas ó menospreciadas, y siguiérais negándonos la educación y aplicando á nuestra miseria las seculares recetas de paciencia y sobriedad, tened en cuenta que así como evolucionan las ideas y los intereses en la eterna rotación de la voluntad humana, evolucionan también las virtudes, y sin quererlo ni pensarlo, nuestras almas se desnudarán de la mansedumbre para vestirse de la severidad; abominaremos del sufrimiento, y ambiciosos de la dicha humana correremos á buscarla y adquirirla allí donde se encuentre. ¿No queréis traernos al campo los beneficios de las ciudades? Pues nosotros llevaremos á las ciudades las inclemencias de estos yermos, representadas en la tempestad de nuestros corazones, ansiosos de justicia. Inteligencias incultas y manos bárbaras os devolverán la lección ascética: contra paciencia, acción; contra miseria, bienestar.

Madrid, Enero de 1904.