El vodka: la ruina de Rusia desde tiempos remotos

    El alcohol es un veneno dañino para el cuerpo y el alma. Por tanto, beber alcohol es un gran pecado, ofrecérselo a otros es un pecado más infame y fabricar y vender este veneno es un pecado aún mayor.

    León Tolstoi

    Durante siglos, los zares se hicieron fabulosamente ricos vendiendo vodka a sus súbditos a través de un férreo monopolio que creó un enorme problema de salud pública y de naturaleza fiscal con terribles consecuencias para el país.

    El vodka toma su nombre de la palabra eslava voda (вода, agua) que, al combinarse con el diminutivo “-ka” sería algo así como “agüita” en una traducción literal al castellano. Esta etimología es perfecta para describir un licor que, a primera vista, no tiene nada de especial: una mezcla de agua y etanol sin aroma, color o sabor distintivos. Y fue precisamente esta falta de características destacadas la que convirtió al vodka en algo tan especial: en la Edad Media, cualquier campesino de Europa Oriental podía producirlo a base de cereales ricos en almidón como el trigo o el centeno (las patatas no llegaron a territorio ruso hasta la década de 1850), para su propio consumo o para vendérselo a otros miembros de su comunidad.

    Pero está producción y venta informal de licor llegó a su fin a finales del siglo XV, cuando el territorio occidental de lo que hoy es Rusia estaba dividido en varios territorios independientes, en teoría vasallos de la Horda de Oro. El soberano de uno de esos territorios, el Gran Principado de Moscovia, se deshizo del yugo mongol y procedió a multiplicar su territorio mediante la conquista, la compra, la herencia y la incautación de tierras a sus parientes dinásticos, sentando las bases del moderno estado ruso autocrático y empezando a usar el título de zar con el nombre de Iván III.

    Con las arcas vacías tras todas esas conquistas y reformas, al abuelo de Iván el Terrible se le ocurrió una idea para financiar su nuevo estado: prohibir a sus súbditos la destilación y venta del vodka y declararlas un privilegio real: a partir de ese momento, todo el alcohol de Rusia se convirtió en propiedad de la corona y debía comprarse al zar y solo al zar. La familia real rusa acababa de adquirir la gallina de los huevos de oro que cimentaría su legendaria riqueza a lo largo de los siglos: el vodka era un producto que podía elaborarse en masa sin complicaciones técnicas ni grandes gastos, un monopolio perfecto de un producto que todo el mundo quería comprar en grandes cantidades y nadie más podía vender.

    Así, los zares y sus subordinados empezaron a regentar una red cada vez más amplia de plantas dedicadas a la producción de vodka por todo el Imperio Ruso con grandes beneficios pese a los bajos precios a que se vendía el licor. Los palacios de Pedro el Grande en San Petersburgo, las campañas militares de Catalina la Grande, los huevos de Fabergé… todo se pagó con el dinero del monopolio sobre el vodka, cuyos ingresos representaban un tercio de los ingresos totales de la monarquía zarista, con picos de hasta el 40 %. El sistema era tan rentable, que cuando los soberanos se veían en la necesidad de recompensar a la baja nobleza por los servicios prestados, no le entregaban tierras como en otras monarquías europeas, sino derechos de producción o distribución de vodka, que garantizaban su riqueza y la de sus descendientes.

    Y esta historia podría terminar aquí, como una anécdota más de los estrambóticos medios que a veces emplean gobiernos y estados de distinto pelaje para financiarse si no fuera porque creó una doble adicción, la de los rusos al vodka y la del Kremlin a los ingresos por su venta, en lo que hoy denominaríamos un “problema de salud pública” y de tipo fiscal. El consumo excesivo de alcohol es una enfermedad terrible con devastadoras consecuencias para la salud: provoca una deformación global de la estructura interna del hígado que tiene lugar cuando una gran cantidad de tejido hepático normal es sustituido de forma permanente por tejido cicatricial no funcional. El resultado es un aumento de la presión arterial, ictericia (coloración amarillenta de la piel) y deformaciones abdominales, entre otros síntomas, que acaban costando la vida al paciente.

    Pero al problema de salud pública y a la tóxica dependencia de los ingresos derivados de la producción y venta de vodka por parte de la tesorería real de los zares debemos sumarle una dimensión oculta y mucho más siniestra: la del control social. Un campesino que gasta todo su jornal en alcohol barato proporcionado por el estado no solo no se rebela ni conspira contra los poderes que lo oprimen, sino que somete a su familia, maltratándola físicamente y creando la siguiente generación de alcohólicos dispuestos a perpetuar el problema y a llenar los bolsillos de los zares comprándoles más vodka.

    Y así, durante siglos los zares se negaron (por la cuenta que les traía) a reducir el consumo de alcohol de sus súbditos, cuando no lo fomentaban directamente. Por ejemplo, Pedro el Grande decretó que las esposas de los campesinos debían ser azotadas si se atrevían a intentar sacar a sus maridos borrachos de las tabernas antes de que éstos estuvieran listos para irse voluntariamente. Y el último zar, Nicolás II, se negó a incluir en las etiquetas de las botellas un texto redactado por el mismísimo Tolstoi para advertir de los peligros del consumo de vodka.

    Nicolás II también tuvo el honor de mostrar al mundo hasta qué punto era tóxica la adicción de la tesorería real rusa a los ingresos derivados del vodka. Persuadido por su tío bohemio, el Gran Duque Constantino, Nicolás II prohibió la venta de vodka en 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial y encargó a su ministro de economía que diseñase una solución para evitar que la financiación estatal “dejase de depender de la ruina espiritual y económica de mis leales súbditos”. Sobre el papel, la idea era acelerar el reclutamiento y la movilización de las tropas y eliminar el enorme problema de salud pública que afectaba a los rusos, sobre todo a los varones. Sin embargo, las consecuencias negativas fueron devastadoras.

    Y es que ningún soberano en su sano juicio renuncia a un tercio de sus ingresos cuando está movilizando a 10 millones de hombres, el mayor ejército que jamás había visto la historia hasta 1914, para participar en una larga guerra de desgaste como acabó siendo la Primera Guerra Mundial. Además, la demanda pública de vodka hizo que grandes cantidades de grano se utilizasen para fabricar alcohol ilegal, y la reducción del grano disponible provocó escasez de pan en las ciudades, una de las causas del descontento que terminó cristalizando en la Revolución Rusa de 1917. En el Día de la Mujer, el 8 de marzo de 1917, mujeres, trabajadores y estudiantes se unieron a manifestaciones callejeras masivas en protesta por la escasez de alimentos, que culminaron con la abdicación del zar una semana después.

    Cuando Vladimir Lenin tomó el poder en noviembre de 1917, mantuvo la ley seca del último zar y tomó medidas violentas contra los fabricantes de alcohol ilegal, consciente de que alimentar a las masas urbanas era esencial para mantener su lealtad. Además, el Partido Bolchevique mantenía una actitud abolicionista hacia el alcohol, al que consideraba una de las cadenas con las que la burguesía esclavizaba al proletariado.

    Sin embargo, cuando llegó al poder tras la muerte de Lenin en 1927, Stalin decidió acabar con las medidas prohibicionistas, reabrir las fábricas de vodka y volver a proporcionar vodka barato a la población de la Unión Soviética para financiar sus extensos programas de industrialización. Con un cínico gesto marca Stalin™, el alcohol vendido por el estado pasó a llamarse “vodka del pueblo”. Las consecuencias fueron nefastas: entre 1940 y 1980, la URSS experimentó el mayor aumento del consumo de alcohol de los países en desarrollo: un 600 %, cuando la población solamente creció un 25 % durante el mismo período. Para la década de 1980, cuando la URSS ya padecía un estancamiento económico y productivo importante, era evidente que su población tenía un grave problema de alcoholismo: el gravamen al alcohol constituía un 40 % de todos los impuestos directos e indirectos que pagaban los ciudadanos soviéticos y representaba un 13 % de los ingresos del estado. En 1985, la familia soviética promedio dedicaba a la compra de alcohol entre un 25 y un 50 % de su presupuesto mensual de alimentación. Las botellas de una de las marcas de vodka más vendidas y emblemáticas de la Unión Soviética, Stolichnaya, no podían volver a cerrarse una vez retirado el cierre desechable con que se sellaban de fábrica. La empresa daba por sentado que el ruso promedio se la terminaría de una sentada tras abrirla, por lo que un tapón reutilizable no era necesario.

    El primero en intentar abordar el elefante en la habitación fue Mihail Gorvachov que, tras una campaña de concienciación en todo el país, aumentó los impuestos sobre el alcohol, introdujo nuevos delitos penales por embriaguez y se censuró la presencia de borrachos y el alcohol en las películas. Como consecuencia, la tasa de nacimientos y la esperanza aumentaron, pero estas medidas hicieron muy impopular a Gorvachov y a su perestroika, al tiempo que propiciaron una proliferación de alcohol clandestino fabricado con ingredientes de baja calidad y un rápido aumento de las intoxicaciones y las muertes por el consumo de barnices, anticongelantes y perfumes para sustituir al vodka.

    Su sucesor fue Boris Yeltsin, el hombre que terminó de desmantelar lo que quedaba de la Unión Soviética y que en 1993 empezó a privatizar las industrias, infraestructuras y recursos naturales del país. La mayoría de los rusos recibió un cupón que representaba su minúscula participación en ellas y que no valía gran cosa por sí mismo. Los cupones sólo tenían valor para aquellos con capital acumulado o acceso a crédito que lograran hacerse con suficientes participaciones como para controlar determinadas empresas o industrias. Los rusos de a pie, con graves problemas económicos tras la caída de la URSS, vendían su cupón (muchas veces a cambio de una botella de vodka) a tiburones que se hacían fabulosamente ricos, convirtiéndose en propietarios de yacimientos petrolíferos y minas de oro, mientras el gobierno estaba en quiebra y la población rusa rozaba la miseria. Hasta el presente, este proceso ha minado la confianza de los rusos en la democracia de corte occidental y cualquier cosa que huela a liberalización económica.

    El monopolio estatal del vodka no fue una excepción y se privatizó con el consiguiente agujero presupuestario de grandes proporciones en las arcas públicas por la caída de los ingresos fiscales. También se produjo una nueva avalancha de alcohol ilegal y potencialmente venenoso, se redujo la esperanza de vida y aumentaron las muertes relacionadas con el consumo de alcohol.

    En 1999, Yeltsin pasó el testigo a Vladimir Putin, un exagente del KGB que, a diferencia de sus predecesores, conocía la importancia de controlar el vodka en Rusia y sus beneficios para poder permanecer seguro en el Kremlin. Una de sus primeras medidas fue la creación de un consorcio estatal para el alcohol, RosSpirtProm, que actualmente representa cerca del 50 % de la producción rusa de alcohol y cuyos beneficios van a parar a las arcas del Kremlin. Para luchar contra el alcohol ilegal que proliferaba en el país con dramáticas consecuencias para la salud pública, Putin propuso que el consorcio también se encargase de implantar rigurosos controles de calidad centralizados, además de mantener unos precios asequibles para que nadie tuviera que acudir al mercado negro.

    A día de hoy, como en tiempos de los zares, el Kremlin sigue proporcionando a sus ciudadanos licor de alta graduación a precios asequibles, perpetuando un círculo vicioso de adicción, dependencia, miseria, enfermedad y desesperación que lleva en marcha desde hace más de 500 años.

    ¿Sabías que…?

    En 1717, tras una noche de fiesta durante una visita a Bruselas, el zar Pedro el Grande se sintió indispuesto al borde de una fuente y vomitó en el agua. Años después, se inauguró un monumento conmemorando el suceso con una inscripción en latín cuestionable que reza: INSIDIENS MARGINI HUIUS FONTIS, AQUAM NOBILITAVIT LIBATO VINO, lo que podría traducirse libremente como A orillas de esta fuente, (Pedro) ennobleció sus aguas con el vino expulsado de sus entrañas.

    El brandy fue inventado por comerciantes holandeses de la Edad Media que hervían el vino para extraer el agua y reducir el volumen de transporte por vía fluvial. El agua se volvía a añadir en destino, duplicando la carga útil. Lo llamaban Brandwijn (vino quemado), palabra de la que procede “brandy”.

    En 1788, una unidad de húsares del ejército austríaco se negó a compartir con otros regimientos el aguardiente que habían comprado a unos mercaderes durante una misión de reconocimiento. Estalló una trifulca que los oficiales intentaron parar gritando Halt! Halt! (“alto” en alemán). Mala suerte: otros soldados interpretaron los gritos como “Allah!, Allah!”, creyendo ser víctimas de un ataque sorpresa de las tropas otomanas. Cundió el pánico y las diferentes unidades empezaron a atacarse entre sí. Cuando el ejército otomano llegó poco después, se encontró con que los austríacos se habían retirado dejando el campo de batalla sembrado de muertos y heridos por fuego amigo.