En plena Segunda Guerra Mundial empezaron a aparecer los cadáveres de varias mujeres junto a las vías del tren en los suburbios de Berlín. Las habían matado y arrojado desde los trenes en marcha.
Un asesino en serie andaba suelto en el corazón del Tercer Reich…👇
La URSS y EE.UU. todavía son países neutrales.
En la capital del Reich aún reina la euforia por las grandes victorias militares del último año.
Pero la guerra empieza a mostrar su cara más amarga: las primeras bombas han caído y las sirenas, los refugios antiaéreos y el miedo ya marcan la vida cotidiana de los berlineses.
En Berlín (y en el resto de las ciudades alemanas) reina una oscuridad total tras la puesta de sol para dificultar su localización a los aviones enemigos.
El alumbrado público deja de encenderse. Trenes y autobuses circulan con las luces apagadas.
Patrullas ciudadanas recorren las calles cada noche para detectar cualquier incumplimiento.
Es difícil imaginar un escenario mejor para un asesino en serie: al fin y al cabo, la mayoría de los delitos se perpetran al amparo de la oscuridad.
Pero hay un aliciente más para un monstruo que solo mata mujeres: en Berlín hay centenares de miles de ellas completamente solas.
Y es que con el estallido de la guerra, millones de hombres alemanes han sido llamados a filas, dejando atrás a sus esposas, hijas, hermanas, novias, etc.
Así da comienzo uno de los capítulos más espantosos y desconocidos de la historia criminal berlinesa.
Entre agosto y septiembre de 1940, tres mujeres son atacadas en los trenes urbanos de Berlín, todas en la misma línea, entre las estaciones de Karlshorst y Friedrichsfelde.
Las 3 sobreviven con heridas graves tras ser golpeadas en la cabeza y arrojadas del tren en marcha.
Sin embargo, la policía no cree sus historias y achaca las caídas a la oscuridad o al exceso de alcohol.
Un grave error que costará la vida a varias mujeres.
El cadáver de la primera víctima mortal, Getrud Ditter, de 20 años, aparece el 4 de octubre de 1940 en su domicilio.
Los forenses dictaminan que ha sido apuñalada y estrangulada, pero la policía cierra el caso ante la falta de arma homicida, móvil o huellas dactilares.
Pero Elizabeth tiene la suerte de aterrizar sobre una pila de arena junto a las vías y sobrevive, pudiendo relatar detalles de la agresión sufrida a la policía. Por desgracia, de su atacante solo recuerda que llevaba un uniforme negro.
Ahora, a la policía no le queda más remedio que admitir que existe un claro patrón de ataques calcados que están siendo perpetrados en la misma zona, seguramente por la misma persona.
El caso pasa a manos de la Policía Criminal (Kripo), que lo asigna a su mejor hombre.
El comisario Wilhelm Lüdtke es el director de la Unidad de Delitos Graves de la Kripo), un veterano agente de policía que ingresó en la Schützpolizei (otra rama de la policía alemana) en 1910 y lleva en la Kripo desde 1914.
Rápidamente, ordena registrar minuciosamente todos los trenes de la línea en la que actúa el agresor.
A las pocas horas, descubren el arma del crimen, oculta en el acolchado de los asientos: un cable telefónico cubierto de plomo, de 5 cm de grosor, con manchas de sangre.
Es un paso de gigante, pero tendrán que esperar a que el asesino vuelva a actuar para obtener más pistas.
Y, con precisión germánica, el misterioso asesino vuelve a actuar justo un mes después, el 4 de diciembre de 1940.
El cadáver de Elfriede Franke, enfermera de 26 años, aparece junto a las vías del tren cerca de la estación de Karlshorst.
El forense, Dr. Weimann, dictamina que tiene una herida mortal en la cabeza, producida con una barra de hierro. Ya estaba muerta antes de ser arrojada del tren en marcha.
Una clara conexión con los dos casos anteriores, de mujeres atacadas y arrojadas del tren en marcha.
Irmgard Freese, de 19 años, había sido vi0lada y golpeada en la cabeza hasta morir.
El inspector Lüdtke está perplejo. ¿Cómo es posible que el asesino haya podido atacar a 2 víctimas en 30 minutos?
¿O acaso los rumores sobre el asesino del suburbano, que empiezan a extenderse por Berlín, han impulsado a un imitador oportunista a actuar?
Pero el Ministerio de Propaganda prohíbe terminantemente su propuesta. Admitir que algo semejante pueda pasar en el Tercer Reich sería un ultraje y, además, un duro golpe a la moral de guerra, cuando los soldados se enteren en el frente de que sus familiares no están seguras.
En medio del conflicto burocrático (la Kripo depende de las SS y a menudo se ve en conflicto con la Gestapo por motivos de jurisdicción) los crímenes continúan.
El 22 de diciembre, los trabajadores ferroviarios descubrieron el cadáver de una cuarta víctima mortal, Elisabeth Bungener, tirado junto a las vías del tren. Un examen médico determina que ha muerto a consecuencia de una fractura de cráneo.
Seis días después, el 28 de diciembre de 1940, la policía encuentra a Gertrude Siewert, tras haber sido agredida y arrojada del tren. Con diversos traumatismos graves en la cabeza y las extremidades, Siewert es trasladada de urgencia al hospital, donde muere al día siguiente.
La escena se repite el 5 de enero de 1941, cuando el cuerpo inconsciente de Hedwig Ebauer, embarazada de cinco meses, es localizado cerca de las vías del tren. El asesino ha intentado estrangularla antes de arrojarla del tren. Ebauer sucumbe a sus heridas en el hospital.
Ante la negativa de las autoridades a hacer públicos los crímenes, Lüdtke se ve obligado a tomar una línea de acción más discreta y con métodos inusuales.
Los agentes de la Kripo patrullan la línea de tren de Karlshorst vestidos de paisano.
Se vigila a los viajeros en cada estación.
Los detectives de la Kripo llegan a vestirse de mujeres para subirse a los trenes pero el truco es demasiado burdo, así que se envía a agentes auxiliares femeninas como cebo a bordo de vagones de segunda clase en un intento de atrapar al asesino en una trampa.
Todo en vano: el 11 de febrero de 1941 aparece el cuerpo de la 7.ª víctima mortal, Johanna Voigt, embarazada y madre de tres hijos.
El comisario Lüdtke cada vez está sometido a más presión por parte de sus superiores y las autoridades, que al mismo tiempo le impiden hacer su trabajo por motivos políticos y propagandísticos.
Frustrado, el comisario Lüdtke recurre a los archivos policiales. Quizá allí pueda encontrar otros casos que aún no se han relacionado con el mismo asesino. Y descubre que en agosto de 1939 se registraron 31 casos de agresiones y vi0laciones en la misma zona de los asesinatos.
Tras interrogar a las víctimas, todas coinciden: el atacante llevaba el uniforme negro de los trabajadores de la empresa que opera los ferrocarriles en la capital del Reich.
Lüdtke recuerda que en ninguna de las víctimas se ha encontrado un billete de tren.
¿Y si se trata del mismo autor? ¿Un agresor que ha conseguido refinar su “técnica” con el estallido de la guerra, la oscuridad total, la llamada a filas y la incorporación de las mujeres a las fábricas, obligándolas a volver a casa en tren por las noches?
La pista promete, pero el comisario Lüdtke se topa con la injerencia de la Gestapo: en los ferrocarriles del Reich solo trabajan “alemanes arios”. El monstruo que buscan tiene que ser un judío o uno de los trabajadores forzosos polacos de las fábricas de Berlín.
El interrogatorio de los miles de empleados avanza lentamente…
Con toda la actividad policial, Lüdtke al menos parece haber conseguido detener los ataques y el esquivo asesino desaparece.
Los días se convierten en semanas…
Las semanas en meses…
Pero el Ministro de Propagando del Reich, Goebbels, está furioso: el régimen queda en muy mal lugar si la policía no es capaz de capturar a un asesino en serie que mata a mujeres impunemente en el corazón del Reich.
El 3 de julio de 1941 aparece el cuerpo de Frieda Koziol, de 35 años, vi0lada y golpeada hasta la muerte en la misma zona de Friedrichsfelde donde habían tenido lugar los primeros ataques en verano de 1939.
Lüdtke ha jugado y perdido, y ahora tiene una víctima en su conciencia. Además, los interrogatorios de los trabajadores ferroviarios no han dado resultado concluyentes hasta la fecha, aparte de seleccionar un par cientos de posibles sospechosos.
Todo parece estar en punto muerto una vez más, cuando a uno de los investigadores se le ocurre incluir una pregunta en el interrogatorio a los trabajadores, el tipo de pregunta que resulta muy útil en un régimen totalitario como la Alemania Nazi:
¿Ha sido testigo de un comportamiento sospechoso por parte de alguno de sus compañeros de trabajo?
Uno de los trabajadores excluido del grupo de sospechosos comenta que ha visto a un compañero saltar una tapia varias veces en horario de trabajo.
Parece lo contrario de lo que busca la policía: un hombre de familia, nazi leal, veterano de las SA y trabajador diligente, del que, aparte de su “entrometido” compañero de trabajo, sus colegas y superiores hablan muy bien.
La explicación de Ogorzow a su extraño comportamiento es que a veces se escabulle para visitar a una amante cuyo marido está en el frente.
Pero el comisario Lüdtke no se da por satisfecho. Inspecciona personalmente sus uniformes de trabajo y encuentra manchas de sangre en todos.
Ogorzow es detenido el 12 de julio de 1941 e interrogado en la sede de la Kripo en Berlín.
En un interrogatorio muy duro, en una pequeña habitación a la luz de una única bombilla, Lüdtke le muestra una bandeja de cráneos fracturados de varias de sus víctimas.
Ogorzow se derrumba rápidamente y confiesa ser el autor de las 8 muertes y todos los demás intentos de asesinato y la ola de agresiones del verano de 1939. Alega que su frenesí asesino es fruto de su adicción al alcohol y de una gonorrea mal tratada por un médico judío.
Explica que, al principio, acechaba a sus víctimas en las estaciones y sus alrededores, pero, en un incidente no denunciado a la policía, trató de agredir a una muer en un andén oscuro pero fue sorprendido por el marido y el cuñado de ésta, que le propinaron una brutal paliza.
Por ello, había decidido atacar solo a mujeres que viajaran solas de noche en los oscuros compartimentos de los trenes. Confiaba en que las pasajeras solitarias no sospecharan que un empleado uniformado del suburbano se les acercaba, aparentemente para pedirles el billete.
Una vez distraídas, las atacaba golpeándolas con un cable de plomo o una barra de hierro y se deshacía de los cuerpos arrojándolos por las puertas o ventanas del vagón antes de llegar a la siguiente estación.
Ogorzov es rápidamente juzgado, condenado a muerte, expulsado del NSDAP y declarado enemigo del pueblo.
Dos días más tarde, el 26 de julio de 1941, lo guillotinan en la prisión de Plötzensee.
Los asesinatos del monstruo del suburbano se olvidan rápidamente, en parte por la censura y el secretismo impuestos por el NSDAP.
Asimismo, quedan eclipsados en gran medida por los horrendos crímenes del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.
Casi resulta irrisorio que el trabajo policial desempeñado en tiempos de paz, (atrapar ladrones, violadores y asesinos) siguiera siendo normal en la Alemania Nazi mientras su gobierno -en nombre del pueblo- cometía a diario crímenes de proporciones colosales.
Al fin y al cabo, ¿qué eran 8 mujeres asesinadas en comparación con los millones de ellas que la Alemania Nazi aniquiló en pocos años? ¿Y entre los más de 7 millones de alemanes que murieron durante la Segunda Guerra Mundial?
Por este motivo, al contrario que muchos otros asesinos en serie, sobre todo en Estados Unidos, el caso de Paul Ogorzow, el monstruo del suburbano, el asesino del S-Bahn berlinés, quedó olvidado exactamente donde él mismo gustaba de acechar a sus víctimas: en las sombras.
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