[Artículo] El Alcázar de Toledo, de Benito Pérez Galdós
Enero, 12 de 1887.
I
Hoy me toca hablar del incendio del Alcázar de Toledo, catástrofe que ha producido hondísima consternación en la histórica ciudad, y en toda España una pena muy viva. Es aquel edificio la muestra más hermosa quizá que poseemos del arte monumental español del Renacimiento, y parece que tiene sobre sí una maldición el tal Alcázar porque con éste lleva ya tres incendios horribles. Sus gruesos muros, sólidamente fabricados, parecen emblema de la vitalidad nacional, por la resistencia que oponen a los estragos del tiempo y del fuego.
Se han empeñado en no perecer, y si lo han conseguido en las dos catástrofes de principios del siglo XVIII la una, de los comienzos del actual la otra, no sabemos si pasará lo mismo después de la presente, que parece haber sido la más espantosa de las tres.
Cuantos han visitado la ciudad visigoda han admirado la mole colosal del Alcázar, situado en el punto más alto de la población, sobre escarpada roca, cuyos ingentes fundamentos lame el río Tajo, que allí no parece llevar en sus aguas las famosas arenas de oro, sino sangre, porque es rojo, y su aspecto, más siniestro que aurífero. El Alcázar ofrece un conjunto en que se hermanan la robustez con la elegancia. Por una parte parece obra de gigantes, por otra, de soñadores y delicados artistas. Sus bases ciclópeas son de aspecto de fortaleza por la parte del río, y su fachada Norte, bellísima muestra de arquitectura española, se igualan a los palacios en que reina el sibaritismo. Vense representadas en aquellas nobles piedras la paz y la guerra, fases gloriosas ambas de la Monarquía.
Parece que desafía y que protege, y que en él se confunden y asocian las crueldades del poder supremo a los auxilios que éste supo prestar a las letras y a las artes.
II
Desde tiempos remotísimos hubo en aquel sitio una fortaleza. Era el punto culminante de la estratégica ciudad, y los visigodos primero, los árabes después, establecieron allí una residencia de autoridades y un punto de defensa. La primitiva ciudadela fué aumentada por los Reyes de Castilla, que le dieron el nombre de Alcazaba. Los Alfonsos se aposentaban allí cuando moraban en la ciudad. Pero el creador del Alcázar, tal como le conocemos, fué el Emperador y Rey Carlos V, que quiso construir allí un palacio digno de su poderío y de su nombre. Alonso de Covarrubias y Juan de Herrera fueron los arquitectos encargados de la colosal obra; y lo mejor de ella corresponde, seguramente, al primero, ayudado de Luis de Vergara y de Villalpando. Su fachada principal, en cuya traza se unen maravillosamente la robustez y la elegancia, es obra incomparable. Todo allí es grande, la puerta, que parece hecha para que sólo entren gigantes por ella, el escudo sostenido por los colosales heraldos, la crujía alta, la esbelta crestería que remata la cornisa, los airosos torreones… Covarrubias mostró allí más que en ninguna parte la lozanía y fecundidad de su imaginación de artista, así como su ciencia de constructor. Cuando vemos en siglos posteriores el decaimiento de la arquitectura española, y observamos la incapacidad para todo lo que no sea una imitación servil, no podemos comprender cómo no imitan este modelo admirable y característico.
Hasta hace poco tiempo, nuestros arquitectos no han sabido salir del camino de las rutinas académicas o de los amaneramientos a la francesa, y por eso las poblaciones modernas están llenas de adefesios. Lentamente se ha ido iniciando el estudio del Renacimiento propiamente español, y el arte monumental nos ofrece, de cuando en cuando, alguna muestra de emancipación.
III
Volviendo al Alcázar y a Covarrubias, diré que el patio es, quizá, la más gallarda composición arquitectónica que es posible concebir. No cabe mayor sencillez ni efecto más sorprendente obtenido con medios tan sencillos. Creo haberme ocupado en otra de mis cartas de esta hermosa obra, y no la describiré ahora prolijamente. Todo el lienzo del Mediodía lo ocupa la escalera, en la cual se observan ya las cualidades de Villalpando, severidad y grandeza. Puede asegurarse, sin temor de que nadie lo desmienta, que esta escalera es la mayor del mundo. Carlos V decía que sólo cuando subía por allí se sentía Emperador. Los tramos tienen cincuenta pies de latitud, y por ellos puede subir un ejército desahogadamente. El hueco de esta escalera forma una nave como la de cualquier iglesia, y la cubren nueve bóvedas. El viajero que se ve subiendo por aquellos peldaños, experimenta allí, como en parte alguna, la sensación de su pequeñez. La escalera, como todo el edificio, está en armonía con la colosal estatura histórica del personaje para quien se hizo.
Por último, la fachada del Mediodía, obra de Juan de Herrera, refleja el estilo peculiar de este artista, seco, clásico y algo macizo. Es la parte menos interesante, quizá, del edificio. Respecto a la parte inferior del Alcázar tal como estaba en tiempo de Carlos V, poco o nada podemos decir hoy. Los incendios y destrucciones sucesivas borraron hasta la última huella del decorado, que debía de ser espléndido, conforme al florecimiento de las artes suntuarias en aquella época y particularmente en Toledo.
El primer contratiempo de este desgraciado monumento ocurrió en la guerra de sucesión, a principios del siglo pasado. Desde 1551, en que se terminó, hasta 1710, el Alcázar vivió sin considerable deterioro, habitado alguna vez por los Reyes, mas no preferido por éstos a otras residencias de igual carácter. La espantosa guerra entre Felipe V y el archiduque de Austria fué de malas consecuencias para el palacio toledano, porque las tropas portuguesas que combatían por el archiduque se apoderaron de él y le pegaron fuego. En todas las guerras, los soldados que no pueden realizar hazañas memorables la emprenden con los edificios. Los portugueses arrancaban las puertas talladas del Alcázar para encender la lumbre en que condimentaban su rancho. Con tales artistas, fácilmente se comprenderá cómo quedaría el pobre monumento, sin techo, desmantelado, lleno de cenizas y escombros. Únicamente los sótanos abovedados, construidos a prueba de fuego y barbarie, continuaban habitables.
Abandonáronle, por fin, aquellos salvajes, y hasta 1744 continuó la grandiosa fábrica en tal estado, los muros siempre firmes, desafiando las inclemencias del cielo y las acometidas de los hombres.
Al cardenal de Lorenzana, arzobispo de Toledo, prócer sabio, hombre de grandes iniciativas, se debe la primera restauración del edificio. Dirigióla don Ventura Rodríguez, arquitecto eminente de la escuela romana, a quien tanto deben las artes españolas. Terminada la reparación en 1775, consiguió Lorenzana del Rey Carlos III que se destinara el Alcázar a «Casa de Caridad» y a taller de las industrias de sedas, que tanto nombre habían dado a la metrópoli toledana. He aquí que la residencia del más grande de los Reyes se convierte en asilo de pobres y en emporio del trabajo industrial.
Esta admirable manera de entender la beneficencia dió admirables resultados, pues comúnmente se albergaban en el edificio setecientos pobres, que eran al propio tiempo setecientos tejedores de telas de •sedas. Hoy que la industria de los brocados toledanos ha desaparecido casi por completo, bueno es recordar la maravillosa iniciativa del cardenal Lorenzana y lo bien que supo armonizar la cultura con la caridad.
Pasa tiempo y estalla la guerra de la Independencia. Napoleón ambiciona la posesión de España, y en la horrible contienda que esto ocasiona, nuestros principales monumentos son los que pagan las costas del pleito, como vulgarmente se dice.
Raro es el edificio histórico que no padece en calamitosos años las injurias de la soldadesca. Desde la Alhambra hasta San Marcos de León, desde Poblet hasta San Juan de los Reyes, todo el rico arte monumental de nuestra patria recibe averías, que en algunas partes han sido irreparables. El Alcázar de Carlos V es reducido a cenizas en una noche sin más objeto ni fin estratégico que el de una venganza estúpida. «Recordaron—dice a este propósito un erudito escritor—los soldados de Napoleón que había sido fundado aquel suntuoso monumento por los vencedores de Ceriñola y de Pavía, y llenos de cólera aplicáronle la tea incendiaria, sin más motivo que su venganza y sin más pretexto que su vandálico capricho. Mentira parece que generales ilustrados consintieran actos tan infames, echando sobre sus nombres el más espantoso borrón que pueden ver los siglos.»
Desapareció, pues, con este segundo incendio la «Casa de Caridad», y con ella los telares y cuanta riqueza allí existía. Los franceses se fueron y el Alcázar permaneció muchísimos años en esqueleto. Recuerdo haberlo visto antes de la segunda restauración, destechado, los muros- siempre firmes y derechos, como si no hubiera pasado nada por ellos, abiertos los huecos a la luz, las cornisas ahumadas aunque enteras, el interior negro y horrible, lleno de escombros calcinados. En tal disposición estuvo hasta después de 1860. Causa maravilla la solidez de una fábrica que resiste valerosamente estragos de tal naturaleza.
Pero es que aquellas paredes parecían hechas de bronce, y la argamasa que une las piedras es de tal: calidad que antes se desplomará todo, que desprenderse una sola pieza. La fachada Norte continuaba inalterable; la escalera lo mismo, y únicamente en el patio habían perdido el equilibrio, las columnas de la arquería superior. Emprendióse la segunda restauración hace veinte y tantos años empezando por cubrir el edificio. Entonces se cometió el más grande de los disparates, porque a nadie se le ocultaba que debió emplearse el hierro en previsión de las contingencias de un tercer incendio. Un bosque de pino se empleó en cubrir las inmensas crujías del edificio y en rematar los torreones. ¡Y esto se hizo en una época en que ya era fácil y hasta económico el empleo del hierro!…