2012

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La muerte de Benito Pérez Galdós (I)

Narración de los último días de Galdós realizada por Hyman Chonon Berkowitz en su libro: Pérez Galdós, Spanish Liberal Crusader, Univseristy of Wisconsin Press, 1948, pp. 451-453.

Galdós entró en la fase final de agonía. Los cuidados combinados de su familia, su hija y el doctor Marañón no podrían retrasar mucho el final. Galdós tenía pocos momentos de lucidez. La mayoría del tiempo su mente estaba obsesionada con sus recuerdos de la infancia –su ciudad natal, sus hermanos y hermanas, su madre. Murmuraba incoherentemente sobre mamá Dolores, pero rara vez mencionaba a su padre. Agotaba a todos aquellos que estaban a su lado con explicaciones sobre sus juegos infantiles y con el constante tarareo de las canciones de sus Canarias natales. No obstante, su confusa locuacidad no resultaba tan molesta como sus lamentos constantes. En sus momentos de debilidad, y a menudo también en sus sueños, se quejaba amargamente de ser un prisionero virtual de su cama, obligado a desatender el trabajo que se le estaba acumulando con tanta rapidez. ¿Por qué no podía ir a Río Tinto para reunir información sobre los mineros? ¿Y por qué nadie hizo nada para salvar la biblioteca del incendio de El Escorial? Tenía que consultar algunos documentos muy importantes y aquella colección tan valiosa tenía que salvarse. Don José intentaba distraer desesperadamente a su tío con promesas y esperanzas. Las obsesiones de Galdós no tenían fin, y a veces llegaba a defenderlas con argumentos lógicos. En alguna parte del vecindario había un edificio en construcción y sus silbatos y campanas que llaman a los trabajadores al trabajo exasperaban a Galdós. Quería que el ruido cesara. Argumentaba que no era necesario llamar a los trabajadores con estos medios: ¿Acaso él había tenido que esperar a los silbatos o las campanas para ponerse a trabajar?
Durante su última semana, Galdós se debatió entre la semiconsciencia y el delirio. Una tarde uno de sus sueños delirantes predijo un auténtico “cataclismo”. El obispo de la diócesis envió al coadjutor de la Iglesia de la Paloma –a la sazón confesor de sus hermana Concha y Carmen- para que preparase al paciente para su final inminente. El clérigo encontró a Galdós profundamente dormido y ofreció a esperar junto a su cabecera, pero don José se opuso violentamente s su sola presencia en la casa. Se produjo una amarga discusión, al final de la cual don José sugirió que la decisión final le correspondía a María Galdós. Ella permitió que el sacerdote viera a su padre. Ambos se sentaron a cierta distancia de la cama. Su respiración era pesada y gruñía de vez en cuando. De repente, Galdós levantó la cabeza de una sacudida, miró fijamente al clérigo en la puerta y exclamó colérico: “Ni Santo Cristo ni Dios Bendito”. María y el sacerdote estaban desconcertados. ¿Significaba aquello que Galdós rechazaba el auxilio espiritual? El coadjutor se marchó, prometiendo regresar al día siguiente.
La hija de Galdós pensó que quizá había tomado una decisión imprudente. ¿Y si su padre rehusaba realmente el ministerio de la Iglesia? ¿Y qué había querido decir con aquella exclamación tan confusa? Don José le explicó que aquella frase era un coloquialismo de las Islas Canarias que su padre usaba a menudo para dejar claro a todo el mundo que estaba demasiado ocupado para recibir visitas. Era posible que el tío Benito hubiera salido de una ensoñación sobre su trabajo desatendido cuando contempló al sacerdote. De ser así, no había que darle un significado especial a su exclamación. Por otro lado, sugirió don José, la frase podía interpretarse literalmente: que el tío Benito no quería recibir el consuelo espiritual de un sacerdote. La equívoca explicación de su primo no tranquilizó a María. Había prometido al cura que le permitiría regresar al día siguiente, ¿qué iba a hacer? Don José se ofreció a sacarla de su vergüenza. A la mañana siguiente Paco llevó un mensaje al sacerdote indicándole que don Benito había experimentado una mejoría notable y que su ayuda no sería necesaria hasta nuevo aviso.
El mensaje nunca se envió. El 29 de diciembre se perdió toda esperanza acerca de la posible recuperación de Galdós. Se había conseguido contener la hemorragia intestinal, pero entonces se produjo un violento delirio durante el que Galdós pedía repetidamente que lo llevaran a su estudio mientras afirmaba: “¡Tengo mucho trabajo que hacer…muchísimo!”. En aquel momento pareció que el enfermo estaba mejorando, pues pudo descansar y comió sin protestar tanto como otras veces. La familia estaba ligeramente satisfecha, pero no esperanzada. Todos se habían dado cuenta de que la uremia, la arteriosclerosis y las hemorragias intestinales no constituían una combinación que se pudiera curar. De hecho, en octubre los médicos, expresando su sorpresa por la vitalidad de Galdós, habían esperado el final de un momento a otro.
Éste se produjo en la madrigada de un domingo, 4 de enero de 1920. A medianoche Galdós había requerido atención para caer después en un profundo sueño. Aproximadamente a las tres y media de la madrugada un lamento de angustia rompió la tranquilidad de la casa. Todos se dirigieron hacia la cama del enfermo, sólo para verle expirar en calma, de forma casi imperceptible, unos cinco minutos más tarde. Los periodistas que habían estado rondando por la casa desafiando al frío pronto despertaron a Madrid con ediciones especiales de sus periódicos. El anuncio de que España había perdido a uno de sus grandes hombres pronto recorrió el mundo por telégrafo y cable.

[Artículo] «Galdós entre la historia y la novela», de Félix Rebollo Sánchez

Pérez Galdós trata de hacernos ver que los dirigentes de 1868 y la revolución revelaron a todos los españoles nuevas posibilidades de vida en todos los sentidos y a todos los niveles. La novela, por ende, se iba a beneficiar de la revolución burguesa al multiplicarse las relaciones sociales plasmadas en la Constituciónde 1869. Novela y Constitución provienen de un mismo grupo ideológico de hombres.

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Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, por Clarín

Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós

Si aquí un libro fuese para alguien un buen regalo, siendo el libro bueno, yo hubiera recomendado en principio de año, como el presente más digno de cualquiera persona de gusto, la nueva edición de los Episodios Nacionales, de Pérez Galdós, el más notable de nuestros modernos novelistas, la gloria más pura acaso de nuestra literatura contemporánea.

Los Episodios Nacionales, son de la madera del Romancero y de las leyendas de Zorrilla; son la obra del genio puesta al servicio de la causa santa de la nacionalidad.

Si yo estuviera lejos de mi patria en el día de Año Nuevo, o en el dia de Noel, como decía un traductor, o el día del Año, como decía otro, y al suspirar por el hogar de mis padres y por mi tierra querida algún amigo quisiera consolarme con un recuerdo de la patria, el mejor regalo que podría hacerme sería un libro que contuviera El Romancero, Los cantos del Trovador, los discursos en que Castelar canta a la patria, que son como un romancero de la tribuna…. y los Episodios Nacionales.

No es hora de juzgar esta colección de novelas, monumento levantado por un gran escritor a las hazañas de la patria; este juicio lo ha sentenciado en última alzada el Tribunal Supremo de la Fama.

Pero es el caso, que obra tan interesante apareció primero, temiendo la indiferencia del público, envuelta en pobres pañales, con modestísimo atavío; pero hoy vuelve a publicarse en forma digna de su gran valor, porque el renombre de los libros de que se trata es ya garantía del buen éxito.

El arte del dibujo y el del grabado han venido a prestar su valioso auxilio a la obra del literato. Los hermanos Mélida, que son poetas como lo es Doré y como lo son otros muchos, poetas que en vez de la pluma manejan el lápiz, han querido adornar la creación de Galdós con un acompañamiento al lápiz. Algo hay en cada arte que es peculiar suyo, intransmisible á los demás; tiene el alma un modo singular de entender y sentir las cosas muy distinto, según el sentido por donde las percibe.

¿Qué no ha dicho Goethe, v. gr., en su poema, de cuanto pueda sentirse en la contemplación de Fausto, de Mefistófeles y de Margarita? Pues, sí; hay algo que no ha dicho: no ha dicho lo que la música ha sabido añadir a esas creaciones. Gounod ha hecho ver algo nuevo en los inmortales personajes que creara el mayor poeta de Alemania.

Doré con el lápiz, al interpretar escenas de Dante, de Milton, de Cervantes, etc. etc., nos ha hecho ver en las obras de estos genios algo nuevo; una poesía plástica que de esas mismas obras dimana, que a ellas debe su esencia, pero cuya expresión era imposible por la palabra, para cuya contemplación y emoción consiguiente era necesario el dibujo. Por este modo artístico de alto vuelo, han ilustrado, como ahora se dice en mal castellano, los hermanos Mélida, los Episodios Nacionales. De la hermosura de sus dibujos, siempre inspirados, correctos, originales, responden los dos primeros episodios, Trafalgar y La Corte de Carlos IV, publicados en un tomo elegante, lujoso, digno del contenido literario y de los dibujos mismos.

Es necesario que los amantes del arte y de las glorias patrias acojan con cariño esta empresa; es necesario que todo el que pueda compre este monumento de la literatura y de la historia contemporáneas, para que no se desanimen autores y editores, y no siga la literatura española viviendo pobremente, como si fuera, según algunos piensan todavía, pasatiempo de holgazanes, y no uno de los más nobles oficios en que puede emplearse el ingenio humano.

El buen éxito de obras como la nueva edición ilustrada de los Episodios Nacionales, será un signo de los tiempos, una clara manifestación del progreso de la cultura.

Leopoldo Alas «Clarín»
Publicado originalmente en la Revista de Asturias nº 2 – 30 de enero de 1882

Prólogo de Benito Pérez Galdós a «La regenta»

Prólogo de Benito Pérez Galdós a La regenta, de Leopoldo Alas, «Clarín».

Creo que fue Wieland quien dijo que los pensamientos de los hombres valen más que sus acciones, y las buenas novelas más que el género humano. Podrá esto no ser verdad; pero es hermoso y consolador. Ciertamente, parece que nos ennoblecemos trasladándonos de este mundo al otro, de la realidad en que somos tan malos a la ficción en que valemos más que aquí, y véase por qué, cuando un cristiano el hábito de pasar fácilmente a mejor vida, inventando personas y tejiendo sucesos a imagen de los de por acá, le cuesta no poco trabajo volver a este mundo. También digo que si grata es la tarea de fabricar género humano recreándonos en ver cuánto superan las ideales figurillas, por toscas que sean, a las vivas figuronas que a nuestro lado bullen, el regocijo es más intenso cuando visitamos los talleres ajenos, pues el andar siempre en los propios trae un desasosiego que amengua los placeres de lo que llamaremos creación, por no tener mejor nombre que darle.
Esto que digo de visitar talleres ajenos no significa precisamente una labor crítica, que si así fuera yo aborrecía tales visitas en vez de amarlas; es recrearse en las obras ajenas sabiendo cómo se hacen o cómo se intenta su ejecución; es buscar y sorprender las dificultades vencidas, los aciertos fáciles o alcanzados con poderoso esfuerzo; es buscar y satisfacer uno de los pocos placeres que hay en la vida, la admiración, a más de placer, necesidad imperiosa en toda profesión u oficio, pues el admirar entendiendo que es la respiración del arte, y el que no admira corre el peligro de morir de asfixia.
El estado presente de nuestra cultura, incierto y un tanto enfermizo, con desalientos y suspicacias de enfermo de aprensión, nos impone la crítica afirmativa, consistente en hablar de lo creemos bueno, guardándonos el juicio desfavorable de los errores, desaciertos y tonterías. Se ha ejercido tanto la crítica negativa en todos los órdenes, que por ella quizás hemos llegado a la insana costumbre de creernos un pueblo de estériles, absolutamente inepto para todo. Tanta crítica pesimista, tan porfiado regateo, y en muchos casos negación de las cualidades de nuestros contemporáneos, nos han traído a un estado de temblor y ansiedad continuos; nadie se atreve a dar un paso, por miedo de caerse. Pensamos demasiado en nuestra debilidad y acabamos por padecerla; creemos que se nos va la cabeza, que nos duele el corazón y que se nos vicia la sangre, y de tanto decirlo y pensarlo nos vemos agobiados de crueles sufrimientos. Para convencernos de que son ilusorios, no sería malo suspender la crítica negativa, dedicándonos todos, aunque ello parezca extraño, a infundir ánimos al enfermo, diciéndole: «Tu debilidad no es más que pereza, y tu anemia proviene del sedentarismo. Levántate y anda, tu naturaleza es fuerte: el miedo la engaña, sugiriéndole la desconfianza de sí misma, la idea errónea de que para nada sirves ya, y de que vives muriendo». Convendría, pues, que los censores disciplentes se callarán por algún tiempo, dejando que alzasen la voz los que repartan el oxígeno, la alegría, la admiración, los que alientan todo esfuerzo útil, toda iniciativa fecunda, toda idea feliz, todo acierto artístico, o de cualquier orden que sea.
Estas apreciaciones de carácter general, sugeridas por una situación especialísima de la raza española, las aplico a las cosas literarias, pues en este terreno estamos más necesitados que en otro alguno de prevenirnos contra la terrible epidemia. Por mi parte, declaro que muchas veces no he cogido el aparato de aereación (a que impropiamente hemos venido dando el nombre de incensario) por tener las manos aferradas al telar con mayor esclavitud de la que yo quisiera. Pero a la primera ocasión de descanso, que felizmente coincide con una dichosa oportunidad, la publicación de este libro, salgo con mis alabanzas, gozoso de dárselas a un autor y a una obra que siempre fueron de los más señalados en mis preferencias. Así, cuando el editor de La Regenta me propuso escribir este prólogo, no esperé a que me lo dijera dos veces, creyéndome muy honrado con tal encomienda, pues no habiendo celebrado en letras de molde la primera salida de una novela que hondamente me cautivó, creía y creo deber mío celebrarla y enaltecerla como se merece, en esta tercera salida, a la que seguirán otras, sin duda, que la lleven a los extremos de la popularidad.
Hermoso es que las obras literarias vivan, que el gusto de leerlas, la estimación de sus cualidades, y aun las controversias ocasionadas por su asunto, no se concreten a los días más o menos largos de su aparición. Por desgracia nuestra, para que la obra poética o narrativa alcance una longevidad siquiera decorosa no basta que en sí tenga condiciones de salud y robustez; se necesita que a su buena complexión se una la perseverancia de autores o editores para no dejarla languidecer en obscuro rincón; que estos la saquen, la ventilen, la presenten, arriesgándose a luchar en cada nueva salida con la indiferencia de un público, no tan malo por escaso como por distraído. El público responde siempre, y cuando se le sale al encuentro con la paciencia y tranquilidad necesarias para esperar a las muchedumbres, estas llegan, pasan y recogen lo que se les da. No serían tan penosos los plantones aguardando el paso del público, si la Prensa diera calor y verdadera vitalidad circulante a las cosas literarias, en vez de limitarse a conceder a las obras un aprecio compasivo, y a prodigar sin ton ni son a los autores adjetivos de estampilla. Sin duda corresponde al presente estado social y político la culpa de que nuestra Prensa sea como es, y de que no pueda ser de otro modo mientras nuevos tiempos y estados mejores no le infundan la devoción del Arte. Debemos, pues, resignarnos al plantón, sentarnos todos en la parte del camino que nos parezca menos incómoda, para esperar a que pase la Prensa, despertadora de las muchedumbres en materias de arte; que al fin ella pasará; no dudemos que pasará: todo es cuestión de paciencia. En los tiempos que corren, esa preciosa virtud hace falta para muchas cosas de la vida artística; sin ella la obra literaria corre peligro de no nacer, o de arrastrar vida miserable después de un penoso nacimiento. Seamos pues pacientes, sufridos, tenaces en la esperanza, benévolos con nuestro tiempo y con la sociedad en que vivimos, persuadidos de que uno y otra no son tan malos como vulgarmente se cree y se dice, y de que no mejorarán por virtud de nuestras declamaciones, sino por inesperados impulsos que nazcan de su propio seno. Y como esto del público y sus perezas o estímulos, aunque pertinente al asunto de este prólogo, no es la principal materia de él, basta con lo dicho, y entremos en La Regenta, donde hay mucho que admirar, encanto de la imaginación por una parte, por otra recreo del pensamiento.
Escribió Alas su obra en tiempos no lejanos, cuando andábamos en aquella procesión del Naturalismo, marchando hacia el templo del arte con menos pompa retórica de la que antes se usaba, abandonadas las vestiduras caballerescas, y haciendo gala de la ropa usada en los actos comunes de la vida. A muchos imponía miedo el tal Naturalismo, creyéndolo portador de todas las fealdades sociales y humanas; en su mano veían un gran plumero con el cual se proponía limpiar el techo de ideales, que a los ojos de él eran como telarañas, y una escoba, con la cual había de barrer del suelo las virtudes, los sentimientos puros y el lenguaje decente. Creían que el Naturalismo substituía el Diccionario usual por otro formado con la recopilación prolija de cuanto dicen en sus momentos de furor los carreteros y verduleras, los chulos y golfos más desvergonzados. Las personas crédulas y sencillas no ganan para sustos en los días en que se hizo moda hablar de aquel sistema, como de una rara novedad y de un peligro para el arte. Luego se vio que no era peligro ni sistema, ni siquiera novedad, pues todo lo esencial del Naturalismo lo teníamos en casa desde tiempos remotos, y antiguos y modernos conocían ya la soberana ley de ajustar las ficciones del arte a la realidad de la naturaleza y del alma, representando cosas y personas, caracteres y lugares como Dios los ha hecho. Era tan sólo novedad la exaltación del principio, y un cierto desprecio de los resortes imaginativos y de la psicología espaciada y ensoñadora.
Fuera de esto el llamado Naturalismo nos era familiar a los españoles en el reino de la Novela, pues los maestros de este arte lo practicaron con toda la libertad del mundo, y de ellos tomaron enseñanza los noveladores ingleses y franceses. Nuestros contemporáneos ciertamente no lo habían olvidado cuando vieron traspasar la frontera el estandarte naturalista, que no significaba más que la repatriación de una vieja idea; en los días mismos de esta repatriación tan trompeteada, la pintura fiel de la vida era practicada en España por Pereda y otros, y lo había sido antes por los escritores de costumbres. Pero fuerza es reconocer del Naturalismo que acá volvía como una corriente circular parecida al gulf stream, traía más calor y menos delicadeza y gracia. El nuestro, la corriente inicial, encarnaba la realidad en el cuerpo y rostro de un humorismo que era quizás la forma más genial de nuestra raza. Al volver a casa la onda, venía radicalmente desfigurada: en el paso por Albión habíanle arrebatado la socarronería española, que fácilmente convirtieron en humour inglés las manos hábiles de Fielding, Dickens y Thackeray, y despojado de aquella característica elemental, el naturalismo cambió de fisonomía en manos francesas: lo que perdió en gracia y donosura, lo ganó en fuerza analítica y en extensión, aplicándose a estados psicológicos que no encajan fácilmente en la forma picaresca.…

[Artículo] «Galdós, los escritores y el 98», de Pedro Pascual Martín

Es un juicio demoledor el que hizo D. Benito Pérez Galdós sobre la mitificación del 98.

El pesimismo que la España caduca nos predica para prepararnos a un deshonroso morir, ha generalizado en una idea falsa. La catástrofe del 98 sugiere a muchos la idea de un inmenso bajón de la raza y de su energía. No hay tal bajón ni cosa que lo valga. Mirando un poco hacia lo pasado, veremos que, con catástrofe o sin ella, los últimos cincuenta años del siglo anterior marcan un progreso de incalculable significación; (…) Va siendo ya general la idea de que se puede vivir sin abonarse por medio de una credencial a los comederos del Estado; de éste se espera muy poco en el sentido de abrir caminos anchos y nuevos a los negocios, a la industria y a las artes. El país se ha mirado en el espejo de su conciencia, horrorizándose de verse compuesto de un rebaño de analfabetos conducidos a la miseria por otro rebaño de abogados. Del Estado se espera cada día menos; cada día más del esfuerzo de las colectividades, de la perseverancia y agudeza del individuo.

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Fuente original del artículo: http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/13/aih_13_2_043.pdf…

La muerte de Galdós (II)

Narración de los último días de Galdós realizada por Hyman Chonon Berkowitz en su libro: Pérez Galdós, Spanish Liberal Crusader, Univseristy of Wisconsin Press, 1948, pp. 451-455.

La muerte de Galdós fue su último y mayor triunfo popular, si tenemos en cuenta que los últimos años de su vida los pasó en soledad, sin contacto alguno con las masas cuyo calor tanto le había reconfortado. El gobierno nacional rehusó celebrar un funeral de estado alegando que no ostentaba ningún cargo oficial, la misma razón por la que se le negó el entierro en el Panteón de Hombres Ilustres, una distinción que, por cierto, el escritor había rechazado en varias ocasiones. No obstante, la ausencia de pompa y ceremonia oficial no alivió el dólar de la multitud. Toda la nación, impactada por su muerte, se puso de luto. De alguna manera los españoles de a pie habían llegado a considerarlo inmortal por haber sido una fuerza vital de carácter nacional.

El duelo por la muerte de Galdós fue crudo y frío. A primera hora de la mañana, los chicos de los periódicos ya recorrían las calles anunciando la noticia. La portada de casi todos los periódicos mostraban claros signos de luto y sus titulares rezaban la sencilla frase de ¡Galdós ha muerto! No pasó mucho tiempo sin que el vecindario donde se encontraba la residencia de Galdós se convirtiera en una sólida multitud de seres humanos aturdidos, pasmados y apesumbrados. Los mensajeros entraban y salían de la casa como flechas para entregar una continua serie de telegramas procedentes del país y de fuera. Curiosamente, muchos de los telegramas estaban dirigidos al propio Galdós, como si los emisarios se negasen a reconocer su muerte. A lo largo de la mañana, cuando las puertas de la casa se abrieron, figuras distinguidas del panorama nacional –artistas, escritores, actores, representantes del gobierno, líderes políticos- comenzaron a entrar en el estudio donde yacía el cuerpo y donde artistas hacían esbozos sobre el papel o sacaban máscaras mortuorias. El ministro de instrucción pública acudió en representación del Palacio Real. Al salir los visitantes escribían su nombre en un libro, y algunos de ellos incluían también una dedicatoria apropiada. Gonzalo Cantó improvisó los siguientes versos:

En España ha habido dos

Escritores brillantes:

El primero fue Cervantes,

El segundo fue Galdós.

La procesión continua de visitantes se prolongó durante la mayor parte del día. La familia pidió en vano un instante de privacidad. Cientos de desconocidos solicitaron humildemente poder ver por última vez a don Benito –su don Benito. Por la tarde, una mujer francesa joven y de aspecto distinguido pidió permiso para cambiar un ramo de flores enorme que había traído por uno de los crisantemos del féretro. Resultaba obvio que su dolor era hondo y sincero. Se quedó frente al cadáver con la cabeza inclinada mientras rezaba en silencio, y las lágrimas cubrían su rostro cuando se marchó. Un halo de misterio embargó a los presentes en la casa de Galdós: ¿quién era aquella mujer, una amiga o alguien más estrechamente vinculada al finado?

Al final de la tarde, cuando la continua afluencia comenzó a afectar a la afligida familia, la ciudad de Madrid anunció que a la mañana siguiente los restos mortales serían trasladados al patio de cristal del Ayuntamiento, donde se instalaría la capilla ardiente hasta que se llevase a cabo el entierro. El gobierno municipal y el nacional harían las gestiones necesarias para asumir todos los gastos. Tras el anuncio, sólo los amigos íntimos de Galdós pudieron entrar en la casa. Fuera continuaron reuniéndose pequeños corrillos, mientras que en las esquinas de las calles, en cafés, clubs, casinos y redacciones de periódicos la gente hablaba en voz baja sobre su aflicción. Madrid quedó en silencio el domingo por la noche: todos los teatros cancelaron las funciones en reconocimiento al dramaturgo que tanto entretenimiento había ofrecido a la capital.

La gran capacidad de la lengua española en lo que a expresión encomiástica se refiere quedó patente en los editoriales y artículos de portada que aparecieron en los días siguientes. No se trataba de encomios estudiados: aquellos artículos estaban marcados por una tristeza genuina y hacían hincapié en la idea de que con el fallecimiento de Galdós una parte personal e integral de España, casi un órgano vital, había desaparecido. Incluso algunos periódicos católicos fingieron magnanimidad y, en compensación por la confesión de Galdós de la que falsamente habían informado, restaron importancia momentáneamente a lo que ellos veían como sus errores más graves. El periódico conservador El Debate proclamó en sus titulares que Galdós había muerto en el seno de la Iglesia. Sólo los carlistas de El siglo futuro se negaron a perdonar y a olvidar. Al mismo tiempo que exhortaban a sus lectores a rezar por la misericordia divina para el alma de Galdós, se apresuraban a recordar que durante toda su vida se había propuesto socavar la fe en la religión de toda la nación. No obstante, fue la prensa liberal la que expresó mejor el alcance de la pérdida que acababa de sufrir el país: “¡Galdós ha muerto! Aquellas palabras sonaban como el anuncio del fin de toda una época. Un siglo entero que había podido contarlo como historiador y poeta se estaba tambaleando mientras las escuchábamos”.

 

[Artículo] «Una aproximación polidérmica al personaje galdosiano: el caso de Isidora Rufete», de Antonio G. García Ramos

El caso de Isidora Rufete resulta paradigmá-tico por cuanto engrosa la nómina de personajes conformantes del inventario realista de Pérez Galdós que han traspasado los contornos fictivos de la novela para adquirir una insólita autonomía e independencia extraficcionales. Este hecho, lejos de resultar excepcional, se ha instituido como habitual en la novela reciente y, se puede afirmar que, como señalaría acertadamente Barthes, el personaje novelesco nace cuando semas idénticos atraviesan el mismo nombre propio y parecen adherirse a él.

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Fuente original del artículo: revistas.um.es/cartaphilus/article/download/91481/88191…

[Artículo] «Las cortes de Galdós», de José M. Cuenca Toribio y Soledad Miranda García

Al redactar su episodio Cádiz, Galdós apenas sobrepasaba la treintena y era el doble de esta cifra el tiempo que distanciaba a él y a sus coetáneos de los comienzos de la España contemporánea. El mirado y las perspectivas eran, pues, adecuados. Precozmenete maduro, el novelista grancanario tenía a esa edad bien formado ya su universo mental, si bien éste iba a sufrir inflexiones profundas que modificarían algunas visiones y creencias.

[gview file=»http://www.translatioimperii.com/galdos/wp-content/uploads/las-cortes-de-galdos.pdf»]…

[Documento] Necrología de D. Benito Pérez Galdós, discurso pronunciado en la RAE por Antonio Maura

En la sesión necrológica que para honrar la memoria del insigne escritor don Benito Pérez Galdós celebró el 8 de enero último en la Real Academia Española, su director, Antonio Maura, pronunció el discurso que va a continuación de esta advertencia.

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Fuente original del documento: http://mdc.ulpgc.es/cdm4/item_viewer.php?CISOROOT=/MDC&CISOPTR=70672&CISOBOX=1&REC=6#metajump…

[Artículo] «Lo español y lo universal en la obra de Galdós», de Amado Alonso

Envida de los artistas, y especialmente de los artistas de la palabra, todo rango adquirido es provisional, porque la adhesión y la admiración que les concedemos están en mucho tejidas con los hilos de nuestros intereses prácticos, forman parte de nuestra vida y el azar interviene demasiado en hacer de este o de aquel elemento el mayor resonador de nuestras propias voces interiores, el precipitador de nuestros dispersos ideales.

https://revistas.unal.edu.co/index.php/revistaun/article/view/13283

Fuente original del artículo: www.revista.unal.edu.co…