2010

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[Artículo] El Alcázar de Toledo, de Benito Pérez Galdós

Enero, 12 de 1887.

I

Hoy me toca hablar del incendio del Alcázar de Toledo, catástrofe que ha producido hondísima consternación en la histórica ciudad, y en toda España una pena muy viva. Es aquel edificio la muestra más hermosa quizá que poseemos del arte monumental español del Renacimiento, y parece que tiene sobre sí una maldición el tal Alcázar porque con éste lleva ya tres incendios horribles. Sus gruesos muros, sólidamente fabricados, parecen emblema de la vitalidad nacional, por la resistencia que oponen a los estragos del tiempo y del fuego.

Se han empeñado en no perecer, y si lo han conseguido en las dos catástrofes de principios del siglo XVIII la una, de los comienzos del actual la otra, no sabemos si pasará lo mismo después de la presente, que parece haber sido la más espantosa de las tres.

Cuantos han visitado la ciudad visigoda han ad­mirado la mole colosal del Alcázar, situado en el punto más alto de la población, sobre escarpada roca, cuyos ingentes fundamentos lame el río Tajo, que allí no parece llevar en sus aguas las famosas arenas de oro, sino sangre, porque es rojo, y su as­pecto, más siniestro que aurífero. El Alcázar ofrece un conjunto en que se hermanan la robustez con la elegancia. Por una parte parece obra de gigantes, por otra, de soñadores y delicados artistas. Sus ba­ses ciclópeas son de aspecto de fortaleza por la parte del río, y su fachada Norte, bellísima muestra de ar­quitectura española, se igualan a los palacios en que reina el sibaritismo. Vense representadas en aque­llas nobles piedras la paz y la guerra, fases gloriosas ambas de la Monarquía.

Parece que desafía y que protege, y que en él se confunden y asocian las crueldades del poder su­premo a los auxilios que éste supo prestar a las le­tras y a las artes.

II

Desde tiempos remotísimos hubo en aquel sitio una fortaleza. Era el punto culminante de la estra­tégica ciudad, y los visigodos primero, los árabes después, establecieron allí una residencia de auto­ridades y un punto de defensa. La primitiva ciudadela fué aumentada por los Reyes de Castilla, que le dieron el nombre de Alcazaba. Los Alfonsos se aposentaban allí cuando moraban en la ciudad. Pero el creador del Alcázar, tal como le conocemos, fué el Emperador y Rey Carlos V, que quiso cons­truir allí un palacio digno de su poderío y de su nombre. Alonso de Covarrubias y Juan de Herrera fueron los arquitectos encargados de la colosal obra; y lo mejor de ella corresponde, seguramente, al primero, ayudado de Luis de Vergara y de Villalpando. Su fachada principal, en cuya traza se unen maravillosamente la robustez y la elegancia, es obra incomparable. Todo allí es grande, la puer­ta, que parece hecha para que sólo entren gigantes por ella, el escudo sostenido por los colosales heraldos, la crujía alta, la esbelta crestería que remata la cornisa, los airosos torreones… Covarrubias mos­tró allí más que en ninguna parte la lozanía y fe­cundidad de su imaginación de artista, así como su ciencia de constructor. Cuando vemos en siglos posteriores el decaimiento de la arquitectura espa­ñola, y observamos la incapacidad para todo lo que no sea una imitación servil, no podemos com­prender cómo no imitan este modelo admirable y característico.

Hasta hace poco tiempo, nuestros arquitectos no han sabido salir del camino de las rutinas acadé­micas o de los amaneramientos a la francesa, y por eso las poblaciones modernas están llenas de ade­fesios. Lentamente se ha ido iniciando el estudio del Renacimiento propiamente español, y el arte monumental nos ofrece, de cuando en cuando, algu­na muestra de emancipación.

III

Volviendo al Alcázar y a Covarrubias, diré que el patio es, quizá, la más gallarda composición ar­quitectónica que es posible concebir. No cabe mayor sencillez ni efecto más sorprendente obtenido con medios tan sencillos. Creo haberme ocupado en otra de mis cartas de esta hermosa obra, y no la describiré ahora prolijamente. Todo el lienzo del Mediodía lo ocupa la escalera, en la cual se obser­van ya las cualidades de Villalpando, severidad y grandeza. Puede asegurarse, sin temor de que na­die lo desmienta, que esta escalera es la mayor del mundo. Carlos V decía que sólo cuando subía por allí se sentía Emperador. Los tramos tienen cincuen­ta pies de latitud, y por ellos puede subir un ejér­cito desahogadamente. El hueco de esta escalera forma una nave como la de cualquier iglesia, y la cubren nueve bóvedas. El viajero que se ve subien­do por aquellos peldaños, experimenta allí, como en parte alguna, la sensación de su pequeñez. La escalera, como todo el edificio, está en armonía con la colosal estatura histórica del personaje para quien se hizo.

Por último, la fachada del Mediodía, obra de Juan de Herrera, refleja el estilo peculiar de este artista, seco, clásico y algo macizo. Es la parte menos in­teresante, quizá, del edificio. Respecto a la parte in­ferior del Alcázar tal como estaba en tiempo de Carlos V, poco o nada podemos decir hoy. Los in­cendios y destrucciones sucesivas borraron hasta la última huella del decorado, que debía de ser es­pléndido, conforme al florecimiento de las artes suntuarias en aquella época y particularmente en Toledo.

El primer contratiempo de este desgraciado mo­numento ocurrió en la guerra de sucesión, a princi­pios del siglo pasado. Desde 1551, en que se terminó, hasta 1710, el Alcázar vivió sin considerable dete­rioro, habitado alguna vez por los Reyes, mas no preferido por éstos a otras residencias de igual ca­rácter. La espantosa guerra entre Felipe V y el ar­chiduque de Austria fué de malas consecuencias para el palacio toledano, porque las tropas portu­guesas que combatían por el archiduque se apode­raron de él y le pegaron fuego. En todas las gue­rras, los soldados que no pueden realizar hazañas memorables la emprenden con los edificios. Los portugueses arrancaban las puertas talladas del Al­cázar para encender la lumbre en que condimentaban su rancho. Con tales artistas, fácilmente se comprenderá cómo quedaría el pobre monumento, sin techo, desmantelado, lleno de cenizas y escom­bros. Únicamente los sótanos abovedados, construi­dos a prueba de fuego y barbarie, continuaban habitables.

Abandonáronle, por fin, aquellos salvajes, y has­ta 1744 continuó la grandiosa fábrica en tal estado, los muros siempre firmes, desafiando las inclemen­cias del cielo y las acometidas de los hombres.

Al cardenal de Lorenzana, arzobispo de Toledo, prócer sabio, hombre de grandes iniciativas, se debe la primera restauración del edificio. Dirigióla don Ventura Rodríguez, arquitecto eminente de la es­cuela romana, a quien tanto deben las artes espa­ñolas. Terminada la reparación en 1775, consiguió Lorenzana del Rey Carlos III que se destinara el Al­cázar a «Casa de Caridad» y a taller de las indus­trias de sedas, que tanto nombre habían dado a la metrópoli toledana. He aquí que la residencia del más grande de los Reyes se convierte en asilo de pobres y en emporio del trabajo industrial.

Esta admirable manera de entender la beneficen­cia dió admirables resultados, pues comúnmente se albergaban en el edificio setecientos pobres, que eran al propio tiempo setecientos tejedores de telas de •sedas. Hoy que la industria de los brocados toleda­nos ha desaparecido casi por completo, bueno es re­cordar la maravillosa iniciativa del cardenal Lorenzana y lo bien que supo armonizar la cultura con la caridad.

Pasa tiempo y estalla la guerra de la Independen­cia. Napoleón ambiciona la posesión de España, y en la horrible contienda que esto ocasiona, nuestros principales monumentos son los que pagan las costas del pleito, como vulgarmente se dice.

Raro es el edificio histórico que no padece en ca­lamitosos años las injurias de la soldadesca. Desde la Alhambra hasta San Marcos de León, desde Poblet hasta San Juan de los Reyes, todo el rico arte monumental de nuestra patria recibe averías, que en algunas partes han sido irreparables. El Alcázar de Carlos V es reducido a cenizas en una noche sin más objeto ni fin estratégico que el de una ven­ganza estúpida. «Recordaron—dice a este propósito un erudito escritor—los soldados de Napoleón que había sido fundado aquel suntuoso monumento por los vencedores de Ceriñola y de Pavía, y llenos de cólera aplicáronle la tea incendiaria, sin más mo­tivo que su venganza y sin más pretexto que su vandálico capricho. Mentira parece que generales ilustrados consintieran actos tan infames, echando sobre sus nombres el más espantoso borrón que pueden ver los siglos.»

Desapareció, pues, con este segundo incendio la «Casa de Caridad», y con ella los telares y cuanta riqueza allí existía. Los france­ses se fueron y el Alcázar permaneció muchísimos años en esqueleto. Recuerdo haberlo visto antes de la segunda restauración, destechado, los muros- siempre firmes y derechos, como si no hubiera pa­sado nada por ellos, abiertos los huecos a la luz, las cornisas ahumadas aunque enteras, el interior negro y horrible, lleno de escombros calcinados. En tal disposición estuvo hasta después de 1860. Cau­sa maravilla la solidez de una fábrica que resiste valerosamente estragos de tal naturaleza.

Pero es que aquellas paredes parecían hechas de bronce, y la argamasa que une las piedras es de tal: calidad que antes se desplomará todo, que despren­derse una sola pieza. La fachada Norte continuaba inalterable; la escalera lo mismo, y únicamente en el patio habían perdido el equilibrio, las columnas de la arquería superior. Emprendióse la segunda restauración hace veinte y tantos años empezando por cubrir el edificio. Entonces se cometió el más grande de los disparates, porque a nadie se le ocul­taba que debió emplearse el hierro en previsión de las contingencias de un tercer incendio. Un bosque de pino se empleó en cubrir las inmensas crujías del edificio y en rematar los torreones. ¡Y esto se hizo en una época en que ya era fácil y hasta eco­nómico el empleo del hierro!…

[Artículo] Don Ramón de la Cruz y su época, de Benito Pérez Galdós

PARTE PRIMERA

Breve reseña del movimiento literario en el siglo XVIII — El Teatro. — Don Ramón de la Cruz; algunas noticias de su vida. — La sociedad del siglo XVIII

I

Es el siglo décimoctavo en nuestra historia una de las épocas de más difícil estudio. La confusión, la heterogeneidad, el carácter indeterminado con que se manifiestan sus principales hechos, la pequeñez relativa de sus hombres, son causas de que no se muestre accesible á la investigación, ni se preste á una síntesis clara. Siglo de transición en política, en artes, en literatura, en costumbres, ya se nos presenta como un período de marasmo y debilidad, que sólo inspira lástima ó menosprecio, ya como época de elaboración latente, de oculta fuerza im­pulsiva, digna de admiración y agradecimiento. Dudamos si es causa de los males de todas clases que aún afligen á nuestra sociedad, ó si le debemos no haber caído en otros peores. Ignoramos si fué él quien nos trajo á nuestra actual postración, ó si, por el contrario, nos ha hecho seguir, aunque algo rezagados, la marcha de la civilización europea.

Aquí la fisonomía y tendencias del siglo XVIII no son, como en Francia, determinadas y concretas. Fué allí muy enérgica la acción de las ideas, y se mostró diáfanamente en todos los accidentes históricos, haciendo de aquella época un cuadro completo. Entre nosotros no pasó así; y aun hoy miramos con estupor el plazo larguísimo que media entre la aniquilación de la casa de Austria y la guerra de la Independencia, sin acertar á descubrir lo que entrañan sus obscuros días.

Asimismo, una parte no pequeña de la confusión que existe en este período, ha consistido en la falta de trabajos históricos que la ilustren y aclaren. No hubo siglo más descuidado de nuestros historiadores, ni de ninguno nos hemos inquietado menos, á pesar de tenerlo tan cerca. Parece como que nos repugna siempre volver los ojos allá por el temor de no encontrar sino flaquezas y pequeñeces. Y en efecto: la poca austeridad de nuestro carácter, unida á nuestra presunción, nos inclinan siempre á contemplar las épocas históricas en que más adulado se encuentra nuestro amor propio; y siempre que hacemos historia, nos vamos derechos á los amados siglos XV y XVI, donde tenemos nuestra mitología. No puede negarse que hay en nosotros una repulsión infundada hacia todo lo acontecido en España desde 1680 hasta la edad presente: en aquellos años ni nos admira la historia, ni nos seduce la literatura, ni nos enorgullecen las costumbres. No reconocemos en nuestros abuelos á los hombres de aquella España cuya grandeza estudiamos de niños en insulsos manuales de Historia, que nos llenaban de vanagloria y orgullo. Sin embargo, no hay época más digna de estudio: de ella procedemos, y aunque una observación superficial no encuentre allí sino motivos de abatimiento y hasta de vergüenza, no conviene condenarla con ligereza, ni juzgarla con una mira estrecha de intereses actuales ó con el extraviado criterio del partido político.

El siglo XVIII representa:

En las costumbres: perversión del sentido moral; fin de la mayorparte de las grandes cualidades del antiguo carácter castellano; desarrollo exagerado de todos los vicios de este carácter; falta de dignidad en las jerarquías sociales; confusión de clases, sin resultar nada parecido á la igualdad; relajación de las creencias religiosas, sin ninguna ventaja para la filosofía.

En política: confusión, y el espíritu de ensayo disfrazado á veces con la forma de la iniciativa; ausencia completa de todo sistema fijo; falta de principios, y entronizamiento del más ramplón empirismo; creación del pandillaje en grande escala, y conatos de formar algo semejante á un orden administrativo; imperio de las camarillas, y extensión desusada de la idea de lo oficial; invención de los pactos de familia; laudables empeños de adelantamiento material que se estrellan en los vicios inveterados de nuestras leyes, y en la organización de la propiedad.

En las letras: último grado de la frivolidad y el amaneramiento; exageración hasta el delirio de los vicios hereditarios de la poesía castellana; pérdida de la noción pura de la belleza y de toda intuición artística; olvido del carácter nacional, olvido de la historia; cultivo preferente de todas las cualidades exteriores del estilo; muerte de la idea; tendencia del arte á no producir más que una impresión sensual; introducción de las fórmulas más necias de poesía; violencia del lenguaje y uso del valor material de las palabras como único medio de expresión; imperio del preceptismo clásico y de las fórmulas convencionales.

Pues en aquel período en que todas las manifestaciones de la vida del país indicaban lastimosa decadencia, y un conjunto de vicios que sólo inspiran desdén y repugnancia, se observaba el esfuerzo subterráneo de una revolución, de una fuerza desconocida que aspiraba á realizar considerable trastorno. Iniciada la revolución desde los primeros años del siglo, así en política como en literatura, empezó tímida y desconfiada; siguió minando sin cesar, luchando con infatigable desvelo, y de seguro habría alcanzado un triunfo pronto y decisivo, si la sostuvieran hombres de genio superior. La reforma literaria no habría sido tan lenta y débil como fué, si hombres de más grande ingenio hubieran puesto en ella la mano. En otra esfera más alta, en la del Gobierno, la revolución fué menos política que administrativa, y aun así no tuvo adalides de primer orden.

Los accidentes de la lucha en todo el siglo XVIII son curiosos en extremo. Estas épocas de transición no elevan el ánimo; no conmueven por lo grandioso de las empresas, ni por el atrevimiento y sublimidad del espíritu que las anima, porque este espíritu carece de unidad. En las épocas de lucha intestina, la unidad desaparece: las naciones son un vasto palenque donde combaten y se devoran aspiraciones opuestas. En estos días de análisis, no se pide á un pueblo que descubra y conquiste la América, ni que lleve su cultura y sus armas á todos los confines del mundo: las naciones se postran vencidas de la agitación que bulle en su seno; son ineptas para todo movimiento exterior, y sus escasas fuerzas son consumidas en el penoso trabajo interno. Las épocas de gestación no son brillantes en la historia, son frías y tristes. Búsquese la magnificencia y el interés en los siete siglos de la guerra con los árabes, ó en las fabulosas empresas del Renacimiento: aquella remota vida cautiva y suspende el ánimo con la serena majestad de la epopeya. En tiempos más cercanos en el siglo XVIII, buscar un movimiento espontáneo, vigoroso, del espíritu nacional, sería inútil; porque en la sociedad de entonces, casi como en la de ahora, el trabajo incesante de organización es todo lucha, lenta y sorda unas veces, agitada y convulsa otras, la vida de la pasión varia y de la aspiración individual, el drama en fin.

II

Nada nos revelará la fisonomía moral del siglo XVIII como su literatura, que es, por el caos que en ella reina, su más exacta imagen, ó confesión formulada espontáneamente por el mismo. Para formar idea del estado intelectual de aquella singular sociedad, basta hojear el fárrago de malos ó medianos poetas que vivieron en ella: sólo así se conoce el nivel á que habíamos descendido. Bajeza, vulgaridad, insulsez, pedantería, eran los caracteres de la musa castellana cuando aparecieron los reformistas. Antes de Luzán, cuya Poética marca la primera época de una lucha que duró años, encontramos un período desdichado en el cual la poesía conceptuosa del siglo XVIII arrastró vida miserable, de agonía delirante, que la llevaba á morir sin brillo y sin gloria. Muerto el genio y apagado el calor que le dió vida, no le quedaba más que el vestido y las galas de una falsa retórica. Ensanchaba enormemente su imperio la necedad. No hay paciencia que resista la lectura de Benegasi, Bernaldo de Quirós y Álvarez de Toledo (don Ignacio). No valían mucho, aunque mostraban cierta noble aspiración literaria en sus escritos, Gerardo Lobo, don Gabriel Alvarez de Toledo, Torres y Villarroel y el Marqués de Lazán. Tal vez alguno de éstos tenía las prendas que constituyen los grandes ingenios; pero no les fué posible apartarse de la moda, ni sobreponerse á la influencia del siglo, que les imponía la extravagante ley de los conceptos y de la pedantería. Gerardo Lobo, Alvarez y don Diego de Torres eran tres caracteres sumamente simpáticos: la originalidad del último, filósofo humorístico de tanto donaire como severidad, no tiene igual sino en el platonismo de don Gabriel, que después de haber sido en sus mocedades consumado galanteador, se consagra en «dad madura á los austeros goces de la con­templación mística. El desenfado de Gerardo Lobo, su humor ligero y versátil, su natural nobleza y una refinada cultura, le hicieron muy popular en su tiempo. Apuntamos estos detalles para que se explique la facilidad con que cautivaron al pueblo aquellos ingenios por la sola fuerza ae ese atractivo que da la privilegiada condición moral de las personas. Como poetas valían mucho- menos que como hombres.

El culteranismo, alma de la poesía de entonces, no era ya el hermoso extravío de los preciosos del siglo XVII; era un alarde ridículo de forzada agudeza expresado con violentas contorsiones del sentido material de las palabras; la robustez, la verdad, la expresión fiel de los sentimientos brillaban rara vez, cuando una chispa del espíritu nacional iluminaba las almas perdidas en un caos de vulgaridad, ignorancia y ridiculez. Este culteranismo sandio hizo también estragos en algunos conventos de monjas literatas, que extraviadas por el raro ejemplo de los místicos de ambos sexos del precedente siglo, se dedicaron con mucho fervor á componer estrofas al Divino Esposo- Pero por lo general estos desahogos eran madrigales mundanos que las infelices dirigían á Jesús, sin duda con la mayor buena fe, el ánimo sereno y libre de todo melindre pecaminoso.…

Representación teatral de «El abuelo», de Benito Pérez Galdós, por Estudio 1

El abuelo es la novela que pone fin al ciclo «espiritualista» de las novelas españolas contemporáneas del escritor español Benito Pérez Galdós. Fue publicada en 1897.

Más tarde, ya en el siglo XX, el autor adaptó la novela en una pieza dramática que se estrenó en el Teatro Español de Madrid el 14 de febrero de 1904.

El 18 de febrero de 1969 se estrenó la versión para televisión realizada por el espacio dramático Estudio 1 de TVE, siendo sus principales actores Rafael Rivelles, María Fernanda D’Ocón, José Franco, Modesto Blanch, Enrique Vivó, Emiliano Redondo, José Blanch, José María Navarro, Josefina Robeda, Lola Lemos, Blanca Sendido, Magda Rotger, Isabel María Pérez y María Elena Montoya.

La obra puede verse en Youtube:

[Libro] Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo, de Benito Pérez Galdós. Texto completo

Galdós escribió Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo para la Revista de España, que fue publicando el artículo en 10 series en 1870. Se trata, en términos absolutos, de unos de sus primeros escritos, contemporáneo de La Fontana de Oro, su primera novela. Este portentoso artículo quedó olvidado en las hemerotecas durante más de 55 años, hasta 1925, 5 años después de la muerte del escritor, cuando volvió a publicarse en forma de libro con algunas modificaciones realizadas por el mismo Galdós y prologada por Alberto Ghiraldo, coordinador de la edición de las Obras Inéditas.

En esta obra en la que Galdós realiza un gran trabajo de investigación sobre la arquitectura de la ciudad de los Concilios, donde va construyendo la historia de la ciudad capa a capa de arquitectura, el autor también nos muestra su «gusto estético» pintando sin pretenderlo o pretendiéndolo, la imagen de la ciudad Imperial, una imagen coincidente con la visión de los viajeros románticos que visitaban Toledo en la segunda mitad del XIX, imagen que sirvió a la historiografía moderna para teorizar el arte nacional, aquel arte que debía ser rescatado y restaurado, aquel arte en el cual los viajeros se sentían identificados al adentrarse en la esencia de España, esa España que se dibujaba y se creaba en la visión que viajeros e intelectuales como Galdós, ofrecieron en sus pinceladas y en sus palabras.

Pero Galdós no solo se queda con esa primera impresión que tiene al llegar a Toledo, impresión no muy buena, por cierto, al ver una ciudad paralizada en el tiempo, lejos de la modernidad de las grandes ciudades como Madrid, Sevilla o Salamanca, localidades con las que la compara; Toledo, por el contrario, es una ciudad en ruinas, imagen que se percibe nada más aproximarte en el tren. Galdós profundiza en la esencia de la ciudad, realiza una «labor de arqueología» y, comienza a destapar esa Toledo de abajo hacia arriba, desde el Tajo, sus primeros asentamientos hasta la Toledo que se vislumbra a la llegada en tren.

Comienza analizando en profundidad la capa de la Toledo visigoda, recorriendo sus restos de edificios visigodos para subir un peldaño más en la Toledo árabe, momento de gran esplendor de la ciudad, si sube un peldaño más llega a la Toledo cristiana en convivencia con la árabe, momento de gran creatividad y desarrollo de las artes en Toledo para comenzar un periodo de decadencia que comienza a partir del renacimiento llegando al barroco donde, siempre según el autor, la ciudad Imperial, al igual que en toda España, desarrolla un arte de «mal gusto» y de arquitectura de ruptura que nada le merece la pena reseñar, como buen romántico.

Este texto sirvió como clasificación de la arquitectura de la ciudad de Toledo por etapas históricas y artísticas, fue una fuente importante para definir y determinar aquellos monumentos más relevantes en la ciudad y que más merecían ser restaurados bajo los criterios de restauración que en el siglo XIX se estaban llevando a cabo.

De enorme valor para cualquier interesado en la conjunción que historia y arte forman en Toledo, Las generaciones atesoran, sin embargo, un interés añadido para los toledanos, pues de sus páginas se desprenden casi línea tras línea términos de un algo poder de evocación, nombres de lugares desaparecidos, camuflados y ocultos por otras construcciones posteriores o simplemente caidos en el desuso popular.

Toledo quizá fue, después de Madrid, la ciudad que mayor impronta dejó en el escritor canario. Aparece en El audaz, su tercera novela, sirve de escenario a varios de los Episodios Nacionales y en ella transcurren los hechos de Ángel Guerra, su novela toledana por excelencia.

En la presente edición digital, hemos decidido ilustrar su artículos con los maravillosos grabados del pintor Gerno Pérez Vilaamil, procedentes de su obra magna, España artística y monumental, publicada en 1842 en París por la casa Veith y Hauser.

Curiosamente, Genaro Pérez de Villaamil aparece varias veces en la obra de Benito Pérez Galdós. Concretamente en tres de los Episodios Nacionales de dos series diferentes: en Narváez, donde comparte escena con el personaje José García Fajardo;12​ y brevemente citado en La estafeta romántica, como acompañante de Fernando Calpena en su viaje a Segovia,13​ y en La Revolución de julio, como pintor de renombre.

LAS GENERACIONES ARTÍSTICAS EN LA CIUDAD DE TOLEDO

I

Cuando se llega en ferrocarril a la que, por una tradición, en cierto modo irrisoria, se llama todavía Ciudad Imperial, no cree el viajero encontrarse a las puertas de la antigua metrópoli española, ni aun a las de un pueblo, clasificado por la administración moderna en la fastuosa categoría de las capitales de provincia. El viajero no ve sino un escarpado risco a la izquierda, un llano a la derecha y enfrente, a lo lejos, algunas casas de mal aspecto y la cúpula de un edificio (el Hospital de Tavera), cuyo exterior no demuestra la importancia y belleza que interiormente tiene. Es preciso avanzar un poco en aquello que los toledanos llaman el paseo de la Rosa, pasar más allá de la corroída estatua del rey Wamba, doblar a la izquierda, siguiendo el camino, y allí ya se presenta repentinamente la grandiosa perspectiva del puente de Alcántara; arriba el Alcázar, puesto como un nido de águilas en lo alto de una montaña inaccesible; a la derecha, y más lejos, en la pendiente que baja a la vega, el Arrabal de Santiago, donde las torres de la puerta nueva de Visagra forman, con el ábside de la vieja parroquia y los ennegrecidos cubos de la muralla, el más pintoresco conjunto; a la izquierda se ven las ruinas del castillo de San Servando; enfrente una confusa aglomeración de edificios antiquísimos y modernos, construidos unos sobre otros en la pendiente del risco; y abajo el río, el padre Tajo, profundo, oscuro, revuelto, precipitado, espumoso, atravesando todo entero y con gran velocidad el gran arco de aquella prodigiosa fábrica que, a la solidez probada en tantos siglos, reúne una extraordinaria belleza.

Al entrar por este sitio en la ciudad olvida el viajero que ha venido en el vehículo de los tiempos modernos. Su aspecto es el de los pueblos muertos, muertos para no renacer jamás, sin más interés que el de los recuerdos, sin esperanza de nueva vida, sin elementos que puedan, desarrollados nuevamente, darle un puesto entre los pueblos de hoy. De aquellos ilustres escombros, destinados a ser vivienda de lagartos y arqueólogos, no puede salir una ciudad moderna, como sucede a sus compañeras en la Historia, Salamanca y Sevilla. No tiene sino el valor de las ruinas, grandes para algunos, acaso o tal vez despreciables para la generalidad.

A esto contribuye en gran parte su peregrina situación. La construyó la estrategia de la Edad Media, y el hombre de hoy no ama esas fortalezas naturales, donde las pasadas generaciones, obligadas por los odios y las discordias de aquellos tiempos, se encastillaron. En la época del derecho y la fraternidad, el hombre prefiere las grandes planicies para vivir y moverse, y sólo llevado de un grande amor a lo antiguo, puede resolverse a trepar por esos vericuetos, a escalar esas murallas, llenas de recuerdos, habitadas por ilustres sombras, es cierto, pero ásperas y fatigosas. Las molestias y el cansancio convierten en prosa pura los más ricos ejemplares de la arqueología.

Al subir al Zocodover por el camino que la municipalidad ha abierto con un supremo esfuerzo para unir a Toledo con el resto del mundo, se puede observar la desmesurada altura que ocupa la ciudad sobre el nivel del Tajo. No considerando las necesidades que el arte de la guerra tenía entonces, no se comprende por qué se columpiaron en aquella altura la mayor parte de los monarcas de España desde Alfonso VI hasta Carlos V. Ni se comprende que tan desapacible sitio fuera en un tiempo residencia de las más fastuosas familias de nuestra aristocracia, emporio de las letras, y teatro donde brillaron todos los esplendores del Renacimiento.

En la plaza, la impresión es más desagradable. Las casas no tienen la suntuosidad moderna ni la fealdad interesante de lo antiguo. Los mezquinos soportales que existen allí, como en todas las ciudades de Castilla, para solaz de los tachueleros, chalanes y carniceros, le dan una triste uniformidad, y el conjunto sería completamente insignificante si por encima de las fementidas casas no apareciera la imponente fachada del Alcázar, ennegrecida por los años. Es preciso subir otra cuesta para poder contemplar toda entera aquella gran masa de piedra, colocada más alta que la ciudad, para dominarlo todo y verlo todo. Los techos de las casas están más bajos que sus cimientos, enclavados en las entrañas de la roca; de su explanada se descubre un paisaje inmenso, limitado por el más amplio horizonte, y tal es la disposición de aquel trono, que el que sube a sus galerías y se asoma a sus balcones, cree tener a toda España postrada a sus pies. Nada es más hermoso que la perspectiva del Alcázar cuando, iluminadas por el sol de la tarde sus oscuras piedras, se ven, perfilados con un ligero reflejo, los bellos adornos de su última fila de ventanas, los heraldos que decoran la puerta y el águila tudesca que abre sus enormes alas de piedra en el rosetón del centro.

Desde aquí se ve: al Norte, la Vega, con los barrios o arrabales de Santiago, Antequeruela y Covachuelas; al Este, el Castillo de San Servando y la agreste y salvaje colina en que está situado. Toda esta parte oriental tiene un aspecto tal, que infunde sorpresa y pavor.…

Benito Pérez Galdós, dibujante

La editorial madrileña “La Guirnalda” acometió entre 1881 y 1885 la tarea de publicar los veinte Episodios Nacionales ya escritos por Pérez Galdós durante la década anterior. Era una edición ilustrada que incluía litografías del propio autor.

Si bien el ilustrador de la edición fue Mélida y Lizcano, también incluye dibujos del autor de las novelas históricas y puede que también las de algún artista anónimo, ya que no todas están firmadas.

Vista del Puente de Piedra y la Basílica del Pilar, tomada del natural desde la orilla izquierda del río Ebro, en el barrio del Arrabal. Muestra las arcadas tercera y cuarta del puente y en uno de sus machones los restos de uno de los molinos que el municipio arrendaba para aprovechar la fuerza del río. Al fondo, la basílica del Pilar.
 Vista del Seminario de San Carlos, inspirada en una de las conocidas estampas realizadas en 1808 por José Gálvez y Fernando Brambila.
Vista de la Puerta del Carmen, con la cúpula de la iglesia de San Ildefonso en segundo plano enmarcada por el arco.
Vista de las uinas del convento de Santa Engracia. Está atribuida a Pérez Galdós aunque no está firmada con su anagrama.

[Libro] Pérez Galdós, biografía Santanderina

Santander. 24 cm. 457 p. il. Encuadernación en tapa blanda de editorial ilustrada. Madariaga de la Campa, Benito 1931-. Cronología, producción literaria y estrenos teatrales en Santander por Celia Valbuena de Madariaga ; prólogo de Joaquín Casalduero. Apéndices: «Discursos, cartas y mensajes políticos» : p. 305-365. «Artículos y comunicaciones»: p. 367-383. Bibliografía: p. 429-457. Índice. Pérez Galdós, Benito. 1843-1920. Casalduero, Joaquín. 1903-1990. Instituto de Literatura José María de Pereda (Santander). ed ISBN: 84-85349-05-9

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[Cuento] La sombra, de Benito Pérez Galdós

Prólogo

No estarán de más, a la cabeza del presente tomo, algunas líneas que lo expliquen, o, si se quiere, que lo disculpen.

Lo primero que va en él, La Sombra, data de una época que se pierde en la noche de los tiempos, (tan a prisa van en esta edad las transformaciones y mudanzas del gusto), y tan antigua se me hace y tan infantil, que no acierto a precisar la fecha de su origen, aunque, relacionándola con otros hechos de la vida del autor, puedo referirla vagamente a los años 66 ó 67. Pero no salió en letras de molde hasta 1870, en la Revista de España, y después ha sido reimpresa en folletines de diversos periódicos.

Lo que principalmente deseo consignar acerca de esta obrita es que en ella hice los primeros pinitos, como decirse suele, en el pícaro arte de novelar. No por buena, que dista mucho de serlo, ni por entretenida, sino por respetable, en razón de su mucha ancianidad, se empeñaron mis amigos en que la publicase en forma de libro, y accediendo a estos deseos, dispuse en 1879 la presente colección; pero como La Sombra por sí sola no tenía tamaño y categoría de libro, han estado sus páginas, durante once años, muertas de risa, aguardando a que fuese posible agregarles otras y otras hasta formar el presente volumen.

Veinte años próximamente después de La Sombra escribí Celín, que pertenece al mismo género, y ambas obras se parecen, más en el fondo y desarrollo que en la forma. La causa de esta reincidencia, al cabo de los años mil, no me la explico, ni hace falta. Celín fue escrito para una colección de artículos de meses publicados en Barcelona con grandísimo lujo, y es la representación simbólica del mes de Noviembre. Como Tropiquillos (el Otoño) y Theros (el Verano), tiene el carácter de composición del Almanaque, con las ventajas e inconvenientes de esta literatura especialísima que sirve para ilustrar y comentar las naturales divisiones del año, literatura simpática, aunque de pie forzado, a la cual se aplica la pluma con más gusto que libertad.

El carácter fantástico de las cuatro composiciones contenidas en este libro reclama la indulgencia del público, tratándose de un autor más aficionado a las cosas reales que a las soñadas, y que sin duda en estas acierta menos que en aquellas. De la acusación que pudieran hacerle por entrar en un terreno que no le pertenece, se defenderá alegando que en estas obrillas no pretendió nunca producir las bellezas de la creación fantástica, eminentemente poética y personal. Son divertimientos, juguetes, ensayos de aficionado, y pueden compararse al estado de alegría, el más inocente, por ser el primero, en la gradual escala de la embriaguez. Nunca como en esta clase de trabajos he visto palpablemente la verdad del chassez le naturel &… Se empeña uno a veces, por cansancio o por capricho, en apartar los ojos de las cosas visibles y reales, y no hay manera de remontar el vuelo, por grande que sea el esfuerzo de nuestras menguadas alas. El pícaro natural tira y sujeta desde abajo, y al no querer verle, más se le ve, y cuando uno cree que se ha empinado bastante y puede mirar de cerca las estrellas, estas, siempre distantes, siempre inaccesibles, le gritan desde arriba: «zapatero a tus zapatos».B. P. G.

Junio de 1890


Capítulo I – El doctor Anselmo : 1

Conviene principiar por el principio, es decir, por informar al lector de quién es este D. Anselmo; por contarle su vida, sus costumbres, y hablar de su carácter y figura, sin omitir la opinión de loco rematado de que gozaba entre todos los que le conocían. Esta era general, unánime, profundamente arraigada, sin que bastaran a desmentirla los frecuentes rasgos de genio de aquel hombre incomparable, sus momentos de buen sentido y elocuencia, la afable cortesía con que se prestaba a relatar los más curiosos hechos de su vida, haciendo en sus narraciones uso discreto de su prodigiosa facultad imaginativa. Contaban de él que hacía grandes simplezas, que era su vida una serie de extravagancias sin cuento, y que se atareaba en raras e incomprensibles ocupaciones no intentadas de otro alguno, en fin, que era un ente a quien jamás se vio hacer cosa alguna a derechas, ni conforme a lo que todos hacemos en nuestra ordinaria vida.

Pocos lo trataban; apenas había un escaso número de personas que se llamaran sus amigos; desdeñábanle los más, y todos los que no conocían algún antecedente de su vida, ni sabían ver lo que de singular y extraordinario había en aquel espíritu, le miraban con desdén y hasta con repugnancia. Si había en esto justicia, no es cosa fácil de decir, así como no es empresa llana hacer una exacta calificación de aquel hombre, poniéndole entre los más grandes, o señalándole un lugar junto a los mayores mentecatos nacidos de madre. Él mismo nos revelará en el curso de esta narración una porción de cosas, que serán otros tantos datos útiles para juzgarle como merezca.

Vivía en el cuarto piso de un endiablado caserón de donde nunca salía, a no ser que asuntos urgentes le llamaran fuera de casa. Esta era de tal condición, que en otro siglo menos preocupado, la fantasía popular hubiera puesto en ella todas las brujas de un aquelarre.

En la época presente no habla allí más bruja que una tal doña Mónica, ama de llaves, criada e intendente.

La habitación del doctor parecía laboratorio de esos que hemos visto en más de una novela, y que han servido para fondo de multitud de cuadros holandeses. Alumbrábala la misma lámpara melancólica con que en teatros y pinturas vemos iluminada la faz cadavérica del doctor Fausto, del maestro Klaes, de los sopladores de la Edad Media, del buen marqués de Villena y de los fabricantes de venenos y drogas en las repúblicas italianas. Esto hacia parecer a nuestro héroe punto menos que nigromante o judío, pero no lo era ciertamente, aunque en su casa, originalísima como después veremos, se veían, colgados del techo, aquellos animales estrambóticos que parecen realizar un sueño de Teniers, revoloteando en confusa falange por todo el ámbito de la bóveda.

Aquí no había bóveda gótica, ni ventana con primorosas labores, ni el fondo obscuro, los misteriosos efectos de luz con que el artificio de la pintura nos presenta los escondrijos de esos químicos aburridos, que, envueltos en ilustres telarañas, se inclinan perpetuamente sobre un mamotreto lleno de garabatos. El gabinete del doctor Anselmo era una habitación vulgar, de estas en que todos vivimos, compuesta de cuatro mal niveladas paredes y un despedazado techo, en cuya superficie el yeso, cayéndose por la incuria del tiempo y el descuido de los habitantes, había dejado muchos y grandes agujeros. No había papel, ni más tapicería que la de las arañas, tendiendo de rincón a rincón sus complicadas urdimbres.

En el principal testero veíase un esqueleto que no había perdido el buen humor del sepulcro, de tal modo se rasgaban en espantosa risa sus desdentadas mandíbulas, y aumentaba la singularidad de su aspecto el caldero que el doctor le había puesto en el cráneo, sin duda por no tener sitio mejor donde colocarlo. Al lado había un estante de madera con innumerables baratijas, entre las cuales no hacían el peor papel algunos votos vasos de inestimable mérito, y piezas del más tosco barro doméstico. Algún ave disecada y medio podrida daba realce con el brillante color de sus últimas plumas a este armatoste, junto al cual una culebra llena de paja se extendía dibujando sobre la pared las curvas de su cuerpo, en cuyas escamas quedaba un débil tornasol. No lejos de esto pendía una armadura tan roñosa como si desde el tiempo de Roldán (su dueño tal vez) no se hubiera limpiado. Algunas otras armas blancas y de fuego colgaban por allí en unión con gran sartén, cuyo mango tocaba los pies de un Santo Cristo, de esos que, con el cuerpo lívido, los miembros retorcidos, el rostro angustioso, negras las manos, llenos de sangre el sudario y la cruz, ha creado el arte español para terror de devotas y pasmo de sacristanes. El Cristo era amarillo, obscuro, lustroso, rígido como un animal disecado: no tenía formas la cara, desfigurada por el bermellón, y los pies se perdían entre los pliegues de un gran lazo, que sin duda fue lugar de romería para todas las moscas del barrio, porque allí habían dejado indelebles muestras de en paso. Por otro lado asomaban unos caracoles, una estampa de no sabemos qué mártir, conchas de madreperla, dos pistolas y un rosario de cuentas marinas enredado en una rama de coral, ennegrecida por el polvo. Dos grandes espuelas de caballero y una silla de montar colgaban de otra escarpia junto a mugrientas ropas, por entre cuyos pliegues se veía el mango de una guitarra con finísimas incrustaciones de nácar y marfil.

Estaba abollada, y una sola cuerda, testigo mudo hoy de su anterior grandeza, podía dar a la actual generación un eco de las pasadas armonías. Unas botas de militar rodaban por el suelo junto a la guitarra, y en la parte de enfrente pondían casaca y chupa del último siglo, entrambas piezas llenas de agujeros y manchas. Un sombrero tricornio aparecía puesto sobre un botijo que hacía las veces de cabeza, y un deforme candil, en forma de tenebrario, manchaba con los restos de su aceite secular un reclinatorio de primorosas labores, pero tan estropeado que apenas tenía figura. En la pared cercana había un reloj parado desde hace cincuenta años, su máquina era el cuartel general de las aranas, y sus enormes pesas de plomo, caídas con estrépito hace veinticinco mil noches, habían roto un taburete, un cántaro, un Niño Jesús, y yacían en el suelo inmóviles con la majestad de dos aerolitos.…

[Artículos] Una industria que vive de la muerte; episodio musical del cólera, de Benito Pérez Galdós

[Nota preliminar: edición digital a partir de la edición de la Nación, Madrid, 2 y 6 de diciembre de 1865.]

– I –

Un hombre célebre dijo en cierta ocasión que la música era el ruido que menos le molestaba. Aunque nos tache de profanos algún melómano, no nos atrevemos a condenar esta aserción como un desatino, porque no creemos que se perjudique a la música uniéndola al ruido, ni que sea señal de poca cultura el confundir al arte divino con su salvaje compañero; mejor dicho, con su engendrador. Ese hombre célebre que de tal modo hirió la susceptibilidad de los músicos, prefería sin duda la naturaleza al arte, y tal vez encontraba en el ruido más expresión de lo bello que en las hábiles combinaciones del contrapuntista y en los ritmos del confeccionador de melodías.

Efectivamente, en el arte mismo no hay tanta música como en el ruido, si a la atención escrutadora del amante de óperas y conciertos se sustituye la imaginación del amante de la naturaleza, que busca, contemplándola, una fórmula de sentimiento o de belleza; si al criterio de los pases de tonos y de los acordes compactos, de los andantes tristes y los alegros expresivos con que juzga y siente el primero frente a la orquesta, se sustituye la exaltación de espíritu, el estado de abatimiento o de inquietud en que se encuentra el segundo frente a la naturaleza.

Suponiendo al espíritu en un estado de conmoción profunda, basta que resuenen algunas notas en el arpa invisible del ruido, para que produzcan mayores efectos que la música mejor organizada.

Un melancólico vaga entre las sombras de la noche por un campo, por una playa o por las calles de una población, y a su oído llegan confusos rumores producidos por el aire, el mar, las aguas de una fuente, cualquier cosa: su fantasía determina al instante aquel rumor, lo regulariza y le da un ritmo: al fin lo que no es otra cosa que un ruido toma la forma de la música más bella y expresa aun más de lo que este arte pudiera expresar; se reviste de mil accidentes y llega hasta a conmover las fibras más ocultas del corazón; despierta mil imágenes y, extendiendo su dominio, consigue hasta fascinar la vista, en virtud de ese misterioso eslabonamiento que de las ilusiones acústicas nos lleva siempre a las ilusiones ópticas.

Díganlo si no los innumerables poetas cuya musa ha cantado estrofas admirables, engañada por esta superchería del ruido que, émulo constante de su hermana la música, suele disfrazarse con sus atavíos, favorecido por la sombra, la luna, el silencio y la calma, cómplices de toda alucinación, perpetuos exploradores de la credulidad de nuestro espíritu.

Figuraos un amante trasnochador, uno de esos amantes que protege la luna en su casta mirada y envuelve la noche en su oscuridad misteriosa; uno de esos amantes que como Fausto, Romeo o Mario se presentan en un jardín en completa vegetación amorosa, hasta que una mano diabólica viene a sembrar perniciosa cizaña junto a ellos o a arrancarlos de raíz. Este amante espera oculto entre las flores la llegada de su felicidad, y ya se comprenderá que su imaginación está exaltada por sueños de dicha y que en la oscuridad percibe visiones de amor que van pasando ante sus ojos, arrastradas por una onda de voluptuosidad.

El oído está atento como si quisiera escuchar el silencio. De pronto una música divina resuena en derredor: una ráfaga de viento ha pasado sobre las flores conmoviéndolas suavemente. Diríase que los dedos invisibles de una hada han rozado las cuerdas de un laúd: cada hoja lanza un suspiro y multitud de notas se reúnen estremecidas y tímidas para proferir una queja tan apagada y tenue, que parece lamentarse de resonar.

El hombre que espera su felicidad escucha esta armonía sumergido en éxtasis profundo, y siente dilatarse su espíritu como el soñador de visiones celestiales, el ascético que, en medio de la enajenación producida por las mordeduras de su cilicio y las páginas de su Meditación sobre la otra vida, escucha coros celestiales, y ve penetrar en su celda, precedida de ángeles músicos, a la Virgen María que viene a confortarle. Pero algo bello, puro e inmaculado se presenta ante el hombre que espera su felicidad en Julieta, Margarita o Cosette, y ahora las hojas suenan, mas no impelidas por el viento, sino apartadas por una mano delicada.

Rumores de otra especie se unen a los que antes resonaron. Cerremos los ojos y escuchemos. ¡Cuánta armonía! En la música de ritmos y tonos no hay nada comparable a este concierto de los ruidos, en que una simple ráfaga de viento reúne la mal articulada sílaba del lenguaje amoroso a la oscilación sonora de la flor que se mece; la exclamación ahogada de sorpresa o alegría al tenue susurro de dos ramas que se azotan; el monosílabo de pasión al chasquido del tallo que es pisado; ráfaga traviesa que con delicadeza suma toma el suspiro de los labios de la druida de aquel bosque para confundirlo con el rumor de la flor que se desbarata; rumor debilísimo, casi imperceptible, producido por el suave choque de las hojas que se atropellan cayendo.

Decid, músicos, si hay algo en vuestras sinfonías pastorales y en vuestros epitalamios instrumentados que no sea un remedo pálido de esa tierna y sencilla estrofa cantada por el viento.

¿Y qué diremos de la seda? De ese tejido armonioso, cuyas hebras menudas y rígidas producen cierto ruido argentino, como el que produciría una cabellera de cristal agitada por el viento; ruido que conmueve el sistema nervioso, como el contacto de un cuerpo áspero y frío, e impresiona nuestro tímpano de la misma manera que si algo se rasgara en nuestro cerebro. La seda hace en el salón el mismo efecto que el aire en el jardín. Si a la imaginación del galán que vegeta en los jardines, sustituimos la del galán que completa el ajuar de un lujoso y perfumado gabinete, tendremos el mismo prodigioso efecto: este hombre espera a la débil claridad de una discreta lámpara la llegada de su felicidad, y tras un largo rato de excitación llega a sus oídos un sonido metálico: es un traje de seda que se desliza sobre una alfombra y ondula vibrando en cada mueble notas acompasadas. Esta música resuena en la imaginación del hombre que espera su felicidad con un eco celeste; le conmueve, le fascina, y se siente aletargado, como el sibarita que en medio de la enajenación producida por el opio, sintiera resonar las faldas de la odalisca y la viera penetrar en su cámara saturada de calor y perfume. En efecto, algo parecido a la odalisca, algo bello y lúbrico a la vez se presenta a los ojos del hombre que espera impaciente y exaltado en el gabinete. Es Manon Lescaut, Margarita Gautier o Marione Delorme. Dejemos a los dos amantes: cerremos los ojos y escuchemos. ¿Hay algo en la música de ritmos y tonos comparable a este concierto de una falda que se pliega, de una silla que cae, de un soplo que mata una luz, y de una llama que se apaga aleteando? Decid, señores músicos, todos los detalles del tocador de vuestras traviatas, ¿no son reflejo pálido de esta estrofa cantada por un girón de seda, un mueble y una luz?

Otro ejemplo para concluir. Os desveláis a media noche: entre el silencio sentís dos ruidos secos, precisos, en el techo de vuestra habitación: chas, chas: dos zapatos femeniles acaban de caer sobre el piso del cuarto segundo: una beldad se mete en la cama, y sus zapatos arrojados por su mano hieren el piso sucesivamente: una sirena se sumerge en la onda dejando olvidadas dos notas en el espacio. ¿Qué efecto os producirán estas dos notas? ¿Qué imágenes presentarán a vuestro espíritu exaltado? ¿No seréis capaces de continuar lo comenzado por aquellas dos corcheas, y arreglar en un instante, guiados por ellas, un admirable dúo en que la sirena del piso segundo no tenga la peor parte? Preguntad a esos envanecidos músicos si han escrito alguna vez algo que se parezca a este dúo cantado… por dos zapatos.

Ella es como Dios: está en todas partes: así como Dios no está sólo en los altares, ella no está solamente en las cuerdas del arpa y en los agujeros de la flauta. Siempre se la encuentra hablando por lo bajo, murmurando penas o alegrías, ya escondida bajo las hojas, ya correteando entre las aguas, ora acurrucada entre las sábanas de un lecho, ora rasgando las rígidas hebras de un pedazo de seda.

Ciertas perspectivas sublimes de la naturaleza elevan el alma hacia Dios, y ciertos rumores elevan la imaginación hacia la música. El alma vuela a la contemplación del Creador y la imaginación penetra en el foco de la armonía. El lenguaje misterioso que el ruido habla a la imaginación concluye por trastornar a la loca de la casa, que no tarda en desarrollar lo rudimentario y dar amplia y determinada forma al sonido incompleto, nota perdida de la gran sinfonía del espacio.

Al que me explique las reglas de contrapunto, que rigen en esta clase de música, le contaré una curiosa historia que comienza con unos acordes de esta naturaleza; acordes lúgubres y horrorosos, de tan sombrío tinte y efecto tan espeluznante, que infundiría espanto al pecho del más animoso. Las salmodias que acompañan las exequias y entierros no tienen tan fúnebre colorido, y si en un certamen de entonaciones sepulcrales presentáramos esta música pavorosa que durante cierta noche de consternación aterró a cuantos la escucharon, de seguro perderíais vosotros en la contienda, señores sochantres, por más que inflarais vuestros amoratados carrillos, soplando la pita de vuestro grasiento fagot, por más qué aullarais un dies irae con esas gargantas encallecidas en la modulación de las estrofas de la muerte.…