En 1902 se traficaba con un fino polvo blanco entre Suiza y Alemania. ¿Heroína, cocaína? Para nada, las 2 se vendían legalmente en cualquier farmacia.
Se traficaba con SACARINA. Pero, ¿por qué?
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La historia de amor de nuestra especie con el dulce polvo blanco (el azúcar, malpensados) empieza con la domesticación de la caña de azúcar en Papúa Nueva Guinea, Taiwán y China.
De ahí pasó a la India y, de mano de los musulmanes, al sur de España y Portugal.
El binomio azúcar-esclavitud condicionó durante siglos la historia colonial del Caribe.
Llegó a valer su peso en plata y se guardaba bajo llave en las cocinas de los más ricos.
Pero claro, las naciones europeas que no tenían colonias dependían de españoles, portugueses, ingleses, franceses u holandeses para acceder a un producto cada vez más demandado por que el tenían que pagar auténticas fortunas.
Así que empezaron a buscar alternativas.
No era rentable frente al azúcar americano (que tenía más del doble de azúcar, el 14 %), pero abría una interesante puerta a las naciones sin colonias y con climas fríos en los que no crecía la caña de azúcar.
Y así, en 1801 empezó la producción de azúcar de remolacha.
La suerte del azúcar de remolacha cambió durante las Guerras Napoleónicas, cuando el bloqueo británico cortó de raíz el flujo del azúcar americano hacia Europa.
Napoleón mandó sembrar miles de hectáreas con remolacha para restar efectividad al bloqueo.
Y aquí es donde entra en juego la sacarina: el químico Constantin Fahlberg estaba experimentando con alquitrán (no volverás a ver con los mismos ojos esa pildorita que te echas en el café) cuando percibió un gusto dulzón en sus manos.
Para su sorpresa, acababa de identificar un edulcorante sintético. Pero no cualquier edulcorante sintético: uno 550 veces más dulce que el azúcar de caña o remolacha (spoiler: lo que te echas en el café obviamente no es sacarina pura, es una disolución acuosa).
Fahlberg comenzó a producir la sacarina en 1887 en su propia fábrica, pero el poderoso lobby alemán del azúcar de remolacha no se iba a quedar de brazos cruzados mientras un don nadie les echaba por tierra 100 años de desarrollo tecnológico/agropecuario.
Y es que producir sacarina era mucho más caro que el azúcar de caña o remolacha, pero como era 550 veces más dulce que el azúcar, resultaba más barata para el consumidor, convirtiéndose en un sucedáneo atractivo del azúcar para las personas con menos recursos.
La industria azucarera lanzó una campaña de difamación (no lo tuvieron muy difícil, la verdad) tildando a la sacarina de dulce de alquitrán pegajoso e inmundo, y presentando su propio producto, el azúcar de remolacha, como un alimento natural y vigorizante.
Como no tuvo el éxito esperado, muchos gobiernos europeos aprobaron leyes que restringían el uso de la sacarina a personas que no podían tomar azúcar por motivos médicos.
Hacia 1902, en países como Alemania o Austria, la sacarina sólo se vendía en farmacias con receta médica.
Y claro, al otro lado de la frontera, los alemanes y austríacos más humildes (la mayoría) no podían renunciar a endulzar el sustituto del café (achicoria) que tomaban, pese a las leyes que prohibían el edulcorante más asequible.
Así que el mercado negro empezó a florecer.
En lo que el sociólogo austríaco Roland Girtler considera el “precursor del tráfico de drogas”, toneladas de sacarina empezaron a abandonar ilegalmente Suiza rumbo a Austria y Alemania.
Pueblos enteros vivían gracias al contrabando de sacarina a ambos lados de la frontera.
El edulcorante pasaba inadvertido en grandes cantidades por las fronteras boscosas y montañosas escasamente vigiladas entre Suiza, Alemania y Austria…
… o en pequeñas cantidades transportadas por “mulas”, personas de baja condición social, a veces incluso niños, que cruzaban la frontera a pie o en tren con paquetes de fino polvo blanco bajo la ropa o cosida en su ropa interior.
Los contrabandistas escondían paquetes de fino polvo blanco en las cisternas de los trenes, en vehículos privados con compartimentos ocultos, o incluso en féretros cruzaban la frontera con decenas de kilos de sacarina en lugar de un cadáver hacia su última morada.
Las ciudades suizas no se quedaron al margen del contrabando.
En 1912, un diputado se quejaba de que solo en Zúrich mil personas vivían del comercio de la sacarina.
Pero las autoridades suizas no podían hacer nada: en el país esta sustancia era legal.
Al otro lado de la frontera, se crearon departamentos encargados de descubrir y desarticular el comercio del polvo blanco, al igual que hoy sucede con drogas como la cocaína y la heroína.
En Alemania se fundó la “Oficina Central para luchar contra el tráfico de edulcorantes artificiales”.
Y solo en el año 1912, 931 contrabandistas fueron detenidos en las fronteras suizas cargados hasta las trancas de sacarina.
Con la presión de las autoridades, las redes de contrabando se profesionalizaron y empezaron a mezclar la sacarina con yeso o sosa para pasar desapercibida en los controles fronterizos o aduaneros. Incluso la escondían en velas litúrgicas destinadas a iglesias austríacas.
Tal fue el impacto del contrabando de sacarina en la sociedad de la época que pasó a la literatura.
En 1913, el escritor suizo Eduard Ehrensperger-Gerig publicaba Der Saccharinschmuggler (El contrabandista de sacarina).
Su protagonista es un tipo corriente que necesita dinero y poco a poco se va convirtiendo en un mentiroso, en un criminal, sumergiéndose “en el abismo sin fondo de la depravación, la traición y la crueldad”.
¿Te suena de algo el argumento?
(En el gráfico: consumo de sacarina en Alemania 1888-1942).
Entre ellos la necesidad de edulcorantes, por lo que se derogó la legislación que prohibía la distribución al público de la sacarina, llegando a su fin la edad de oro del contrabando de esta sustancia.
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